Kitabı oku: «Estatuas de sal», sayfa 3

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No me ha gustado el tono de su voz. Ni me gusta cómo me mira en este momento, y siento el impulso de mandarla a la mierda, hablando pronto y mal. Pero, es la madre de Pascual, es la hija de Isabela, y… ¿a quién quiero engañar? Yo quiero mucho a esta mujer. ¿Qué le ha pasado desde que no la veo? ¿Acaso no es consciente de todo lo que mi padre ha hecho por ella y le ha dejado?

—Iré a la casa, por supuesto, tal y como mi padre lo deseaba, y como lo deseo yo. Me alojaré donde siempre lo hice, en la parte que mis padres reformaron. Vosotros podéis seguir tal como estáis ahora, no hay problema. Hay sitio de sobra en ella para todos y tengo intención de mantener el mismo acuerdo que mantuvo mi padre. Pero quiero dejar las cosas claras, ahora, ya que te empeñas en ello. Si cambio de opinión por el motivo que sea, y decido hacer cualquier cosa en la casa, incluido venderla, lo haré. ¿Responde eso a tu inoportuna pregunta?

El rostro de mi tía palidece de forma considerable, para volverse rojo poco después.

—Por supuesto querida. Siento si he parecido algo brusca.

—Has sido bastante brusca, madre —le contesta Pascual enfadado.

Francesca parece arrepentida de su arrebato, pero la verdad, ahora, me da igual. Ha sido brusca, y grosera con Andrés y María, y no lo merecen. Me siento furiosa con ella.

Pascual se acerca y me rodea los hombros con su brazo.

—¿Vamos a casa?

Ha llegado la hora de volver a mis raíces y enfrentar mi destino.

—Sí. He de arreglar algunos asuntos en el piso de mi padre, pero mañana, sin falta, iré para allá. Mi coche lleva mucho sin funcionar, y habrá que revisarlo. ¿Te importa venir por mí?

—Por supuesto que no prima. Mañana nos vemos. Me alegro de que estés aquí Anabel, ojalá hubiese sido en otras circunstancias.

—Ojalá —es lo único que articulo a apenas susurrar.

Capítulo 5

Aún me impresiona, cuando al subir por la colina, “Villa Ana” se recorta contra el horizonte, como si de un lienzo se tratase. Sobre el fondo azul del cielo, comienza ya a verse, el juego de tonalidades verdes de la arboleda que rodea la gran casa. Fue una de las cosas que primero atrajo la atención de mi padre. Ay, mi padre. Ayer registré cada rincón del piso buscando algo que abriese la llave que cuelga de mi cuello sin éxito, lo que me hace pensar que “mi legado”, como él lo ha llamado, está aquí, en alguna parte de esta casa.

La hilera de palmeras nos da la bienvenida, desde ambos lados del camino, que conduce hacia la casa. Delante de la misma hay una plantación de naranjos y, por detrás, asoman los esbeltos cuerpos de unos cipreses, los cuáles, gracias a su altura y majestuosidad, parecen guardianes de otra época y otra dimensión.

Toda la superficie edificada del exterior está rodeada por maceteros de diversos tamaños, y multitud de flores, pero la mayoría de estas plantas son rosales, los favoritos de mi madre. Recuerdo cómo los cuidaba con amor y una dedicación intensa. Disfrutaba creando en la tierra el juego de colores que usaba en su arte. Rosales de colores en tonos rosas, amarillos, rojos y sobre todo, blancos, formaban la paleta propia de un pintor. Siempre me decía, con una sonrisa, que los de color blanco eran sus favoritos, pues simbolizaban la inocencia y pureza.

También hay varios naranjos custodiando la entrada, con sus troncos encalados y piedras blancas alrededor. Sirven de escolta a la inmensa puerta de hierro que, en su mitad superior, es más bien una cancela, una reja enorme. El edificio principal es de piedra y ladrillo en sus partes más antiguas, y de cemento encalado en su zona más nueva, ya reformada. Una extraña combinación que sin embargo se ve preciosa.

—¿Muchos recuerdos? —me pregunta Pascual.

—Muchos.

Dos mil metros cuadrados de superficie. Tan solo, la Gran Casa, se asienta sobre un solar de unos mil doscientos metros, entre los cuales se distribuyen las distintas estancias y patios.

Nada más atravesar la inmensa puerta de hierro, veo pasar a una pequeña corriendo a toda prisa por el gran patio de blancas paredes cubiertas de hiedra y buganvilla y abultado suelo de piedra.

—¿Quién es?

—Ah, la pequeña Alba. Es una niña muy peculiar —me contesta él.

La pequeña ha desaparecido tras uno de los bancos de hierro desnudos que hay en el siguiente patio, y que mi madre gustaba de vestir en verano con cojines de alegres colores. Justo al lado hay un gran portalón que da acceso a otro patio enorme, donde se encontraban los aperos de labranza en la antigüedad. Hoy en día siguen guardándose los actuales, mucho más modernos y mecanizados. Al fondo de este mismo patio, hay una enorme cocina, que a su vez, hacía las veces de comedor, y tras ella, adosadas en un lateral de la misma, las distintas dependencias del personal del servicio. Esta parte era la principal de uso en la época en la que fue un cortijo agrícola y ganadero, si bien hoy en día, las cuadras, las porquerizas y los gallineros, permanecen vacíos.

Un segundo patio se abre frente al de entrada. Yo le llamaba de pequeña “el patio de las columnas” porque tiene una hermosa galería a su alrededor con arcos de ladrillos rojos y zócalo de azulejos sevillanos, un pozo con brocal de ladrillo y resto de hierro forjado, que al menos cuando yo era pequeña, siempre estaba limpio y preparado para ser usado, ocupa el centro. Cuando yo era niña, alrededor del mismo, había infinidad de plantas verdes, palmeras, aspidistras, helechos. La galería bajo los arcos y tras las columnas, siempre estaba adornada con los colores de las distintas plantas que en cada época, mi madre plantaba junto a Isabela, otra enamorada de la jardinería. Geranios, claveles y gitanillas de colores eran los reyes, pero también buganvillas, margaritas y pensamientos lo decoraban.

En este patio de columnas se abría por fin el acceso a la vivienda primitiva. Una casa palaciega del s. XIX, que en sí, es magnífica. Pero lo que yo me muero por visitar es la torre. En el ala derecha de la planta alta, se edificó hacía mucho tiempo un castillete, que hoy en día alberga en su interior una biblioteca. Esa es la que yo de pequeña bauticé como “La Torre”. ¿Estará ahí escondido lo que abre mi llave?

Cuando era niña, me gustaba subir a ella para leer mis cuentos. Su decoración, al menos entonces, imitaba en cierta forma a la de la época medieval. Me gustaba sentarme en el gran diván cercano a la ventana y leer allí con la luz natural entrando a raudales y el jardín de fondo. Me sentía como una princesa en su castillo encantado.

—Algunas cosas no están igual prima.

—Lo imagino.

—Tu madre era el espíritu de este lugar. Siempre lo he dicho.

Él no dice nada más, y yo decido callar. Mientras, desde aquí siento añoranza, y veo como en una de las paredes del patio hay un cartel de madera blanca, en forma de flecha indicadora, ya desgastado por los años y el sol. Sobre él, se puede leer aún, con letras infantiles… “Casita azul”. Nuestro hogar. Mi hogar… Esa nueva edificación que habían preparado mis padres al casarse, y que lindaba con el terreno que ellos transformaron en un jardín, junto a la pequeña capilla que ya estaba en el lugar.

En definitiva, desde el exterior la casa es majestuosa, pero en su interior, lo es aún más. Su valor es incalculable, y ahora todo es mío, y eso, me preocupa bastante. Yo soñaba con un hogar acogedor y más bien pequeño, no con una casa gigantesca que probablemente estará llena de sorpresas, secretos y sobre todo, arreglos que realizar con el paso de los años.

—Se te ve pensativa —me comenta Pascual.

Al fin, él aparca el coche en el lugar donde algún siglo atrás se aparcaban los caballos. Qué ironía.

—Hace mucho que no venía por aquí, y fíjate —le digo señalándole los vellos erizados de mi brazo.

—Cualquiera estaría feliz de tener una vivienda así.

—Lo sé. Pero yo aspiro a algo más sencillo. No tengo idea de cuánto puede costar mantener esta casa inmensa.

—Bueno, hay varias personas trabajando en su mantenimiento. También es cierto que una buena parte se mantiene sola. Es decir, los naranjos dan dinero, y luego, están las acciones de tu padre. Los arreglos que vayan surgiendo serán costeados entre todos. Creo que es lo justo teniendo en cuenta las circunstancias. O entre casi todos, ya sabes, siempre hay un más o menos en el aire —me aclara enigmático.

—¿Qué quieres decir con más o menos?

—No recuerdo cuándo fue la última vez que Roberto consiguió trabajar en un rodaje. Sin embargo, mi madre ha tenido bastante éxito últimamente con sus guiones.

—No te cae bien Roberto.

—Desde luego, no es mi héroe. Hay facetas de él que no me agradan demasiado. Si te confieso que mantengo buena relación con Robert a pesar de que es bastante callado… como yo, al fin y al cabo.

—No estoy segura de querer estar aquí.

—Me lo imagino. Pero algo me dice que conseguirás pasar días enteros sin tropezarte con ninguno de nosotros, inmersa en tu mundo, en la torre o en tu casita azul —me dice guiñándome un ojo y señalando el viejo letrero.

—No me malinterpretes Pascual. Estoy acostumbrada a vivir sola con mi padre. Tanta gente a mi alrededor puede ser algo… abrumador. Contigo es distinto, pero Roberto… sabes que no le conozco de casi nada.

Él me mira, sonríe y asiente. Cuando mi tío José murió, su mujer quedó destrozada. Pero murió joven, y la dejó a ella también joven y sola. Ella necesitaba trabajar y comenzó a adaptar guiones. De esta forma conoció a Roberto, al que en ocasiones se puede ver con esta o aquella actriz en distintas revistas. Él dice que la publicidad es vital para un actor, que solo es marketing. Jamás se le pasaría por la cabeza engañar a tía Francesca. Sobre todo porque tenía esperanzas de que ella heredase esta casa, y ahora… ¡vaya chasco! En cuanto a Robert, está en silencio perpetuo, como si cumpliese una extraña penitencia. Estudia arte dramático. Me mira de forma continua y me pone nerviosa, pero no dice ni pío. Lo mismo no tiene lengua, vete tú a saber. Creo que se le daría mejor la zoología, o al menos, más concretamente, el mundo de los búhos. Sí, creo que de ahora en adelante pensaré en él como El Búho.

—Estoy dispuesta a intentarlo —susurro más para mí que para él.

Pascual coge mi mano y la besa con cariño.

—Te lo agradezco Anabel. Personalmente, igual cambio de domicilio antes de lo que crees, si todo me sale bien… aunque me encantaría quedarme aquí con una compañía que merezca la pena… —me dice mirándome de forma significativa.

—¿Marcharte?

—Ya hablaremos de ello. Ahora, me temo que quieren saludarte. Supongo que al principio tal vez la situación te desborde, pero eres la persona con más paciencia que conozco… Debes concederte a ti misma un poco de margen.

Me bajo del coche y ya tengo a Julio, el conductor, a mi lado. Debe estar próximo a jubilarse. Su expresión es amable. Lleva puesto un mono de trabajo azul y, compruebo, que intenta quitarse unas manchas de grasa de las manos. Doy por hecho que está trabajando en un coche que hay aparcado cerca del de Pascual, con el capó abierto. Finalmente, no se atreve a darme la mano y me hace un gracioso gesto con la cara.

—Señorita Anabel… aún no he podido darle las gracias de parte mía y de Lola.

—Por favor Julio. Deja ya de llamarme señorita, recuerda que me has levantado del suelo más de una vez, cuando de pequeña, corría sin parar por esas piedras de ahí. Y Lola, uf, esa mujer me ha cuidado como pocos y me ha aguantado travesuras de todos los colores. Me alegro que mi padre se acordara de vosotros.

—¡Anabel! —escucho la alegre voz cantarina de Lola, que viene casi corriendo hacia mí. He aquí uno de los misterios de la naturaleza. ¿Cómo puede esta mujer que debe tener ya… no sé, ochocientos años y ochocientos kilos, correr con esa naturalidad? ¡La he echado de menos!

—¡Hola Lola! —sonrío mientras la abrazo, o más bien, me dejo abrazar por ella que prácticamente me engulle.

¡Cuántos recuerdos junto a esta mujer! Es la cocinera, esposa de Julio. Es divertida, entrañable, y está como una cabra, pero la adoro.

—¡Estás muy seca! ¡Te engordaré con mis garbanzos y mis potajes!

—También me alegro de verte Lola. Puedes intentarlo si quieres, pero te advierto que te va a costar.

—¡Bobadas!

Tía Francesca llega justo en ese momento y me da un efusivo beso en la mejilla. Conociéndola, debe estar abrumada después del arrebato que tuvo ayer.

—Bienvenida Anabel.

—Gracias tía —le contesto con amabilidad.

Un hombre, una mujer, y la niña que vi antes corriendo, se acercan a nosotros.

—¡Ah! Te presento. Este es Germán, nuestro jardinero —me explica mi tía.

—Encantada Germán.

El hombre saluda, amable pero distante, con respeto. Debe tener unos cuarenta años. A su lado hay una mujer de más o menos la misma edad y la pequeña que vi antes corriendo. Debe tener unos seis o siete años.

—Estas —dice mi tía señalando a ambas—, son Lucía, esposa de Germán, y Alba, su pequeña.

—Encantada —saluda Lucía. A ella, al contrario que su marido, se le ve sonriente y cercana. Pero la que capta mi atención es la niña. Está escondida tras su madre y se niega a dejarse ver.

—Por favor Alba, sal de ahí detrás. Esta es la señorita Anabel. Saluda por favor —la anima su madre.

—Oh, no te preocupes, es pequeña y no me conoce.

—¡Alba! —su padre le llama la atención e inmediatamente se despega de su madre, sale tímidamente y me saluda. Tiene unos ojos enormes, azules, como los míos, y un churrete de algo que puede ser chocolate en la mejilla se acerca peligrosamente al pelo color avellana que se le ha escapado de la coleta.

—Hola —dice en voz muy bajita.

—Hola Alba. Soy Anabel. Encantada de conocerte. Por aquí no hay muchos niños, ¿verdad? Si te aburres un poco puedes venir a visitarme, me encantaría. Tengo muchos lápices de colores. ¿Te gusta dibujar?

—¿A la casa azul? ¿La del otro lado del patio? ¿La del cartel? ¡Nunca la he visto y parece preciosa! ¿Tiene duendes? —Y noto que sus ojos se iluminan—. ¡Me gustaría verla!

—¡Alba! —la reprende su madre—, ¡no seas maleducada!

—Por favor, no le riñas, la he animado yo. Me encantará tener una amiga por aquí —le digo mirando a la pequeña.

Alba me sonríe. Creo que he ganado la sonrisa más sincera del día. Una sonrisa que hace que sienta algo extraño.

De pronto, aparece Adela, algo rezagada de los demás, como si no quisiera un contacto más cercano con ellos. Siempre distante. Me recuerda un poco a un personaje de cuento, uno que yo leía de pequeña. Heidi, de Johanna Spyri. La niña protagonista se veía, por una serie de circunstancias, viviendo en una gran mansión. Alejada de su querido abuelo, viviendo con otra chica algo mayor que tenía una abuela cariñosa. Isabela representaba para mí esa abuela. Junto a ellos, vivía una institutriz horrible, de mal genio y pocos amigos que se pasaba el día haciéndole la vida imposible a las niñas. Ese es el papel de Adela, el de la implacable señorita Rottenmeier. Solo le falta el moño y el monóculo.

—Hola, Adela.

—Señorita Anabel, bienvenida —contesta mirándome.

—Gracias.

—Si me sigue, la acompañaré hasta… sus habitaciones.

¡Cuánta formalidad! ¡Esta mujer necesita relajarse! Bueno… y un estiramiento facial, un psicólogo, amigos, tal vez algún chute de algo, algunos arreglillos de nada, como una nueva vida, por ejemplo.

Me despido de todos y envío un último guiño a Alba antes de seguir los rectos pasos de Adela. Conforme paso junto al viejo cartel empiezo a sentir nerviosismo. Cuántos recuerdos…. Y ahí está. Fachada blanca, puerta y contraventanas pintadas de azul índigo, con un zócalo turquesa que yo pedí a mi madre que marcase. Pequeña, moderna, coqueta, funcional. Un salón comedor que coexiste con una práctica y alegre cocina, el baño, dos dormitorios, un despacho que ocupaba mi padre, y mi favorita de niña, una hermosa habitación con grandes ventanales, donde la luz entra a raudales, y que mi madre utilizaba para pintar, y que tiene además una gran puerta corredera de cristal que da acceso directo al jardín.

El color blanco predominaba por regla general en las paredes, color típico de los cortijos andaluces, pero en mi casita no. Aquí, el color predominante es el azul junto con blanco. Mi madre siempre decía que el tono azul cielo era relajante para el alma y tranquilizador para los sentidos. Tal vez otra persona hubiese utilizado esta tonalidad en algún dormitorio, pero ella lo utilizó por doquier, con lo que distinguíamos nuestra vivienda del resto, como la casita azul.

Me muero por volver a ver el jardín. Mi madre pidió a mi padre que diseñase caminos de piedra o de gravilla, para poder pasear por él y ver y acceder a todos sus rincones, sin dañar las plantas ni el césped en las zonas en que lo había. Recuerdo que en este mismo jardín, Isabela decidió que iría bien una fuente hermosa, sencilla, de mármol blanco. Imagino que era una bella forma de homenajear a su Italia. Ella nos decía que el sonido del agua le recordaba en cierta medida a la Fontana de Trevi y la hacía sentir más cerca de su país.

Siento que voy a desmayarme de puro nerviosismo. Aprieto con fuerza mi enorme bolso. Nadie lo sabe, pero dentro llevo la urna con las cenizas de mi padre. No quiero que me acompañen a esparcirlas y el mejor sitio para ello es en los rosales del jardín que mi madre tanto amaba, delante de la capilla. Pero esto es algo que quiero hacer a solas. Entre él y yo. Por ello, mentí a todos diciendo que las había esparcido la noche anterior.

Adela parece percatarse de la importancia del momento y me entrega la llave, como si al ser yo quien abra la puerta, ella pudiese eximirse de cualquier sensación que yo pueda tener.

Mis fantasías de niña caen de golpe y, me queda mi realidad de mujer. Es como si la autenticidad de lo que veo me golpease con crueldad, recordándome el tiempo pasado y, el porqué de mi marcha. Es como si alguien hubiese personificado todas mis dudas y me las hubiese colocado delante. Tengo la sensación de que si abro esta puerta ya no podré retroceder.

Capítulo 6

Todo está cubierto por sábanas blancas. El polvo acumulado a pesar de la protección de las telas puede percibirse en el ambiente, y lo que es peor, incluso se puede inhalar. De nuevo me siento defraudada. Esperaba otro recibimiento, no ya como propietaria, sino más bien como familia. Soy consciente de que todo ha sido muy precipitado, pero aun así, noto cierta congoja y decepción.

—Solo hemos adecentado un poco el dormitorio y el baño. No quisimos invadir su intimidad, teniendo en cuenta que nadie ha entrado desde que su madre murió —el tono de su voz es algo menos chillón que otras veces, como si se disculpase en cierta forma.

—No se preocupe Adela. Lo entiendo.

—De todas formas —me comenta ahora tía Francesca— dormirás con nosotros en la casa grande, hasta que esta esté totalmente a tu gusto.

—No, gracias tía. —Voy caminando e intentando recordar—. No me asusta el polvo.

Con sumo cuidado, deposito el bolso sobre la tela blanca que cubre el sofá. Al menos mi padre no puede ver cómo está esto.

—Como quieras. Supongo que en el fondo sabía que dirías eso —contesta tía Francesca.

—Limpiar será una terapia —me digo más a mí misma que a ellas.

—¿De veras estás bien? —me pregunta Pascual solícito.

—Sí. Pero ahora necesito quedarme a solas. No sé, quiero hacer las paces con el pasado.

—Por supuesto —responde Pascual—. Vamos madre. Por favor Adela, dejémosla sola. Te esperamos para cenar a las ocho, ¿te parece bien Anabel?

—Eh… sí. Claro. A las ocho.

Pascual me aprieta un segundo la mano, con fuerza y calidez. Y después, al fin, se marchan y me dejan a solas con mis recuerdos. El estado de abandono que tengo a mi alrededor se apodera también de mi alma.

Como si tuviese vida propia que con un descuido pudiese dañar, tomo con cuidado la urna del interior de mi bolso y la deposito sobre la pequeña mesita que hay ante los sofás. Voy dejando caer mi mirada por todos los rincones, sintiendo como dentro de mí crece de nuevo la bola de la angustia y algunos recuerdos invaden mi mente…

Las sábanas lentamente se van elevando en el aire y van despejando y dejando a la vista el mobiliario. De pronto ya no hay polvo, las ventanas están abiertas de par en par y el sol entra a raudales por ellas. En los jarrones hay flores frescas. Todo está limpio y el azul cielo de la pared vuelve a brillar. El trino de los pájaros y unas risas de fondo… risas claras y alegres…

—¡No me cogerás, Tobías!

—¿Cómo qué no? ¡Te vas a enterar Ana!

Veo incrédula como mis padres corretean alrededor de la fuente blanca que Isabela decidió colocar en el patio, como si de un par de chiquillos se tratase. Las mejillas de ella están rojas y su risa es fuerte y clara. Mi padre la sigue a muy corta distancia… Giro rápidamente mi cuerpo para mirar sobre la mesa y compruebo que ¡la urna no está!

—¡Te pillé! —le dice mi padre.

—Ahora tendré que darte un premio.

—Excelente —contesta él mientras se acerca a besarla.

—Chsss… Anabel puede vernos —susurra de pronto mi madre.

—¿Y qué? Solo es un beso…

Les observo y sonrío, un alivio inmenso me llena. ¿La muerte de mi padre solo ha sido una pesadilla? De pronto… ¡oh, no! ¡Por favor, no! Mis padres comienzan a hacerse transparentes, y con tristeza, veo como el verde de las plantas es sustituido por mucho marrón de hoja seca. La blanca fuente de Isabela tiene un color extraño. Está sucia. No se oyen pájaros. Al girarme de nuevo al interior de la habitación compruebo que las sábanas siguen ahí. La urna también. No ha sido real. Solo un hermoso recuerdo. Ahora todo es muy diferente a la época recordada. Sin embargo, en mi mente, hay una determinación clara.

—Me dejasteis un legado, y voy a luchar por él y hacer valer mis derechos. Aún no sé qué espera este lugar de mí, o tal vez yo de él, pero voy a descubrirlo —susurro a la habitación, como si ellos me pudiesen escuchar, mientras en un gesto ya inconsciente, acaricio la pequeña llave que cuelga de mi cuello.

* * *

Con la urna abrazada a mi pecho, salgo al exterior, al jardín. Pensé que el olor de las rosas y el ruido del agua de la fuente me acompañarían en mi pequeña ceremonia íntima. Pero nada más lejos de la realidad.

Los caminos están cubiertos de hojas, las hojas quemadas superan a las sanas en infinidad de plantas, en la fuente casi no fluye el agua, como si estuviese obstruida, y en su lecho, hojas caídas y tierra.

Muy cerca de la piscina, sin más agua que la de las últimas lluvias, hay una hilera de rosales. Presentan mejor aspecto, como si se hubiesen revelado contra el caos que reina por doquier en el jardín. Sonrío al comprobar que la mayoría son blancos. Aún queda algo de lo que fue antaño. ¿Qué ha ocurrido en este lugar? ¿Dónde está el espíritu de vida que siempre lo habitó?

La desilusión tiene que ser dejada de lado ahora. Ya intentaré solucionar este desaguisado.

Aflojo el abrazo que ejerzo sobre la urna y la beso, como si con ello, le besase a él. Me arrodillo junto a los rosales y con cuidado, quito el precinto que provisionalmente coloqué para que las cenizas no se derramasen de forma accidental en el viaje.

—Cumpliste tu promesa papá. Me acompañaste a casa.

Esparzo con mucho amor las cenizas y observo inerte cómo se mezclan con la arena y el aire, cubriendo algunas de ellas los pétalos perfectos de una pequeña rosa naciente. Miro el objeto vacío que portan mis manos y ni siquiera sé qué hacer con él, más que dejarlo por ahora aquí, en el suelo, medio olvidado. Tan solo un instante, uno que necesito para pensar.

La capilla está muy cerca, a unos metros, pero yo hoy no siento deseos de entrar en un lugar techado. Uno de los caminos de piedra que en su día mi propio padre trazó se me antoja ahora seguir como camino, hasta que los cipreses guardianes aparecen ante mí.

Desde hace unos minutos, tengo la desagradable sensación de que alguien me observa. Sin embargo, me giro y tan solo me parece ver una cortina que se mueve en una ventana de la galería que da al jardín. El teléfono móvil me vibra con fuerza y me da un susto tremendo. Miro la pantalla y veo el alegre rostro de Irene.

—¡Hola! —Intento parecer animada.

—¿Cómo estás preciosa? —me pregunta preocupada.

—Estoy bien Irene. Algo aturdida, ha sido todo demasiado rápido. Demasiado irreal. Ahora, por ejemplo, estoy en la casa, paseando por un jardín que recuerdo de ensueño y resulta ser un huerto yermo. Me siento estafada por la vida, ajena en mi propia casa, furiosa y extrañamente cansada… pero quitando eso, estoy bien —le digo riendo para intentar suavizar todo lo que le he soltado.

—¡Venga paleta! ¡Tú puedes, con eso y con más! ¡Eres la tía más fuerte que conozco! Pacífica por fuera, pero guerrera por dentro. Además de hablar de esa forma tan tuya… ¿has dicho yermo? ¡Deberías leer menos poesía! Pues eso, y además estar muy buena y llevarte todas las miradas, dicho sea de paso. Por eso sí estoy enfadada contigo —me dice en broma.

Como siempre, mi amiga Irene saca lo mejor de mí.

—¿No será al revés? Estoy bien pelirroja, de verdad.

—Intentaré ir pronto a visitarte. ¿Te parece bien?

—Me parece mucho mejor que bien. Aquí estaré.

Vuelvo a guardar el móvil en el bolsillo y continúo avanzando, triste, melancólica, por la pena del momento, y por la angustia de ver el estado en que todo se encuentra. La llamada de Irene me ha animado un poco, pero…

Con asombro descubro que tras los cipreses guardianes y los setos de buganvillas, hay una especie de hueco cubierto por algo de maleza, que yo, desde luego, no recordaba. La mala hierba del suelo disminuye y las hojas reverdecen. ¡Menuda sorpresa! ¡Es magnífico!

¡Esta parte debe ser nueva! ¡Todo está cuidado hasta el último detalle y siento rabia por no haber venido aquí antes! De haberlo hecho, hubiese podido esparcir las cenizas en este lugar.

Observo que la hiedra que recubre el muro se ha adueñado de unas viejas vigas de madera y sirven de techo a una pequeña galería totalmente cubierta de hiedra y con pequeñas campanillas violetas por doquier. Hay una especie de estanque pequeño, tiene nenúfares… y todo está sumamente cuidado. No salgo de mi asombro cuando la veo. Es la fuente más hermosa que jamás pude imaginar. Una fuente de piedra blanca coronada con la hermosa escultura de un ángel. Un ángel hermoso. Siempre he escuchado que los ángeles no tienen sexo, pero yo diría que en este caso se trata de una mujer. Muestra una gran serenidad en su rostro, es muy hermosa y extrañamente familiar. Es increíble, tan increíble que me hace contener la respiración. El parecido con mi madre es asombroso. A pesar de que solo es una escultura, consigue que se me pongan los vellos de punta.

Representa a una mujer hermosa que eleva una mano al viento mientras la otra señala hacia la dirección contraria a la casa. Da la sensación de señalar en dirección a los rosales. Tiene una larga cabellera que parece retar al viento, y viste una túnica o camisón, que se adhiere a su cuerpo como si una brisa soplase. Su cara mira hacia abajo. Es como si sonriese a alguien junto a ella, pero no hay nadie más. Su rostro tiene una expresión carismática, atrayente. Y bajo el vuelo de su vestido, una estela de rosas se alinean como sujetándola con gracia.

Me quedo absorta observando sus inmensas alas. Parecen querer cortar el viento, como un símbolo de poder, y a la vez sin embargo transmite una gran serenidad. Siento como si su rostro hubiese atrapado en cierta forma al mío y no existiese nada más en el mundo que ella y yo. Esas inmensas alas que podrían ser una especie de amenaza para algunos, para mí son como un remanso de paz que me incita a acercarme más y más a ellas. Uf, no puedo evitar un suspiro y pensar a la vez que Irene tiene razón. Quizás lea demasiado poesía… pero es que esta escultura es… “mágica”.

El crujido de las hojas me hace girarme de pronto. De nuevo esa sensación trepidante de que alguien me observa. Señor, hace frío de pronto.

—¿Hay alguien ahí?

Escucho trinos y observo que, unos metros a la derecha de la fuente, hay un porche en construcción. Imita la forma de túnel abierto de la galería de la entrada, y todo su interior está lleno de rosales, colocados con sumo cuidado. Unas vigas de madera cubiertas por hojas de parra forman el improvisado techo, y en el centro, un banco.

Una especie de atracción magnética me lleva a sentarme en ese banco y veo que desde aquí se puede tener una visión inmejorable de la fuente y el bello rostro del ángel. A lo largo de la galería hay varios bebederos para pájaros, de ahí los trinos. Debo felicitar a Germán por esto, es exquisito.

Unas risas claras llegan a mí, aunque no veo a nadie.

—¿Hay alguien ahí? —vuelvo a preguntar.

Las risas callan de repente. El frío aumenta y echo de menos haber cogido alguna prenda de más abrigo. En cuestión de segundos, siento mis dientes castañear y abrigo mi cuerpo lo mejor que puedo. Hora de volver a casa.

Ahora es el sonido de un llanto el que captan mis oídos. Me estoy poniendo muy nerviosa. Me levanto del banco para regresar a casa y es entonces cuando veo a una muchacha que me observa.

—¡Hola!

Ella no me contesta.

—Me llamo Anabel. ¿Te encuentras bien?

Me mira sorprendida. En su rostro hay huellas de llanto. Es a ella a quién escuché antes. Pero no me habla, no me dice nada, solo me mira.

—Acabo de llegar. No nos conocemos, imagino que trabajas en la casa —le digo sonriente. Intento tranquilizarla como sea, porque la veo cada vez más nerviosa.

Ella sale de detrás del seto. Se la ve tremendamente pálida. Es hipnótico el contraste entre su pelo negro azulado y enmarañado, con la blancura casi etérea de su piel. Lleva unos vaqueros manchados, parece que de barro y unas manchas blancas en una blusa roja.

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