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Capítulo 4
LA OBRA DEL ESPÍRITU POR LOS IRREGENERADOS

Ya hemos dicho suficiente acerca de la tarea del Espíritu en favor de los creyentes. Consideremos ahora, brevemente, su obra en favor del mundo irregenerado. Juan 14 trata primariamente acerca del Espíritu Santo en relación con la preparación y la vida personal del discípulo. Pero Juan 16 presenta su trabajo en conexión con la labor pública y el testimonio del obrero entre los inconversos. En el primero de estos capítulos, Jesús se halla en el creyente, y en virtud de esa morada interior el hombre tiene comunión con Cristo.

Pero el Espíritu Santo también lucha con el inconverso, como el Espíritu de convicción: “Y cuando él venga, convencerá al mundo de pecado, de justicia y de juicio. De pecado, por cuanto no creen en mí; de justicia, por cuanto voy al Padre, y no me veréis más; y de juicio, por cuanto el príncipe de este mundo ha sido ya juzgado” (Juan 16:8-11).

Proporciona un nuevo concepto de lo que es pecado

La venida del Espíritu Santo trae consigo al alma una sensibilidad más delicada para captar lo que es pecado. Pensemos en el aposento alto, cuando los discípulos estaban por participar de los emblemas del cuerpo que iba a ser quebrantado y de la sangre que se derramaría y, sin embargo, discutían sobre la posición y la prioridad que correspondían a cada uno. Esto habría sido absolutamente imposible si hubiesen comprendido cabalmente el significado del pecado.

A menudo hay cosas increíbles en la vida del cristiano, e inexplicables a no ser sobre la base de la ausencia de una percepción real del pecado oculto en ella. La lucha por alcanzar las posiciones encumbradas, la envidia, el odio, el mal pensamiento, las acciones impuras, los resquemores; todo esto existe, principalmente, debido a una pasmosa falta de comprensión de lo que es pecado. Pero, vayamos a las epístolas de Pedro, y leamos también las declaraciones de Juan después del Pentecostés, y descubramos cómo la venida del Espíritu Santo había conferido realidad a la santidad de Dios y a la absoluta repugnancia del pecado en la experiencia de los discípulos.

La perspectiva del pecador es pecado, justicia y juicio –que abarca su pasado, presente y futuro. Estos conceptos se hallan inseparablemente relacionados. El Espíritu Santo toma estos tres hechos cardinales y los coloca bajo su verdadera luz. Hay tres personas implicadas en este problema: El hombre, Cristo y Satanás. Por consiguiente, aquí está el núcleo de la gran controversia y el problema del pecado.

El convencimiento acerca de la justicia siempre precede a la experiencia de la justificación. Y el convencimiento acerca del Juicio es indispensable cuando presentamos las verdades del Santuario y el mensaje del primer ángel, para que los hombres no tengan excusa después de menospreciar el testimonio de Dios en contra de ellos.

A menudo nos frustramos, confundimos y desalentamos por nuestra desesperante inhabilidad de convencer a los hombres de pecado, de justicia y de juicio. Es que no podemos hacerlo, porque esa es la tarea del Espíritu. Notemos lo siguiente:

“El hombre no podría hacer nada bueno sin la operación divina. Dios llama a cada uno al arrepentimiento, pero el hombre ni siquiera puede arrepentirse a menos que el Espíritu Santo trabaje en su corazón” (Testimonies, t. 8, p. 64).

Este cambio es realizado por el Espíritu:

“Ninguna persona es tan vil, nadie ha caído tan bajo que esté fuera del alcance de la obra de ese poder. En todos los que se sometan al Espíritu Santo, ha de ser implantado un nuevo principio de vida: la perdida imagen de Dios ha de ser restaurada en la humanidad.

“Pero el hombre no puede transformarse a sí mismo por el ejercicio de su voluntad. No posee el poder capaz de obrar este cambio. La levadura, algo completamente externo, debe ser colocada dentro de la harina antes de que el cambio deseado pueda operarse en la misma. Así la gracia de Dios debe ser recibida por el pecador antes de que pueda ser hecho apto para el reino de gloria. Toda la cultura y la educación que el mundo puede dar, no podrán convertir a una criatura degradada por el pecado en un hijo del cielo. La energía renovadora debe venir de Dios. El cambio puede ser efectuado sólo por el Espíritu Santo. Todos los que quieran ser salvos, sean encumbrados o humildes, ricos o pobres, deben someterse a la operación de este poder” (Palabras de vida del gran Maestro, p. 69).

Trae convicción de esperanza

Pero, notemos que cuando él llegue a vosotros, ¡convencerá al mundo! Al salir a todo el mundo, en esta hora de juicio, llenos del Espíritu para interceder por los hombres, este nos acompañará para convencer de pecado y para revelar que hay justicia solamente en Cristo.

Él convence no de incredulidad, sino de pecado, por causa de la incredulidad. Él revoluciona los conceptos que el hombre tiene de lo que es pecado. Revela tanto el pecado del hombre como el juicio de Dios y los medios de escapar, mediante la sangre purificadora de Cristo y el reinado interior del Espíritu.

Entonces el Espíritu revela, también, la expiación provista, trayendo así consuelo juntamente con la convicción. Esto nos lleva a considerar la norma de la Ley, incluyendo la transgresión del sábado y todas las demás transgresiones. Así, la obra triple de Cristo como profeta, sacerdote y rey es aplicada al pecador mediante esta triple convicción que el Espíritu realiza en el hombre.

La conciencia trae la convicción de desesperación, mientras que el Espíritu Santo produce la convicción de la esperanza. El mismo viento que transforma el Atlántico en un océano de olas incesantes, también sopla sobre él convirtiéndolo en una tersa superficie. Lo que el mundo necesita no es la mera conciencia, sino que esta se encuentre iluminada por el Espíritu Santo y la Palabra.

Cristo no hizo perfecta su justicia en favor de nosotros hasta tanto se sentó a la diestra del Padre. Él “fue entregado por nuestras transgresiones, y resucitado para nuestra justificación” (Rom. 4:25), y entronizado para nuestra seguridad. Esta obra del Espíritu no ha sido el trabajo de un día. Puede parecer lenta a los hombres, pero Dios está construyendo para la eternidad; y “todo lo que Dios hace, permanecerá para siempre”.

La tarea del Espíritu Santo es convencer al hombre del terrible pecado que significa rechazar a Cristo: “De pecado, por cuanto no creen en mí” (Juan 16:9; véase también Juan 3:18). Este es el punto en cuestión, y todo lo demás está incluido en él. La suprema responsabilidad del pecador es la de no rechazar la vida absolutamente suficiente de Jesús y su muerte vicaria. Dios ha hecho que la salvación eterna del hombre dependa de su fe en Jesucristo. La incredulidad es la madre de todo pecado.

La justicia es el objeto de la salvación

El problema de todo destino humano es alcanzar la justicia de Dios, porque sin ella ningún hombre podrá mostrarse jamás ante la presencia del Altísimo (Heb. 12:10, 14). Cristo fue hecho pecado por nosotros, “para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él” (2 Cor. 5:21). Este es el objeto de la salvación, y no solamente la cuestión de nuestra vida moral externa. Este debe ser, también, el corazón de nuestro mensaje y de nuestros esfuerzos por levantar en alto las normas y por vindicar la pisoteada Ley de Dios ante esta generación rebelde.

¡Cuánto necesitamos del poder del Espíritu Santo para dar autoridad a la presentación de las terribles verdades del Juicio final, del inevitable día de la ira que se avecina y del triunfo de la justicia, para dar poder a la iglesia remanente! Los hombres desean establecer su propia justicia, en lugar de albergarse bajo la justicia imputada de Cristo. Se necesita un poder divino.

Ningún poder ni argumento humanos son suficientes a fin de iluminar el alma entenebrecida con el conocimiento de los pasos necesarios para andar por el sendero de la vida. Y esta es la obra asignada al todo suficiente Espíritu de Dios:

“Pero si nuestro evangelio está aún encubierto, entre los que se pierden está encubierto; en los cuales el dios de este siglo cegó el entendimiento de los incrédulos, para que no les resplandezca la luz del evangelio de la gloria de Cristo, el cual es la imagen de Dios” (2 Cor. 4:3, 4).

El supremo don de Cristo para nosotros

Gracias a Dios por el Espíritu Santo, quien ha venido como el Sustituto divino, la presencia divina, el instructor divino, el mentor divino, el testigo divino, el abogado divino, el consolador divino: el otro yo de Cristo.

¿Nos hemos imaginado lo que habría sido la tierra si no hubiese venido el Espíritu Santo? Ningún consolador, ningún poder omnipresente; la obra de Cristo habría sido vana; no habría habido convicción de pecado, de modo que tampoco habría existido arrepentimiento ni la fe en el Señor Jesucristo, ni hubiera habido perdón del pecado; ningún bálsamo para la conciencia turbada, ninguna liberación del poder del pecado, ningún maestro ni guía: ¡solo huérfanos, errantes y sin hogar en un mundo hostil! El punto neurálgico entre las tinieblas y la luz, en esta dispensación, fue la venida del Consolador.

Tiziano, el gran pintor italiano, se encontró cierto día con un soldado joven, que poseía un don artístico al parecer promisorio. Lo animó a que abandonara su carrera militar y dedicara sus talentos a la pintura. El soldado lo hizo, y se dedicó a trabajar asiduamente en un proyecto largo y ambicioso. Pero, llegó a un punto en que consideró que su genio había fallado. Con desesperación dejó caer sus pinceles. Tiziano lo encontró llorando desconsoladamente. El maestro no preguntó la razón de su llanto pero, al entrar en su estudio, comprendió de una mirada que el joven aprendiz había llegado al límite de su capacidad. De modo que Tiziano tomó la brocha y su paleta, y trabajó en ese cuadro hasta terminarlo.

A la mañana siguiente, el joven llegó al estudio resuelto a comunicarle a Tiziano su decisión de abandonar su carrera artística. Pero, al entrar, se encontró con el cuadro terminado. Vio que donde él había fallado, una mano maestra había suplido la falta. Instintivamente comprendió que el maestro lo había completado.

Con lágrimas de reconocimiento, se dijo: “No puedo abandonar mi arte. Debo seguir, por amor a Tiziano. Él ha hecho tanto por mí que debo olvidarme de mí mismo y vivir para él, porque ahora su fama es mi fama. Ha hecho por mí lo mejor; yo también haré lo mejor que pueda por él”. Y hoy sus cuadros se exhiben junto a los de Tiziano, en las galerías de arte del mundo.

¡Oh, pero Jesús ha hecho maravillosamente más que eso por nosotros! Por medio del Espíritu Santo, hace lo mejor que puede por nosotros. ¿No le daremos, entonces, lo mejor que tenemos? Luego, durante las edades sin fin, nuestras vidas se exhibirán al lado de la suya, en la eterna galería de los siglos, el Paraíso de Dios.

SEGUNDA PARTE

FUNDAMENTO BÍBLICO
La venida del Espíritu

“Entonces les abrió el entendimiento, para que comprendiesen las Escrituras; y les dijo: Así está escrito, y así fue necesario que el Cristo padeciese, y resucitase de los muertos al tercer día; y que se predicase en su nombre el arrepentimiento y el perdón de pecados en todas las naciones, comenzando desde Jerusalén. Y vosotros sois testigos de estas cosas. He aquí, yo enviaré la promesa de mi Padre sobre vosotros; pero quedaos vosotros en la ciudad de Jerusalén, hasta que seáis investidos de poder desde lo alto. Y los sacó fuera hasta Betania, y alzando sus manos, los bendijo. Y aconteció que bendiciéndolos, se separó de ellos, y fue llevado arriba al cielo. Ellos, después de haberle adorado, volvieron a Jerusalén con gran gozo; y estaban siempre en el templo, alabando y bendiciendo a Dios. Amén” (Luc. 24:45-53).

“En el primer tratado, oh Teófilo, hablé acerca de todas las cosas que Jesús comenzó a hacer y a enseñar, hasta el día en que fue recibido arriba, después de haber dado mandamientos por el Espíritu Santo a los apóstoles que había escogido; a quienes también, después de haber padecido, se presentó vivo con muchas pruebas indubitables, apareciéndoseles durante cuarenta días y hablándoles acerca del reino de Dios. Y estando juntos, les mandó que no se fueran de Jerusalén, sino que esperasen la promesa del Padre, la cual, les dijo, oísteis de mí. Porque Juan ciertamente bautizó con agua, mas vosotros seréis bautizados con el Espíritu Santo dentro de no muchos días. Entonces los que se habían reunido le preguntaron, diciendo: Señor, ¿restaurarás el reino a Israel en este tiempo? Y les dijo: No os toca a vosotros saber los tiempos o las sazones, que el Padre puso en su sola potestad; pero recibiréis poder, cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo, y me seréis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria, y hasta lo último de la tierra” (Hech. 1:1-8).

“Cuando llegó el día de Pentecostés, estaban todos unánimes juntos. Y de repente vino del cielo un estruendo como de un viento recio que soplaba, el cual llenó toda la casa donde estaban sentados; y se les aparecieron lenguas repartidas, como de fuego, asentándose sobre cada uno de ellos. Y fueron todos llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les daba que hablasen. Moraban entonces en Jerusalén judíos, varones piadosos, de todas las naciones bajo el cielo. Y hecho este estruendo, se juntó la multitud; y estaban confusos; porque cada uno les oía hablar en su propia lengua. Y estaban atónitos y maravillados, diciendo: Mirad, ¿no son galileos todos estos que hablan?” (Hech. 2:1-7).

“Les oímos hablar en nuestras lenguas las maravillas de Dios. Y estaban todos atónitos y perplejos, diciéndose unos a otros: ¿Qué quiere decir esto? Mas otros, burlándose, decían: Están llenos de mosto. Entonces Pedro, poniéndose en pie con los once, alzó la voz y les habló diciendo: Varones judíos, y todos los que habitáis en Jerusalén, esto os sea notorio, y oíd mis palabras. Porque éstos no están ebrios, como vosotros suponéis, puesto que es la hora tercera del día. Mas esto es lo dicho por el profeta Joel: Y en los postreros días, dice Dios, derramaré de mi Espíritu sobre toda carne, y vuestros hijos y vuestras hijas profetizarán; vuestros jóvenes verán visiones, y vuestros ancianos soñarán sueños; y de cierto sobre mis siervos y sobre mis siervas en aquellos días derramaré de mi Espíritu, y profetizarán” (vers. 11-18).

“Y todo aquel que invocare el nombre del Señor, será salvo” (vers. 21).

“A este Jesús resucitó Dios, de lo cual todos nosotros somos testigos. Así que, exaltado por la diestra de Dios, y habiendo recibido del Padre la promesa del Espíritu Santo, ha derramado esto que vosotros veis y oís” (vers. 32, 33).

“Sepa, pues, ciertísimamente toda la casa de Israel, que a este Jesús a quien vosotros crucificasteis, Dios lo ha hecho Señor y Cristo. Al oír esto, se compungieron de corazón, y dijeron a Pedro y a los otros apóstoles: varones hermanos, ¿qué haremos? Pedro les dijo: Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón de los pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo. Porque para vosotros es la promesa, y para vuestros hijos, y para todos los que están lejos; para cuantos el Señor nuestro Dios llamare” (vers. 36-39).

Capítulo 5
LA VENIDA DEL ESPÍRITU

Cuando Jesús se dedicó a elegir a los doce hombres por medio de quienes fundaría la iglesia cristiana, no los buscó en las venerables escuelas de los rabinos ni en el círculo exclusivo del Sanedrín. No mandó por ellos a Grecia, el centro de la filosofía y la cultura de aquel tiempo. Ni tampoco fue a Roma, el centro del genio legislativo y de las proezas militares, para encontrados. No. Más bien, recorrió las brillantes playas de Galilea y seleccionó a hombres humildes, cuyos corazones eran lo suficientemente grandes como para admitir al Señor de la gloria; hombres que estuvieran dispuestos a anonadarse con la intención de que Cristo lo fuera todo; hombres por medio de quienes el Espíritu Santo pudiera obrar sin ser impedido por la sofistería humana, el egoísmo ni un espíritu de superioridad.

Totalmente ineptos para cumplir la tarea designada

Sin embargo, la tarea de llevarlos hasta ese esencial estado de la mente y el corazón fue larga y dificultosa. No fue concluida durante la permanencia física y personal de Cristo en la tierra. Por tres años y medio, los discípulos oyeron a Uno mayor que Salomón. De sus propios labios escucharon las verdades del evangelio. Fueron testigos oculares de sus milagros. A ellos les fue explicado el significado íntimo de las parábolas. Si todo lo que los hombres necesitaban era un Maestro y lecciones de sabiduría divina, entonces los discípulos deberían haber sido los más calificados de todos los hombres para llevar adelante la comisión de evangelizar a las naciones inmediatamente después de la ascensión de Cristo.

Pero, a pesar de todos estos privilegios inapreciables, todavía estaban completamente descalificados para cumplir la Comisión Evangélica, como lo indican tan claramente sus luchas por la supremacía, y su abandono y negación del Señor. Todavía eran totalmente ineptos para llevar a cabo la tarea designada, hasta recibir la gran promesa capacitadora. Cuando el Señor Jesús estuvo con ellos en la tierra, les dio vida, pero no poder; verdad, pero no la eficacia de la verdad.

Por un momento la cruz extinguió sus esperanzas. Habían seguido a Aquel a quien amaban. Pero, vieron a los detestados romanos lacerar las benditas espaldas y atravesar sus manos y sus pies divinos. Se desanimaron completamente al verlo expirar en la cruz. Cuánta sinceridad contenía su triste suspiro: “Nosotros esperábamos que él era el que había de redimir a Israel” (Luc. 24:21). No se daban cuenta de que su muerte significaba vida para ellos. No comprendían que la aparente derrota era el camino hacia la victoria y que esa oscuridad era el precio de la luz. Aun después de la resurrección, preguntaron: “¿Restaurarás el reino a Israel en este tiempo?” (Hech. 1:6).

No habían progresado. Todavía estaban atados por el materialismo y encadenados por prejuicios nacionalistas. No comprendían la misión del Mesías. Soñaban con la restauración de lo antiguo, siendo que él había venido a inaugurar lo nuevo. Su amor y su confianza eran intensos y profundos. Lo habían abandonado todo por seguirlo. Sabían que la resurrección era un hecho glorioso, y a pesar de todo, eran por completo incompetentes para realizar la tarea propuesta.

Condenados al fracaso sin el Espíritu Santo

Al dar la Gran Comisión a los apóstoles, después de que su trabajo terrenal hubo terminado y él estaba listo para tomar su sitial en lo Alto, el Señor Jesús hizo énfasis sobre tres asuntos:

“Y Jesús se acercó y les habló diciendo: Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra. Por tanto, id, y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo; enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado; y he aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo. Amén” (Mat. 28:18-20).

1. El poder que necesitaban moraba en Cristo.

2. Por lo tanto, debían “ir”, enseñando a todas las naciones, “bautizándolos” no solo en el nombre del Padre y del Hijo, sino también en el del Espíritu Santo, mediante quien el poder sería aplicado.

3. Debían enseñar la observancia de todas las cosas que Cristo había mandado. Pero esto podría ser realizado únicamente gracias al ministerio del Maestro divino, recordador y guía predicho en Juan 14:26 y 16:13.

Sin embargo, cuando Cristo ascendió, dejó a sus discípulos sumidos en una tremenda impotencia, en medio de la enemistad mortífera del mundo. La necesidad más singular que tenían era la de poder de lo Alto, el del Espíritu Santo prometido. Así, leemos la última orden de Cristo: “He aquí, yo enviaré la promesa de mi Padre sobre vosotros; pero quedaos vosotros en la ciudad de Jerusalén, hasta que seáis investidos de poder desde lo alto” (Luc. 24:49).

¡Esperad hasta que seáis investidos!, no importa cuánto les tomara la espera. Las palabras habían sido pronunciadas ni más ni menos que por el mismo Señor que les había dicho “¡Id!” Seguramente, ese encargo debió haberles causado la más intensa sorpresa, especulación y expectación. Y estaba hablando a los pastores, maestros, predicadores y evangelistas a quienes había llamado y comisionado. “¿¡Qué!? ¿Esperar más, con un moribundo mundo enorme por amonestar, con una tremenda tarea que realizar y una iglesia que establecer? No tenemos tiempo que perder, ya es tarde”. Pero, estaban condenados al fracaso a menos que esperaran.

Nadie está equipado para el servicio del evangelio a menos que haya sido investido de poder celestial. El conocimiento no es suficiente; no basta la actividad; debemos poseer el poder del Espíritu Santo. Ni siquiera la autoridad para echar fuera demonios era suficiente.

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