Kitabı oku: «El círculo prohíbido», sayfa 2

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Se incorporó y se acercó a la ventana. El sol había subido hasta la mitad de su cénit, debían ser cerca de las once. La calle Morey, situada en la parte alta de la ciudad, era medianamente estrecha. Pasaban algunos carros en retirada con las mercancías del mercado. En el suelo las aguas fecales se mezclaban con las boñigas de las bestias y formaban una pasta que los transeúntes esquivaban procurando andar por las orillas. Se preguntaba si no sería posible elaborar una ley de limpieza de los empedrados, como en Madrid ordenó Carlos III. Sabía que Jovellanos estaba mejorando su provincia asturiana con la aplicación de la Ley Agraria. Él también trabajaba para mejorar el País y su ciudad, era una misión que cumplir, la misión de los que pertenecían al Despotismo Ilustrado.

Esa mañana había descuidado sus obligaciones. Tiró de la campanilla y esperó a que apareciera el mayordomo.

—Tomeu, estaré en la biblioteca hasta el almuerzo. No recibiré ninguna visita, ni siquiera la de mi secretario.

—Descuide, señor, se hará como dice.

El criado se marchó y Miguel se dirigió a un salón con las paredes forradas de libros. Fue directamente a la estantería de la derecha y cogió un tomo encuadernado en piel. Luego se sentó en un sillón, junto a la chimenea, y comenzó a hojearlo. El título decía: MEMORIAS.

Estaba escrito por el marqués de Ureña, un ilustrado que describió en su viaje por Europa los diversos conciertos de las logias londinenses y su introducción en Cádiz a través de Gibraltar. Se sabía que estaban fundadas por extranjeros, eso exoneraba a los españoles que acudían a ellas de ser perseguidos por la Inquisición y, aunque el conde de Aranda fundó la Gran Logia de España en 1760, al depender esta de los grupos franceses, quedaba desvinculado a los ojos de la censura eclesiástica de atentar contra el dogma. Sin embargo, en 1780 fue su Gran Oriente. No tuvo esa suerte el padre José Augusto, el sacerdote católico que fue su representante en el Peñón allá por el año 1743 y fue detenido por la Inquisición en el puerto de Santa María.

Aún no existía ninguna logia en Palma y Miguel andaba en conversaciones con Aranda, con Alcalá Galiano y con Jovellanos para conectar con las de Cádiz. Estaba decidido a transformar la Sociedad en un Taller Supremo masónico. Solo bajo el máximo secreto podrían actuar los iniciados para combatir los excesos del clero, su corrupción, sus privilegios, su opulencia, la superstición, la milagrería y la falsa piedad. Era necesario difundir las nuevas ideas económicas y políticas y el conocimiento científico.

Dejó el libro en la estantería y se dispuso a escribir a Gaspar Melchor. Cuando terminó, lacró el sobre y llamó a Tomeu para que lo entregara al correo. Miró el reloj. Había quedado en ir a almorzar con su hermana Magdalena.

Salió de la casa y se encaminó hacia la calle Estudio General. Se detuvo al llegar ante un hermoso portal con capitel neoclásico. Atravesó el patio, subió la escalinata y dio dos golpes con la aldaba.

—Buenos días, madó Francina, la señora me espera para comer.

—Pase, don Miguel, se llevará una gran alegría al verle.

Miguel lo sabía; su hermana Magdalena, la mayor, había sido su segunda madre. Esta murió nada más nacer él. La joven condesa no soportó aquel octavo parto. Su marido la sobrevivió diez años y, al quedarse viudo, dedicó sus días al juego y a otras mujeres; a sus hijos los ignoró por completo.

Magdalena Hurtado se casó con el hereu de la poderosa familia de los Alemany. Disponían de una gran hacienda y vivían en un hermoso palacete gótico renacentista, en la calle Estudio General. Tenía dos varones y una hembra. Miguel se dirigió hacia el gabinete donde su hermana solía hacer labor. Nada más verle, se levantó de la butaca de costura y le abrazó.

—Por fin te dignas a venir a vernos, hermano. Desde que murió nuestro padre, casi no se te ve el pelo. Deberías visitarnos más a menudo. No es bueno que estés tan solo.

—No estoy tan solo como crees, trabajo mucho y hago bastante vida social, necesito relacionarme con otras personas.

Un niño de unos diez años entró corriendo al oír la voz de su tío.

—¡Tío Miguel! ¿Me traes algo?

—Claro, ¿cómo no voy a traer un regalo a mi ahijado, mi sobrino por antonomasia? Pero antes, dame un beso.

—Miguelito, no se pide nada. Primero se saluda.

—Déjale, Magdalena, lo más bonito de los niños es su sinceridad.

Miguelito era el tercero y adoraba a su tío. No entendía lo que significaba antonomasia, pero le gustaba que se lo dijera.

Miguel sacó del bolsillo una bolsa de cuero azul. Luego extrajo un pequeño envoltorio de papel de seda.

—¿Qué es?

—Ten paciencia. Lo abrirás después de comer.

El niño miró a su madre disgustado, estuvo a punto de echarse a llorar y se contuvo al ver su gesto autoritario. Miguel desaprobaba la educación rigurosa que daba su hermana a los hijos.

—No le hagas sufrir, Magdalena, le estás cortando la libertad de expresión, le obligas a contener las emociones.

—¿Y eso te parece malo?

—Sí, hay que dejar que los sentimientos fluyan de forma natural.

Magdalena lo miró asombrada. No entendía cómo le había salido tan liberal, al fin y al cabo, ella lo había educado.

—Está bien, ábrelo, Miguelito, pero solo por esta vez.

El niño miró a su tío con una sonrisa de oreja a oreja, cogió el paquete y rompió el pliego. Destapó la cajita de cartón: en el fondo descansaba un soldadito de plomo igual que los de verdad, como los que desfilaban por la plaza de Cort los días en que se celebraban los festejos. Entonces se quedaba quieto contemplando sus uniformes y los sables que brillaban al sol.

Cuando su padre estaba de buen humor, le dejaba acercarse a la vitrina para ver las miniaturas de plata del ejército que heredó de su abuelo. Se lo habían construido a principios del siglo, era una joya y no se podían tocar, aunque esto no impedía que se quedara extasiado mirando las figuras con las diferentes armas. Su padre le decía que en Italia había algún maestro que los hacía de plomo; era muy difícil conseguirlos y le parecía mejor esperar unos años más. Ahora su tío le regalaba el juguete que tanto deseaba Se abalanzó sobre él y le dio un beso.

—Gracias, tío, me gustan los soldados. De mayor seré uno de ellos.

—Bueno, bueno, es muy pronto para saber lo que serás de mayor. Ahora vamos a la mesa. Tus hermanos nos están esperando.

—Espera unos minutos, Magdalena, quiero explicarle al chico cómo es el uniforme. Un soldadito de plomo no es solo un juguete, hay que saber su significado y por qué lo lleva. Lo encargué en Barcelona al taller de un fabricante italiano. Este es un capitán del Regimiento de Infantería de Línea del Rey. Está pintado a mano con todos los detalles: lleva el sombrero negro de dos picos con galones de plata, la casaca granate con dos charreteras plateadas en los hombros, el calzón corto es también granate y las polainas blancas sobre las botas. La botonadura es de plata, los correajes blancos están cruzados y el sable colgado es recto.

El niño escuchaba atento las explicaciones, adoraba a su padrino, le consideraba casi un dios que no podía equivocarse; estaba radiante, no necesitó responder, le dio la mano y entró en el comedor.

—¿Y Pedro? ¿No come con nosotros?

—No llegará hasta la noche. Ha tenido que ir a Santany, ya sabes, parece que hay problemas con el personal.

Miguel saludó a los otros dos hijos de Magdalena que, al verle, se pusieron de pie. Jerónimo, el mayor, tenía catorce años. Se llamaba como su abuelo paterno según una costumbre transmitida de padres a hijos. Era el heredero del apellido y de la hacienda. Tenía el cuerpo delgado y esbelto, los ojos oscuros y vivos. Cumplía las normas de forma estricta y obedecía en todo, tal como se esperaba del que sería el cabeza de familia. Su carácter era muy serio, no se sabía si porque estaba predestinado a dar ejemplo de conducta recta y de no salirse del orden preestablecido o por ser un calco del padre, físicamente y de manera de ser.

María Magdalena, la segunda, de doce años, era bonita y alegre, con el pelo castaño claro y la piel sonrosada. Miguel y ella realizaban juntos mil travesuras en las que siempre salía malparada. Solía echarse la culpa para defender a su hermano. Su gran bondad hacía que todos la quisieran.

Miguel era el más parecido a su madre. Era inquieto y curioso; sus preguntas a los adultos no paraban, quería saber las causas de los actos de los que le rodeaban, y si le parecían injustas, se rebelaba. Contrariamente a su hermano, no podía obedecer a los mayores porque sí, sin conocer el motivo. Su tío Miguel cuando le visitaba, aprovechaba esos ratos para explicarle la historia de España como un cuento y a Miguelito se le salían los ojos de entusiasmo.

—De mayor seré soldado o capitán —repetía.

—A este chico le metes demasiadas ideas en la cabeza —decía su madre—. Es lo que le faltaba. Desde que conociste a don Gaspar has cambiado y pretendes que Miguelito piense como tú.

—Quiero que conozca la verdad y que sea libre. No tengo más heredero que él, es mi ahijado y, como sabes, he hecho testamento a su favor.

En el fondo a Magdalena le gustaba la afinidad entre tío y sobrino. También se alegraba de que la fortuna de los Hurtado de Mendoza pasara al pequeño de la familia.

Terminaron de comer y Miguel se despidió.

—A ver si vuelves pronto.

—Vendré siempre que mis obligaciones me lo permitan.

Le dio un beso a su hermana y a los niños y se fue directo a la sede de Los Amigos del País.

Ocupó una de las sillas vacías. Habían acudido alrededor de diez socios a pesar de que no había sesión. Don Pedro Pericás, como secretario, comentaba el Semanario Económico Instructivo y Comercial que acababa de sacar del archivo. Era forzoso propagar las medidas propuestas para mejorar el campo y la labor de los payeses. Tropezaban con una gran dificultad, decían otros, la mayoría de los agricultores no entendían los cambios y los gobernantes tampoco. Era necesario educar al pueblo y abrirles la mente.

—Hay que aumentar la cría del ganado favoreciendo los pastos naturales y artificiales —aseguraba don Antonio Pujal.

—No lo pongo en duda —decía don Antonio Montis, otro de los secretarios—, aunque no dejemos de lado la importancia del acopio de la seda o de la lana, sabemos que no es suficiente para la población.

Se hablaba de la extracción del aceite, de la roturación de las tierras, de la enseñanza de las primeras letras, de la producción de libros y del aumento de hospicios para albergar a los mendigos. Se mezclaba el arte con la alimentación o la vestimenta; todas las necesidades primordiales se exponían como en un mercado en el que se pudiera escoger lo que a cada cual le apeteciera. Eran los progresistas, los Amigos del Hombre, representados por aristócratas, canónigos, frailes, abogados, médicos y profesiones diversas.

En estas discusiones continuaron hasta la puesta del sol. Luego se despidieron, convencidos de que sus buenas intenciones se llevarían a cabo y el bienestar sería para todos; así tranquilizaban sus conciencias.

3

Don Luis Martínez de Hervás no había dormido en toda la noche. Su mujer se puso de parto a las tres de la madrugada. Era el octavo embarazo, los dos hijos anteriores se habían malogrado, el último quedó estrangulado en el momento del nacimiento por el cordón umbilical. Cuando le dijeron que la recién nacida estaba viva y que no presentaba ninguna enfermedad, respiró tranquilo. Madó Coloma le aseguró que no solo estaba sana, sino que era preciosa. Le costaba creerlo, él veía a todos los recién nacidos iguales, rojos y con los ojos hinchados.

Esperaba en la antesala del dormitorio mientras aspiraba un poco de rapé para relajarse. Cuando escuchó los lloros del bebé, se serenó, corrió a la habitación de su esposa y contempló un envoltorio blanco en los brazos de la comadrona.

—Ya puede acercarse, vea qué hermosa es.

Luis destapó una esquina de la toquilla y observó la carita redonda y los ojos rasgados de su hija. Por primera vez le pareció bonita una criatura tan pequeña. Tenía las facciones perfectamente dibujadas. La partera se acercó a la cama y se la entregó a doña Margarita.

—Quiero que se llame como tu abuela paterna, María de la Concepción.

Luis la besó en la frente y luego a la niña.

—¿Sabías que en Granada se las llama Mariquita?

—Pues será María de la Concepción Mariquita.

Un ruido continuo de repicar de campanas interrumpió la conversación; algo muy gordo debía pasar, el campaneo no presagiaba nada bueno. Todos los de la casa, incluida madó Coloma, reaccionaron sin pensar y, sin pedir permiso, asustados por lo que podía ocurrir, salieron corriendo hacia la iglesia de santa Eulalia.

Eran las seis de la mañana.

Margarita se revolvía en la cama con dolores de entuerto. De repente se puso pálida, miró a su marido, le cogió débilmente la mano y se desmayó.

Luis, que había permanecido al lado de su mujer, buscó al mayordomo, a madó Coloma, a los criados. No había nadie, solo se oían las voces de la gente en las calles. En su desesperación dejó a la niña en la cuna y fue en busca de don Francisco, el médico. La calle Cadena quedaba a dos manzanas; se hizo paso entre la muchedumbre hasta llegar a su domicilio. Le vio enseguida; estaba de pie en el portal, mirando asombrado a los que iban y venían. Una madona que regresaba de la plaza le explicaba a gritos, porque entre su sordera y su despiste no se enteraba de nada, que habían matado a alguien; el nombre solo logró entenderlo después de hacérselo repetir varias veces.

—¿Qué pasa? ¿Por qué todo el mundo ha salido? Mi mujer acaba de dar a luz, ha perdido el conocimiento y la partera que la atiende ha desaparecido.

—Vamos, don Luis, no se preocupe, pronto la reanimaremos; lo de la calle no es importante, han decapitado al rey de Francia.

—Dios le oiga —respondió sin ser consciente de lo que decía, ni si la noticia valía la pena para armar tanto alboroto y azuzar el malestar de los vecinos.

El médico cogió su maletín, disimuló su preocupación y juntos se dirigieron con paso rápido a la calle del Sol, número tres.

Eran las seis y media.

La casa volvía a llenarse con el servicio que se disponía a reanudar sus quehaceres. Madó Coloma llegó la primera; estaba preocupada, le remordía la conciencia por haber abandonado a la señora y ahora la encontraba sola, en una inmovilidad absoluta. La culpa la tenía ella, ¿a quién se le ocurre dejar a una parturienta sin los primeros cuidados? Suponía que el señor había salido en busca del médico. En la ciudad debían estar locos, el primero, el párroco, por llamarles a rebato, aunque seguramente le mandaban de arriba. ¿Qué sentido tenía anunciar en una ciudad tranquila, como Palma, un suceso de un país extranjero?

Apartó sus pensamientos y se dispuso a socorrerla con eficacia, como le era habitual; cogió el alcanfor y le aplicó unas compresas frías en la frente; luego llamó a la doncella para que calentara dos ollas de agua y se las trajera de inmediato. Cuando entró don Luis con el médico, Margarita empezaba a reaccionar.

—Quiero que me dejen solo con la paciente, la única que puede quedarse es la comadrona —así lo ordenó don Francisco.

Don Luis aguardaba, esta vez sereno, confiaba en el ojo clínico del doctor. Margarita era fuerte y lo superaría, había salido de partos peores. Al cabo de un cuarto de hora que le pareció eterno, se abrió la puerta y salió el facultativo con una amplia sonrisa.

—No se alarme, la señora está bien, pero me gustaría hablar con usted a solas.

—Será mejor que pasemos a mi gabinete, nadie nos molestará.

Se dirigieron a un despacho amueblado con un tresillo tapizado en terciopelo rojo; las dos butacas se situaban a cada lado de la chimenea, con el sofá enfrente. Pegada a la ventana había una mesa de roble y un sillón a juego. El médico tomó asiento, aspiró rapé de la cajita que le ofreció don Luis y esperó unos segundos a que su interlocutor le preguntara.

—Ya me dirá, no sé si me va a dar buenas o malas noticias.

—No son malas, no se preocupe, su mujer es joven, solo que tantos embarazos la han dejado muy débil, su aparato reproductor no soportaría uno más. Es aconsejable que no tenga más hijos.

Él le miró fijamente sin atreverse a decir lo que pensaba. Estaba de acuerdo en que Margarita descansara una temporada, la quería demasiado para perderla.

—Sé lo que siente, amigo mío. Usted puede amarla con todo su ímpetu, pero no puede mantener relaciones sexuales con ella nunca más, ¿me entiende? Cuando tenga una necesidad, hay otras opciones, hay mujeres que están para eso.

—Sería traicionarla, no se lo merece.

—Lo que no se merece es que se quede encinta otra vez, en ese caso, no respondo de su vida. Ahora dormirá un rato, es mejor que nadie la moleste.

El doctor se marchó y don Luis permaneció en un mar de confusiones. Se incorporó, se sentó en el sillón granate junto a la mesa y entornó los párpados. Esa noche no había pegado ojo, él también necesitaba descansar. Su mente inició el recorrido de lo que había sido su vida. Veía a Margarita cuando la conoció durante la recepción en casa de don Raimundo Frau. Tenía dieciocho años, tres menos que él y era la dama más hermosa de la ciudad.

Él había llegado a Lérida recién cumplidos los veinte con su título flamante de Oficial Primero de Correos dado por el rey, gracias a las influencias de su padre en la Corte. Margarita era hija de don Raimundo Frau, alcalde mayor de Lérida, un mallorquín al que acababan de nombrar Procurador de número de la Real Audiencia con destino en Palma. Habían coincidido en algunas ocasiones al despachar los contenciosos de los negocios en los que él solía estar presente.

El mes siguiente, don Raimundo organizó en su palacete una fiesta de despedida e invitó a todas las autoridades. Después de que el ujier le anunciara, avanzó por el gran salón rosa pálido decorado con flores blancas. Las velas de las lámparas de araña chisporroteaban en el centro. Una decena de jóvenes casaderas aguardaba junto a sus padres o tutores con su carné de baile en la mano. Pero él solo se fijó en la maravillosa muchacha de ojos claros y talle fino que se sentaba al lado de don Raimundo y doña Catalina Roca, los anfitriones.

A una señal del maestro de ceremonias, la orquestina comenzó a tocar, el dueño abrió el baile con Margarita. Luis supo en ese momento que se casaría con aquella mujer y, nada más terminar, se acercó a saludar a los señores de la casa. Don Raimundo le presentó a su hija y él le solicitó todos los bailes de la noche.

—¿No le parece que es demasiado presuntuoso? Acabo de conocerle.

—Tal vez tenga razón, soy algo precipitado, aunque no vanidoso. Sé lo que quiero y es estar con usted toda la vida.

Margarita no respondió, le ofreció el brazo y se dejó llevar hasta la pista. Marcó los pasos del minué; en cada vuelta él le apretaba los dedos y se los besaba con disimulo. Ella le sonreía.

—La amaré siempre.

—No diga tonterías, me olvidará en cuanto me marche.

—Le escribiré y no pararé hasta casarme con usted.

A los pocos días Margarita salió hacia Mallorca y él se quedó repasando sus palabras: «Me olvidará en cuanto me marche». «Eso jamás», le escribiría una carta. Mil cartas si fuera necesario hasta obtener su consentimiento y el permiso de sus padres. Entonces cayó en la cuenta de que no le había pedido la dirección. Tras muchas gestiones en la Real Audiencia de Regidores y Procuradores de Palma, consiguió conocer su domicilio. Habían pasado dos meses y transcurrieron dos meses más sin recibir contestación. Soportó este intervalo en constante angustia, le preocupaba que le hubiera olvidado, le urgía conseguir un traslado a la isla si quería casarse. Así se lo comunicó a su padre, don Pedro Martínez de Hervás.

Don Pedro era el heredero de la saga de los Martínez de Hervás. Los ascendientes provenían de Ugíjar, ciudad de partido de las Alpujarras, en Granada. Al morir su progenitor en 1772, el noble don Francisco Martínez de Hervás de Molina y de Amate dejó las tierras y la casa solariega a cargo de los caseros y se trasladó con la familia a Madrid en un penoso viaje a través de la serranía de Granada, cruzando los montes de Despeñaperros y los de Toledo. Fue un trayecto largo, en calesa, siempre escoltados por cuatro hombres armados de trabucos y puñales. Él mismo llevaba el mosquetón preparado; decían que los bandoleros Diego Corriente, el Generoso o el Ojitos, rondaban por los caminos asaltando a los viajeros. Lo más valioso y pesado, como las vajillas, los cuadros y los tapices lo dejaron en las carretas de un grupo de arrieros que caminaba tras ellos en caravana. Habían atravesado Begíjar, el Ventorrillo y el puente y el río de Arenas. Pasaron por Campotéjar, Barca del Guadalimar y Barca de los Santos antes de alcanzar Toledo. Atrás quedaban los valles de viñedos, los sauces y los naranjos. Rodeaban los torrentes y las cañadas y, solo al atardecer, paraban en las posadas que encontraban al paso. Muchas estaban desvencijadas, con los cristales de las ventanas rotas, aunque siempre había un buen hogar con leña para calentarse.

Luis y su hermano José, mientras todos descansaban, salían a escudriñar el terreno. Recordaba aquella noche de inmensa oscuridad, sin luna, cuando caminaban por el cerro de Puerta de Arenas. El hostal quedaba muy cerca de Campillo de Arenas. Lejos se oía aullar a los lobos. José dio un traspié y comenzó a resbalar monte abajo, al lado estaba el acantilado; justo cuando llegaba al borde de la horrible hendidura, él le arrastró con toda la fuerza de sus dieciséis años y le izó hasta la roca que le hacía de puntal. José solo tenía doce y era el pequeño de los diez hijos de don Pedro.

Este se instaló en la Corte, donde tenía muchas influencias y donde esperaba conseguir buenos empleos para sus numerosos hijos y matrimonios convenientes para las hijas.

Luis pensaba ahora en la vega y en los campos granadinos en los que se había criado. Cuántas veces había recorrido a caballo el valle fértil de los alrededores y se había detenido al pie de las simas viendo correr los riachuelos en cascadas por las quebraduras en la primavera, con la nieve derretida de Sierra Nevada. Él y sus hermanos hacían carreras atravesando el Lucainena, el Ugíjar o el Adra, hasta adentrarse en el interior de la Alpujarra. A veces se apostaban a ver quién llegaba primero al castillo del rey moro, junto al río Laroles. Ataban las caballerizas al portón de madera y se metían entre las ruinas hasta el torreón y desde allí divisaban su casa a lo lejos y las casas de los labriegos en la ladera, blancas de cal. En una ocasión llegaron hasta el Albaicín para contemplar los jardines de la Alhambra. No existía una belleza igual.

En Ugíjar aprendió las primeras letras con el preceptor don Salustiano, que acudía diariamente a la casa para enseñarles a él y a los hermanos las ciencias elementales de las Matemáticas y de la Naturaleza. Había nacido en 1756, llegó a la Villa y Corte con dieciséis años, y pronto ingresó en la universidad de Alcalá para estudiar Humanidades. A los veinte se presentó a las oposiciones para el cuerpo de Oficial de Correos después de demostrar su nobleza de sangre, requisito indispensable para ocupar cargos de funcionario.

Sabía que sus apellidos le habían abierto muchas puertas. Descendía de la noble casa de los Molina de Aragón que se repartieron por diferentes regiones de España, fundando mayorazgos y señoríos y adquiriendo títulos y órdenes de caballería. Su antecesor, Diego de Molina Martínez de Hervás, descendía de Pedro Ruiz de Molina, marqués de Corvera, del señorío de Murcia. Había llegado a Huécija, en Almería, en 1593 con una orden de ejecutoria de nobleza otorgada en la Chancillería de Granada para él y sus descendientes en línea recta, los Martínez de Hervás. Entroncó por matrimonio con la rama de los Amat, catalanes de alta alcurnia que se habían establecido allí transformando el apellido en Amate. Su abuela materna se llamaba María de la Concepción Martínez de Almenara de la Vega, y su abuelo paterno, Juan Francisco Martínez de Hervás de Molina de Amate.

Poco más de un siglo vivió su familia en Huécija. A principios del 1700 se trasladó a Ugíjar, donde se casó su abuelo Juan Francisco en 1713 con María de la Concepción Martínez de Almenara. En 1714 nació su padre, Pedro, que se casó en 1732 con Catalina de Madrid de Campos y de Cuevas.

Don Pedro era delegado de la Administración de Correos; le había nombrado el rey con un precepto de sucesión para sus herederos. Eso facilitó que los dos hijos varones hábiles accedieran sin dificultad al cuerpo. Las comunicaciones tomaron gran importancia durante el reinado de Carlos III. Se había ampliado la red por toda España, se había creado la administración de Correos de Ultramar con intercambio del comercio y navegación entre las Indias y la Península. Las sociedades de Amigos impulsaban su desarrollo. Al quedar vacante la plaza de Administrador de la Corte y Villa en 1772, pidió el traslado a Madrid. En 1776, con la instauración del Tribunal Superior de Correos y Postas, recibió el nombramiento de Administrador Real de la Suprema Junta de Correos.

Cuando llegó, faltaba ya parte de la familia. De los diez hijos, Pedro, el primogénito, murió a los pocos meses de nacer. El segundo, Juan, era presbítero en la iglesia colegial de Ugíjar. Nicolás y Ramón fallecieron antes de cumplir los dos años y Rosalía acababa de entrar en el convento de las clarisas.

Aún le quedaban cinco hijos por colocar. María Gabriela, que nació en 1750, Teresa en 1752 y María Concepción en 1754; solo esta se había prometido con su primo hermano, el abogado de los Reales Consejos Manuel Pérez de la Vega Martínez de Hervás. Era la más bonita; sin embargo, la tarea de buscar un buen marido para las otras dos todavía no había acabado.

Los varones eran los pequeños y no le preocupaban. Luis tenía cuatro años más que José y recibió el título de Oficial Primero de Correos con destino en Lérida por real orden. José, a pesar de ser muy joven, estaba destinado a ser el gran triunfador. Era apuesto, muy inteligente y ambicioso. Estudiaba leyes en Alcalá a la vez que se introducía en las altas esferas de la Corte. Su trato y su facilidad de palabra le abrían todas las puertas.

Don Pedro conoció a Godoy y a Jovellanos a través de Campomanes en la sede de la Sociedad Matritense. Era un ilustrado que creía firmemente en la ciencia y en el desarrollo político del pueblo a través de la cultura. Confiaba en transmitir sus ideas para liberalizar a los trabajadores de las cargas opresoras de los señores. Coincidía con Jovellanos en que era necesario difundir su ideario sobre la economía y el conocimiento. Debían estimular el pensamiento de los menestrales a la luz de la razón. Así se manifestaban los asistentes en los círculos, donde se discutía y se valoraba la oratoria de los disertadores.

Fue en una de estas reuniones cuando conoció a Vicente González de Castejón y de Villalonga, conde de Santa Coloma, sucesor de su abuelo Jorge de Villalonga. Este, cuando subió al trono Felipe V, se trasladó a la Villa, dejando en Palma su mansión, las fincas y las propiedades mallorquinas. Ahora el nieto buscaba a una persona de la nobleza a la que pudiera arrendar la casa y administrara el patrimonio.

Don Pedro aprovechó la ocasión y le habló de su hijo Luis, un joven instruido y preparado, aunque algo impetuoso, que acababa de regresar a Madrid precisamente para conseguir un traslado a Mallorca. Quería dejar su destino en Lérida como Oficial de Correos por haberse enamorado de una muchacha de la isla. En un principio no lo aprobaba, le disgustó ese acto, que consideraba producto de un impulso pasajero, pero al final, había claudicado. Comprendía a la juventud, él que defendía las mentalidades abiertas no podía mostrarse intolerante. Por otro lado, los informes sobre la familia de la joven y sus referencias eran excelentes. Pertenecía a una de las ramas de la nobleza rural y el padre era procurador de número de la Real Audiencia.

Al conde le pareció una oportunidad inmejorable, no le cabía duda del buen hacer de su hijo. Conocía a don Pedro y sus magníficas relaciones en Madrid; sabía que su nombramiento como funcionario de Correos se extendía a toda la descendencia y optó por hacer lo mismo. Le alquilaba su mansión de la calle del Sol, en Palma, y le otorgaba el cargo de administrador de sus bienes para todos los sucesores durante cien años.

Después del papeleo obligado, pasados unos meses y una vez conseguida la plaza de Oficial de Correos en Palma Luis partía hacia la Ciudad de Mallorca.

Habían transcurrido algo menos de tres lustros desde su boda con Margarita en abril de 1779. Continuaba repasando en su memoria estos hechos cuando unos golpes en la puerta le interrumpieron.

—Pase, Madó Coloma. ¿Cómo está la señora?

—Se ha quedado dormida. Cuando se despierte, podrá pasar.

La despidió con un gesto, se le habían quedado las palabras atascadas en la boca. Madó Coloma lo entendió. Había asistido a todos los partos, transitaba por la casa como una persona de la familia y conocía las reacciones de los señores en los mínimos detalles. Decía que el respeto no estaba reñido con el cumplimiento de las obligaciones y no permitía que discutieran su autoridad cuando se trataba de proteger y cuidar a la madre, sin su permiso nadie podía molestarla. Su mujer la adoraba y Luis lo sabía.

Margarita había parido cada dos años, el penúltimo, al año. Ahora se acabó. Ya no debía acercarse más a ella, era peligroso para su salud. En ese tiempo le había sido fiel a pesar de la insistencia de los de la Sociedad la tarde en que llegó la compañía de cómicos. Le aseguraron que la primera dama era una belleza. Casi todos los señores se citaron con la actriz principal, menos él. Tuvo otras muchas ocasiones de engañar a su mujer con prostitutas, todos lo hacían, pero a él le parecía faltar a la promesa de amor eterno que le hizo el día de su boda.

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9788418344312
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