Kitabı oku: «Estatuas de sal», sayfa 2
Capítulo 2
Cuando el tren detiene su paso, todos se levantan ansiosos, acelerados, mientras yo parezco moverme como una especie de robot oxidado. Bajo del tren cogiendo mi única maleta, que pesa como si dentro llevase toda mi vida, y empiezo a caminar sintiendo que no soy yo, que todo esto no está ocurriendo de verdad. Dos figuras me saludan desde el andén. Mi primo Pascual es uno de ellos, que agita su mano hasta que se da cuenta que lo he visto. A su lado, Andrés, el amigo de mi padre, que parece haber bajado dos tallas de estatura de repente.
De forma lenta, como si no pudiese con el peso de mi cuerpo, mi maleta y yo, comenzamos el ascenso por las escaleras mecánicas que nos llevan a la plataforma superior, donde ambos me esperan. Al tenerles ante mí no puedo evitar volver a llorar.
Varias personas se detienen a contemplar la escena. Andrés parece muy cansado. Desde que tengo memoria siempre ha sido amigo de mi padre, además de su abogado. Un amigo verdadero que lo ha acompañado en lo bueno y en lo malo. Gracias a él, mi padre comprendió que tenía que continuar cuando mi madre se marchó. Él es para mí como un tío y, emocionada, lo abrazo y me dejo abrazar. Busco algo de consuelo en esta muestra de apoyo sincero.
—Anabel, cariño. Siento tanto lo de tu padre que ni siquiera sé qué decirte.
—No tienes que decir nada, querido Andrés. Sé que compartes mi dolor. —le respondo con sinceridad—. Eres de la familia. Y hablando de la familia… —Continúo dirigiendo ahora mi mirada hacia Pascual.
Tras el abrazo de Andrés me acerco a mi primo Pascual que se mantiene serio y rígido a su lado. Visiblemente emocionado, me abre sus brazos y me cobija en ellos, acariciando mi pelo en un hermoso gesto de consuelo.
—Con las ganas que tenía de verte y ha tenido que ser así. —Noto como le cuesta trabajo hablar—. Mi más sincero pésame. Yo quería mucho al tío Tobías y me sentía muy unido a él, al igual que me siento muy unido a ti.
—Gracias Pascual. Muchas gracias por venir. ¿Qué tal todos? —Intento parecer algo más animada.
—Ya sabes, como siempre. Ahora los verás. ¿Estás preparada?
Una triste sonrisa aflora sin mala intención en mi rostro, mientras asiento sin más.
Pascual me coge la maleta y los tres nos dirigimos al coche que tienen estacionado en las afueras de la estación. Al salir, un sol agradable me calienta la cara, pero yo me siento helada por dentro. La estación de Santa Justa no está demasiado lejos del tanatorio y, a pesar del tráfico a esas horas, llegamos en poco tiempo.
Reconozco que estoy bastante nerviosa, y desde luego, no estoy preparada para lo que veo al entrar en esa fría estancia.
—Anabel, respira —me dice Andrés preocupado.
Ni siquiera me fijo en las personas que hay en la habitación. Solo sé que intento soltar mi mano de la de mi primo Pascual, pero él no me deja y cruza conmigo la habitación hasta la enorme urna de cristal que separa el cuerpo de mi padre de mí. No veo a nadie, no escucho a nadie… En estos instantes solo tengo ojos para él. Se le ve sereno, en calma, casi sonriente. Coloco las manos sobre el cristal, en un último intento de acercamiento y lloro hasta que no me quedan lágrimas. De repente me siento como si en ese lugar solo estuviésemos él y yo. Por un instante, me parece sentir sobre mi hombro una calidez inusual. Una mano reconfortante. Cuando intento tocar esa mano y girarme para ver de quién se trata, siento un ligero cosquilleo en la oreja y huelo a flores… Me siento más tranquila, extrañamente tranquila, hasta que un pequeño soplido frío acaricia mi nuca y vuelvo a la realidad de forma brusca.
Es entonces cuando soy consciente de las personas que me rodean y que me observan expectantes. Mi tía Francesca se funde en un abrazo cálido conmigo, y observo que su rostro muestra auténtica pena, y durante una fracción de segundo me transporto a aquella época feliz junto a ella, mi tío José y por supuesto… mis padres. Pero no es así. No lo es en absoluto. A su lado está Roberto, su nuevo marido, con quien contrajo matrimonio unos años después de la muerte de mi tío. Y Robert, hijo de este y fruto de un matrimonio anterior, y que debe tener más o menos mi edad.
Acabo de encontrar con la mirada a varias personas que hacen que la emoción vuelva a embargarme. Personas que trabajaban en la casa cuando yo era pequeña, y con las que mis padres tenían una muy buena amistad. Todos me van saludando y abrazando, y yo voy contestando de forma automática, casi sin verlos en realidad. Me llevo la mano al estómago en un gesto involuntario, e intento respirar, pues siento que empiezan a pitarme un poco los oídos.
—Anabel… —me reclama mi primo.
Veo mi triste reflejo en el espejo de sus ojos. Menos mal que Pascual se encuentra aquí. Mirarme en sus ojos es retroceder en el tiempo. Es increíble. Me pierdo en su mirada. Es ver los ojos de mi tío… Dios mío, es ver los ojos de mi madre… Jamás sentí esa mirada tan familiar como ahora, jamás…
De pronto, se me acerca una anciana de pelo totalmente blanco, recogido en un elegante moño. Va muy bien vestida. Se aproxima a mí y conforme se acerca huelo a jazmín. Adoro ese olor. Sus ojos son marrones, dulces, parecen de chocolate. Creo que murmura algo sobre el pésame, yo solo siento que me abraza de una forma muy cálida y afectuosa que me conforta.
—Hola Anabel. ¡Cuánto has crecido! ¿Me recuerdas? Soy Aurora, éramos vecinos hace unos años. Mi marido es Genaro. Se ha quedado en casa. —De pronto baja la voz y me susurra con una media sonrisa cómplice—. Está muy mayor.
Y entonces la recuerdo. ¡Claro! Aurora y Genaro… los padres de Alejandro, nuestros vecinos. Y desde luego recuerdo a su hijo, Alejandro. Como para no recordarlo. Yo estaba medio enamoradilla de él, todo lo enamorada que puede estar una niña de un adolescente. Oh sí, Alejandro no era indiferente para mí, aunque yo sí lo era para él. Muchas veces venía a la finca. Tiene la misma edad de Pascual y le acompañaba de forma asidua. Muy pocas veces era amable conmigo, quizás, porque había detectado mi forma infantil de mirarle embelesada, pero lo cierto es que me enfadé mucho con él y lo apodé como El Bicho.
—Hola Anabel —escucho una voz profunda.
Oh señor, él también está aquí. ¿Cómo no le he visto antes? En verdad, mi aturdimiento es mayor del que pensé. Alejandro… No le veía desde que mi madre murió, y está… es… Ha madurado bien. De adolescente era un chico guapo, pero ahora, no sabría, si decantarme por esa voz que te acaricia el alma con su sonido ronco, ese magnetismo que desprende, el comienzo ligeramente plateado de sus sienes en contraste con la negrura de su cabello… o… sí, sus ojos. Sus ojos del color del cielo en una tormenta, pero no una tormenta que destruye, sino una que purifica.
—Hola Alejandro.
—Veo que me recuerdas.
Su voz suena vibrante. Sus ojos me miran de una forma extraña, o tal vez la extraña sea yo, porque Pascual también me mira de una forma algo peculiar.
Mi cuerpo y mi mente están agotados. Me duele la cabeza y mi cuerpo se vuelve pesado. Creo que son demasiadas emociones, dolor, angustia, la terrible verdad de mi soledad. Empiezo a sentirme como un prisionero, como alguien preso, y necesito aire, libertad, respirar. Una especie de sombra cruza tras Pascual y Alejandro, una especie de destello fugaz… una luz brillante y blanca que me aturde y de repente… me abraza…
Mis piernas se vuelven de gelatina mientras dirijo mi mirada huidiza hacia la puerta y el exterior. Mi frente se empapa de sudor y el pitido de mis oídos aumenta. Todos hablan más bajo, sus voces se acercan y se alejan, pero no puedo entender qué dicen. Siento como una especie de náusea, el sudor se extiende al resto de mi cuerpo y mis ojos empiezan a vislumbrar grandes manchas anaranjadas que poco a poco, se van volviendo negras, mientras escucho un leve susurro que no llego a comprender en mis oídos…
Y al fin silencio. Por fin consigo aislarme de todo y todos.
Capítulo 3
Al principio todo está oscuro, pero poco a poco empiezo a vislumbrar algo. Veo caras extrañas, como vistas a través de un cristal. Me observan con recelo, como si no entendiesen qué hago aquí. Sigo oliendo a jazmín, pero ahora el olor es más intenso, su perfume se mezcla con violetas, o rosas, rosas blancas. Ummm. Huele muy bien. Me gusta. Es agradable, muy agradable, lástima que solo sea un sueño. Y pienso que es un sueño, porque vuelvo a sentir la luz brillante de antes, pero esta vez, se detiene ante mí, siento calidez, y esa luz se transforma en mi padre.
—Hola pequeña, ¿cómo estás?—me pregunta preocupado, acariciando mi rostro en un gesto que apenas logro sentir.
—¿Papá? ¿De veras eres tú? Me has dejado sola papá, y no he podido despedirme de ti, ni contarte un millón de cosas que te habrían hecho feliz —gimoteo mientras intento abrazarle inútilmente.
—Tranquila cariño. Todo está bien, tal y como tiene que ser —me dice acariciándome el pelo como cuando era pequeña—. Ella está aquí Anabel. Tu madre está aquí…
La imagen de mi madre aparece ante mí tan real que duele. Y su perfume, es ella la que desprende el olor a jazmín y rosas blancas, sus favoritas.
—¿Mamá? —pregunto en un susurro entrecortado.
De nuevo las lágrimas me asolan. Percibo mi respiración acelerada y una extraña sensación en la garganta. ¿De veras mi madre está aquí? Intento abrazarla, pero al igual que antes me ocurrió con mi padre, me cuesta mucho llegar hasta ella…
—Mi niña... —La voz de mi madre suena igual que la recuerdo. Tan dulce, tan musical.
—Te echo de menos, mamá. —No puedo evitar un ligero tono de reproche en mi voz.
—Nunca he dejado de vivir en tu corazón, lo sé, lo siento. Estoy más cerca de lo que piensas mi niña. Pero mírate, has crecido.
—Ya soy una mujer, mamá. Una mujer sola.
—No estás sola, pequeña —me corrige mi padre. Ahora es su cara la que veo. Está en paz. Sonríe. Adoro su sonrisa, voy a echar de menos sentirla, pero no la olvidaré.
—Te queremos mi vida —dice mi madre a la vez y ahora también la veo a ella. Su sedoso pelo largo, la calidez de sus ojos verdes…
—Anabel, escúchame, tenemos poco tiempo. Debes ser cauta. Estás en peligro… debes estar atenta a las señales… —me susurra mi madre al mismo tiempo que ambos comienzan a desvanecerse del todo.
¿En peligro? ¿Señales? Es entonces cuando me doy cuenta de que huelo algo extraño, fuerte, ya no huele a jazmín. Ya no veo a mis padres.
—¿Mamá?
—Despierta Anabel. ¿Estás bien? —me pregunta una voz de hombre, vibrante y preocupada.
—¿Bicho repulsivo? —pregunto en un estado de semiinconsciencia y me parece oír risitas al fondo.
—Espero que no. Mi madre dice que no estoy tan mal. Claro que tú me estás haciendo dudar. ¿Cómo estás?
Abro los ojos del todo y veo sobre mí varios puntos algo borrosos que van adquiriendo nitidez y, con ello, se van transformando en lo que resultan ser cabezas. Están inclinados sobre mí. Me siento avergonzada por haber llamado “bicho” a Alejandro, pero a la vez, me siento bien, relajada, tranquila, como si acabase de despertar de un sueño reparador, incluso diría que estoy en paz conmigo misma, hasta que recuerdo las últimas palabras de advertencia…
Al percatarme de la expectación que he levantado, me siento cohibida, no estoy segura de qué ha pasado y busco refugio, encontrándolo en unos ojos grises y profundos. Es en este momento cuando me doy cuenta de que estoy tendida en el suelo y alguien muy amable me ha colocado una chaqueta bajo la cabeza. Alejandro, el dueño de esos ojos, me sostiene el cuello y me sigue mirando con franca preocupación, mientras no puedo dejar de pensar en el numerito que acabo de montar.
—¿Anabel?
—Estoy bien… creo… lo siento.
—¿Cuándo comiste la última vez? —me pregunta Alejandro preocupado.
—No me acuerdo… —respondo sincera.
—No te levantes aún. Te has desmayado. Te voy a ayudar a levantarte y lo haremos poco a poco ¿de acuerdo?
—Pareces un médico —articulo a decir con una voz que no reconozco.
—No creas, me costó mis años de esfuerzo —añade él burlón.
¡Es verdad! Olvidé que, en efecto, lo es.
Bajo la atenta mirada de todos, Alejandro me ayuda a levantarme. Me toma las manos y me levanta. Por un instante pierdo el equilibrio y él me sostiene. Huelo su perfume… y una sensación nueva me recorre la espina dorsal y el estómago. Pero es una sensación agradable.
Pascual se aproxima para ayudar y, de nuevo, recuerdo las palabras de mi madre. Siento un escalofrío intenso que se va cuando le miro a los ojos. Son tan parecidos a los de ella… Pascual ha heredado el mismo color de ojos de tío José. Y ambos hermanos tenían idéntico color de ojos, cosa que no es usual. La misma intensidad de mirada y el mismo verdor sólido.
—Anabel, debes comer algo ——me dice Alejandro.
—No. No pienso moverme de aquí.
—Hazles caso Anabel, o volverás a desmayarte. Solo será un momento —me suplica Andrés.
En el fondo sé que llevan razón, pero también tienen que comprender que acabo de llegar y lo último que deseo es separarme de mi padre. Sin embargo, veo una determinación férrea en sus miradas. Me temo que no me van a dejar otra opción. ¡Mierda! Los miro con cierto enfado, como retándoles con la mirada.
—Tienes que tomar algo —me dice Pascual conciliador.
—No tiene porqué. Puedes seguir siendo una víctima. Si lo prefieres, puedes volver a caer redonda al suelo. Lo mismo tienes suerte, te golpeas tu dura cabeza con algo y tenemos que ingresarte en un hospital —me murmura al oído El Bicho de forma abominable.
—¿Nadie te ha dicho que eres un pelín borde?
—Para serte franco, hasta ahora, no. Entiendo que no te encuentras con ánimo, pero te queda todavía un largo día por delante. ¿Quieres volver a desmayarte? —responde tajante.
En el fondo, sé que tienen razón. Me estoy comportando como una niña. Mi padre no querría esto y lo sé. De reojo, veo como tanto Pascual como Alejandro se miran y asienten. Ahora resulta que tengo dos ángeles guardianes.
Media hora después, estoy de regreso, más tranquila y con algo más de fuerzas. Saludando a gente que ni siquiera recuerdo, y a otros, que sí esperaba. Echando de menos a mi amiga Irene y su fuerza, y a Isabela, la abuela de Pascual, que fue como mi propia abuela y que tantos momentos cálidos me aportó. Lástima que regresara a Italia, su país natal.
De esta forma va pasando el día, hasta que llega el momento que tanto temo. Tras un breve responso, nos dirigimos al cementerio de San Fernando. Sin embargo, los restos de mi padre no son enterrados. Son incinerados, pues él así lo quería. Después, esparciré sus cenizas en la gran casa, aquella que en su día unió a mis padres. Allí hay una capilla, pequeña, pero acogedora. Espero que la casa no haya cambiado mucho desde que me marché. Espero que el hermoso jardín que recuerdo siga igual. Estaba repleto de rosales de bellos colores, pero sobre todo, y por encima de todo, rosales blancos.
Mi madre adoraba las rosas blancas.
Capítulo 4
Vine a dormir con Andrés y María. Mi intención era marcharme al piso de mi padre, pero ellos insistieron en que no era buena idea. También la familia me propuso que los acompañase a la gran casa, como yo la llamo a veces, pero no me apetecía visitarla, después de tanto tiempo, precisamente anoche. Amparada en la oscuridad y… reviviendo recuerdos. Así que como de todas formas, Andrés nos había citado hoy a todos para explicarnos y leernos el testamento, decidí quedarme aquí. Estaba agotada y tenía muchas ganas de ver a María.
Ella, como siempre, me acogió con todo el cariño del mundo. No se encuentra bien de salud últimamente, y yo sabía que estaba muy disgustada por no haber podido acompañarme en el tanatorio, ni asistir al breve pero hermoso responso que se ofreció al atardecer.
Es una mujer muy cariñosa, que debe tener los sesenta años cumplidos. Ahora lleva el pelo muy corto y hay más arrugas desde que no la veo, pero muchas son de reírse, porque lo hace la mayor parte del tiempo. Me abrazó con un inmenso cariño, e hizo que me sintiese bien. Sin ganas de inspeccionar, no pude evitar observar a mí alrededor. ¡Cuántos buenos recuerdos!
María, que también es muy observadora, me hizo pasar a la cocina cuando se percató de que me quedé embelesada mirando una fotografía de Andrés y mi padre en un día de campo. En esa imagen, ambos sonríen y bromean respecto a las manchas que cada cual luce en su improvisado delantal. ¡Qué buenos tiempos!
Sonreí al pasar a la cocina, con sus cortinitas de cuadros verdes y blancos. Como siempre, está impoluta. Se podría comer en el suelo si fuese menester y, evidentemente, no me pasó inadvertido el olor a magdalenas recién horneadas. Estoy segura de que las preparó desde que su marido la llamó. Me senté en mi sitio de siempre, en el rinconcito de la cocina. Desde ahí lo puedo ver todo. Hay una mesa rectangular en un lado de la cocina, y en lugar de sillas, tiene dos bancos de madera, uno a cada lado de la misma, forrados con una almohadilla cubierta de tela de cuadros de Vichy, verdes y blancos, idénticos a las cortinas.
Aún recuerdo cuando anoche llegó a mí el olor del chocolate que siempre me hacía María. Ummm. Desde el breve almuerzo, junto a Pascual y Alejandro, no había comido nada. Pero cuando anoche me llegó ese olor curativo para el alma y los sentidos, mi traicionera tripa emitió un sonido bastante característico de que necesitaba tomar algo. María se sonrió y colocó ante mí un enorme tazón tal y como a mí me gusta, ni claro, ni espeso. Delicioso. A su lado, un enorme plato de magdalenas que aún estaban calientes.
—María, por favor, no tenías que haberte molestado.
—Sabes que no es molestia, querida. Me encanta hacer magdalenas, es terapéutico. Aunque luego la terapia se vaya derecha a la tripa o al culo. Pero en fin, mírame, ¿a que estoy genial para mi edad?
—Pues sí. Ya me gustaría a mí tener tu ímpetu.
—¿Mi culo no? Pues no lo entiendo, porque opino que está estupendo.
—Gracias, María.
—¿Por las magdalenas y el chocolate?
—Por tu compañía y por cuidar de mí.
—De nada cariño. Ahora come, no vaya a ser que Tobías nos vigile desde alguna parte allá arriba, se enfade conmigo y me patee mi hermoso trasero, ese del que tanto presumo.
Ambas nos reímos de su ocurrencia y, casi por arte de magia, me había tomado el chocolate y dos magdalenas.
—Ahora debes dormir. Ha sido un día intenso y complicado. Doloroso. Mucho me temo que mañana te espera otro largo día.
—Sí, tienes razón. Todo esto es muy complicado, me siento como en una nube, pero una mala nube. Suena a tópico, lo sé, pero es como si todo esto no estuviese ocurriendo en realidad.
La sombra volvió a caer sobre mí pero no le dije nada. Ambas nos dirigimos al salón, donde nos esperaba Andrés, cómodamente sentado en el sofá, cómo no, escuchando las noticias. Se había cambiado de ropa y llevaba un batín de cuadros grises. Parecía la típica estampa del abuelito entrañable.
En la pantalla se veía una fotografía de la última joven desaparecida, y se podía leer con claridad el teletipo anunciando que no había nuevas sobre el “Caso de los ojos de sirena”. Oh, señor, el parecido entre esa muchacha y yo era realmente sorprendente y sin darme cuenta, me llevé una mano al estómago. Tragué saliva y sentí unos deseos enormes de gritar, pero me contuve.
Andrés me miró y sin decir nada, se levantó, me abrazó y me besó en las mejillas, como cuando era niña.
María me acompañó a mi dormitorio, como si no hubiese pasado muchas noches allí, sobre todo cuando murió mamá. Tras la muerte de mi madre, ella cuidó mucho de mí. Me hizo concentrarme en otras cosas. Me llevaba al parque aunque yo no quisiera salir a la calle, me enseñó a hacer magdalenas y también pasteles de manzana y de queso. Hacía que la acompañase a la compra y nos sentábamos juntas a leer o a ver películas de dibujos animados.
Al llegar al dormitorio, comprobé con deleite que también estaba igual, salvo un detalle importante. Nada más entrar captó mi atención y me giré de inmediato hacia María que observaba mi reacción encantada.
—¡Dios mío! ¡Es… es…! ¡Nuestra colcha!
—Sí. Terminé de unir los trocitos que quedaban. ¿Verdad que ha quedado preciosa? Además, tiene tanto color que quedaría bien en cualquier lugar, ¿no crees?
—Oh, sí. Ha quedado increíble.
Una de sus técnicas de entretenimiento fue esta. Primero, recopilábamos hexágonos con diversos tejidos que había por la casa y retales nuevos que adquirimos. Luego, uníamos los hexágonos e íbamos formando una colcha con ellos. Nos quedó muy bonita, pero demasiado fina. Por ello, María había comprado una entretela y la había intercalado entre la capa multicolor de los hexágonos y otra de cuadros azules y blancos. El resultado era espectacular. Había quedado preciosa.
—Buenas noches Anabel, descansa.
—Buenas noches María, gracias por quererme tanto.
Con una sonrisa, María abandonó la habitación y curiosamente dormí como un bebe el resto de la noche.
***
El olor a café me despertó esta mañana. Eso y los nervios. Imagino a María en la cocina moviéndose de un lado a otro con soltura y eso me hace sonreír. Esa mujer debe tomar pilas alcalinas de postre. Me levanto, me coloco unos vaqueros y una camiseta algo arrugada sacada de la maleta y decido respirar y enfrentarme al mundo.
Me miro en el espejo y no me gusta mucho lo que veo. Ojos hinchados y demasiada palidez. Además, mi pelo está un poco salvaje, pero no tengo ganas de domarlo, así que lo recojo en un moño, me doy un poco de colorete y me aplico algo de sombra en los ojos. Mis párpados están ligeramente hinchados, pero creo que he conseguido un aspecto más o menos aceptable. Si hay algo que mis padres me enseñaron bien, fue que has de levantarte tras la caída. Aunque estés rota por dentro, debes ponerte en pie. Y eso es lo que yo voy a hacer una vez más.
Hago la cama y dejo la ventana abierta para que en la habitación entre la brisa fresca de la mañana. Luego bajo decidida a tomar un café.
Se escucha movimiento en la cocina y ahí están.
—Buenos días tortolitos.
—Buenos días cariño. ¿Cómo has dormido? —me pregunta María.
—Muy bien. Creo que esa colcha tiene poderes. Um, ¡qué guapo te has puesto esta mañana Andrés!
—Sí hija, sí. Me he disfrazado de abogado profesional. Recuerda que hoy tenemos reunión familiar. ¿Estás nerviosa o preocupada por algo?
—En absoluto. Nunca quise hablar con mi padre referente a testamentos o legados, pero tampoco me preocupa demasiado, la verdad. Lo que él haya hecho, bien hecho está.
—Me alegro. Hay algo más Anabel. Anoche no vi correcto dártela. Tu padre me dejó un legado especial aparte del testamento. Junto a él, dejó esto para ti y me hizo prometer que te la entregaría si le pasaba algo.
Andrés coge un pequeño paquete que está colocado en la esquina de la mesa y mira a María de forma significativa. Ella me sonríe, coloca ante mí una taza de café, y se sienta junto a él, expectante, al igual que yo.
No puedo evitar el temblor de mis manos cuando empieza a quitar el papel de regalo que envuelve lo que en principio parece una pequeña caja. Y así es, una cajita de madera labrada, en color marfil, con una pequeña rosa blanca dibujada en el centro. La caja en sí es preciosa, pero al abrirla, contengo la emoción. Está forrada con una tela azul con pequeñas florecitas blancas y sobre ella, muy bien colocada, hay una llave cosida y un pequeño rollito de papel.
“Mi querida Anabel. Echo de menos aquellas tardes de búsqueda del tesoro que tu madre organizaba cuando eras pequeña. Así que te propongo un último juego. Busca lo que esta llave abre... y encontrarás tu auténtico legado.
Te quiero. Papá”.
No puedo evitar la emoción. Con sumo cuidado tomo la llave y cierro mis manos en torno a ella. Es una llave pequeñita, de unos tres centímetros, de plata. Y sonrío. Oh, sí. Me siento como si volviese a tener diez años. Mi legado…
—Perdonadme un momento.
—Por supuesto cariño —me dice María colocando su cálida mano en mi hombro.
Voy a mi habitación y busco y rebusco entre los bolsillos de mi bolso hasta que encuentro lo que deseo. Un pequeño colgante de plata, con forma de corazón, que me regaló Irene por mi último cumpleaños. Y coloco ahí la llave, poniéndome a continuación el colgante. Siento la frescura de la plata sobre mi pecho. ¿La llave de mi corazón?
Aproximadamente media hora después llegan mi tía Francesca, Roberto, Pascual, y Adela, el ama de llaves. Admito que a ella no la esperaba.
Adela llegó junto a Isabela cuando esta decidió quedarse a vivir en nuestro país. Es una mujer realmente seria, bastante mayor, extremadamente delgada y muy poco habladora. Si bien es cierto que cuando Isabela nos acompañaba, la rigidez de Adela se suavizaba bastante. A todos nos extrañó muchísimo cuando Isabela decidió regresar a Italia, sin previo aviso, y dejándola atrás. Pero por el motivo que sea, así fue.
Después de los saludos, pasamos todos a la biblioteca de la casa, que hace las veces de despacho, o al revés, no estoy segura. En la mesa de trabajo vuelve a haber una fotografía de mis padres, en esta ocasión, conmigo en brazos cuando apenas era un bebé.
Sonrío al ver la fotografía e intuyo que mis padres están también en la biblioteca a su manera. Casi contengo la respiración esperando que el bromista de mi padre le ponga su fría mano encima del hombro a mi tía Francesca y esta se caiga de la butaca del susto, o algo así. Ahora tengo que contener la risa. Mi imaginación es desbordante a veces, y cualquier día me lo va a hacer pasar mal.
—Por favor, sentaos todos para que pueda leeros la voluntad de nuestro amigo Tobías.
Todos nos hemos puesto serios de pronto y tomamos asiento. Mi primo Pascual se sienta a mi lado y toma mi mano entre las suyas. Manos cálidas y protectoras.
—Bien, —continúa Andrés—, Tobías ha sido claro y directo.
“Querida Anabel, si el bueno de Andrés está leyendo esto, es porque he muerto. No estés triste hija mía, estaba cansado y jamás me dio miedo morir. No al menos, desde que tu madre inició este viaje a lo desconocido. Ahora, solo aspiro a reencontrarme con ella donde esté.
Volviendo a lo material y práctico, sabes que desde que ella murió, he trabajado muy poco y nos hemos ido manteniendo de lo que tenía ahorrado que, por suerte, era bastante.
Como algunos de los que os halláis hoy reunidos sabréis, tenía dos propiedades inmobiliarias, dos vehículos, y acciones de la empresa constructora que en su día fundé y posteriormente vendí.
Deseo que uno de esos vehículos sea para Julio y Lola, por los años trabajados junto a nosotros, y que el otro, sea para mi querida cuñada Francesca.
En cuanto a las acciones de la que fue mi empresa, son bastantes e importantes. Es mi voluntad que el 40 % sea para mi hija Anabel; un 20 % para mi sobrino Pascual; otro 20 % para Francesca, y el 10 % restante, para el personal del servicio que durante tanto tiempo fueron mi propia familia. Me refiero por supuesto, a Julio y Lola, Luis y Adela.
En cuanto a las propiedades inmobiliarias, una de ellas es el piso donde residía junto a mi hija Anabel. El mencionado piso pasará a poder de mis amigos María y Andrés, para que ellos lo aprovechen de la forma que estimen más conveniente, vendiéndolo, si es su deseo, para disfrutar de su valor.
La otra propiedad es la finca, la gran casa, como todos la llamamos. En ella están actualmente viviendo miembros de la familia y también trabajadores. Esta finca queda en poder TOTAL y ABSOLUTO de mi hija Anabel. Es la herencia que su madre y yo le dejamos. En este lugar nació nuestro amor y, si bien yo no he podido vivir en él sin mi querida Ana, estoy seguro de que Anabel conseguirá ser muy feliz allí.
Dejo a elección de mi hija el que la familia siga o no viviendo en este lugar, pero quiero dejar claro que la vivienda es en exclusiva propiedad de Anabel y por tanto ella decidirá sobre su destino, si se conserva, se vende o se utiliza. Confío en tu criterio querida hija.
Y solo me queda despedirme de todos. Imagino que estaréis ocupados rumiando este testamento y yo tengo cosas que hacer en este lado, al fin y al cabo, tengo que recuperar los últimos años junto a mi esposa. Muchos besos hija mía. Jamás olvides lo mucho que te quiero, en presente.
Por cierto, un detalle más. Querido Andrés, le diré a san Pedro que te guarde un sitio cerquita del río para que puedas pescar, e intentaré convencerle para que nos deje hacer fuego aquí arriba, ya sabes, para disfrutar luego del pescado. Trabajaré duro en ello, amigo. Eso sí, no tengas prisa, necesito tiempo para organizarme.
Tobías”.
En la habitación se hace un silencio absoluto. Desde luego, mi padre no era corriente ni tan siquiera redactando últimas voluntades. Él y su sentido del humor. Él y su generosidad.
Con sumo cuidado acaricio la pequeña llave y suspiro, casi sin darme cuenta, quizás más fuerte de lo que había pretendido. Mi padre me ha dejado la finca. Esa enorme casa. ENORME. Su valor, sin duda, es incalculable. Pero ¿vivir con todos los demás? ¿Sin mi padre? ¿Pedirles que se marchen? Observo la cara seria de tía Francesca y Roberto. Deben estar preocupados por la decisión que yo pueda tomar. En cualquier caso, a Pascual se le ve relajado, parece contento. Adela está sorprendida. He de reflexionar sobre todo esto, pero no me da mucho tiempo a ello cuando veo como tía Francesca gira su cuerpo hacia mí, con el semblante bastante serio.
—¿Qué va a pasar con nosotros Anabel?
—Tía, necesito pensar, no es el momento. Hablaremos más tranquilas. ¿De acuerdo? —le contesto con amabilidad.
—Imagino que ya que es TU casa, vendrás con nosotros a ella. Tal vez por el contrario, tengas pensado quedarte con… tus amigos —me refiere dirigiéndose a Andrés.