Kitabı oku: «Petróleo de sangre», sayfa 5
Es necesario impedir que unos pocos tengan el control absoluto de los recursos naturales, mas para ello los pueblos han de ser capaces de vigilar a esas personas. Los ciudadanos deben ser más fuertes, estar más conectados e influir más en las instituciones. La parte III explica qué significa en realidad la soberanía popular y hasta qué punto la revolucionaria idea de que un país pertenece a sus ciudadanos puede transformar el comercio internacional. La parte IV describe los pasos que deberían dar los países para fomentar la responsabilidad pública con respecto a los recursos naturales. A fin de confiar en la abolición de los derechos coercitivos sobre esos recursos hay que ver la larga serie de aboliciones de tales derechos, y también es necesario ver lo cerca que estamos de dar el siguiente paso.
La historia ha introducido el contrapoder en las leyes que prohíben el poder irredimible y que vigilan un poder que de otro modo podría descontrolarse. El contrapoder seguirá saliendo victorioso en el futuro porque ahora también forma parte de las creencias e ideales de la gente de a pie. El contrapoder es la razón crítica que cuestiona todas las afirmaciones procedentes de la autoridad, y también es la conciencia que pone freno a nuestras propias tentaciones de abusar del poder a base de advertencias que nos hacen sentir culpables y avergonzados. Ahora las buenas personas se horrorizan, como es lógico, ante los saqueos, las persecuciones religiosas y los asesinatos en masa; pero no siempre fue así. Recordemos a Nietzsche: «no hace aún tanto tiempo que era inimaginable organizar bodas principescas ni fiestas populares sin ejecuciones, suplicios, o, por ejemplo, un auto de fe». Ahora, para las buenas personas, las normas del contrapoder hacen su entrada durante la fase precognitiva de la identificación de los objetos que las rodean. «Sé qué es esa cosa», dice su percepción al encontrarse con un ser humano. «Es un ser que tiene derecho a defenderse de la crueldad y al que le corresponde cierta dignidad».
El poder ilimitado produce divisiones; el contrapoder aporta libertad; la libertad permite a las personas encontrar la unidad, dentro de ellas y entre sí. La dialéctica del poder y el contrapoder que describo en este libro apunta al objetivo principal, que consiste en que las personas íntegras se unan. El anhelo de unidad entre las personas se percibe en el deseo de «derribar los muros» que separan a la gente y de «formar parte de algo mayor que uno mismo». La soberanía popular es más que liberarse del poder: es la vida en común de muchas personas juntas. Los fundadores de las grandes tradiciones religiosas tenían identidades tremendamente unificadoras; el ideal de una unidad libre ha servido de inspiración a la más profunda filosofía moderna. En el epílogo desarrollo más extensamente la cuestión de la unidad humana y libre.
PARTE I
Ellos contra Ellos
Para trazar la manera en la que el sistema internacional actual distribuye el poder, empezaremos en el origen de las cadenas de suministro globales y estudiaremos los países ricos en recursos donde acaba el gasto de los consumidores. En los países en los que el dinero de los recursos llegó antes de que el pueblo fuera fuerte, encontraremos autoritaristas, funcionarios corruptos y milicias arrebatando los recursos del pueblo para dividir y gobernar, dividir y matar.
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Adictos al dinero
Buscamos riquezas en las entrañas de la tierra, donde moran los espíritus de los muertos, como si la parte que pisamos no fuese ya bastante fértil y generosa… Pero lo que [la tierra] ha escondido y guardado bajo el suelo —esas cosas que no encontramos de inmediato— nos destruyen y nos conducen a las profundidades. Como consecuencia de ello, la mente se aturde ante la idea de vaciar los recursos de la tierra y ante el significado de la codicia. Qué inocente, qué feliz y qué agradable sería la vida si no ambicionase nada en ninguna parte más que en la superficie de la tierra.
—Plinio el Viejo
El petróleo es alcohol, los diamantes son drogas
En vez de partir de la idea de que los recursos naturales son una maldición, piensa en la presencia del alcohol y las drogas en tu propia vida o en la vida de alguien que conozcas bien. Si te preguntan si esas sustancias han sido una bendición o una maldición, tal vez dirías que han sido las dos cosas. Los excesos, sobre todo en la juventud, te llevaron a cometer actos imprudentes; quizá te drogaste en una fiesta la noche anterior a un examen. Tal vez la bebida sigue siendo una rémora para tu productividad. Quizá crees que el alcohol es, como dijo George Bernard Shaw, la anestesia con la que soportamos la cirugía de la vida. A lo mejor un trago te ayudó a declararte a tu mujer. A lo mejor caíste en las drogas tras la muerte de tu padre o tu madre. El impacto del alcohol y las drogas en una vida específica será una elaborada e idiosincrásica historia cuyo relato te hará tomar ciertas decisiones y te llevará a pensar en qué habría sucedido si esas decisiones hubieran sido otras.
Los estudios a gran escala tanto sobre el alcohol como sobre otras drogas arrojan resultados en cierto modo sorprendentes. Incluso en el caso de drogas duras como la heroína, la adicción instantánea y la muerte son bastante raras. Muchos de quienes consumen drogas duras experimentan con ellas durante un tiempo y luego las dejan sin que en apariencia les hayan hecho demasiado daño. (George W. Bush y Barack Obama consumieron drogas y, aún así, llegaron bastante lejos). Todavía más sorprendente es que otros estudios muestran que el consumo moderado de alcohol es más sano que el consumo abusivo o la abstinencia total. Los bebedores moderados suelen vivir más años que los alcohólicos y los abstemios, y además tienen menos probabilidades de padecer ataques al corazón, infartos, diabetes, artritis, demencia y diversos cánceres graves. De hecho, algunos estudios llevados a cabo en Estados Unidos y el Reino Unido llegaron a la conclusión de que el consumo moderado de alcohol salva más vidas de las que cuesta. Si hubiera que elegir entre las etiquetas de «bendición» o «maldición», esos estudios favorecerían ligeramente a la «bendición».
Sin embargo, como sabemos todos, el consumo excesivo de sustancias estupefacientes resulta devastador. El abuso del alcohol es uno de los factores que más influyen en la violencia doméstica, los accidentes de tráfico y los suicidios. El alcoholismo aumenta el riesgo de dañar el cerebro, el corazón, el hígado y el sistema inmunitario, por no hablar de su coste en pérdida de productividad laboral, gastos sanitarios y separaciones familiares. Aunque la bebida no sea mala para la población en general, para algunos individuos resulta desastrosa.
El sentido común nos dice que, si se supera el límite de una o dos copas al día, los peligros del alcohol aumentan a medida que la persona bebe más: las calorías del alcohol se suman a las calorías totales de la dieta. Sin embargo, hay excepciones incluso entre los bebedores empedernidos, como, por ejemplo, Winston Churchill. Considerado «el británico más excelso» por sus compatriotas, Churchill llegó a decir que había sacado mucho más del alcohol que el alcohol de él. El economista F. A. Hayek relata una típica anécdota:
Me invitaron a cenar en la mesa de Churchill antes de la concesión de un grado. Durante la cena, observé que pimplaba coñac sin parar; cuando me lo presentaron, apenas podía hablar […] Estaba borracho perdido […] Media hora después, pronunció uno de los discursos más brillantes que he escuchado en mi vida.
La drogadicción también ha arruinado la carrera profesional de muchas personas, pero no así la de John F. Kennedy, Ray Charles o Paul Erdős, el gran matemático húngaro. Hay reglas, excepciones, riesgos y personas que salen airosas contra todo pronóstico.
Los efectos de consumir drogas o alcohol dependerán, en cualquier momento de la vida de una persona, de su constitución física y su autocontrol. Los investigadores y el sentido común coinciden en la máxima de que, para la mayoría, la moderación es lo mejor. Sin embargo, algunas personas tienen una constitución tan endeble y un autocontrol tan escaso que más les valdría evitar esas sustancias por completo. En el otro extremo, el abuso del alcohol u otras drogas pondrá a prueba incluso la constitución más robusta, pero hay algunos individuos excepcionales que tienen un autocontrol excepcional. Estos individuos sacan más de las moléculas que las moléculas de ellos.
Extraer recursos naturales no siempre supone una maldición para un país, de igual modo que consumir alcohol u otras drogas no siempre supone una maldición para un individuo. Desde un punto de vista histórico, al Reino Unido y a los Estados Unidos les ha ido muy bien con sus recursos naturales. El carbón y el acero británicos convirtieron al Reino Unido en la primera economía del mundo y, con el tiempo, en la nación más influyente del planeta. Estados Unidos, gracias a su extraordinaria riqueza natural, sustituyó después a Gran Bretaña en esos papeles. Estados Unidos se convirtió en el corazón del petróleo, inestimable fuente de energía durante el siglo xx. Y la superioridad de Estados Unidos en cuanto a recursos naturales no se limitaba sólo al petróleo, sino que lo abarcaba prácticamente todo. En 1913, «ninguna otra nación se acercaba siquiera un poco a Estados Unidos en cuanto a la abundancia y gama de minerales en general». Los recursos naturales con que contaba estimularon su primera escalada industrial a lo largo de los siglos xix y xx, y algunos expertos predicen que sus reservas de gas natural propiciarán un renacimiento industrial en la década de 2020.
En volumen total, Estados Unidos sigue extrayendo muchísimos recursos naturales: si los minerales fueran el maná y el petróleo el rocío, los 320 millones de estadounidenses podrían comer y beber alegremente todo el año. Pero la economía estadounidense se ha diversificado muchísimo, y la minería forma sólo una pequeña parte de ella. La extracción de combustibles, incluidos el gas y el petróleo, constituye sólo el 2% del PIB: menos que la contribución de los hospitales, la construcción y la hostelería. Canadá, que es otra economía grande y diversificada, obtiene de las extracciones el 8% de su PIB, sobre todo vendiendo petróleo a su sediento vecino del sur. La industria minera australiana representa aproximadamente el 10% de su economía, lo cual es suficiente para neutralizar la reciente recesión global, pero sigue siendo una cantidad relativamente modesta. Estos pequeños porcentajes de PIB, procedentes del sector de la extracción, suelen resultar beneficiosos para la salud económica de un país. Es como si esos países tomasen sólo una o dos copas al día, permaneciendo así más sanos que los dipsómanos o los abstemios.
Así pues, la extracción de recursos naturales no condena al fracaso a una nación, de igual modo que una nación no necesita extraerlos para tener éxito. Suiza y Singapur están secas como mormones en lo que a las extracciones se refiere, pero la falta de recursos naturales no ha detenido a ninguno de los dos países: Suiza y Singapur, importando materias primas, se han convertido en dos de las naciones más ricas del mundo. La lógica matemática dice: Suiza y Singapur demuestran que la extracción de recursos no es necesaria para el éxito, de igual modo que Estados Unidos, Canadá y Australia demuestran que la extracción de minerales no conduce al fracaso.
En este libro prestaremos más atención a la parte adictiva del espectro, esto es, a los equivalentes nacionales de los bebedores empedernidos y los drogadictos. Esos son los beodos y los drogatas de entre los países que obtienen gran parte de su energía económica a partir de los recursos extraíbles, y por eso tienen más probabilidades de meterse en problemas. Incluso en este grupo de alto riesgo hay historias de éxito —los correspondientes nacionales de Winston Churchill y John F. Kennedy—; pronto mencionaré una de esas historias. Sin embargo, los éxitos son escasos: la mayoría de los países que dependen de los recursos naturales carecen de la robustez y el autocontrol necesarios para sacar más de las moléculas que las moléculas de ellos. Al igual que sucede con el alcoholismo y la drogadicción, la dependencia de los recursos naturales, cuando se tuerce, tiene efectos devastadores. He aquí más datos estadísticos sobre el petróleo, tomados de Michael Ross:
Desde 1980, los países en vías de desarrollo se han ido haciendo más ricos, más democráticos y más pacíficos. Sin embargo, ello sólo es cierto en el caso de aquellos que no tienen petróleo. Los Estados petroleros —diseminados por Oriente Próximo, Oriente Medio, África, Iberoamérica y Asia— no son ni más ricos ni más democráticos ni más pacíficos que hace treinta años […] Hoy en día los Estados petroleros tienen un 50% más de probabilidades de ser gobernados por dictadores, y aún más probabilidades de verse envueltos en guerras civiles, que los Estados carentes de petróleo. Son también más herméticos, más inestables desde el punto de vista financiero, y más injustos con las mujeres, a las que dan menos oportunidades económicas y políticas.
La dependencia mineral de un país, al igual que la dependencia de sustancias tóxicas en el caso de un individuo, llega a arruinar su vida por completo. Como veremos más adelante, la dependencia de los recursos naturales también destroza la vida de los amigos y vecinos que han de tratar con el adicto.
La vida de los adictos
Los Estados adictos están en todas partes. Entre ellos se encuentran el Estado más rico del mundo —Qatar, cuyo PIB per cápita duplica el de Suiza— y el más pobre —la República Democrática del Congo, cuyo PIB per cápita es el 0,5% del de Qatar—. Otros adictos son Uzbekistán, con un índice de alfabetismo superior al 99%, y Sudán del Sur, donde la mitad de los funcionarios carece de educación primaria y donde una niña tiene más probabilidades de morir durante el parto que de aprender a leer y escribir.
Los Estados adictos incluyen también sistemas políticos ancestrales, como Irán, donde hace siglos que se formó una identidad nacional, así como ciertas invenciones recientes, como Irak, donde las potencias coloniales aglutinaron diversos grupos religiosos y étnicos recelosos unos de otros. Algunos Estados petroleros parecen simple y llanamente estrambóticos. En Liberia, un candidato a la presidencia escogió este eslogan para su campaña electoral: «Mató a mi mamá, mató a mi papá, pero le daré mi voto de todas formas», y ganó. El primer presidente vitalicio de Turkmenistán rebautizó el mes de enero con su propio nombre; prohibió la ópera, el ballet y llevar barba; erigió en la capital del país una estatua de sí mismo de quince metros de altura bañada en oro, la cual va girando para mirar siempre al sol; para más inri, en medio de tanta pobreza, inauguró un centro de ocio para caballos que costó veinte millones de dólares y contaba con aire acondicionado, instalaciones médicas y una piscina.
Debido a la diversidad de los Estados adictos, la vida cotidiana en ellos puede parecer muy distinta de la vida donde estás tú. Volvamos a Sudán del Sur, un país que, siendo apenas un poco mayor que Francia, tenía hasta hace poco sólo dieciséis kilómetros de carreteras asfaltadas. ¿Cómo sería tu país si las niñas tuvieran más probabilidades de morir durante el parto que de aprender a leer y escribir?
Para que te hagas una idea de cómo es la vida en otros países adictos, imagínate que unos matones montados en moto recorren tu ciudad confiscando antenas parabólicas y arrestando a mujeres por llevar ropa «inadecuada». O imagínate que el gobierno municipal no construye institutos, no suministra agua potable a las viviendas, no recoge la basura, apenas paga a los policías que no te protegen y de vez en cuando envía al ejército para que abra fuego contra tus vecinos cuando algún funcionario corrupto decide vender los terrenos donde se encuentran sus casas.
O imagínate que los extranjeros no constituyen el 7% de los habitantes de tu país —como en Estados Unidos y la Unión Europea—, sino el 86% de la población y el 94% de la mano de obra. O figúrate que un montón de vecinos de las afueras aparcan el coche y se bajan de él para ver cómo decapitan públicamente a un hombre acusado de brujería. Imagínate que casi ningún compatriota tuyo afirma estar orgulloso de tu país. Cuando te encuentras con un conciudadano, intentas averiguar su religión, su lugar de nacimiento y su tribu, y, cuando alguien pronuncia el nombre de tu país, esperas escuchar una historia de violencia o sobornos.
Esas son escenas típicas de distintos países dependientes de los recursos naturales: las vidas de los países adictos son tan diversas como las vidas de los individuos adictos. Lo que tienen en común los Estados adictos es que su vida nacional gira en torno a sus recursos. La población qatarí se duplicó y más durante seis años de subida de los precios del petróleo, ya que miles de extranjeros llegaban al país para trabajar en la construcción y en el servicio doméstico. Una sola mina de cobre y oro en Mongolia genera un tercio del PIB nacional. En Angola, el petróleo representa el 85% de la economía, y las exportaciones, que constituyen el 80% de los ingresos del Estado, se devaluaron recientemente en un 80% en el transcurso de cuatro meses. Si vives en una economía fuerte y diversificada, los recursos naturales sólo aparecen en las noticias esporádicamente: el fracking en Estados Unidos, las arenas petrolíferas en Canadá, un impuesto a la minería en Australia, los precios de la energía en el Reino Unido; cuestiones políticas de segundo orden. Si vives en un Estado adicto, el destino de tu país dependerá del imprevisible precio global de algún mineral, algún líquido o algún gas.
Y tan imprevisibles que son esos precios: todos los países dependientes de los recursos naturales están montando a lomos de un tigre nervioso. Los precios del petróleo son más volubles que los del 95% de los bienes que se venden en Estados Unidos, pues la media de las oscilaciones supera el 25% anual desde 1970. Durante el período comprendido entre 2007 y 2009, el precio del petróleo pasó de 80 $ a 147 $ el barril, luego cayó a 32 $ y luego volvió a subir a 60 $. A lo largo de los ocho años que tardé en escribir este libro, el precio del petróleo se duplicó y luego se hundió rápidamente hasta casi donde había estado al principio. Las economías extractoras se expanden y se contraen de manera natural, por lo que los Estados petroleros tienden a incurrir en la «petromanía». Durante la expansión, el gasto del Estado tiende a aumentar en consonancia con la deuda basada en promesas de ganancias futuras; cuando se produce la contracción, en ocasiones el Estado se endeuda más para cumplir sus exagerados compromisos, arriesgándose a que se produzca una crisis de endeudamiento (como sucedió en México, Venezuela y Rusia). Cuando hay prisa, la economía llega a recalentarse; los síndromes de abstinencia resultan en ocasiones muy dolorosos.
La imprevisibilidad de los precios no es el único desafío a que se enfrentan los Estados dependientes de los recursos naturales. De igual modo que el consumo excesivo de sustancias químicas modifica gradualmente la fisiología del cerebro de los drogodependientes, dificultando el autocontrol, así también el flujo desmedido de beneficios procedentes de los recursos naturales modifica la estructura de los Estados adictos. La extracción de recursos hace que el capital se aleje de otros sectores, provocando la desindustrialización y el abandono de la agricultura y reduciendo así su diversificación. El bebedor ingiere cada vez más calorías procedentes del alcohol.
Al mismo tiempo, la gran afluencia de divisa extranjera repercute en el tipo de cambio. Una divisa inflada hace que los fabricantes y los agricultores tengan más dificultades para exportar sus productos, a la par que las manufacturas y los alimentos extranjeros se abaratan. Entonces, de nuevo, el país tiende a depender cada vez más de los recursos naturales y cada vez menos de una dieta económica variada. Los economistas llaman a este fenómeno «enfermedad holandesa» (a causa de un descenso en picado de la industria y la agricultura holandesas como consecuencia del hallazgo de grandes yacimientos de gas natural hace cincuenta años). La enfermedad holandesa implica que los recursos naturales se adueñan cada vez más de la economía de un país: el adicto tiende a dedicar cada vez más tiempo a la sustancia tóxica. En la década de 1960, Nigeria tenía un poderoso sector agrícola y exportaba grandes cantidades de aceite de palma y frutos secos. En cuanto llegó el petróleo, esas exportaciones menguaron o desaparecieron enseguida. Nigeria, un país con una tierra extraordinariamente fértil, es ahora un importador neto de alimentos básicos.
La vida en los Estados adictos es muy diversa. A lo largo del libro mencionaremos muchos de esos Estados, a fin de observar los síntomas distintivos de sus adicciones capitalistas. Hay tres países que llaman la atención de manera especial. Uno de ellos es la propia Nigeria, un país plagado de conflictos y corrupción (y con un gran potencial). El segundo es Arabia Saudí, el mayor Estado petrolero de todos, el corazón de la fe islámica y la encrucijada geoestratégica del mundo. Más adelante revisaremos la dictadura existente en Guinea Ecuatorial, aliado de Estados Unidos al que un ex embajador norteamericano describió como «el mejor ejemplo imaginable de un país privatizado por un cleptómano sin un mínimo de conciencia social». Estos tres Estados adictos serán los protagonistas del drama; otros Estados representarán papeles secundarios a medida que se desarrolle la trama.
Adictos al dinero
Ahora hay más tratamientos que antes para el alcoholismo y la drogodependencia. Las investigaciones sobre la fisiología de la adicción han hecho posible el desarrollo de fármacos como la naltrexona, los cuales bloquean el acceso a los centros neurálgicos del placer, donde se desencadena el ciclo de la adicción. De manera similar, los economistas comprenden ahora mucho mejor la macroeconomía de la dependencia de los recursos naturales, y por tanto conocen mejores remedios para tratar la volatilidad de los precios y la «enfermedad holandesa». Algunos prestigiosos sociólogos han perfeccionado el diagnóstico y tratamiento de los trastornos macroeconómicos derivados de la dependencia de los recursos naturales, y el economista Paul Collier congregó a un impresionante grupo de expertos con el fin de que redactasen la Carta de los Recursos Naturales, una serie de estrategias concebidas para enseñar a los países a usar sus recursos en favor de un desarrollo económico sostenido.
Lo que analizamos aquí no son las patologías económicas, sino las políticas, a las que se exponen los países dependientes de los recursos naturales: el autoritarismo, la corrupción y la violencia, así como otros trastornos tan graves como la desigualdad entre los sexos. La economía afecta sin duda a la política: los países pobres, por ejemplo, son más propensos a las guerras civiles, y la economía del petróleo, como veremos más adelante, puede llegar a resultar desastrosa para las mujeres. Pero las patologías políticas provocadas por la dependencia de los recursos naturales son menos conocidas, tanto en lo que se refiere a las causas como a los tratamientos. Para comprender por qué es tan nefasta la política de los Estados dependientes, habremos de profundizar en sus fisiologías del poder.
Hasta ahora, el alcohol y las drogas han ejemplificado los riesgos que conlleva la extracción de recursos naturales. Pero las naciones no son literalmente adictas a la explotación de yacimientos; los ciudadanos no se levantan por la mañana con el deseo compulsivo de extraer más gas de las profundidades de la tierra. Lo que sucede en los países dependientes de los recursos no es que las personas sean adictas a la extracción. Lo que ocurre en realidad es que el Gobierno es adicto al dinero.
Los gobiernos de los Estados petroleros no son adictos al petróleo. Los gobiernos de los Estados petroleros son adictos al dinero del petróleo Los gobiernos de los Estados que poseen diamantes son adictos al dinero de los diamantes, los de los que poseen cobre son adictos al dinero procedente del cobre. Esta es la imagen especular de la adicción al alcohol y las drogas: esos gobiernos ansían el dinero que pagan los extranjeros y exportan sus moléculas para comprar ese dinero. El Gobierno angoleño bebe dólares y los paga con petróleo; el Gobierno de Zimbabue esnifa dólares y los paga con platino. La palabra que usan los expertos para denominar los ingresos no salariales es ‘renta’, de modo que llamaremos a esos gobiernos «adictos arrendaticios a los recursos naturales» o, para abreviar ‘rentadictos’. Los gobiernos rentadictos varían en función de hasta qué punto están enganchados a la financiación extranjera. El régimen rentadicto de Guinea (que no hay que confundir con Guinea Ecuatorial) obtiene una cuarta parte de sus ingresos de vender a otros países los minerales guineanos. El «incombustible» sultán de Brunéi obtiene el 93% de sus beneficios de vender a los mercados internacionales el petróleo bruneano. Este sultán es el dipsomaníaco de dólares más sediento del planeta.
Los gobiernos de los países dependientes de los recursos naturales son rentadictos: sus políticos son adictos al dinero que genera la venta de recursos. Y el hecho que mejor explica por qué la adicción de un Gobierno es tan devastadora para su país es también el más obvio: en esos países es el Gobierno el que se queda con el dinero procedente de la exportación de los bienes naturales.
El mejor adicto del mundo
Empecemos por el mejor de los casos para un país dependiente de los recursos naturales y con un Gobierno rentadicto. Se trata de un país especial, como un Winston Churchill o un John F. Kennedy: un país que consume mucho pero también funciona de maravilla, con una complexión de hierro y un autocontrol extraordinario.
Digamos que eres un país pequeño con muchos ingresos, cuyo pueblo es considerablemente solidario. Eres estable y pacífico. Tu Constitución escrita se remonta a tiempos de Napoleón y, desde las guerras napoleónicas, tu Gobierno no envía al ejército a invadir ningún país. Tu democracia es una de las más antiguas del mundo y tu participación cívica es especialmente alta (tus ciudadanos son mucho más partidarios de votar en unas elecciones generales que, por ejemplo, los estadounidenses o los suizos). Tu pueblo admira a su Gobierno, pues muestra mucha más confianza en las instituciones nacionales que los japoneses o los checos y sospecha de la corrupción mucho menos que los israelíes o los portugueses. Aún es más, tus ciudadanos confían unos en otros. Un sorprendente 90% de tus habitantes confía en los demás, proporción esta mucho alta que en Estados Unidos, donde esa confianza sólo llega al 50%.
Ahora añadamos petróleo a esta historia feliz. Eres el principal productor de petróleo de Europa occidental y el tercer mayor exportador de gas natural del mundo. Tu Gobierno ingresa decenas de miles de millones de dólares al año a cambio de petróleo, por lo que las cuentas del Estado presentan un superávit impresionante. Y esperas que tus arcas se llenen de más billones de petrodólares durante las próximas décadas. Enhorabuena: eres Noruega.
Noruega es una anomalía porque sus ciudadanos son excepcionalmente fuertes, y ya lo eran cuando empezó a llegarles el dinero del petróleo. Decir que un país tiene un pueblo «fuerte» equivale a decir que los gobernados pueden controlar a sus gobernantes. La fuerza del pueblo es lo que explica por qué el dinero del petróleo que ingresa el Gobierno noruego ha propiciado el éxito del país.
Como individuos, los noruegos son robustos en muchos sentidos. Su longevidad media es superior a la de otros países ricos, y gozan de mejores cuidados sanitarios en la vejez. Sus ingresos medios están muy por encima de lo que podría considerarse «seguridad económica», y estudian durante más años que los franceses, los británicos, los canadienses o los estadounidenses.
Aparte de ser robustos en el plano individual, los noruegos tienen mucha facilidad para relacionarse. Como hemos visto, confían mucho los unos en los otros. No son muy religiosos; muchos profesan una versión suave del luteranismo y casi la mitad de ellos afirman no creer en un dios confesional, sino en alguna forma de espíritu o fuerza vital. La mayoría de los noruegos sostienen que los inmigrantes enriquecen la vida cultural del país y que deberían tener las mismas oportunidades laborales que los nativos. Combinando indicadores como el voluntariado, las donaciones, la ayuda a los desconocidos y la confianza en los familiares y amigos, un indicador señala que Noruega tiene más capital social que cualquier otro país del mundo.
Gracias a su facilidad para relacionarse con los demás, los noruegos trabajan bien en equipo. Lo que más nos interesa es que los noruegos conforman un pueblo fuerte: juntos mantienen en todo momento el control del Gobierno de su país. Las elecciones son libres, limpias y muy reñidas. La prensa, abierta e influyente, se encarga de que los funcionarios públicos rindan cuentas ante la ciudadanía. Los noruegos exigen mucha transparencia por parte del Gobierno, sobre todo en cuanto a las decisiones relativas a los recursos naturales. (Noruega es la primera de la lista en el Índice de Gobernanza de los Recursos Naturales). Los medios de comunicación, una justicia independiente y una dinámica sociedad civil mantienen a raya la corrupción. (Noruega se encuentra entre los cinco países más íntegros en el Índice de Percepción de la Corrupción). Cuando un periódico noruego destapó hace pocos años oscuros tejemanejes en la poderosa compañía petrolera nacional, los tribunales actuaron de inmediato. Antes de un año, la compañía había sido sancionada con una multa considerable, forzando la dimisión del presidente de la empresa, del consejero delegado y del director de operaciones internacionales.