Kitabı oku: «Matrimonio y violencia doméstica en Lima colonial (1795-1820)», sayfa 6

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Este complejo de racionalizaciones se encuentra implícito en el discurso jurídico y preceptivo que sobre las relaciones de género se impuso en el mundo colonial hispanoamericano. Empero, como recuerda Scott (1999), hay una dinámica histórica que obliga a tomar en cuenta los procesos y a preguntarse más continuamente “cómo sucedieron las cosas para descubrir por qué sucedieron”. Para entender el significado que adquieren las actividades y vínculos de hombres y mujeres dentro de un contexto determinado, es necesario considerar “tanto el sujeto individual como la organización social y descubrir la naturaleza de sus interrelaciones, porque ambos son cruciales para comprender cómo actúa el género, cómo acontece el cambio” (Scott, 1999, p. 60).

La necesidad de contextualizar históricamente obliga a evocar el carácter del patriarcado occidental aplicado a la realidad hispanoamericana colonial, un sistema moderado por el cristianismo que evolucionó a partir de la conversión de las antiguas monarquías de tipo feudal en monarquías absolutistas, sin que ello implicara el desarraigo de su fuente original, la familia, explicada desde la escolástica tomista. Esta misma necesidad requiere, igualmente, recordar que la sociedad hispanoamericana colonial, además de sus bases jerárquicas de clase y étnicas, presentaba un carácter corporativo con fueros diferenciados, esto es, los individuos no eran iguales ante la ley, estaban ordenados jerárquicamente y, en teoría, cada uno “conocía su lugar” en el marco de un orden presuntamente armónico que, a manera de un gigantesco organismo viviente, agrupaba diferentes “cuerpos”. Dentro de este sistema, la familia ejerció un rol esencial “porque era la unidad social básica en la que descansaba toda la estructura”. La familia no era solo una metáfora del Estado corporativo, pues “el hombre era el representante del Estado en la familia, y gobernaba a su esposa y a sus hijos igual que él a su vez era gobernado por el rey” (Arrom, 1988, pp. 97-98)59. En este ordenamiento, los conflictos al interior de los grupos o “cuerpos” eran, en teoría, inaceptables, ya que el control efectivo de los distintos niveles jerárquicos “hacia abajo” exigía la desigualdad entre los esposos (Arrom, 1988, p. 98).

Sin embargo, a pesar de que eran inaceptables, los conflictos existieron, pues el ideal representado por la ley no constituía la realidad per se. Además, el patriarcado cristiano estaba lejos de ser un sistema estático e implicaba también protestas, luchas y alianzas, en las que la autoridad era evaluada. Esto se debía a que había un ideal de reciprocidad entre gobernantes y gobernados que, ciertamente, no cuestionaba la autoridad patriarcal, pero “daba ciertas ventajas para juzgar la forma en que un patriarca ejercía su poder y una lógica para resistir a un autócrata cuando perdía la perspectiva de paz y de justicia” (Boyer, 1991, p. 274). Esto significa, por tanto, que la política de la familia tenía también una dimensión práctica y más directa, sustentada en el ejemplo transmitido a la vida cotidiana.

En este sentido, la ideología patriarcal no otorgaba autoridad absoluta a los maridos dentro del matrimonio, sino que esta entrañaba un conjunto de derechos y obligaciones para ambos cónyuges, enmarcados dentro de una lógica asimétrica, pero recíproca. El vínculo gobernante-gobernado suponía una correspondencia autoridad-obediencia, pero condicionada al cumplimiento de las obligaciones inherentes de cada parte, lo que daba pie a que el más débil pueda juzgar y resistir a la autoridad injusta, aunque sin impugnar necesariamente el sistema. En la relación marital, el marido tenía el deber de sostener materialmente a su familia; abandonarla o descuidar su bienestar era ética y legalmente inaceptable. El respeto a su esposa como sujeto de la relación conyugal era, asimismo, una obligación, sin desmedro de la eventualidad de apelar a mecanismos “correctivos”, aunque moderada y racionalmente, pues era también su derecho; el uso de la violencia física era impropio, más aún si era excesiva. Los maridos, a su vez, debían observar una conducta sexual adecuada en su relación, evitando las prácticas inapropiadas. Por último, debía guardar fidelidad a la esposa; la infidelidad continua y pública era inadmisible (Lavrin, 1991b, pp. 36-37).

El problema de la infidelidad amerita recordar y enfatizar un hecho ya discutido: la legislación civil colonial trató de manera desigual el adulterio femenino y el masculino, siendo el primero más castigado que el segundo. La explicación: la conducta sexual extraviada de un hombre no parecía peligrosa para el orden social, mas sí lo era la de la mujer, especialmente si estaba casada, pues sembraba la duda en el esposo respecto de la paternidad de sus hijos; por ello, los hombres sintieron el engaño como una afrenta inaceptable que afectaba su honor. En concreto, el hombre gozó de un margen amplio para quebrantar la obligación canónica de la mutua fidelidad (Potthast, 2010, p. 80) y hubo mayor tolerancia con la infidelidad masculina, pese a que el adulterio fue motivo de deshonor para ambos cónyuges y muchas mujeres así lo hicieron notar en los juzgados, especialmente si el amancebamiento del marido había sido público, escandaloso y constante.

Tomando en cuenta lo expuesto, los conflictos conyugales relacionados con el incumplimiento o ruptura de las responsabilidades antedichas “eran objeto de reprobación, pues destruían el equilibrio, la relación asimétrica, pero recíproca que debía haber siempre entre marido y mujer” (Bustamante Otero, 2001, p. 120). Naturalmente, el ideal de reciprocidad podía ser interpretado por las mujeres casadas de una forma diferente a la de los hombres, y lo que para ellos podía ser un derecho irrefutable —por ejemplo “castigar” a su cónyuge—, para ellas, en cambio, podía ser un abuso, un exceso intolerable.

En la esfera cotidiana del hogar, entonces, el patriarcado podía ser objeto de lucha y negociación en el que estaba en juego el poder. En este sentido, para las mujeres, víctimas usuales de los conflictos maritales, el recurrir a los juzgados “significaba cuestionar, poner en tela de juicio el poder masculino, objetar para equilibrar” y reorientar la relación con su esposo o, en su defecto, terminar con esta (Bustamante Otero, 2001, p. 120). Aunque los hombres casados acudieron en menor proporción a los juzgados para demandar a sus esposas, el mismo razonamiento puede ser aplicado, especialmente en el caso de quienes, no pudiendo controlar la conducta de sus parejas, vieron en los tribunales una oportunidad para reivindicar su lugar de autoridad.

Al compás de las propuestas ilustradas que la dinastía borbónica pretendió implantar en el Imperio español, las décadas finales del siglo XVIII serían testigos de los afanes de la Corona por reforzar el patriarcado. Algunos de los procesos ya referidos conformarían el entorno o contexto en el que las reformas borbónicas destinadas a enfrentar estos problemas se aplicarían. Entre ellas, destacaría con nombre propio la Pragmática Sanción de 1776.

7. Matrimonio, ideología patriarcal y sevicia

Estas últimas reflexiones obligan a retomar un tema que ha estado presente en el discurrir de la investigación: el de la violencia conyugal. Desde la perspectiva de la legislación civil, no se asevera que el esposo pueda disciplinar o castigar físicamente a su esposa si esta no obedece o no cumple con lo que se espera de ella, como tampoco, obviamente, el que la esposa pueda hacer lo mismo con su marido. No obstante, los comentarios de los juristas sugieren que el uso de violencia por parte de los maridos era una acción legítima y legalmente posible si el castigo había sido correctivo y moderado, de manera que, en este caso, no cabía sanción penal alguna (Arrom, 1988, p. 93)60. En otras palabras, bajo determinadas circunstancias, el “castigo” de un esposo hacia su consorte constituía un derecho tácito, además de ser una acción avalada y legitimada por el discurso eclesiástico, pues las leyes seculares reflejaban el punto de vista eclesiástico al tolerar el ejercicio de la violencia física en caso de que este fuese justificado, racional y moderado.

Parece indudable, entonces, el derecho del marido a “corregir” a su esposa bajo las condiciones antedichas. Este derecho se sustentó en la naturaleza del contrato matrimonial que, desde una lógica patriarcal, otorgaba autoridad al marido y lo responsabilizaba de los actos de su mujer, lo que le permitía apelar a la violencia correctiva cuando ella incumplía con los roles familiares y sociales que se le exigían.

Estas consideraciones, sin embargo, merecen algunas atingencias, especialmente desde el lado de la teología moral. Se ha venido afirmando, y con razón, que la Iglesia, en cuanto al matrimonio, proponía una relación entre marido y mujer cuasi paritaria, es decir, ambas partes tenían derechos y obligaciones sustentados en la caridad, ergo, en el amor, la dilección, la amistad y la benevolencia, que expresan una relación afectiva. Debían ayudarse mutuamente y compartir la responsabilidad de la prole (Ortega Noriega, 2000, pp. 58-63)61. No obstante, la dirección del conyugio debía estar en manos del esposo por la desigualdad natural de la mujer, afincada en su supuesta fragilidad y en su mayor propensión al pecado, en su debilidad física e intelectual, y en su ubicación en la división sexual del trabajo. En consecuencia, la obligación de la mujer era obedecer al marido y debía ser controlada; de esta manera, se justificaba el derecho de este a “reprender” a su esposa. Es más, en el discurso teológico tomista, el varón, en el ejercicio de su autoridad, tenía potestad para oponerse a la voluntad de su esposa “y corregirla con palabras o azotes si fuera necesario” (Ortega Noriega, 2000, p. 58), pero nunca arbitrariamente. El fundamento moral y jurídico para justificar el maltrato se basó en la presunción de que la mujer presentaba una natural inclinación a incumplir con sus obligaciones, motivo más que suficiente para disciplinarla (Gonzalbo Aizpuru, 2009a, p. 293). Además, pese a la condena que desde la doctrina y la prédica recibió el uso de la violencia contra la mujer, plasmado en la exhortación a la mesura, fue insoslayable el influjo de la tradición clásica fundado en el ius corrigendi romano que llegó a la Edad Moderna: el derecho del marido de corregir a su consorte apelando a los golpes (Otis-Cour, 2000, p. 165). En suma, el uso de la violencia, bajo determinadas condiciones y circunstancias, fue una atribución inherente al ejercicio de la autoridad.

Estas perspectivas hacen posible notar una cierta ambigüedad en el discurso eclesiástico, pues, al autorizar al varón para poder “castigar” a su esposa con mesura y siempre de manera correctiva, no se fijaban los límites de lo que era la moderación y el uso correctivo de la fuerza. En realidad, tales límites no se podían fijar y tácitamente se dejaba al arbitrio del marido la decisión del castigo. Algunos clérigos, inclusive, parecían tener conciencia del problema instalado por esta ambigüedad. Fray Jaime de Corella y fray Alonso de Herrera no dudaban de la autoridad del varón en la dirección del hogar, así como de su derecho para “castigar” a su esposa, pero insistían en el carácter contractual y místico del matrimonio, destacando la dinámica recíproca de la relación marital basada, según Corella, en la justicia y en la razón; en tanto, para Herrera, se sustentaba en los lazos amorosos provenientes del misterio de que marido y mujer se funden “en una sola carne”. Los sacerdotes estaban al tanto de los naturales roces y dificultades que podían surgir en el devenir del matrimonio y entendían que estos debían resolverse pacíficamente, dialogando. El posible “castigo” del esposo hacia su mujer debía ser eventual, contar con una causa razonable, ser moderado y tener una finalidad correctiva. De otra forma era injusto y abusivo, y constituía, según Corella, un pecado mortal. Este último autor, incluso, estaba enterado de las corrientes de pensamiento contrarias al uso de la violencia en el matrimonio y lo demuestra citando al jurista francés André Tiraqueau (Tiraquel), “quien afirma que el marido no deberá golpear a su mujer en ninguna circunstancia” (Boyer, 1991, pp. 276-278, 306). Por el contrario, otros religiosos como fray Francisco de Osuna hasta llegaron a proporcionar indicaciones sobre los casos y modos en que se debía administrar el castigo físico a la esposa. Osuna señalaba que si esta era porfiada y desobediente, “y no bastan un par de puñadas para hacerla andar derecha”, no había inconveniente, después que todos en la casa estuviesen acostados y cerrada la puerta del dormitorio, “dalle con su cordón darle [sic] media o una docena hasta que amansase” (Gil Ambrona, 2008, pp. 234-235).

Dejar al juicio del esposo la decisión del castigo constituía, además de una evidente muestra de patriarcalismo, un verdadero peligro, pues suponía, desde la lógica de género, no solo una innegable asimetría, “sino una forma eufemizada [sic] de violencia o violencia simbólica”, dado que en la relación marido-mujer “el intercambio de protección por obediencia impone la autoridad del protector y la obligación moral de sumisión (nominalmente, no incondicional) del protegido y, a partir de ello, el reconocimiento de algo que la subjetividad de la mujer podría considerar como arbitrario” (León Galarza, 1997, p. 45). En todo caso, la salida a estos inconvenientes consistía en recurrir en primera instancia al párroco, quien debía aconsejar a la pareja para que los conflictos conyugales no derivasen en un problema mayor. Si estos persistían, quedaba la opción del tribunal eclesiástico. La parte considerada afectada, generalmente la mujer, podía interponer una demanda y exponer su caso ante el juez con el propósito de conseguir una mejor relación con su cónyuge. Si la situación problemática persistía, quedaba el recurso final del divorcio o la anulación, lo que, en última instancia, significaba contar con dinero, testigos, disponibilidad de tiempo, un buen abogado y mucha paciencia.

Es interesante acotar una última observación al respecto. Las desavenencias maritales que alcanzaban proporciones significativas debían, en principio, resolverse en el interior del hogar. Los tribunales de justicia, tanto el civil como el eclesiástico, no intervenían de oficio, salvo excepciones, por ejemplo, el asesinato de uno de los cónyuges en la vía pública. La explicación: se trataba de asuntos que eran considerados privados. Esto significaba que la esposa o el marido supuestamente afectado tenía que tomar la iniciativa en la defensa de sus derechos62.

De lo expuesto, se pueden extraer algunas conclusiones. En primer lugar, “la legitimidad del castigo es explícita y se encontraba refrendada en la teoría y práctica del contrato conyugal” (León Galarza, 1997, p. 47). No son claros, por otra parte, los límites entre el “castigo” correctivo, moderado, razonable y eventual, y la sevicia sin ambages; en todo caso, dependía del arbitrio del marido el criterio para su aplicación. En tercer lugar, “la propia teología y el derecho canónico contenían intersticios conceptuales en los que germinan el derecho de la mujer a la defensa de la vida y la noción del castigo excesivo o sevicia como violencia ilegítima” (León Galarza, 1997, pp. 47-48). Por último, los ideales del honor inmersos en el sistema social impulsaron a los patriarcas a esperar y exigir obediencia y docilidad; la inobservancia de estos imperativos justificó la aplicación “correctiva” de la violencia, pues en una sociedad como la limeña tardo-colonial —fuertemente estratificada sobre pautas estamentales de privilegio, desigualdad y jerarquía—, el honor, “junto a los conceptos de dominio y sumisión, de preeminencia y subordinación, constituirán la base de las relaciones establecidas en la escala social entre señor y vasallo, maestro y aprendiz, padre e hijos, marido y esposa, etc.” (Franco Rubio, 2013, p. 132).

8. La trascendencia del honor

A lo largo de la investigación, se ha hecho referencia constante —explícita e implícitamente— al honor. No podía ser de otra forma, pues este fue un componente intrínseco y sustancial de las relaciones humanas en el marco de las comunidades urbanas coloniales de Hispanoamérica, de manera que estuvo presente, por ejemplo, en el seno de las relaciones intrafamiliares, en las alianzas matrimoniales, en la educación diferenciada de hombres y mujeres, y en el espacio público, en relación con las instituciones de poder, con el trabajo, con los espacios de socialización recreativa, etcétera.

El tema no es nuevo y ha ameritado un conjunto relativamente abundante de material historiográfico que se vio inicialmente inspirado por los trabajos de la antropología social anglosajona, la cual, desde mediados del siglo pasado, abordó la cuestión del honor en el marco de las diversas sociedades mediterráneas63. La aplicación del concepto a la realidad colonial hispanoamericana tuvo un éxito considerable, producto del cual se generó un conjunto de obras que sirvieron para ampliar el horizonte historiográfico hacia terrenos, si no ignotos, insuficientemente estudiados64.

Habría que empezar afirmando que el honor es un concepto inasible porque “es un sentimiento demasiado íntimo para someterse a definición: debe sentirse” y, por ende, constituye un error el considerar al honor “como un concepto constante y único más que como un campo conceptual dentro del cual la gente encuentra la manera de expresar su amor propio o su estima por los demás” (Peristiany y Pitt-Rivers, 1993, pp. 19-20). En ese sentido, tal vez sean útiles las apreciaciones que proporciona Elizabeth Cohen, quien define el honor como un “complejo de valores y comportamientos”, cuyo significado y praxis varían, pues al interior de las culturas, y entre ellas, debe diferenciarse entre regiones, entre lo rural y lo urbano, entre lo popular y lo propio de las élites, entre lo masculino y lo femenino, entre épocas. El honor “rara vez es absoluto, sino que más bien está sujeto a negociación” y, por más clara que se muestre su cultura en el trabajo del investigador, “su aplicación en la práctica social está plagada de ambigüedad” (citado por Twinam, 2009, p. 62).

Algunos de los autores que estudiaron tempranamente el honor, influidos por los iniciales trabajos de la antropología social británica, emplearon el múltiple concepto de honor dividiéndolo en dos grandes categorías: honor-precedencia y honor-virtud (Pitt-Rivers, 1968, 1979). Al primero lo relacionaron con las élites, quienes se atribuían de manera excluyente una condición honorable que negaban a los grupos subalternos, y al segundo, con la totalidad del orden social, entendiéndolo como código de conducta ética personal conforme a la reputación inherente a la jerarquía social del individuo.

El honor-precedencia estaba ligado al ordenamiento jerárquico de la sociedad. Era una medida de posición social que clasificaba a las personas según el mayor o menor grado de honor, diferenciándolas de quienes, supuestamente, no lo tenían. En la cabeza del orden corporativo estaba Dios, luego venía el rey, la Iglesia y así sucesivamente, en una gradiente hacia abajo, hasta las personas que carecían de él. En la sociedad colonial hispanoamericana, el honor nacido de la conquista de las Indias otorgaba primacía a quienes “ganaron” la tierra y a sus descendientes, muchos de ellos posteriormente ennoblecidos y con privilegios especiales que, finalmente, definían su estatus por una combinación de factores entre los que se encontraban, además de la nobleza y el origen, la fama, la ocupación, la legitimidad, la raza, la riqueza y la propiedad, entre otras consideraciones65. La preservación de las fronteras sociales se garantizaba con un cuidadoso y estudiado matrimonio, que generaba una evidente endogamia social y racial. El descuido de tales límites podía significar la posible contaminación de las líneas de sangre y la pérdida del honor, y de ahí la importancia de las diferentes categorías legales de color que la administración civil y religiosa, así como la población en general, supieron distinguir.

En suma, la construcción paulatina de una sociedad que ya no era solo de indios y españoles organizados en repúblicas, sino también de negros y de mezclas varias (castas, mestizos) producidas por las particulares condiciones americanas que, con el tiempo, facilitaron el desarrollo de la ilegitimidad, creó las condiciones para medir el honor según las pautas señaladas de calidad. Esto generó una identificación elemental entre el honor, la posición, el prestigio y las características fenotípicas. Ser noble, blanco, tener un origen conocido, prestigioso, legítimo, significaba tener honor; en las antípodas, ser negro, esclavo o descendiente de él, ilegítimo, significaba la infamia, el deshonor. Los sectores intermedios, compuestos de blancos pobres, algunos indios, mestizos y cierta gente de castas, identificados con las relaciones consensuales y la ilegitimidad, pugnaban por acercarse, hasta donde fuera posible, a las élites, a la vez que buscaban alejarse de los grupos inferiores. Este fue el drama de la sociedad pigmentocrática hispanoamericana, una sociedad en donde la raza servía de metalenguaje y en donde debía haber una correspondencia entre ocupación, posición social y rasgos fenotípicos. Si esa correspondencia se acercaba al ideal superior, se tenía un alto grado de honor; por el contrario, si tales nexos se aproximaban al modelo negativo, se estaba manchado por la deshonra66.

El examen del honor-precedencia consideraba, además de las valoraciones somáticas de raza identificadas con la limpieza de sangre, el tipo de vestimenta y calzado, el estilo de cabello y hasta el manejo del lenguaje. Este último, en el nivel de la acción, permitía, por medio del uso de epítetos despreciativos, comentarios insidiosos e insultos, descubrir las diversas posiciones sociales de los individuos (Gutiérrez, 1993, pp. 256-259; Büschges, 1997, pp. 69-72).

El vínculo entre la conducta pública personal y el ordenamiento social jerarquizado y corporativo lo proporcionó el honor-virtud. Si para las élites el honor-precedencia era, supuestamente, la recompensa de una nobleza ganada, de una fama y un prestigio obtenidos, de una posición aparentemente inamovible asentada en los ideales de “pureza de sangre” y legitimidad, el sostenerlo dependía del honor-virtud. Por tanto, era entre las élites en donde se producían con más frecuencia los conflictos por el honor-virtud. Entendido como atributo de individuos y de grupos sociales (familias, castas, repúblicas, gremios) que actuaba según el orden de precedencia, el honor-virtud, sin embargo, no era exclusivo de los grupos superiores y las capas intermedias e inferiores podían reclamarlo de acuerdo con el “lugar” que les correspondía (Gutiérrez, 1993, pp. 260-262; Stolcke, 1992, pp. 173-186; Seed, 1991, pp. 87-97).

El honor-virtud establecía pautas para el comportamiento de cada sexo y su incumplimiento causaba deshonra entre los varones y desvergüenza entre las mujeres, pues el honor era un atributo masculino y la vergüenza era su equivalente femenino. Honor y vergüenza promovían entre los hombres y las mujeres conductas que se entendían como consustanciales y naturales a cada sexo. Dentro de la familia, los varones eran honorables si actuaban con hombría, es decir, con valor, probidad y entereza, y ejercían su protección y autoridad sobre sus parientes. Las mujeres mostraban vergüenza si eran discretas, castas en la soltería o doncellez y guardaban el decoro que se esperaba para su sexo. Si unos y otros debían mantener conductas supuestamente inherentes a su sexo, la masculinidad y la femineidad se identificaban también con los órganos sexuales. La masculinidad y el honor dependían del miembro viril y de su exhibición simbólica: la conquista de la mujer. La femineidad y la vergüenza se situaban en las denominadas partes vergonzosas que debían ser protegidas; el ideal mariano de la virginidad se identificaba con el honor-vergüenza, y su pérdida antes o fuera del matrimonio suponía destruir las cualidades naturales y éticas emanadas de ella (Gutiérrez, 1993, pp. 260-262; Stolcke, 1992, pp. 173-186; Seed, 1991, pp. 87-97).

Como el honor-virtud afectaba también a los grupos, la conducta individual redundaba en el prestigio de los demás, de modo que la deshonra de uno agraviaba a todos. Por ello, los hombres de honor imponían la pureza femenina a las mujeres de la familia y la protegían, pues si ellos acrecentaban su honor mediante la conquista de las mujeres, era de suponer que una situación de esta naturaleza pudiera afectar al propio grupo familiar, en caso de que la mujer conquistada perteneciera al mismo grupo. Además, la debilidad intrínseca de la mujer imponía la necesidad de resguardar el honor familiar mediante la prédica del recogimiento que garantizaba la virtud femenina. Los hombres, por el contrario, no requerían del encierro, pues el dominio y la conquista eran cualidades básicas de la masculinidad. En suma, el honor-virtud era protegido, pero también era motivo de disputa y hasta de pérdida. Ciertamente, los hogares de las élites, en razón de sus mejores condiciones económicas y materiales, contaban con mayores ventajas para garantizar la adecuada protección de la familia.

El cortejo y la seducción, así como la figura del rapto, constituían los escenarios en donde los hombres y las mujeres ganaban, perdían o recuperaban el honor. La ilicitud del acto sexual previo al matrimonio, sobre todo si había un embarazo de por medio, deshonraba a los padres y a la familia de la doncella, y si, además, el asunto se hacía público, se volvía una verdadera afrenta, una humillación extremadamente grave, que exigía una reparación. En este sentido, el incumplimiento de la palabra de matrimonio (esponsales) era ciertamente motivo de deshonor, y de ello dan cuenta los numerosos juicios ventilados en los tribunales eclesiásticos, los cuales, no obstante, disminuirían en el siglo XVIII en el marco de la ofensiva regalista borbónica67.

Debe considerarse en estos casos el significativo valor que los individuos y la sociedad otorgaban a la reputación, pues, en verdad, el honor-virtud no dependía exclusivamente de la conducta individual, en tanto esta debía ser validada por los pares sociales de la persona que accionaba o actuaba. El honor-virtud tenía una dimensión pública. El restablecimiento del honor o su reparación se obtenía cuando el seductor, cumpliendo con la palabra de matrimonio ofrecida, se comprometía en lo inmediato a casarse; así evitaba el menoscabo de la reputación de la mujer y el honor-precedencia de la familia. El matrimonio, entonces, restituía el honor transitoriamente perdido. Este, sin embargo, podía no realizarse, especialmente si se trataba de personas entre las que mediaba una distancia social demasiado grande que podía afectar el mantenimiento del honor-precedencia del grupo familiar de mayor posición. En estas condiciones, las posibilidades que se abrían eran varias. Si la mujer afectada pertenecía a una condición social claramente inferior a la del varón y la familia de este se oponía al matrimonio, era posible compensar la pérdida del honor de ella y de su entorno mediante una retribución económica. Pero era posible también que el varón, decidido a vencer las resistencias de la mujer seducida y beneficiarse con relaciones sexuales, prometiese matrimonio para, luego, pretender desentenderse del compromiso. En este caso, el seductor podía negar cínicamente el ofrecimiento de matrimonio y evadir el casamiento, aunque si había habido preñez de por medio, debía proporcionarse alguna compensación económico-material, sobre todo si el problema era llevado al juzgado68. Para los seductores que, con esponsales o sin ellos, desistían del matrimonio cabía otra posibilidad: la de cuestionar la reputación de la doncella asegurando que esta no era virgen69.

No puede obviarse el hecho de que algunas de las mujeres seducidas fueron víctimas de hombres oportunistas y cínicos, pero no es menos cierto que varias de ellas, a riesgo de afectar su honor, apelaron al recurso de la sexualidad para lograr un matrimonio ventajoso con un sujeto de una posición social superior, de manera que resulta bastante difícil discernir si la figura del varón aprovechador era la que primaba o, por el contrario, la de la mujer seductora, aunque la tendencia de los juicios de esponsales parece indicar que la primera imagen fue la que predominó. En todo caso, el riesgo era indudable, pues la reputación era un valor fundamental y en los conglomerados urbanos coloniales de Hispanoamérica, sociedades con relaciones “cara a cara”, esto significó estar expuesto a los comentarios de la gente, al chisme muchas veces insidioso, al descrédito. Eso explica, sobre todo entre las élites, la existencia del “embarazo privado”: la gestante, para resguardar su honor, era escondida, no salía de la casa paterna y daba a luz sin que ello sea de conocimiento público; el párvulo, por su parte, podía ser criado por miembros de la familia que fungían de padres (Twinam, 2009, p. 438).

Si lo característico de la seducción era que fuera secreta, el rapto, más bien, era un asunto intencionalmente público, que se presentó en todos los niveles sociales como una forma posible para superar el disenso paterno al matrimonio, generalmente por razones de preeminencia social, esto es, por consideraciones relativas al honor-precedencia. El rapto era exitoso en la medida en que la pérdida de la virtud sexual de la doncella afectaba la valía social de la familia, lo que obligaba, por la presión de los hechos, a aceptar el matrimonio como reivindicación y restauración del honor (Stolcke, 1992, pp. 163-187)70.

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9789972454875
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