Kitabı oku: «Petróleo de sangre», sayfa 2
La confusión de las mercancías
Pero nuestro dinero también irá a parar a sitios buenos, se supone. Cuando apartamos la vista de los desastres que se producen en algunos países exportadores de recursos naturales, observamos que no todas esas naciones son tan deprimentes. De hecho, a algunas parece irles bastante bien. Noruega tiene petróleo, Botsuana diamantes, Chile cobre… y estos países han prosperado. Nuestra vinculación, a través de las cadenas de suministro, con los habitantes de esas naciones parece ventajosa para ambas partes. Nosotros disfrutamos de los bienes fabricados con sus materias primas; ellos utilizan el dinero de las ventas para prosperar. Esta es la relación que deseamos mantener con todo el mundo en nuestras cadenas de suministro; queremos que el mercado global funcione así. Entonces, ¿cuándo va a parar nuestro dinero a países «buenos» y cuándo a países «malos»? ¿ Cuándo nos aliamos con el bien y cuándo con el infortunio?
La naturaleza del mercado global es lo que hace que esto sea tan difícil de saber. Hay que volver a imaginar la inmensa red de cadenas de suministro correspondientes a todos los productos que brillan en la superficie de la Tierra: miles de millones de nodos que forman billones de conexiones similares a las neuronas del cerebro humano. Hoy en día hay sitios web «abiertos» que ayudan a los compradores a entender el funcionamiento de las cadenas de suministro que hay detrás de al menos algunos productos, pudiendo así conocer el origen de los recursos naturales de los artículos que compran. Pero en el caso de materias primas esenciales como el petróleo, las cadenas de suministro no son públicas (de hecho, como veremos más abajo, permanecen ocultas). Y las cadenas de suministro actuales, como las neuronas del cerebro, cambian constantemente sus nexos. El látex de un condón comprado en una tienda un día cualquiera procede de árboles indonesios, pero al día siguiente podría provenir de la India; no se puede saber con tanta precisión. Aunque pudieras etiquetar todas las estanterías de las tiendas que frecuentas, indicando el origen de las materias primas de los productos que en ellas se venden, las etiquetas serían poco fiables tras la primera reposición.
La manera en que las cadenas de suministro se fusionan, intensifica aún más la confusión de las mercancías. Este es el problema de los bienes intermedios. Sólo uno de cada cinco diamantes, por ejemplo, termina en las joyerías, pues la mayoría se usan para taladros de minería. Los diamantes provenientes de los campos ensangrentados de Zimbabue quizá hayan sido acoplados a un taladro para extraer petróleo en México, y luego el petróleo, convertido en gasolina, llena el depósito del camión que lleva naranjas a tu supermercado. La próxima naranja que cojas, podría ser, en este sentido remoto, una «naranja ensangrentada» (nunca lo sabrás).
Es imposible saber con exactitud qué productos están contaminados por la toxicidad moral de sus cadenas de suministro. Sin embargo, estamos seguros de que ese tipo de contaminación existe. La «contaminación» es un tercer tipo de vínculo entre consumidores y productores, distinto de la intervención y la incentivación. Si sospecharas que hay un 10% de probabilidades de que el cacao de tu chocolate favorito había sido cosechado por niños obligados a trabajar durante muchas horas seguidas en condiciones inhumanas, ¿seguirías comprándolo? ¿Y si las probabilidades fueran de un 1%? Sin embargo, es mucho más probable que compremos productos elaborados con recursos naturales arrebatados a las personas más desventuradas del mundo. Nuestra contaminación moral es una certidumbre: como veremos después, todos poseemos bienes robados.
Las maldiciones recaen sobre nosotros
La maldición de los recursos naturales no sólo nos contamina, sino que también nos amenaza. La maldición de los recursos naturales está siempre en las noticias: quedó reflejada, por ejemplo, en los graves acontecimientos internacionales de 2014-2015. En África, el Ébola asoló tres países cuyos sistemas sanitarios habían quedado muy debilitados tras años de guerra y despotismo alimentados por la explotación minera; y el miedo a la epidemia se extendió a Estados Unidos. Putin, en Rusia —con las arcas del Estado llenas gracias al elevado precio del petróleo—, usó la fuerza contra Ucrania y Siria mientras profería amenazas contra Occidente. Los países occidentales enviaron aviones para combatir a un autodenominado Estado Islámico que, financiado por el petróleo, atraía a jóvenes reclutas para que luchasen en los fragmentados Estados petroleros de Irak y Siria. El caos de Siria se contagió a los países vecinos, provocando una oleada de refugiados que huyeron en dirección a Europa. La maldición de los recursos naturales sigue apareciendo en los titulares que lees hoy. Al final de la parte I, la verás por doquier.
Recuerda que, entre los países en vías de desarrollo, los Estados petroleros tienen un 50% más de probabilidades de contar con líderes autoritarios, líderes que se mantienen en el poder por culpa de nuestro dinero. La próxima vez que tu país envíe tropas para derrocar a un «petrócrata» como Sadam Husein o Muamar el Gadafi, quizá resulte que el dinero que pagaste en la gasolinera habrá servido para comprar los misiles que les lanzarán a tus pilotos y las balas que les dispararán a tus jóvenes soldados. Recuerda también que los Estados petroleros más pobres tienen el doble de probabilidades de emprender una guerra civil. La próxima vez que te encuentres retenido en el control de seguridad de un aeropuerto, esperando a quitarte el abrigo o los zapatos, tal vez se te ocurra que, el (fracasado) terrorista nigeriano, y el (fracasado) terrorista yemení del avión de carga, y los (mortíferos) terroristas del maratón de Boston, provenían de países petroleros desestabilizados desde hace mucho tiempo por la violencia. O tal vez recuerdes la nacionalidad de quienes estrellaron los aviones contra el World Trade Center aquel 11 de septiembre.
Como veremos en la parte II, cuando alimentamos la desgracia en el extranjero, no debería sorprendernos que el rencor nos devuelva la jugada. Y el daño que nos inflige la maldición de los recursos naturales no procede sólo directamente de extremistas agresivos y autoritarios. También nos perjudicamos a nosotros mismos discutiendo sobre cómo manejar las opciones negativas para todos que nos proporcionan. Irán, Irak, Libia, Siria, Rusia y otros Estados petroleros: piensa en lo perniciosas que han sido durante cuatro décadas nuestras discusiones sobre si debíamos emprender acciones militares o no, imponer sanciones económicas o no, o reforzar nuestra seguridad antiterrorista a costa de nuestras libertades personales. ¿A qué tan mala sangre, incluso entre personas de buena voluntad? ¿No es posible regresar al origen y descartar esas opciones perjudiciales antes de que vuelvan a dividirnos entre tanto fuego cruzado?
En este caso podríamos salir por la tangente en muchas direcciones: el imperialismo yanqui, el extremismo islámico, el auge de China, el cambio climático o el fracking. Analizaremos todas estas cuestiones, entre otras, a lo largo del libro. Pero, antes de avanzar, parémonos a pensar dónde nos encontramos.
Cadenas por todas partes
El mercado global es una impresionante red de transporte y transformación que convierte a diario gigantescos fragmentos de recursos naturales en un macrocosmos de bienes y servicios. Las cadenas de suministro mundiales nos proporcionan la tecnología, la moda y los aviones que constituyen las plataformas de nuestros proyectos, a los que sólo renunciaríamos muy a nuestro pesar. Aún es más, esas cadenas de suministro nos procuran la comida, la energía y los medicamentos de los que, en cuanto comunidad humana, no podríamos prescindir. Siete mil millones de personas son quizá demasiadas para mantenerlas a todas, por no hablar de aquellas que viven ahora mejor que nunca y de los afortunados que tienen absolutamente de todo. La Humanidad necesita inevitablemente el mercado global, esto es, la máquina de la vida que ella misma ha creado.
En este mercado, gran parte de las relaciones entre proveedores y consumidores constituyen las conexiones —ventajosas para todos— que describía la economía clásica: los proveedores envían los bienes, y los consumidores recompensan sus esfuerzos. Pero en algunos lugares —donde se explotan recursos naturales como el petróleo, los metales, las piedras preciosas y la madera— la máquina de la vida funciona mal. Allí las cadenas se apropian de los recursos y los arrancan del suelo con consecuencias desastrosas para los lugareños. En esos sitios, la demanda global es como un tornado que toca tierra, o como una enorme jeringa que perfora la piel del planeta, succionando con ansiedad las materias primas. Vimos el pillaje de cerca en una aldea congoleña y en las macroestadísticas que relacionan la producción de recursos naturales con el autoritarismo, las contiendas civiles, la corrupción, la desigualdad sexual, etcétera. Las bendiciones del mercado global contienen en su seno la maldición de los recursos naturales.
Si los consumidores fueran conscientes de estas malditas conexiones mercantiles —enviando hoy su dinero a dictadores, militares y funcionarios corruptos, y provocando mañana más sufrimiento e injusticias—, la mayoría de ellos las repudiarían. La contribución de un consumidor cualquiera a la maldición de los recursos naturales es incierta, y resulta prácticamente imposible que un comprador averigüe la «bondad» o «maldad» de lo que está comprando. Sin embargo, los consumidores avisados sospecharán que muchos productos de los que compran están «manchados» desde su origen. Aquella mujer quizá tenga sangre en las manos (en el oro de su anillo). Tal vez se oigan gritos desgarradores en la boca de aquel hombre mientras se come un helado elaborado con nitrógeno derivado del petróleo. Es posible que a la mujer no le guste hacer la compra diaria en un mercado globalizado cuya estructura se cimienta en la injusticia. A lo mejor el hombre tiene la extraña sensación de que la maldición de los recursos naturales extranjeros girará en redondo para dañar a sus seres queridos. Y ella quizá tema la siguiente crisis de política exterior que llenará de improperios las ondas hercianas.
Este problema es muy grave. Su gravedad se debe no sólo a la masiva contaminación de los flujos globales de los recursos naturales, sino también a que el mundo depende de esos flujos para su supervivencia. Si los millones de barriles de petróleo «despótico» dejasen de fluir mañana, la economía global se paralizaría. No podríamos permitirnos ningún pequeño lujo, cientos de miles de personas perderían su trabajo, y los millones que acaban de salir de la pobreza extrema volverían a vivir en la indigencia, en caso de haber sobrevivido a la debacle. El mundo gira sobre recursos naturales contaminados, de modo que al parecer estamos en un verdadero aprieto. El deseo de llevar una existencia honrada choca contra la necesidad práctica de mantener nuestro estilo de vida y está extendido por todo el mundo.
Con un ojo, vemos la palpitante red mundial de cadenas de suministro, que crece en relación simbiótica con la Humanidad. Con el otro, vemos que el mercado global sigue causando estragos y usa la sangre para lubricar sus engranajes. Ambos puntos de vista son válidos; podemos tener ambos al mismo tiempo. Lo que vemos con los dos ojos parece un dilema característico del ahora.
Nuestros antepasados afrontaron muchos retos que hoy parecen sencillos desde una perspectiva ética, aunque sigan siendo desalentadores. Si ves a unos esclavos encadenados, rompe las cadenas. Si los nazis bombardean tu ciudad, detén a los nazis. Muchos desafíos nuevos parecen difíciles de superar desde un punto de vista tanto práctico como moral. En el caso de los problemas actuales —como la maldición de los recursos naturales y el cambio climático—, los consumidores tienen ante sí unos sistemas complejísimos y opacos en los que millones de personas aportan pequeñas cantidades para obtener grandes malos resultados. Peor aún, son esos mismos sistemas los que nos presentan las bondades de la vida moderna, la cual a su vez supone una amenaza para nosotros. Romper las cadenas de los esclavos del mundo es un triunfo moral. ¿Y romper las cadenas de suministro mundiales? Eso es imposible.
De hecho, en comparación con la maldición de los recursos naturales, hasta el cambio climático parece una nadería. Al menos, en el caso del cambio climático la causa y el remedio son fáciles de comprender. El exceso de emisiones contaminantes en millones de lugares distintos se suma al exceso de emisiones totales: lo más sencillo sería reducir la suma reduciendo los sumandos. Lo difícil es reducir las emisiones de manera equitativa, y la acción colectiva que se necesita para lograrlo resulta ardua porque al actor principal, la Humanidad, le cuesta mucho coordinarse. Sin embargo, el problema básico y la solución del cambio climático son bastante sencillos desde una perspectiva mental: no suponen una mayor dificultad que sumar y restar.
La maldición de los recursos naturales es más compleja porque, en el micronivel, todo parece funcionar correctamente. Vuelve a pensar en las materias primas que se utilizan para que hagas la compra diaria: lejanos yacimientos de minerales y petróleo, bosques foráneos, gemas antípodas. Lo que te da acceso a esas materias primas son las leyes mercantiles de la oferta y la demanda. En cada etapa del trayecto que recorren esas materias para llegar a ti se aplican normas bien conocidas: la propiedad y el contrato mercantil. Quienes extraen los recursos naturales se los venden a fabricantes que a su vez se los venden a intermediarios que a su vez te los venden a ti. El dinero que te gastas tú va a parar a los intermediarios, que son clientes de los fabricantes, que a su vez son clientes de los extractores. En cada eslabón, lo único que vemos es lo que Adam Smith denominó «la propensión humana a transportar cosas, hacer trueques, cambiar una cosa por otra». No hay «excesos» en ningún eslabón de la cadena. A diferencia del cambio climático, el problema no es la adición, así que la sustracción no sirve para nada.
La maldición de los recursos naturales plantea un problema de acción colectiva, pero no podemos ver, siquiera en abstracto, en qué consiste esa acción. Las cadenas de suministro que nos vinculan a los recursos naturales parecen estar compuestas de transacciones muy básicas: la propiedad fluye por los contratos desde el origen hasta el punto de venta. Al inmenso tapiz de las cadenas de suministro parecen haberle dado una sola puntada. No vemos ningún error que pudiéramos corregir para volver a tejer la moqueta. La maldición de los recursos naturales es sólo, al parecer, un pésimo subproducto del mercado global.
Oímos débiles gritos procedentes de los extremos de las cadenas de suministro, donde el enorme peso de la demanda consumista global aplasta los cuerpos de quienes son torturados por dictadores o violados por milicianos. Leemos noticias acerca de ciudadanos que viven en países ricos en recursos naturales pero que pasan hambre o se sublevan contra el tirano o se ven envueltos en espantosas guerras civiles o incluso planean asesinar a personas como nosotros. También vemos la profusión de lujos y necesidades que surgen de las cadenas de suministro próximas a nosotros, y no parece haber más que simples intercambios comerciales entre la procedencia maldita y las estanterías de nuestras tiendas. Rastrear el origen de la mayor parte de las materias primas es demasiado complicado, ya que muchas de ellas se utilizan como bienes intermedios en las cadenas de suministro. Cuesta trabajo ser un consumidor de productos derivados del petróleo y a la vez partidario del Comercio Justo.
En cuanto consumidores, parece que estamos estancados. Volvamos a mirar desde otro ángulo.
Tu propia Arabia Saudí
Haz un pequeño inventario de los objetos que has tocado hoy (sábanas, prendas de vestir, cosméticos, etcétera). Esos objetos están hechos de moléculas procedentes de muchos países. A lo mejor te despertaste hoy en Egipto. Quizá lleves un trozo de España alrededor de la cintura, o parte de Venezuela en los pies. Podrías tener un poco del Congo en el bolsillo, y muy posiblemente un pedazo de Omán en la nariz. Es como si hubieras circunnavegado el globo dando volteretas, con la tierra de muchos países pegada a ti, o como si un dios hubiera hecho una pelota contigo y te hubiera lanzado alrededor del mundo con los bolsillos rebosantes de dinero. A lo mejor mordisqueas una rebanada de Italia cubierta de Sri Lanka: si tú eres lo que comes, entonces nosotros somos el mundo. Al observar las moléculas que entran en tu cuerpo y lo conforman —la comida, la bebida, las vitaminas, los medicamentos—, resulta que eres un ciudadano global, una verdadera creación multilateral. El corazón del más xenófobo guardia fronterizo lleva a México en su interior. El racista japonés no puede quitarse a Corea de la sangre.
En la etiqueta de tu ropa interior pone «Made in Bangladesh». Pero, ¿de qué país son las moléculas con las que está hecha esa ropa? De Vietnam, tal vez, o de Brasil; o de los dos. Una forma de interpretar lo que haces en la gasolinera es que le estás echando gasolina al coche. Otra forma de interpretarlo es que estás metiendo en el coche al mismísimo Estado soberano de Angola. O podrías estar llenando el coche de una mezcla de Rusia, Irak y Texas (como dijo Marx, el dinero «junta las imposibilidades y hermana las contradicciones»). Todos esos átomos provienen de algún punto concreto de la superficie del planeta: todos tenían propietarios, en sus orígenes, según las leyes de esos países. Las cadenas de suministro no son sólo caminos físicos de moléculas: son cadenas de transacciones legales, de propiedades que cambian de manos mediante contratos. Lo que ahora es propiedad tuya fue antes propiedad de otros; las cadenas de suministro mundiales han establecido una relación legal entre tú y muchos extranjeros, lo cual debería darte una nueva perspectiva.
Tomemos algo que sea tuyo —tu portátil, por ejemplo— y rastreemos la propiedad legal de sus componentes por medio de los eslabones de su cadena de suministro. Compraste el ordenador en una tienda, y la tienda se lo compró al fabricante. El fabricante les compró todos los componentes del portátil a sus proveedores. Si rastreamos los derechos de propiedad de una parte del ordenador —la carcasa de plástico, por ejemplo—, encontraremos las materias primas que poseía una refinería, y luego el petróleo que poseía un comerciante que envió el petróleo a esa refinería. Al principio de esta cadena de títulos legales encontramos el petróleo perteneciente, por ejemplo, a Arabia Saudí. Has establecido una relación jurídica con el régimen saudita. La propiedad legal de tu ordenador depende de la propiedad legal de un pozo de crudo que pertenece al régimen saudita.
¿O quizá —lo que es aún más inquietante— deberíamos decir que pertenece «supuestamente» a ese régimen? Arabia Saudí afirma que posee en propiedad todo el petróleo del país y que tiene derecho a venderlo. Pero, ¿por qué suponer que el régimen saudí tiene autoridad para hacer semejante declaración? ¿Quién puso el petróleo del país a cargo de esas personas? Las leyes fundamentales del régimen saudí dicen lo siguiente:
El Gobierno del Reino de Arabia Saudí recibe su autoridad del Sagrado Corán y de las palabras y costumbres del Profeta.
¿Tienes que creer semejante cosa para ser el dueño de tu ordenador? ¿No será que respaldas la autoridad del régimen saudí por razones que ese mismo régimen rechazaría? ¿O es que no acatas en modo alguno la autoridad de la Administración saudí? Como sabes, el Gobierno árabe lleva ejerciendo la represión desde hace muchas décadas y ha invertido los inmensos beneficios procedentes del petróleo en eliminar cualquier intento de derrocamiento. Evidentemente, no se nos pasa por la cabeza invadir ese país: Arabia Saudí ni se toca. Sin embargo, cuando cierras el portátil y lo metes en su bolsa, pareces estar dando por supuesta alguna justificación, alguna teoría implícita respecto a los derechos de propiedad. He aquí la pregunta precisa para un momento de profunda reflexión: ¿(cómo) vendió el régimen saudí legalmente el petróleo con que se fabricó el plástico del ordenador que ahora legalmente posees?
No saber qué contestar es mejor que suponer una respuesta evidente. Y la respuesta será sorprendente, apasionante, hasta podríamos decir que maravillosa, de no ser porque también explica en parte el sufrimiento y la injusticia que acompañan a la maldición de los recursos naturales. La respuesta no es obvia, pero vale la pena buscarla porque, si la encontramos, nos mostrará el camino para deshacer dicha maldición.
Ver el mundo en una gota de petróleo
Al pensar en la maldición de los recursos naturales desde la perspectiva del consumidor, nos atascamos. El hecho de reflexionar sobre la propiedad legal nos exime de profundizar más. Si nos imaginamos el derecho internacional como un estrato superpuesto a la política, y la política como un estrato superpuesto a la economía, el análisis que propone este libro tomará una muestra de los tres estratos para descubrir las verdades fundamentales del comercio internacional con respecto a los recursos naturales.
En esta exploración encontraremos aquellos mecanismos de la máquina de la vida que controlan la población de nuestra especie, así como las ocultas fundiciones políticas donde se forjan los deformados eslabones de las cadenas de suministro mundiales. Investigaremos por qué los países que exportan recursos naturales son más proclives al autoritarismo, las guerras civiles, la corrupción, la opresión sexual y otros desarreglos, y por qué algunos países se benefician de sus recursos mientras que otros se arruinan a causa de ellos. Descubriremos un abismo entre el antiguo y el nuevo derecho internacional, así como un vacío en donde, según nuestros mapas, deberían estar las buenas leyes. Hallaremos corrientes ocultas bajo el flujo de noticias diarias sobre «petrócratas» belicosos, revoluciones sangrientas, Estados fallidos, terroristas, crisis económicas y daños medioambientales. Al excavar la economía política de los recursos naturales, desenterraremos las materias primas de la historia que estamos viviendo.
Podemos ver gran parte del mundo en una gota de petróleo. Aun así, nada lo explica todo; los acontecimientos globales tienen más dimensiones de las que se pueden examinar desde un observatorio. El derecho, la política y la economía son las resultantes de muchos vectores, de diversas fuerzas que nos fortalecen e invalidan al mismo tiempo; no hay ningún sistema monocausal o cerrado. Naturalmente, detrás de aquel 11 de septiembre había algo más que petróleo. Esos rapaces milicianos congoleños no son sólo sádicos voraces en busca de trofeos minerales: conocen la laberíntica política de sus aldeas. Por eso, el retroceso progresivo de la maldición no librará de todos los males, como por arte de magia, a todos los países malditos, y mucho menos a la Tierra. Seguirá habiendo malos gobiernos, guerras, pobreza y terrorismo. Las causas y los remedios de la maldición son partes de un todo más grande; los capítulos de este libro iluminan los píxeles de la imagen global. Los recursos naturales no lo son todo, pero sin duda son algo.
Encontrar soluciones para estos complejos problemas será como redecorar los cimientos del sistema internacional, como preguntarse por qué siguen teniendo cada vez más poder —gracias a los recursos naturales— los tiranos, los caudillos y las elites corruptas. Los libros que tratan estas cuestiones tienden a subrayar los errores de la política exterior occidental o su «adicción al petróleo», pero estas hipótesis, aunque ciertas, son superficiales. Nuestra investigación nos lleva más lejos, pues hurga en la historia, el derecho y la sociología para descubrir qué normas generales canalizan el poder indefectiblemente, día tras día, hacia esos irresponsables. Buscamos las fórmulas que de manera constante y casi inevitable confieren poder a esos actores violentos, represores y corruptos, y durante la búsqueda no daremos nada por sentado con respecto a la sensatez o la justicia de los modos en los que el mundo ha funcionado siempre.
Para que valga la pena investigar el problema de los recursos naturales hay que interpretar el mundo y también cambiarlo. Tras la parte I se harán visibles las causas de la maldición y, tras la parte II, nuestras propias contribuciones a la misma resultarán evidentes. A través de estos capítulos, el reto de la maldición de los recursos naturales empezará a parecerse cada vez menos al nuevo reto del cambio climático y cada vez más a los desafíos que afrontaban nuestros antepasados. Oponerse a esa maldición nos parecerá algo así como lo que debió de ser en su momento oponerse a la esclavitud: sencillo desde el punto de vista moral, aunque desalentador desde una perspectiva práctica. Parecerá sencillo desde el punto de vista ético en cuanto descubramos qué fuerzas la mueven y por qué son invisibles a plena luz. Cuando las aislemos, no cabrá duda de que esas fuerzas son nocivas y peligrosas. En la parte III descubriremos los principios capaces de contrarrestar el poder que tanto caos y opresión provoca en todo el mundo.
El desafío del cambio será desalentador porque los impulsores de la maldición están atrincherados. Debemos actualizar la economía global sin deteriorar su funcionamiento. Por suerte, el mundo está destinado al éxito. Los principios que necesitamos están ampliamente aceptados, los grandes tratados que declaran esos principios ya están firmados, y los intereses e ideales más influyentes ya se han alineado. Se está produciendo un tremendo impulso en la dirección correcta.
Para deshacerse de la maldición de los recursos naturales, los países occidentales no tienen más que aplicar sus propios principios, dentro de sus propias fronteras, en su propio territorio. Esto es muy importante: el «nosotros» de este libro es el nosotros de Occidente; nuestro liderazgo será el resultado de poner orden en nuestras propias casas. No es tarea nuestra decirles a los saudíes o a los nigerianos cómo gobernar sus países: eso lo tienen que decidir ellos.
Nuestros países deben establecer su propia política exterior, y nosotros debemos decidir con quién y cómo comerciar. Con independencia de las decisiones que tomemos —comerciar o no, comerciar según unas normas u otras—, nuestras decisiones afectarán de manera directa a los extranjeros. Este libro pretende demostrar de manera convincente, que nosotros deberíamos comerciar de acuerdo con nuestros principios más sólidos en vez de negociar en contra de esos principios como está sucediendo ahora. Los países occidentales deberían modificar sus propias reglas comerciales a fin de respetar el derecho de todos los pueblos a hacerse con el control de sus propios recursos y forjarse su propio destino. Si ponemos en orden nuestras propias casas, lograremos mejorar la vida de otros pueblos para que así, con el tiempo, nuestra vida mejore de igual modo.
El liderazgo occidental en cuestión de recursos será la siguiente fase de la revolución ética global que puso fin al comercio de esclavos en el Atlántico, liberó las colonias, acabó con el apartheid e impulsó el desarrollo de los derechos humanos. En la parte IV se presenta un plan de acción que está listo para funcionar: un proyecto para que los estadistas, los consumidores, los inversores, los líderes civiles y, sobre todo los ciudadanos, se pongan en marcha. En la parte V apuntamos que la recomposición del comercio con recursos naturales repercutirá en la historia del progreso humano: cómo cambiar las reglas que enfrentan a los demás entre sí, los enfrentan contra nosotros y, encima, crean divisiones en nuestro seno.
Podemos encontrar los defectos de las cadenas de suministro globales, y corregirlos. Podemos silenciar algunas sirenas que retumban a lo lejos, así como otras que están a punto de resonar a nuestro lado. Podemos crear una vida más libre y homogénea que la que tenemos ahora.
Datos básicos
Información sobre los recursos naturales,
las compañías petroleras y los países petroleros
Este breve capítulo contiene información general sobre los recursos naturales, y por tanto resultará útil para la lectura del libro.
En primer lugar, vaya por delante una advertencia. Este libro abarca mucho, pero también se deja muchas cosas en el tintero. Habrá veces en que leas algo en estas páginas y pienses: «esa no es toda la verdad». Sin duda estarás en lo cierto y, por ello, para enriquecer este libro, tus propias ideas y conocimientos serán bienvenidos.
En segundo lugar, un aviso. Dos temas recibirán menos atención de lo que cabría esperar en un libro sobre recursos naturales: la historia del petróleo y el medio ambiente. No es porque esas cuestiones carezcan de importancia, sino porque ya están bien documentadas en otros lugares.
Así, por ejemplo, daremos por sentado que el petróleo era un factor principal en la política de las grandes potencias antes de los últimos cuarenta años, que es el período que estamos analizando. El petróleo fue tanto el objetivo como el motor de muchas de las guerras del siglo pasado, por lo que su control era una cuestión prioritaria para los grandes países industrializados.
Los hechos básicos de esta historia no son motivo de controversia, ni siquiera entre observadores con ideas políticas antagónicas. Así, por ejemplo, refiriéndose a la Primera Guerra Mundial, lord Curzon declaró: «Los aliados habían alcanzado la victoria montados en una ola de petróleo». En 1924, Calvin Coolidge afirmó: «La supremacía de las naciones viene determinada por la cantidad de petróleo y sus derivados que poseen». Acerca de los países industrializados después de la Segunda Guerra Mundial, Noam Chomsky escribió: «La “edad de oro” del desarrollo de posguerra dependía de la abundancia de petróleo barato, que se mantenía así principalmente por medio de amenazas o del uso de la fuerza». A aquellos que busquen una historia más detallada del papel que desempeñó el petróleo en las disputas entre naciones les encantará La historia del petróleo —un libro del que se hizo posteriormente un documental para la televisión—, de Daniel Yergin.