Kitabı oku: «Estatuas de sal», sayfa 4

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—¿Puedo ayudarte?

No me habla, pero me dice que no, lentamente, en un movimiento casi imperceptible. Y después… me hace una señal para que me acerque. ¿Cómo puede ir con una blusa tan fina y no tener frío? Aquí hace un frío que pela. Claro que sus labios están tan pálidos…

—¿No puedes hablar?

Ella me ignora y sigue andando, tan solo unos metros. Y de pronto, sale corriendo. Y yo corro tras ella, pero es inútil.

—¡No puedo seguirte! ¿Dónde estás?

No me contesta, no aparece. Y yo, ni siquiera sé cómo, me veo ante una serie de esculturas alineadas ante mí. Todas se parecen en mayor o menor medida a la figura de la fuente. Pero estas son más pequeñas. Están realizadas con un material blanco, tal vez yeso, muy bien tratado, dan la impresión incluso de ser de mármol. Hay once figuras en total, jóvenes en distintas posturas en una especie de danza. Todas ataviadas de forma similar al ángel de la fuente, pero en este caso, exentas de alas.

Da la sensación de que quieren cogerse de la mano. Sus movimientos, sus caras… no me gustan. Me hacen sentir una sensación como de angustia, no sonríen como el ángel de la entrada, y por alguna extraña razón me hacen sentir en un mausoleo.

La escultura del ángel transmite serenidad, amor, paz… pero estas esculturas, revelan una especie de agonía sin fin. Como si no pudiesen dejar de bailar, como si alguien las obligase a mantener ese ritmo frenético. Me resulta inquietante, y a la vez me atrae. Una parte de mí siente ganas de unirse a ellas en el baile…

No me lo puedo creer… No me lo puedo creer. Me llevo la mano al estómago y respiro con dificultad. Una de las esculturas es terroríficamente parecida a la joven que he visto antes. Pero eso no es posible, salvo que sea modelo. Eso es, es muy guapa, seguro que es modelo. Aun así, levanto mi mano y voy a tocarla, pero el frío se intensifica y algo me hace querer salir de ahí de inmediato.

Retrocedo por donde mismo llegué, nerviosa, con prisas. Y sin mirar atrás. Todo el tiempo una sensación de llevar a alguien tras de mí, esa sensación de que en cualquier instante alguien te va a agarrar por la blusa o el pelo. Acelero, tomo la urna que antes dejé en el suelo y me apresuro a casa. ¿Dónde se habrá metido la chica? Siento humedad bajo mi nariz al mismo tiempo que el frío empieza a remitir. Cuando voy a entrar en casa por la puerta que la conecta con el jardín, me veo reflejada. La humedad es sangre. Estoy sangrando por la nariz, y mi corazón, sin motivo, late loco y acelerado.

Capítulo 7

La ducha ha sido una auténtica bendición, tanto para mi cuerpo como para mi alma. Me siento como si realmente hubiese arrastrado con ella las malas vibraciones que sentí al llegar. No puedo dejar de pensar en la muchacha del jardín.

Abro mi maleta y tomo el primer vestido que veo. Es un vestido azul marino recto, no demasiado formal, pero sí elegante. Es mi primera noche aquí, y en el fondo, quiero causar buena impresión. Mientras me pongo el vestido recuerdo a Irene. Cada vez que podía, me lo cogía del armario. En otras circunstancias se lo habría regalado, pero es un regalo de mi padre. Me recojo el pelo haciéndome un moño, y unas gotitas de mi perfume de jazmín me completan. Quizás esté algo pálida, pero supongo que es normal.

Al cruzar el patio de las columnas, no puedo evitar quedarme embelesada admirándolo. Sigue resultando tan impresionante como cuando era pequeña. Lo recordaba justo como está, impoluto. Tiene una iluminación preciosa y, a pesar de que no dispone de la variedad de plantas de antaño, se ve magnífico.

Un suave aroma me envuelve y observo maravillada la “dama de noche” que se ha adueñado de forma lenta, pero segura, de una de las esquinas del patio. Señor… me llevo la mano al pecho mirándola absorta. De niña inhalaba su perfume una y otra vez, hasta que en una ocasión, una pequeña arañita blanca me picó en la nariz y se me puso como la de un payaso. Cuántos recuerdos…

Los ladrillos del brocal del pozo central parecen llamarme y paso la yema de mis dedos por su borde. Isabela gustaba de sentarse aquí a leerme cuentos. Ella y sus historias medievales.

Pero eso fue hace mucho. De pronto, me siento como una intrusa. Como si ya no perteneciera a este lugar, como si estuviese de visita. Respiro hondo, cuento hasta diez, y con timidez, me acerco al portalón de entrada a la casa principal, donde vive el resto de la familia. Voy a tocar el timbre que hay situado en su lateral, cuando de pronto aparece de la nada El Búho.

—Buenas noches, Anabel. —¡Señor, qué alivio! ¡Y yo que pensé que este hombre era mudo!

—Buenas noches, Robert.

—Pasa, te estamos esperando.

Voy tras él, meditando un poco de forma tonta en lo bonito que es su nombre completo, Roberto. Pero, al parecer, él prefiere Robert, porque es más “artístico”. Así que aquí estoy, siguiendo a este hombre, y pensando para mis adentros que el apodo de “Bobby, El Búho” le iría como anillo al dedo.

El inmenso recibidor de la casa parece dormido, la luz es tan tenue, que apenas pueden apreciarse las pinturas que mi madre realizó en su día para decorarlo. Qué pena. Este lugar, con la conveniente iluminación, es un lujo para los sentidos. Mi vista se dirige hacia la escalera gigantesca que lo preside. La gran escalinata con forma de “Y” a la que, mi madre, tanto tiempo dedicó. Unos anchísimos escalones de mármol blanco ascienden lentamente hasta el descansillo de los mismos. Un pequeño banco de madera con unos cojines de rayas, llena el espacio. Y justo sobre ese banco, el magnífico cuadro que imita al Jardín de las Delicias del Bosco.

Dos tramos de escaleras nacen de este descansillo, cada uno te conduce a una de las dos alas superiores de la casa, y desde cada una de ellas, como destino preferente, la torre encantada, como le llamaba de niña. Tengo que explorarlo todo a la primera ocasión. Igual que he buscado por casa cualquier recoveco con hendidura para llave, tengo que buscar por aquí. Tal vez mi padre guardó “el tesoro” en la torre. Él sabía que era mi lugar mágico especial…

Uf, que pena verlo todo en esta penumbra. De pequeña me daba miedo este lugar, porque lo veía oscuro y demasiado grande. No entendía por qué se necesitaba tanto espacio para recibir a la gente. Pero mi madre me enseñó que este lugar es la primera impresión de una casa con historia. Su tarjeta de presentación, su identidad.

—¿Te ocurre algo, Anabel? —me pregunta Robert.

—Oh, lo siento, me he distraído un poco. Recuerdos.

Las puertas del inmenso salón están abiertas de par en par, esperando deseosas nuestra llegada. Todos se ponen de pie, y yo me siento como en una película en blanco y negro.

—Bienvenida Anabel. Oh, estás guapísima —me saluda tía Francesca.

—Gracias, tú también.

En un rápido vistazo, compruebo que en el salón todo está perfecto y ha habido muy pocos cambios. Las cortinas quizás. No estoy muy segura. Al ver la inmensa mesa central, la hermosa vajilla y, esos relucientes cubiertos, me siento cohibida. Transportada a otra época. Casi espero que de un momento a otro salga un mayordomo a retirarme la silla. Claro que Adela tiene un papel muy similar.

Aliviada veo que al menos estoy sentada frente a mi tía. Pascual y Robert están sentados cada uno a un lado de mí. Intento rememorar recuerdos en este salón, pero no lo consigo. Era un sitio prohibido para niños, que tan solo visitaba en alguna que otra Noche Buena. Pero sí me alegro de haber elegido el vestido azul. Todos están muy elegantes y creo, que si hubiese venido en vaqueros, hubiese saltado algún tipo de alarma.

Mientras van haciéndome preguntas sobre mi trabajo y demás, llega la cena. Unos entrantes, vino, una sopa, un poco de carne, unas verduras, y postre. ¡Voy a explotar! Tengo que acordarme de felicitar mañana a Lola. Se ha asomado en un par de ocasiones a guiñarme el ojo, y en ese postre de flan con caramelo y nata, casi asciendo al cielo. Cocina mejor que nunca, eso sí, debí avisarla para que no intente engordarme en una sola comida.

Por fin nos levantamos. Menos mal. Pensé que mi culo se había quedado adherido a la silla. Aprovecho que nos sentamos un poco en el sofá tapizado con un color verde muy raro, entre verde lechuga y verde espinaca, y comento a todos mi sorpresa por lo que he descubierto hoy.

—Esta tarde he estado paseando por el jardín. Me ha gustado mucho la parte nueva.

—¿Parte nueva? —responde de inmediato Robert, acribillando con la mirada a mi tía. Pero la cara de sorpresa de ella, es bien sincera.

—Sí. Hay un estanque con nenúfares, una hermosa escultura de un ángel blanco, una galería verde llena de rosales…

—¿Qué? ¡Por favor! ¡Es imposible! ¡Eso habría costado una barbaridad! —vuelve a insistir Roberto.

—Pues es así, yo misma lo he visto todo esta tarde.

—Anabel, ¿te encuentras bien?, ¿estás segura? —me pregunta Pascual.

—Esta tarde salí a pasear. Quería recordar. De pequeña yo jugaba mucho en ese jardín. Al principio me fijé un poco en lo deteriorada que está la parte que linda con la casita azul, pero luego, fui avanzando y descubrí al ángel blanco y todo lo demás. Luego conocí a una muchacha. Creo que es muda, ¿es una empleada?

No me pasan por alto las miradas que van lanzándose unos a otros.

—Cariño, no tengo ni idea de a qué te refieres. Nos gustaría hacer arreglos en el jardín, pero ahora mismo, las finanzas no son las más apropiadas. En cuanto a la joven… a veces viene una muchacha del pueblo a ayudar a Lola con la limpieza fuerte de la cocina. Sería ella —me explica tía Francesca.

Pascual me mira con una expresión que no me gusta. ¿Tristeza? No sé, pero coge mi mano. Parece que cualquier ocasión es buena para él en cuanto a coger mi mano. Esta vez, entrelaza sus dedos entre los míos.

—Pascual, te prometo que lo he visto. Por favor, créeme —le suplico con la mirada.

Siento como intensifica su mano sobre la mía. Tanto, que me siento algo incómoda y de forma automática la retiro dejándole algo sorprendido. Sin embargo, se repone pronto y creo, que ha decidido ayudarme.

—Hagamos una cosa. Ya es muy tarde, hace frío, y durante la noche el jardín no está bien iluminado. Si quieres, mañana a la luz del día, te acompañaré y me lo muestras. ¿Te parece bien?

—Sí, gracias —le contesto con un agradecimiento auténtico y sincero.

—De nada. Y Anabel, me alegro de que estés aquí. Tal vez tú le devuelvas a este lugar algo de la alegría que una vez tuvo.

Su voz ha sonado neutra, pero una leve mirada hacia su madre indica que sus palabras estaban dirigidas a ella. ¿Qué ocurre aquí?

—Si no os importa, me gustaría acompañaros —añade Robert.

¡No me lo puedo creer! ¡El Búho ha vuelto a hablar! Y nos quiere acompañar y todo.

—Por mí, perfecto —le contesto.

—Bien. Hasta mañana entonces. Me voy a la cama. Tengo que hacer algunas cosas antes de ir a las clases de interpretación —me contesta.

—Yo también me voy a dormir. Muchas gracias por la maravillosa cena.

—Descansa querida —me recomienda tía Francesca— mañana si quieres puedes visitar toda la casa y seguir recordando cosas. Imagino que todo esto despertará muchos recuerdos en ti. ¿Estás segura de no querer dormir aquí esta noche? Sabes que hay camas de sobra.

—Muchísimos recuerdos. No, gracias tía, de veras. Mañana será otro día. Tengo muchas ganas de subir a la torre. Pero mañana. Hoy estoy agotada. Buenas noches a todos.

Pascual decide acompañarme y yo la verdad es que lo agradezco. Mi retirada de mano de antes pudo parecerle algo brusca. Pero es que… no sé, algo no me cuadra del todo. Es como si su conducta ya no fuese tanto de primo o amigo, sino más bien… algo más íntimo. Es absurdo. Acabo de pensar una auténtica gilipollez.

—Hay algo que no entiendo, Pascual. Tenéis personas trabajando como jardineros y también operarios de mantenimiento, pero tú mismo has reconocido que el jardín está mal iluminado. Y hoy me ha dado la sensación de estar descuidado. No comprendo.

—Vivimos un poco estresados. Las cosas no han ido bien económicamente en los últimos años. Trabajo, y más trabajo, ya sabes. Ahora que tú estás aquí, tal vez la cosa pueda cambiar. Algo me dice que tú sí vas a disfrutar de él.

—Lo haré sin duda. Me trae bellos recuerdos.

—Y a todo esto, ¿no te da miedo dormir sola? —se preocupa Pascual.

En su voz no hay invitación, ni doble sentido, ni nada parecido… entonces, ¿por qué siento que se erizan los vellos de mis brazos?

—No estoy sola. Estáis muy cerca y además no creo que por aquí haya ningún peligro.

—Tal vez, pero la mayoría de las jóvenes de tu edad no querrían dormir solas.

—Yo no soy como la mayoría.

—Ya me he dado cuenta. Buenas noches y bienvenida otra vez.

—Gracias. Buenas noches.

Le doy un beso en la mejilla y entro en casa. O él está muy raro esta noche, o a mí, el día me está pasando factura. Al menos, mi tía estaba muy cariñosa. El Búho me ha hablado varias veces y Adela… Adela sigue siendo Adela.

Voy encendiendo luces y pensando en que esta es mi primera noche aquí después de todo aquello… Cierro todas las ventanas y puertas. Es extraña la sensación de ponerse el pijama y acostarse en la cama que fue de mis padres. El reflejo azul de la pared me hace sonreír.

—Oh, mi pequeña Anabel. Va a quedar todo precioso. Ya verás.

—Mami, todo azul. Mucho azul.

—Sí tesoro. El azul es bonito. Es alegre. Es el color del cielo, del mar, y también el color de los ojos de tu padre, y de los tuyos. Me gusta como me veo reflejada en él.

—A mí me gusta mami. Pintar azul.

—Allá vamos señorita.

En aquel entonces yo tenía tres años. Mi madre empezó a mover muebles como una posesa. Tampoco había mucho que mudar y comenzó la tarea por mi dormitorio. Me dio una brocha y me dijo:

—Cariño, intenta pintar solo en la pared. Los muebles los pintaremos otro día. ¿De acuerdo?

—Sí, mami.

Por supuesto, dejé monísima la pared, mi ropa, el suelo, mi cara… Todo azul cielo.

—Oh, sí. Estás preciosa con ese color.

También recuerdo la cara de mi padre, cuando ella le explicó el siguiente paso.

—¿Verdad que ha quedado precioso? Venga Tobías, tráeme más pintura de este color. Queda mucho por hacer.

—¿Mucho?

—¿No creerías que solo pintaría un dormitorio! Todo esto va a ser redecorado.

—¿Todo?

—¡Pareces un loro! Sí, ¡todo!

—Y… yo ¿también puedo pintar?

—No seas gamberro Tobías, no uses demasiado la imaginación.

—Y tú no seas aburrida Ana. A mí también me gusta pintar, pero quiero que el lienzo seas tú…

Sintonía. Tenían sintonía y melodía, como el mejor vals del mundo, en perfecta combinación música y baile. Así eran ellos.

Y Pascual… Siempre lo he considerado como mi hermano. A veces, cuando mis tíos discutían, él venía de inmediato a buscar refugio aquí. Pienso que para él, ella era una segunda madre. Francesca siempre ha sido buena persona, pero con un carácter fuerte, mi tío José la llamaba la Madonna mandona. Oh, sí, recuerdo el sentido del humor de mi tío y sus juegos de palabras.

Voy notando el peso de mis párpados. Tal vez tenga suerte y consiga conciliar el sueño, tal vez incluso logre soñar con un hermoso jardín lleno de flores, fuentes y estatuas, pero esta vez, con caras sonrientes. Quizás pueda a través del sueño descansar un poco mi alma o descubrir qué le pasaba a aquella joven misteriosa…

Capítulo 8

—¿De qué están hechos los ángeles, mami?

—Uy, no lo sé. Supongo que de nubes de algodón.

—¿A qué huelen mamita?

—A helado de vainilla y flores de azahar.

—¿Se le caen las alas?

—Solo si son malos. Y los ángeles no son malos, ¿verdad mi pequeño angelito?

—Y…

—Venga Anabel. Duérmete ya. Te cantaré algo y mañana, si quieres, pintaremos ángeles pequeñitos con tus nuevas pinturas.

—Oh, sí, mami. Por favor.

Mi mente está mezclando retazos de sueño y de recuerdos reales, presos de una vigilia, de un duermevela que no me permite descansar. Volver aquí ha despertado una parte de mí que creí olvidada. Ya no soy la pequeñita de cinco años que estrenó su caja de carboncillos y pinturas nuevas dibujando ángeles. Pero me siento como si de nuevo fuese esa niña. Una niña que siempre fue inquieta y quiso saber. Nunca acepté el porqué de las cosas como tal, yo quería conocer la base. Quizás por ello, me cuesta tanto aceptar las imposiciones de la vida.

Como cuando tenía ocho años…

—Don Antonio, ¿por qué no nos habla de los ángeles?

—Oh, Anabel. Tú siempre igual. Estos seres fueron muy importantes. Date cuenta de que un ángel anunció a María que iba a nacer nuestro señor Jesús.

—Sí, pero, ¿por qué en lugar de curas no hay ángeles?

—No puedo responderte a eso. Solo puedo decirte que todo tiene una explicación lógica. Lo mismo si están, junto al sacerdote, de forma discreta y sin que nadie los vea.

—¿De verdad cree usted eso?

No me convenció don Antonio. Pero no quise preguntar más, porque luego, se quejaba de mis preguntas a la directora, y ella me reñía. Creo que una de las aficiones favoritas de mi directora era esa, llamarme la atención. Pero lo único que yo hacía era preguntar mis dudas. Seguir un temario es lógico, pero la vida es más que una serie de temas relacionados o no entre sí, en un orden de consecución establecido por alguien. La vida es un compendio de experiencias y reflexiones.

En determinadas clases todo era sota, caballo y rey. No podías salirte del orden establecido en la asignatura correspondiente. En otras, sin embargo, como por ejemplo en la clase de historia de la Srta. Paula, no solo preguntábamos, sino que ella se extendía, nos ponía ejemplos, traía diapositivas. Me encantaba la clase de historia. Es más, hoy por hoy, pienso que esa fantástica profesora jugó un papel importante en mi formación posterior. Potenció mis ansias por saber, me hizo vivir su asignatura.

Ángeles...

Un ángel es lo que pedí, hasta desgarrarse mi corazón, al morir mi madre. Pedí, lloré, rogué que me la devolviesen. Que ya tenían muchos en el cielo. Que yo solo la tenía a ella. Dos días después, tío José también moría y con su muerte, llego el desgarro. Papá me informó de que nos marchábamos. ¿Cómo explicarle a mi padre, que mi madre seguía ahí, aunque nadie más que yo pudiese verla? No físicamente, pero sí en cada rosa, en cada pájaro, en las gotas de agua de la fuente, en su cuarto de pintura, en la fotografía de mi dormitorio… Irme de casa era alejarme de ella.

Antes de partir, mientras mi padre subía mi pequeña maleta en el coche, corrí al jardín a despedirme de ella. Una vez más, me pareció ver su reflejo en el agua de la fuente y, sentí una emoción infinita. Mis lágrimas saladas se mezclaron con el agua dulce en aquella mañana, en la que hasta los pájaros callaron, creo que por respeto.

—Yo le cuidaré, mamá.

Recuerdo haber metido mis pequeños dedos en aquella misma agua, removiendo en ella como si así, mi madre pudiese emerger. Noté una calidez en mi mejilla y un poco de alivio en mi corazón. Como si un beso de madre me hubiese sido regalado. Y después… me marché. Como guiños en la hora mágica del subconsciente, voy recordando aquella época tan amarga.

Recuerdo mi pena al ver la casa alejarse… ”Villa Ana”. Recuerdo la angustia al llegar a aquel piso tan frío y desangelado. Recuerdo los llantos de mi padre cuando me creía dormida, la paciencia de Andrés en acompañarle a todas horas, los abrazos y caricias de María. La de noches que me dormí en su regazo, soñando con mamá…

Recuerdo la primera vez que intenté volver a pintar. Fue imposible. Sin ella, no podía. Y recuerdo mi primer trabajo como restauradora. Me devolvió paz.

Y ahora, estoy aquí, intentando dormir y soñar con ángeles que me ayuden a algo imposible. Porque ellos ya se han ido cuando noto una calidez en mi mejilla y un poco de alivio en mi corazón, como si el beso de una madre me hubiese sido regalado… y al fin, consigo dormir en esta primera noche de regreso a casa.

* * *

La claridad sobre mis párpados me hace volver a la lucidez. Abro los ojos, y percibo como el sol entra a raudales en la habitación, llenándolo todo con su luz, y haciendo un pequeño exorcismo sobre mis angustias. ¿Dónde estoy? Ah, sí. En casa. Mi primera noche aquí después de tanto tiempo.

El agua templada de la ducha me devuelve la energía. Mis vaqueros favoritos y una camiseta roja con un gran corazón verde en el pecho, me recuerdan que es hora de dejar de parecer un fantasma pálido. Como voy a desayunar con Lola, decido poner algo de brillo en mis labios y sombra en los párpados. Pocos se darán cuenta de la noche tan inquietante que he tenido.

—¡Por todas las abrazaderas del mundo! ¿Eres tú Anabel?

—¡Hola Luis!

¡Qué alegría! Aún no había visto a Luis y corro a él como si fuese una niña pequeña. Me da un abrazo enorme y ríe a carcajadas levantándome del suelo y levantando la curiosa mirada de un hombre que está a su lado y que no conozco.

—¿Cómo estás pequeña? ¡Aunque ya no se te puede decir pequeña! ¡Eres toda una mujer, y una muy guapa, por cierto!

—Oh, Luis. Tú, como siempre.

—Cariño, no puedo perder mi fama de conquistador indomable. Vuelvo locas a todas las mujeres, y en tu caso, ya lo eres. Así que sígueme la corriente y dale otro achuchón a tío Luis.

Le sonrío como una boba, recordando tantos momentos y observando divertida las arrugas que se han formado en torno a sus ojos marrones. Tiene la piel curtida, y el pelo algo gris, pero no debe tener más de cincuenta y tres o cincuenta y cuatro años. Es un hombre muy risueño y capaz, que lleva trabajando en la casa toda la vida. Comenzó conduciendo un tractor y llegó a ser el capataz por así decirlo, el encargado. Que yo sepa, nunca se casó. Siempre decía que las mujeres eran el amor de su vida, pero en general. Que solo una casi consigue colocarle una alianza. Pero al parecer, algo falló también en esa relación.

—Siento mucho lo ocurrido Anabel. Tu padre siempre fue un gran hombre y le debemos todo por aquí. Fue generoso no vendiendo la finca y permitiendo a la familia de tu madre quedarse. Y ha sido generoso con lo de las participaciones. Pero deja que te presente a Pedro. Ya lleva un tiempo con nosotros, se podría decir que es mi mano derecha.

A su lado, un hombre joven, de unos treinta años, vestido con un mono de trabajo azul, me observa con una fijeza que me pone los vellos de punta. Lleva el pelo algo largo y muy despeinado. Es algo grueso y lleva barba de un par de días.

—Encantada Pedro —le saludo de forma educada.

—Igualmente —me contesta él algo rudo.

Al adelantarme para dar la mano a Pedro, mi pelo aún húmedo se me va a la cara. Como lo llevo suelto, es difícil de domar con tantos rizos. Al echármelo para atrás, se enreda con la cadena donde llevo colgada mi pequeña llave. Me la coloco y Luis se queda mirándola.

—Bonito collar.

—Sí. Me lo regaló mi padre. Tú sabes, la llave de su corazón —le digo con disimulo.

Pedro me mira con recelo, mientras Luis se ríe y vuelve a darme dos besos.

—Me alegra tenerte por aquí, pequeña. Cuidado con Lola. Te está esperando para desayunar. Ha repetido al menos siete veces en cuatro minutos que estás muy delgada —me dice guiñándome un ojo.

—Hasta luego Luis. Adiós Pedro.

Y ahí está mi Lola, en el centro mismo de sus dominios. En esta gran cocina, cuna de los mejores platos que alguien puede imaginar, y fruto de la mezcla perfecta entre una cocinera de esas que “lo llevan en la sangre” y el transcurso del tiempo. Entre cacharros y ollas, girando su cuerpo hacia mí, con su enorme y sincera sonrisa. Creo que nunca he visto a Lola de mal humor. A veces vocifera mucho a Julio, su marido, pero ella dice que es para “refrescar el cariño”.

—¡Buenos días, jovencita! ¿Has descansado?

—Sí Lola. He dormido bien. Por cierto, felicidades por la cena de anoche, como siempre, te has superado.

—¡Por fin alguien que sabe apreciar mi buena cocina!

—Sí, sí. Pero que sepas que lo de cebarme no es una idea que compartamos.

—¡Venga ya niña! ¿Qué es esa tontería de la línea? ¡Curvas! Venga, siéntate. Dime, que te apetece ¿quieres unos churritos?, ¿tostadas?

—Um, no sé. Unos churritos están bien.

—¡Marchando!

Cuando era pequeña, esta cocina era uno de mis lugares favoritos. La costumbre era que en tiempo de recolección, las familias enteras se quedaban a pasar la noche en el cortijo para que fuese más práctico, ya que trabajaban de sol a sol, como se suele denominar.

Es inmensa. Sus dimensiones pueden ser aproximadamente de doce metros de larga por siete de ancha. Tiene una gran puerta de entrada, más bien un enorme portalón de madera. El suelo era de cemento pulido, pero ahora, es de un gres policerámico que imita al barro. En las paredes hay un zócalo de azulejos de barro que combinan con el suelo. Son tonos tierra, pero también hay mucho azul y amarillo.

Me encanta su chimenea. En invierno debe tener la suficiente capacidad para calentar toda esta enorme habitación, o al menos, la mayoría de ella. Aquí se está en la gloria cuando llega el frío y los leños no cesan de arder. A un lado de ella se encuentra la primitiva cocina de leña, sin embargo, ahora ha sido sustituida por una moderna, con un gran horno y unos muebles hechos de mampostería para poder guardar lo necesario. Estos muebles no tienen puertas, y están cubiertos por una encimera, donde se colocan los enseres. Es el conocido por todos como “poyete”, hecho de los mismos azulejos, si bien en este caso, se puede apreciar que en determinados lugares de más uso se ha colocado una práctica encimera más moderna y fácil de limpiar. Los huecos de los muebles son tapados a partes iguales por puertas de madera en color roble y cortinas de cuadros en tonos azules y blancos al estilo rústico antiguo.

En el otro extremo de la chimenea hay un inmenso botellero antiguo, una especie de mueble platero de madera en el mismo color y un gran aparador donde se puede apreciar que está guardada la vajilla y la cristalería. Dos grandes mesas, que más bien parecen tableros, de al menos metro y medio de anchos, por siete metros de largo, con sendos bancos a cada lado, ocupan el lado derecho e izquierdo de la cocina.

Un ruido llama mi atención mientras me siento cerquita de donde Lola cocina. Sentada en una mesita pequeña dispuesta a modo de escritorio, Alba garabatea algo en un cuaderno de trabajo. Levanta la mirada, casi con renuncia. Está sumamente concentrada en su trabajo.

—Hola Alba, ¿ya has desayunado?

—Sí —me contesta animada— estoy haciendo mis tareas del cole. Hoy no tengo clases porque es sábado, pero mi mamá me ha dicho que las termine prontito.

—¡Alba! ¡No molestes! —le riñe su madre, salida de alguna parte tras la alacena que hay junto al aparador.

—Por favor Lucía, no le riñas. Me gusta hablar con ella.

—Es que es muy habladora, y a Germán no le gusta que moleste.

—A mí no me molesta, de veras. Al contrario, me gustan los niños. Si tu marido y tú no tenéis inconveniente, me encantaría que me visitase siempre que ella quiera. Creo que allí se va a distraer bastante, si le gusta pintar, tengo un montón de pinturas y pequeños lienzos.

Lucía parece estar asombrada y a la vez encantada. Sin embargo me da la sensación de que todo esto requiere la autorización de Germán. Algo me dice que es un hombre algo severo, al menos en lo que respecta a la educación de Alba.

—Toma, mujer esquelética, tu desayuno. —Lola ha puesto ante mí unos churros estupendos que huelen a gloria y un tazón de chocolate.

—Muchas gracias Lola. Esto es un placer del que no voy a prescindir. Por cierto Lola, el otro día vi a una joven en el jardín. Parecía haberle pasado algo, una muchacha más o menos de mi edad, con el pelo negro, aunque más corto que yo… llevaba vaqueros y una blusa roja, y creo que es muda. ¿La conoces?

Lola me mira con asombro.

—Pues no.

—Mi tía me comentó que a veces viene alguien a echar una mano para fregar bien la cocina. Pensé que tal vez fuese ella.

—No. No tengo idea de quién puede ser. De todas formas, no es normal que alguien entre en la finca sin permiso. Pocos acceden a ella salvo el personal que trabaja aquí, y algunos amigos del joven Pascual o de Roberto. Igual es una de las chicas esas actrices, amigas de Roberto.

—Te refieres a Robert…

—Me niego a llamarle así. Es de tontos cortar el nombre de esa manera —me dice enfadada arrancándome una carcajada.

—¿Y tú, Lucía? ¿Tampoco la has visto?

—La verdad es que no.

Mientras, la pequeña Alba se acerca sigilosa y se sienta a mi lado. Veo que está haciendo un dibujo en su cuaderno. Me fijo un poco en él, me gusta, parece que está dibujando… ¡Menuda casualidad! ¡Un ángel!

—Qué bonito. ¿Qué dibujas Alba?

—Mi seño de religión me dijo que tenía que hacer un dibujo para llevar el lunes. Algo que me acercase a Dios. He pintado un ángel.

—Es precioso.

—Preciosa.

—¿Preciosa?

—Sí. Es una señora. ¿Te gusta? A veces tengo sueños muy bonitos con un ángel, es una señora muy guapa. Se parece mucho a ti. Tú también pareces un ángel. ¿A ti también te van a salir alas?

Siento un escalofrío y una sensación de vacío profundo en el estómago. No sé si habré palidecido, pero por cómo me mira Lola, es posible.

—Uy, no cariño. Yo no soy un ángel.

—Pues la señora de blanco me dijo que su ángel iba a venir pronto.

—¿La señora de blanco?

—Sí, la que se parece a ti.

—Pero… no tengo porqué ser yo.

—Sí, porque eres igualita que ella. Cuando ella se ríe también tiene estos agujeritos —me dice señalando los pequeños hoyuelos que se me forman al sonreír.

—¡Alba! ¡Ya está bien! Por favor, discúlpela —la interrumpe su madre.

—Tranquila Lucía, y no me hables de usted, casi tenemos la misma edad. No me molesta, de veras. Hablar con tu hija es un soplo de aire fresco.

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