Kitabı oku: «La venida del Consolador», sayfa 4

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La Deidad es una Trinidad

La pluralidad de la Deidad se indica por primera vez en Génesis 1:26, cuando Dios dice: “Hagamos al hombre a nuestra imagen”. El Padre es la fuente, el Hijo el intermediario y el Espíritu Santo es el medio a través de quien la creación llegó a existir. La Trinidad de la Deidad se halla implicada varias veces en el Antiguo Testamento. En Números 6:24 al 27, el nombre del Señor es repetido tres veces –no cuatro ni dos, sino tres–, después de lo cual se indica: “Y pondrán mi nombre sobre los hijos de Israel”. “Jehová te bendiga, y te guarde; Jehová haga resplandecer su rostro sobre ti, y tenga de ti misericordia; Jehová alce sobre ti su rostro, y ponga en ti paz”.

Esta triple repetición conforma, precisamente, un estrecho paralelismo con la bendición apostólica del Nuevo Testamento, encontrada en 2 Corintios 13:14: “La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios, y la comunión del Espíritu Santo sean con todos vosotros. Amén”. Aunque aquí el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo se mencionan por nombre, en la cita de Números el nombre del Espíritu se halla asociado con los del Padre y el Hijo, en la triple mención del nombre singular de Jehová.

Leemos, además, en Isaías 6:1 al 3:

“En el año que murió el rey Uzías vi yo al Señor sentado sobre un trono alto y sublime, y sus faldas llenaban el templo. Por encima de él había serafines; cada uno tenía seis alas; con dos cubrían sus rostros, con dos cubrían sus pies, y con dos volaban. Y el uno al otro daba voces, diciendo: Santo, santo, santo, Jehová de los ejércitos; toda la tierra está llena de su gloria”.

Encontramos, en ese pasaje, otra triple alusión a una Persona. Pero, nótese de nuevo esta referencia de Isaías 48:16:

“Acercaos a mí, oíd esto: desde el principio no hablé en secreto; desde que eso se hizo, allí estaba yo; y ahora me envió Jehová el Señor, y su Espíritu”.

Aquí hallamos al “Señor”, al “Espíritu” y al “Yo” (el que vendría). Tan pronto como Jesús anduvo sobre la tierra entre los hombres, con su propia individualidad se hizo inevitable que se reconocieran claramente las personas de la Deidad. Y no hay argumento bíblico en favor de la divinidad y personalidad del Padre y el Hijo que no establezca, también, las del Espíritu Santo.

En ocasión del bautismo de Jesús (Mat. 3:16, 17), la voz del Padre anunció el contentamiento que halla en el Hijo, y descendió al mismo tiempo la unción del Espíritu divino. En este incidente se advierten claramente las tres personas de la Deidad. También, en la Gran Comisión de Mateo 28:19, la fórmula bautismal contiene el nombre del Espíritu Santo colocado en igualdad con los del Padre y el Hijo. Por su parte, en su sermón pentecostal, Pedro declaró:

“Así que, exaltado por la diestra de Dios, y habiendo recibido del Padre la promesa del Espíritu Santo, ha derramado esto que vosotros veis y oís” (Hech. 2:33).

La misma idea se evidencia también en los capítulos de Juan que estamos considerando:

“Y yo rogaré al Padre, y os dará otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre”. “Mas el Consolador, el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, él os enseñará todas las cosas, y os recordará todo lo que yo os he dicho” (Juan 14:16, 26).

“Pero cuando venga el Consolador, a quien yo os enviaré del Padre, el Espíritu de verdad, el cual procede del Padre, él dará testimonio acerca de mí” (Juan 15:26).

“Pero cuando venga el Espíritu de verdad, él os guiará a toda la verdad; porque no hablará por su propia cuenta, sino que hablará todo lo que oyere, y os hará saber las cosas que habrán de venir. Él me glorificará; porque tomará de lo mío, y os lo hará saber. Todo lo que tiene el Padre es mío; por eso dije que tomará de lo mío, y os lo hará saber” (Juan 16:13-15).

A esto debe agregarse la declaración de Pablo: “Porque por medio de él los unos y los otros tenemos entrada por un mismo Espíritu al Padre” (Efe. 2:18). Y en Hebreos 10:9 al 15, el Padre decide, el Hijo obra y el Espíritu testifica.

Concerniente a este insondable misterio, no tenemos absolutamente ninguna teoría que ofrecer. No pretendemos definir ni analizar la naturaleza de la Trinidad. Esto es, simplemente, una verdad revelada y declarada.

Un vistazo a una historia de perversión

Una palabra más antes de terminar con esta sección sobre el carácter del Espíritu Santo. Un breve comentario sobre la historia de la tergiversación de esta verdad puede ser útil. En el siglo III –un tiempo de apostasías florecientes–, Pablo de Samotracia presentó una teoría que negaba la personalidad del Espíritu, considerándolo como una simple influencia, una expresión de energía y poder divinos, una fuerza que emanaba de Dios para ser ejercida entre los hombres. Luego, durante el tiempo de la Reforma protestante, hubo dos hombres, Laeleus Socinus y su sobrino Fausto, que revivieron esa teoría, y muchos la aceptaron.

La influencia enfriadora de este concepto se deja sentir aún en todas las iglesias protestantes. En la Versión Inglesa Autorizada de la Biblia, que data de 1611, el pronombre personal aplicado por Cristo al Espíritu Santo se traduce por el pronombre neutro ‘lit” o “itself”, en Romanos 8:16 y 26. Este es un indicador de la actitud imperante en aquel tiempo, porque los cristianos de entonces hablaban del Espíritu como de algo neutro.

Es muy significativo el hecho de que las declaraciones del Espíritu de Profecía referentes a este asunto contradijeran directamente los sentimientos prevalecientes de algunos pioneros del Movimiento Adventista quienes, al referirse al Espíritu, se inclinaban hacia esta idea de una influencia impersonal, descartando así la doctrina de la Trinidad. Verdaderamente, la fuente de esos escritos inspirados es el cielo, y no la tierra.

No solamente se atacó la personalidad del Espíritu Santo en aquellos lejanos siglos, sino también su divinidad fue puesta en duda por Arrio, un presbítero de Alejandría del siglo IV. Él enseñaba que Dios es una persona eterna, infinitamente superior a los ángeles, y que su Hijo unigénito ejerció poder sobrenatural en la creación de la tercera persona, el Espíritu Santo.

La diferencia entre estas dos herejías, el socinianismo y el arrianismo, consiste en que el último reconoce la personalidad del Espíritu Santo mientras que niega su divinidad. Según Arrio, el Espíritu Santo es una persona creada; y, como creada, no pertenece a la Deidad. Hasta aquí nuestro estudio sobre la personalidad del Espíritu.

1 La idea de pronombres neutros o impersonales para referirse al Espíritu no puede apreciarse en castellano con la misma claridad que en inglés, por no existir el problema en nuestro idioma (N. del T.)

Capítulo 3
LA MISIÓN DEL ESPÍRITU

Llegamos ahora a la tercera fase de nuestro estudio, la misión del Espíritu Santo. Su oficio es quíntuple:

1. En primer lugar, revela a Cristo, como una presencia que mora dentro del alma.

2. Revela la verdad de Dios, haciéndola una realidad en lo más íntimo del ser.

3. Se le ha confiado la tarea de santificar al hombre.

4. Testifica acerca de Cristo.

5. Glorifica a Cristo.

De todas las declaraciones del Señor Jesús, ninguna más que la siguiente dejó perplejos a los discípulos:

“Pero yo os digo la verdad: Os conviene que yo me vaya; porque si no me fuere, el Consolador no vendría a vosotros” (Juan 16:7).

¡Cómo debió haberlos sorprendido! Durante tres años Jesús había vivido entre ellos. Habían escuchado la musicalidad de sus palabras; habían presenciado las maravillas de sus hechos. Sus esperanzas más caras se hallaban centradas en él. Pero, ahora les asegura que su partida será ganancia para ellos. ¿Por qué? Porque, en la carne, podía comunicarse con ellos solo mediante el vehículo externo del imperfecto lenguaje humano. Su presencia y su comunión eran externas.

La presencia personal de Cristo localizada

Por lo demás, su presencia era local, limitada e individualizada. Si estaba en Judea, no se hallaba en Egipto; si en Jerusalén, no en Capernaum. Después de enseñar sus principios, después de ordenar y comisionar a sus discípulos y después de ofrecerse a sí mismo por todos, finalizó su misión corporal. Su partida era un preliminar necesario para la venida del Espíritu; y para sus discípulos, esa venida sería ganancia.

Mejor que su presencia corporal durante la Era cristiana, sería su morada en lo íntimo de sus seguidores, por medio del Espíritu. A través del Espíritu Santo, él tiene comunión con innumerables corazones en todo el mundo. Ahora se halla presente en todas partes, sin limitaciones geográficas. Cuando Cristo estaba en la tierra, había entre él y los hombres una distancia material, porque se hallaba fuera de ellos. Gracias a la provisión del Espíritu Santo, esta distancia ha desaparecido. Ahora el Señor está infinitamente más cerca que cuando lavó los pies a los discípulos. Observemos esto:

“Y en el día de Pentecostés vino a ellos la presencia del Consolador, de quien Cristo había dicho: ‘Estará en vosotros’. Y les había dicho más: ‘Os conviene que yo vaya; porque si no me fuere, el Consolador no vendrá a vosotros; mas si me fuere, os le enviaré’. Y desde aquel día Cristo había de morar continuamente por el Espíritu en el corazón de sus hijos. Su unión con ellos era más estrecha que cuando él estaba personalmente con ellos. La luz, el amor y el poder de la presencia de Cristo resplandecían en ellos de tal manera que los hombres, mirándolos, ‘se maravillaban; y al fin los reconocían, que eran de los que habían estado con Jesús’ ” (El camino a Cristo, pp. 74, 75; [la cursiva es nuestra]).

La morada interior del Espíritu

No se puede sobrestimar la importancia de esta tremenda verdad. Volvamos a leer Juan 14:16, 17 y 21 al 23:

“Y yo rogaré al Padre, y os dará otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre: el Espíritu de verdad, al cual el mundo no puede recibir, porque no le ve, ni le conoce; pero vosotros le conocéis, porque mora con vosotros, y estará en vosotros”. “El que tiene mis mandamientos, y los guarda, ése es el que me ama; y el que me ama, será amado por mi Padre, y yo le amaré, y me manifestaré a él. [...] Respondió Jesús y le dijo: El que me ama, mi palabra guardará; y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada con él”.

El Espíritu Santo ha estado con los hombres en las épocas pasadas; pero, desde Pentecostés en adelante, el propósito de Dios ha sido que esté “en vosotros”. Esto ha de ser una realidad sagrada. El mundo no lo recibe porque no lo ve; la devoción del mundo se tributa a lo visible, lo material. Pero el cristiano debe experimentar en su ser la morada personal e interna de Dios el Espíritu Santo.

La primera y segunda personas de la Deidad residen ahora aquí, en la tierra, por medio de la tercera. El Espíritu es el representante omnipresente. Su presencia en el mundo abarca la de las otras dos personas. De esa manera nos percatamos de la presencia de Cristo. Para conocer al Padre, debemos conocer al Hijo (Mat. 11:27); y para conocer al Hijo, necesitamos conocer al Espíritu. De modo que el Hijo revela al Padre y el Espíritu revela al Hijo.

Así se termina nuestra orfandad. No hay más destitución ni soledad. Los seres humanos sienten hambre de la presencia personal de Cristo, y al someternos al Espíritu Santo obtenemos esa presencia transformadora. Acerca de esto leemos:

“La obra del Espíritu Santo es inconmensurablemente grande. De esta fuente el obrero de Dios recibe poder y eficiencia; y el Espíritu Santo es el Consolador, como la presencia personal de Cristo para el alma” (Elena G. de White, Review and Herald, 29 de noviembre, 1892 [la cursiva es nuestra]; Recibiréis poder, lectura del 17 de junio).

Une la vida de Dios con la del hombre

El Espíritu Santo viene como Dios a tomar posesión de la vida. Por medio de él, se percibe a nuestro Señor glorificado y viviente. Y él será impartido a cada alma tan completamente como si esta fuera la única en la tierra en quien mora Dios; y esta experiencia puede ser una relación ininterrumpida. Sin embargo, aunque el Cristo histórico es absolutamente necesario, no nos salva del poder del pecado. Para ello, debemos poseer un Salvador presente y viviente, y así el Cristo de la historia se transforma en el Cristo de la experiencia.

De nuevo leemos:

“El Espíritu Santo procura morar en cada alma. Si se le da la bienvenida como huésped de honor, quienes lo reciban serán hechos completos en Cristo. La buena obra comenzada se terminará; los pensamientos santificados, los afectos celestiales y las acciones como las de Cristo ocuparán el lugar de los sentimientos impuros, los pensamientos perversos y los actos rebeldes” (Consejos sobre la salud, p. 563).

“Y será en vosotros”. Para esto fue creado el hombre; para esto Jesús vivió y murió. Por falta de este hecho la vida del discípulo está plagada de fracasos, mientras que la verdadera vida cristiana consiste solamente en Jesús que vive su vida en nosotros. Debemos compenetrarnos del sentido de su presencia. Solo así el Señor será la realidad grande, gloriosa y viviente que llene todo nuestro horizonte.

El Hijo del hombre vino al mundo para unir la mismísima vida de Dios con la humanidad del hombre. Cuando él completó su obra mediante su obediencia, muerte y resurrección, fue exaltado a su Trono, para que el Espíritu Santo, que había vivido con él, pudiera venir como una presencia soberana y omnipresente, y el discípulo llegara a ser partícipe de su misma vida. Así, la vida del Creador penetra la de sus criaturas, y descubrimos lo que el Espíritu de Dios está haciendo por nosotros. Notémoslo:

“La transformación del carácter es para el mundo el testimonio de que Cristo mora en el creyente. Al sujetar los pensamientos y deseos a la voluntad de Cristo, el Espíritu de Dios produce nueva vida en el hombre y el hombre interior queda renovado a la imagen de Dios” (Profetas y reyes, p. 175).

Nos conduce a toda verdad

Además, el Espíritu también hace esto por nosotros: Nos guía “a toda verdad”. Porque él mismo es el “Espíritu de verdad” (Juan 16:13). Y nos enseñará “todas las cosas” (Juan 14:26). No hay verdad que necesitemos conocer para conducimos a la cual el Espíritu Santo no esté preparado. Y jamás pasaremos más allá de esa necesidad.

Había un guía, en los desiertos de Arabia, de quien se decía que nunca se había perdido. Guardaba junto a su pecho una paloma mensajera, con una fina cuerda atada a una de sus patas. Cuando se hallaba en duda acerca de qué rumbo tomar, soltaba la paloma en el aire y esta, al tratar de volar en dirección a su nido, tiraba de la cuerda mostrando inequívocamente a su amo el camino hacia el hogar. La gente lo llamaba “el hombre de la paloma”. De manea similar, el Espíritu Santo es la Paloma celestial, con capacidad y voluntad de guiarnos si tan solo se lo permitimos.

El Espíritu Santo es la vida interna de la verdad, la misma esencia de la verdad, el Maestro viviente y personal. Acerca de esto leemos:

“El Consolador es llamado el ‘Espíritu de verdad’. Su obra consiste en definir y mantener la verdad. Primero mora en el corazón como el Espíritu de verdad, y así llega a ser el Consolador. Hay consuelo y paz en la verdad, pero no se puede hallar verdadera paz ni consuelo en la mentira” (El Deseado de todas las gentes, p. 624).

“El Espíritu Santo viene al mundo como el representante de Cristo. No solamente habla la verdad, sino que es la verdad: el Testigo fiel y verdadero. Es el gran escrutador de los corazones y conoce el carácter de todos” (Consejos para los maestros, p. 66).

Y sin el Espíritu de verdad no habría hoy verdad salvadora para nosotros. Cristo es la personificación de la verdad (Juan 14:6), y nadie sino el Espíritu de verdad puede llevarnos a la comprensión del carácter y la obra, el sufrimiento y la muerte de Cristo. Cuando el Espíritu inunda e ilumina el corazón, la Biblia se transforma en un nuevo libro.

“No podemos llegar a entender la Palabra de Dios sino por la iluminación del Espíritu por el cual ella fue dada” (El camino a Cristo, p. 111).

En conexión con esto, es muy significativo que, en la profecía de Joel relativa a las lluvias temprana y tardía, se dé como acotación marginal para “lluvia temprana” (Joel 2:23) la expresión “maestro de justicia”. ¡Qué provisión más generosa! Aun en el Antiguo Testamento el profeta escribió: “Enviaste tu buen Espíritu para enseñarles” (Neh. 9:20).

El verdadero Vicario de Cristo

El asiento de la autoridad divina sobre la tierra es el Espíritu Santo. El cardenal Newman entró en la Iglesia Romana porque buscaba una autoridad suprema, y encontró una especie de reposo en la autoridad esgrimida por la Iglesia Católica. Pero, olvidó que en asuntos de fe y doctrina, y administración, la única fuente de autoridad es el Espíritu Santo, y que “Jesús es el Señor”. Ese es el centro ineludible de toda doctrina cristiana. Todo lo demás surge de allí, porque “nadie puede llamar a Jesús Señor, sino por el Espíritu Santo” (1 Cor. 12:3). Este señorío de Cristo es la base de toda nuestra doctrina relativa a los últimos días.

“Cristo, su carácter y obra, es el centro y circunferencia de toda verdad. Él es la cadena a la cual están unidas todas las joyas de doctrina. En él se halla el sistema completo de la verdad” (Elena G. de White, Review and Herald, 15 de agosto, 1893).

“Porque Cristo para esto murió y resucitó, y volvió a vivir, para ser Señor así de los muertos como de los que viven” (Rom. 14:9).

La nota distintiva del Papado, sin la cual no existiría, es la afirmación según la cual el papa es el vicario o sucesor de Cristo. La nota distintiva del protestantismo, sin la cual este tampoco existiría, es el hecho de que el Espíritu Santo es el verdadero vicario y sucesor de Cristo aquí, en la tierra. La dependencia de organizaciones y dirigentes, o de sabiduría terrenal, significa poner lo humano en lugar de lo divino; y en efecto es adoptar el principio del catolicismo romano.

Se completa la Reforma inconclusa

Se han producido tres grandes movimientos religiosos contrarios al Papado: La Reforma del siglo XVI, encabezada por Lutero; el movimiento evangélico dirigido por Wesley y sus asociados; y el mensaje y movimiento adventista de los últimos días.

La Reforma encabezada por Lutero era necesaria, porque en los primeros siglos de la Era cristiana el Espíritu Santo había sido destronado, y Constantino se había transformado en el patrono de la iglesia. Los hombres perdieron de vista la justificación por la fe debido a sus conceptos materialistas, porque abandonaron su lealtad al Espíritu Santo. Así perdieron, también, la aplicación del sacrificio de Cristo, su muerte, que el Espíritu Santo realiza en respuesta a la fe personal.

El reavivamiento evangélico era necesario porque la iglesia de la Reforma había perdido de vista la santificación, de modo que Wesley fue levantado para promover la santidad. La visión de la santidad estaba velada, en la iglesia, porque esta había desoído la voz del Espíritu Santo. Se da el nombre de Espíritu Santo a la tercera Persona de la Deidad no porque sea más santo que las otras dos, sino porque una de sus funciones especiales es cultivar la santidad en el hombre. Los clérigos cazadores de zorros, tan comunes en Inglaterra en el siglo XVIII, tenían muy poco interés en Dios y en la salvación de las almas. Pero Wesley y el Club de la Santidad, de Oxford, pusieron de relieve una vez más la verdad de la santificación de las vidas humanas para el servicio.

La reforma del siglo XX, o movimiento adventista, fue puesta en acción, en el plan divino, con el fin de completar las reformas inconclusas del pasado. Llama al pueblo a repudiar totalmente las desviaciones de la verdad bíblica introducidas por el Papado y retenidas por el protestantismo apóstata y, por otra parte, busca la completa restauración del Espíritu Santo al lugar exaltado y absoluto que le corresponde, tanto en la creencia como en la vida y el servicio del cristiano.

Es la aceptación total de este hecho lo que ha posibilitado el derramamiento parcial de la lluvia tardía durante el tiempo en que hemos vivido desde 1888, pero cuyo poder en su plenitud todavía nos espera en gran medida.2 La lógica inevitable de este asunto es indiscutible.

¡Cuánto necesitamos estar vivos y despiertos para enfrentar esta situación!

Hace algunos años, un vapor surcaba de noche las aguas de un río de los Estados Unidos. El piloto dio inesperadamente una fuerte señal para indicar su intención de reducir la velocidad. Era una noche de luna brillante, y no había obstáculos a la vista.

–¿Por qué mandó usted disminuir la velocidad? –preguntó el maquinista subiendo al puente de mando para averiguar la razón de la orden.

–Se está juntando neblina... La noche se hace más oscura y... yo... no puedo ver –fue la entrecortada respuesta del piloto.

Entonces el maquinista lo miró directamente a los ojos, y se dio cuenta de que estaba agonizando.

Resulta trágico, pero más de un “piloto” eclesiástico está muriendo espiritualmente, y no puede ver para guiar a otros por el verdadero camino. ¡Dios nuestro, en esta hora traicionera, concédenos nueva vitalidad de la Fuente de vida!

2 Véase la obra Christ Our Rigtheousness, por Arturo G. Daniells.

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