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¿Por qué la revolución cristera?
Los grandes testimonios son aquellos en que la vida es intersectada por las convulsiones de la historia.
Georg Lukács2
Más de un siglo de la historia de nuestro país estuvo marcado por las difíciles relaciones entre la Iglesia católica y el Estado. De este periodo, los años más álgidos fueron sin duda los de 1926-1929. La guerra cristera, como todo conflicto, tuvo un periodo de gestación y otro de conclusión que rebasa con mucho los años del movimiento armado.
Este conflicto, que involucró a las dos instituciones más importantes, la Iglesia católica y el Estado, tuvo su origen durante la segunda mitad del siglo xix, cuando el gobierno del presidente Benito Juárez promulgó las Leyes de Reforma para institucionalizar la separación de poderes y fortalecer al Estado mexicano. El proceso legislativo de la reforma liberal tenía como metas:
1 La desamortización de la propiedad corporativa, especialmente la eclesiástica, con el fin de poner en circulación recursos que no eran debidamente explotados.
2 Nacionalizar los bienes eclesiásticos para desarticular el poderío económico y político del clero.
3 Separar al Estado de la Iglesia.
4 Ejercer el dominio estatal sobre la población mediante su registro, y
5 Suprimir los fueros eclesiásticos y militares.3
La primera respuesta de las corporaciones religiosas fue manifestarse en contra de estas medidas —sobre todo las relativas a la venta de sus propiedades y a la amortización de sus capitales, por considerar que afectaban el patrimonio de la Iglesia—, pero hubo otro aspecto alrededor del cual movilizaron a los fieles católicos: el establecimiento de la libertad de cultos, estipulado en el artículo 15 en la Constitución del 5 de febrero de 1857.
La inconformidad del clero mexicano fue avalada por las declaraciones del papa Pío ix en contra de la legislación reformista y el proyecto de constitución mexicana, lo que propició que algunos obispos decretaran ilícitos “que los católicos juraran obediencia a la Constitución, indicando que quienes lo hicieran no podían recibir los sacramentos si antes no se retractaban públicamente”.4
Aunque la batalla parecía perdida para la Iglesia católica, durante el régimen porfirista se establecieron relaciones cordiales y la aplicación de la ley se mantuvo en suspenso. Fue en este contexto, durante las primeras décadas del siglo xx, cuando la Iglesia católica promovió la organización de la sociedad civil como parte de su apostolado, con la infraestructura y los postulados de la encíclica Rerum Novarum. A través de estas organizaciones parroquiales y gremiales se formaron destacados cuadros dirigentes quienes, llegado el momento en 1926, condujeron el levantamiento armado del pueblo.
Para la generación que vivió esta época de cambios profundos, era impensable abstenerse. Participar en la Cristiada significó ser partícipe de los grandes acontecimientos que han marcado nuestra historia nacional; fueron arrastrados por las aguas caudalosas del río revuelto en que estaba convertida nuestra nación. Fue, para los jóvenes de ese tiempo —porque así se manejó en el discurso del Episcopado mexicano—, un acto de conciencia. La defensa de la fe y de la libertad de culto, que desde su perspectiva se veía amenazada por el gobierno de Calles, era considerada una misión a la cual se estaba predestinado. Por eso tomaron las armas y por eso, en algunas regiones, sobre todo las más conservadoras, se estuvo de acuerdo con los arreglos entre las cúpulas a pesar de no haber tenido claro en qué consistían.
La guerra cristera fue una lucha desigual y fratricida que alcanzó a cubrir tres cuartas partes del territorio nacional, con 50 mil creyentes levantados en armas, además del apoyo logístico que se les brindaba en ciudades y pueblos. La resolución formal del conflicto se dio, como ya es conocido, con los arreglos entre el gobierno de Emilio Portes Gil y, por parte del Episcopado mexicano, el obispo Pascual Díaz y el arzobispo Ruiz y Flores en junio de 1929, a espaldas de los insurrectos. Esto significó, para muchos combatientes cristeros convencidos, una traición; la mayoría entregó las armas obedeciendo las órdenes de la jerarquía católica, y otros, los menos, continuaron en la lucha. Quienes permanecieron, aun sin el respaldo institucional, estaban todavía convencidos de sus posibilidades de triunfo; nuevos grupos se les unieron, más que por abanderar la causa, por vengar agravios o por obtener beneficios personales. A esta nueva etapa de la lucha se le conoce comúnmente como la segunda Cristiada, y se desarrolló durante los años 1932-1938.
Aunque durante las décadas siguientes la lucha armada había dejado de ser una opción, las diferencias entre ambas instituciones no se habían resuelto y las asperezas en su relación continuaron latentes. Ambas, Iglesia y Estado, mantuvieron un profundo silencio con respecto al conflicto y, por supuesto, tampoco contemplaron hacer un balance sensato de su actuación en el periodo. Tal vez con ello se pretendía borrar de la memoria colectiva este episodio vergonzoso y, así, además, exculparse de su responsabilidad frente a la historia.
Para la Iglesia, si bien los cultos habían sido nuevamente abiertos a raíz de los acuerdos pactados en 1929 —en tanto que el Estado se desentendía de aplicar la legislación que había causado tanto conflicto—, existía un nuevo problema al cual volcó sus energías, y denunció lo que consideraba un atentado a los preceptos y la moral católicos: la educación socialista. En los boletines parroquiales de las décadas de los años treinta y cuarenta, hay críticas exacerbadas con respecto a la educación que imparte el Estado a través de las escuelas oficiales, a la cual consideran ateizante y de ideas comunistas.5
Un ejemplo significativo es el siguiente poema titulado Del ateneo jalisciense:
En la Normal del Estado / hace poco se efectuó
un estupendo certamen / del que te hablaré, lector.
De Sociología fue el tema; / mas reconozco mi error:
es alta Suciología / lo que allí se enseña hoy.
Da esta clase un individuo / que sostiene con tesón
que descendemos del mono, / (Te sientes cola, lector?).
Si sólo de él lo afirmara / yo le daría la razón,
pues sus facciones recuerdan / a su ilustre antecesor.
Te proporciono estos datos / porque formes opinión
del intelecto y figura / del flamante profesor.
“Entre el hombre y la mujer / ¿cuál es conveniente unión?”
fue el tema, ¡De rechupete! / ¡para muchachas, ad hoc!
Tres trabajos se premiaron, / que un boletín publicó,
con la efigie, de las dueñas / para darles más honor.
Demostraron las premiadas, / en maleja redacción,
que resultan estorbosos / la vergüenza y el pudor.
Y más una tal Luisita / que el primer premio alcanzó,
derrochando desvergüenza / y alardeando de impudor.
Lástima que esos primores, / en total, no pueda yo
transcribirte: me abochorno / como anticuado que soy.
Pero allí te van algunos: / (de muestra basta un botón)
Es de parecer la niña / que el matrimonio, son dos
prostituciones que se unen. / (¡Para sus padres, qué flor!)
y prosigue la sucióloga, / con gala de erudición:
El hijo de la soltera / es el hijo del amor…
Los demás? de compromiso! / Y de ésos somos tú y yo!
Después de esto, ¿qué le queda? / proclamar el libre amor
¡Cuidado con la muchacha / femenino Salomón!
Ni una salvaje del Congo / lo hubiera hecho mejor!
Ya te imagino pensando / que en el Liceo no quedó
para remedio una alumna./ ¡Qué anticuado eres, lector!
¿son las chicas siglo veinte? / ¡pues las madres veintidós!
De tener hijas suciólogas / ¿cómo perder la ocasión?
Se reducen sus afanes / a que saquen el tostón.
¡Si les pesa mantenerlas / y a muchas quieras que no
se las entregan atadas /al simiesco profesor.
¡¡Qué brutas!! Encantadazas, / cuando llegue la ocasión,
coserán las camisitas / para el nieto del amor!
En algunos testimonios, que presentamos en el capítulo 4 de este libro, se menciona cómo los párrocos de los pueblos amenazaban con excomulgar a quienes mandaran a sus hijos a estudiar en las escuelas de gobierno; el conflicto, por tanto, seguía latente a través de otras instancias.
Fue hasta 1988, con el acercamiento salinista con el Vaticano, cuando las relaciones diplomáticas entre ambos Estados toman un nuevo giro que pretende subsanar sus diferencias. La reforma al artículo 130 constitucional, que otorga personalidad jurídica a la Iglesia (reforma que fue pensada en relación con la Iglesia católica y que necesariamente hubo de ampliarse a las demás denominaciones), marcó el inicio de una nueva etapa. A muchos sorprendió la presencia de los altos prelados católicos en la toma de posesión de Carlos Salinas de Gortari como presidente de los Estados Unidos Mexicanos en 1988, pero esta invitación era el anuncio de los cambios que el nuevo régimen intentaba y que culminó con la reforma citada en 1992. En este nuevo contexto, la jerarquía de la Iglesia católica inició el proceso de beatificación de los mártires de la guerra cristera, que culminó en el Gran Jubileo del año 2000, en el mes de mayo siguiente.
Estos procesos de canonización, se pueden interpretar como una respuesta de la jerarquía católica a un problema no resuelto; que sigue estando presente en la conciencia histórica con muchas implicaciones que causan confusión, crisis de conciencia, dificultades en la integración de la identidad cultural, falta de credibilidad en la institución y la búsqueda cada vez mayor de nuevas opciones religiosas. Podemos preguntarnos hasta qué punto la secularización de la sociedad y el notorio crecimiento y desarrollo de ofertas religiosas no católicas en el centro occidente de México son producto del desaliento provocado por la decisión de la jerarquía católica, primero de involucrar a sus fieles en una guerra por la defensa de la institución —expresada en el contexto como defensa de la fe— y posteriormente de aceptar los arreglos sin consultar a los grupos levantados en armas.
¿Cómo influyó esta decisión en el juicio de los fieles católicos? Para responder a esta pregunta, consideré indispensable recuperar de viva voz los testimonios de esa generación que estaba extinguiéndose; había que conservar las narraciones de sus experiencias, perpetuándolas a través de la escritura, porque era el medio al cual tenía acceso, y posibilitaría compartir estas vivencias con un público lector amplio. Pensaba, como Halbwachs, que
Cuando la memoria de una serie de acontecimientos ya no tiene por soporte a un grupo —el grupo que estuvo implicado en ellos o que haya padecido sus consecuencias, o bien el grupo que haya asistido a dichos acontecimientos o que haya recibido un relato vivo de los mismos de parte de los principales actores y espectadores— cuando esta memoria es dispersa en los espíritus de algunos individuos perdidos en nuevas sociedades a las que estos hechos ya no interesan porque les resultan decididamente exteriores, entonces el único medio de salvar tales recuerdos es fijarlos por escrito en un relato continuado, ya que, mientras las palabras y los pensamientos mueren, los escritos permanecen.6
Testigos y protagonistas, ex combatientes del ejército federal o del ejército de Cristo Rey, reflexionaron con el paso de los años sobre el papel que jugaron y el significado de su lucha; asimilaron sus experiencias en su particular visión del mundo, que al transmitirla se incorporó como parte constitutiva de nuestra conciencia histórica.
Análisis de la guerra cristera
Para analizar cómo quedó grabada la guerra cristera en nuestra memoria colectiva, debemos basarnos en los estudios anteriores, con el fin de ampliar en campo de la comprensión. Este es el camino que puede observarse en las publicaciones que abordaron el conflicto cristero. Al respecto, hay que destacar que las aparecidas durante las décadas inmediatas posteriores, estuvieron marcadas por un apoyo casi incondicional a un bando y a la descalificación del otro. Estas primeras obras podemos agruparlas en dos campos: las memorias —que por su carácter son una importante fuente de información— y las biografías de líderes cristeros. Entre las memorias destacan, por la información que contienen, la amenidad de los relatos y la ubicación privilegiada de los autores en el conflicto, las siguientes: Los cristeros del volcán de Colima, de Enrique de Jesús Ochoa (publicada en Italia en 1933 y en México hasta 1942, bajo el seudónimo de Spectator); Las Memorias, de Jesús Degollado Guízar, jefe de la División del Sur de Jalisco y general en jefe de la Guardia Nacional Cristera a la muerte de Gorostieta (publicado en México en 1957); Por dios y por la patria. Memorias de mi participación en la defensa de la libertad de conciencia y culto durante la persecución religiosa en México de 1926 a 1929, de Heriberto Navarrete (publicada en México en 1961; este mismo autor publicó en 1968 Los cristeros eran así…, en la que abordaba aspectos de la vida cotidiana en los campamentos); José Gutiérrez y Gutiérrez, quien fuera general de la División Sur de Jalisco, escribió sus memorias en Recuerdos de la gesta cristera (publicada en tres volúmenes en Guadalajara, de 1972 a 1976); de Víctor López Díaz se publicó, en 1970, Memorias. El escuadrón de Jalpa de Cánovas y el regimiento cristero de San Julián; recientemente se publicó una de las memorias más logradas, que narra la visión de los hechos de la guerra cristera en San Julián en la voz de Josefina Arellano, viuda de Refugio Huerta, dirigente cristero en los Altos de Jalisco. El título es ¡Viva Cristo Rey! Narración histórica de la revolución cristera en el pueblo de San Julián, Jalisco (publicado en 2003, en edición de autor).
A esta lista de memorias cristeras sólo se añade una, desde la perspectiva contraria: se trata de La Iglesia católica y la rebelión cristera en México, escrita por Cristóbal Rodríguez y publicada en dos partes: 1966 y 1967; este autor, quien estuvo vinculado con el general Joaquín Amaro, presenta a los cristeros como víctimas de la jerarquía católica.
Otra serie de textos comprende las biografías de los protagonistas del conflicto. Entre ellas, son importantes, las de María Sodi de Pallares, Los cristeros y José León Toral (publicada en México en 1936); de Antonio Gómez Robledo, Anacleto González Flores. El maestro (publicada en 1947); de Vicente Camberos Vizcaíno, la biografía Miguel Gómez Loza (publicada en dos volúmenes en México, en 1953); Alfonso Trueba, bajo el seudónimo de Martín Chowell, presenta la biografía de Luis Navarro Origel. El primer cristero (publicada en 1959).
Existen otras obras enfocadas desde la perspectiva del martirio. El sacerdote José Dolores Pérez, de León, Guanajuato, presenta una lista de los eclesiásticos mártires en La persecución religiosa de Calles en León (1942). La misma óptica tiene Capítulos sueltos o apuntes sobre la persecución religiosa en Aguascalientes, del sacerdote Felipe Morones (publicado en Aguascalientes en 1955); de Joaquín Cardoso, El martirologio católico de nuestros días; los mártires mexicanos (México, 1958); asimismo, del sacerdote Nicolás Valdés, México sangra por Cristo Rey (editado en Lagos de Moreno en 1964), con datos sobre cuatro mil cristeros caídos en combate; así como Apuntes para la historia de la persecución religiosa en Durango, de José Ignacio Gallegos (México, 1965).
Pionera en el estudio de este tema desde la perspectiva histórica, Alicia Olivera Sedano (quien publicó Aspectos del conflicto religioso de 1926 a 1929. Sus antecedentes y consecuencias) señala que, entre las dificultades para realizar su trabajo durante la década de los años sesenta, se contaban la falta de información, ya que no estaba permitido consultar los documentos referentes a la guerra cristera en el Archivo General de la Nación; la Iglesia católica tampoco permitía la consulta de sus documentos; los militares que habían participado tampoco estaban dispuestos a conceder entrevistas, y los jefes de gobierno quienes, antes que aportar alguna información, terminaban entrevistando.7 Tal vez era necesario que alguien ajeno a nuestras raíces se planteara con toda seriedad abordar esta investigación, como hizo Jean Meyer: “debo decir que este trabajo no hubiera sido posible sin la colaboración de los antiguos cristeros, varios centenares de mexicanos que se dignaron confiar en el extranjero (por la edad y el origen social más que por la nacionalidad) que vino a importunarlos entre 1965 y 1969”.8
Esta investigación de Jean Meyer, posterior a la de Alicia Olivera, se ha convertido en consulta obligada para los interesados en el tema. Fue publicada en tres tomos, en 1973, bajo el título de La cristiada.9 Entre las fuentes que consultó Meyer se encuentran los archivos públicos de México, Estados Unidos y Francia, archivos particulares de protagonistas, archivos parroquiales, narrativa, artículos y ediciones periódicas. A ello añade una importante serie de entrevistas con los protagonistas del conflicto: 400 a cristeros y 200 a agraristas. En este mar de fuentes, se nota la ausencia de material recabado entre militares federales que participaron en el conflicto.
También importante es La Iglesia y el Gobierno Civil, de Francisco Barbosa Guzmán, la cual forma parte de una obra amplia titulada Jalisco desde la Revolución.q Barbosa consultó con minuciosidad los archivos del Arzobispado de Guadalajara, Congreso del Estado de Jalisco, Histórico de Jalisco, General de la Nación, la sección Fondos Especiales de la Biblioteca Pública del Estado de Jalisco, los archivos y bibliotecas inah-sep, además de casi 150 obras relativas al periodo.
Estos estudios históricos están en la base de nuestra hermenéutica de la conciencia histórica, y nos permiten contextualizar las escenas narradas en los testimonios, así como ubicar en el tiempo y espacio las declaraciones, los relatos y documentos que constituyen el material de nuestro análisis.
La memoria de la guerra cristera a través de sus discursos
Muchos años de silencio separan esta investigación de la época del conflicto cristero. A través del silencio, se pretendía borrar de la memoria colectiva un acontecimiento vergonzoso que cobró miles de vidas, las cuales fueron entregadas sin condiciones a la defensa de la fe y la libertad religiosa, concretizada en la defensa de la institución eclesial católica. ¿Por qué entonces volver a tratar el tema?
Hay que luchar contra la tendencia a no considerar el pasado más que bajo el punto de vista de lo acabado, de lo inmutable, de lo caducado. Hay que reabrir el pasado, reavivar en él las potencialidades incumplidas, prohibidas, incluso destrozadas. En una palabra, frente al adagio que quiere que el futuro sea abierto y contingente en todos sus aspectos y el pasado cerrado y unívocamente necesario, hay que conseguir que nuestras esperas sean más determinadas, y nuestra experiencia más indeterminada. Éstas son las dos caras de una misma tarea: sólo esperas determinadas pueden tener sobre el pasado el efecto retroactivo de revelarlo como tradición viva. Es así como nuestra meditación crítica sobre el futuro exige el complemento de una meditación análoga sobre el pasado.w
El concepto de horizonte (el ámbito de visión que abarca y encierra todo lo que es visible desde un determinado punto) ha sido fundamental para la teoría hermenéutica, es decir, la interpretación. Gadamer retoma de la fenomenología de Husserl la idea de que “todo lo que está dado como ente, está dado como mundo, y lleva consigo el horizonte del mundo”e y que por tanto toda intencionalidad está inmersa en la continuidad básica del todo, y lo aplica a la conciencia pensante para hablar de la estrechez del horizonte, de la posibilidad de ampliar el horizonte, de la apertura del horizonte, etc. Entre nuestras interpretaciones orientadas hacia el pasado, y nuestras expectativas dirigidas hacia el futuro, Reinhart Kosellek propone su concepto de Erfharung, que comprende el espacio de experiencia (el pasado adquirido en nuestra experiencia y convertido en hábitus) y el horizonte de espera (la espera en relación con el futuro, inscrita en el presente), y concluye que ni el pasado ni el futuro están cerrados, como suponemos. De aquí que la memoria colectiva comprenda diferentes versiones sobre un mismo acontecimiento histórico (no hablamos de varias memorias históricas, asumiendo las críticas de Roger Chartier a los historiadores de las mentalidades),r y que las expectativas hacia el futuro sean también diferentes.
Las premisas que subyacen y orientan este trabajo están enunciadas en la propuesta de Paul Ricoeur para elaborar una hermenéutica de la conciencia histórica, a través de la cual se intenta concebir la historia como historia por hacer, como un proyecto de la historia. El énfasis está en observar las continuidades —más que las rupturas—, es decir, en la asimilación de nuestro pasado en el presente. El pasado debe ser considerado, entonces, como la continuidad de la memoria colectiva hasta el presente, a través de la cual proyectamos nuestro futuro. Sólo a través de este acercamiento será posible comprender nuestra identidad cultural y nuestras visiones del mundo, concretizadas en las prácticas de vida cotidiana, valores y tradiciones. Es necesario, señala este autor, “tomar el problema por el otro extremo, y explorar la idea de que estas perspectivas rotas pueden encontrar una especie de unidad plural, si las reunimos bajo la idea de una recepción del pasado, llevada hasta la de un ser marcado por el pasado. Pero esta idea sólo toma fuerza y sentido opuesta a la de hacer la historia. Pues ser marcado es también una categoría del hacer”.t
¿Qué aprendimos de la guerra cristera las generaciones posteriores? La historia oficial, que se nos enseñó a través de los libros de texto gratuitos, excluyó deliberadamente este tema; en tanto que la Iglesia católica, a través de sus boletines parroquiales, se dedicó a atacar la enseñanza socialista con el mismo ardor con que anteriormente combatió a Calles. Lo que aprendimos de acerca de este episodio fue, principalmente, lo que nuestros abuelos, padres y tíos nos narraban en las tertulias familiares como acontecimientos milagrosos, mezclados con historias de aparecidos y tesoros enterrados. En este ambiente católico, las versiones sobre la Cristiada se presentaban envueltas en un discurso donde los hechos de los cristeros se magnificaban y aparecían como milagros. Se les comparaba con los primeros cristianos perseguidos por el Imperio romano y sacrificados en los coliseos, escondidos en las catacumbas, que entregaban su vida en defensa de la religión. El enemigo principal de la Iglesia —y por consiguiente del pueblo católico— era Plutarco Elías Calles, el diablo; y todo lo que tuviera relación con las instituciones del Estado, quedaba asociado a esta figura maligna. Indiscutiblemente, la causa de la guerra fue que “Calles mandó cerrar los templos porque quería acabar a la Iglesia católica”. A esta visión se añadía, en la conciencia católica del conflicto, una versión triunfalista de la guerra gracias a un milagro; el respaldo y simpatía del pueblo a la causa cristera y el abastecimiento de sus tropas gracias al apoyo popular. El enemigo, el ejército, se percibía como algo ajeno a la comunidad católica: de fuera, gobiernistas, y se les calificaba de ateos y comunistas.
Detalles más, detalles menos, eso es lo que quedó grabado de la Cristiada en la conciencia histórica de la comunidad católica; lo que nos fue transmitido en el ámbito de los colegios religiosos, las parroquias, familias creyentes y practicantes del occidente de México. Éste es, además, el objeto de la presente investigación: tratar de analizar las visiones de la guerra cristera que se conservaron en la memoria colectiva y forman parte de la conciencia histórica. Para decirlo en términos de Fossaert: “se trata de comprender lo que los pueblos pueden decir de sí mismos conforme sus sociedades se transforman”.y ¿Qué se conservó acerca de la guerra cristera en la memoria colectiva de la generación que vivió la época? ¿Cómo se transmitió de una generación a otra la experiencia de la guerra, a pesar del silencio impuesto y la falta de una reflexión crítica por parte de las instituciones involucradas? ¿Cómo se asimila en la conciencia histórica, en nuestra reflexión sobre el pasado, desde la perspectiva del presente?