Kitabı oku: «El círculo prohíbido», sayfa 3

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Acababa de cumplir treinta y siete. Se había asentado en la isla y estaba dispuesto a fundar la nueva generación de los Martínez de Hervás con todos los privilegios que le correspondían por línea directa. Gracias al conde de la Cueva, la sociedad mallorquina le aceptó como uno de los suyos. Al principio le miraban con cierta reserva a pesar de casarse con una Frau, apellido conocido descendiente de Alaró, con patrimonio y casal solariego. El rey Felipe V avaló a Bernardo Frau en Palma, a principios del 1700, por ser simpatizante de la causa borbónica contra sus compatriotas austracistas. Una de las hijas contrajo matrimonio con el Síndico Clavario perpetuo: Guillem Palou.

Cuando Margarita Frau y Roca, su nieta, entroncó con un forastero venido de la Villa y Corte los círculos aristocráticos llamados botifarras3, se negaron a admitirlo en sus círculos. Ninguno de las nueve casas conocía su ascendencia, hasta que don Jorge de Villalonga, II marqués de la Cueva, les confirmó que don Pedro Martínez de Hervás era noble, recibido en Palacio, y Godoy uno de sus más íntimos amigos.

En Madrid, su hermano José se había casado con Rita Delgado y Ruiz de Soria. Habían nacido ya sus tres hijos: José, María de las Nieves y Juan Pablo José. Después de ingresar en el cuerpo de Hacienda, se convirtió en la mano derecha de Godoy. La situación con la República francesa comenzaba a ser difícil y preocupante. A Godoy, duque de Alcudia, le interesaba recuperar el Rosellón y los territorios que Francia se había anexionado hacía cien años. Estaba a punto de firmar un tratado con Gran Bretaña para que le ayudara contra el país vecino y eligió a José como intermediario. Era un buen diplomático, Luis le conocía de sobra, sabía que llegaría muy lejos.

Le invadió una ligera nostalgia al pensar en su tierra, en Ugíjar. Ya no volvería ninguno de los hermanos. Los padres vivían en Madrid con María Gabriela y María Concepción. Las dos habían contraído matrimonio antes que él. Teresa era la única que tenía su residencia en Palma al casarse con un primo de su mujer, Guillem Roca.

Habían transcurrido dos horas, eran las once, se acordó de que no había almorzado. Se incorporó y se dirigió al comedor. La mesa estaba dispuesta con varios servicios, era costumbre de la familia que se pusiera más de un cubierto por si aparecían visitas. Si de algo podían presumir era de hospitalarios. Ese día solo esperaba en la antesala don Bartolomé, el cura de santa Eulalia, que se apuntaba puntualmente a los desayunos de la casa.

Luis hizo sonar la campanilla y entró el mayordomo.

—¿Aparte de don Bartolomé ha venido alguien más?

—No, señor, está solo.

—Hacedlo pasar, hoy necesito hablar con alguien.

El eclesiástico era un payés de Felanitx de cara de luna, rotunda y sonrosada, una persona sencilla y honesta, cuya única debilidad era la comida. Conocía la buena mesa del anfitrión y se apuntaba sin miramientos, seguro de ser bien recibido.

—Buenos días, don Luis, me han dicho que la señora acaba de alumbrar a una hermosa niña.

—Así es, pero siéntese y empiece, yo no tengo mucho apetito.

El mayordomo le escanció una copa de vino y le acercó el pan moreno, la sobrasada y el frito. A don Cristóbal se le iluminaron los ojos de placer. Sabía que la longaniza de matanzas era especial.

—¿Usted no come?

—Prefiero una taza de chocolate con cuartos, ya sé que es muy frugal. —Intentó cambiar de tema y preguntó—. ¿Qué se dice por ahí sobre la muerte del rey de Francia?

El clérigo engulló una lasca de pan untada con miel y sobrasada antes de contestar.

—Hay opiniones para todos los gustos. Unos se frotan las manos por haber acabado con la tiranía y la opresión al pueblo. Otros creen que estamos en peligro de que a nuestro rey Carlos IV le ocurra lo mismo y que se decapiten las cabezas de las clases más pudientes, ya sabe el refrán: «Cuando las barbas de tu vecino veas cortar…». Por último, están los que s’en fot de tot, los que todo les da absolutamente igual.

—¿Y usted qué piensa?

—Yo qué quiere que le diga, don Luis, lo de Francia es como un sarampión, tiene que pasar bien o mal, pero pasará, y todo volverá a ser igual que antes.

A Luis le hacía gracia su filosofía popular e ingenua. No le cabía duda de que después de una revolución las cosas cambian, las ideas, la sociedad, los modos, las costumbres y, por supuesto, la manera de hacer política. Prefirió no contradecirle y seguirle la corriente. Cuando se marchó, llamó a la doncella de los niños y le pidió que, si la señora se había despertado ya, les condujera a su alcoba.

Los cinco hijos fueron desfilando delante de su madre, le dieron un beso y luego se asomaron a la cuna donde el bebé dormía plácidamente. Pedro, el mayor, había cumplido los trece y estaba destinado a ser el hereu de la familia. Se parecía a la madre, con los ojos claros y la piel muy blanca, decían que tenía el mismo carácter tranquilo y afable que su abuelo materno, don Raimundo. Catalina María, la segunda, era la más formal. Aún le quedaban unos meses para cumplir los once años y se comportaba como una mujercita. Seguían Ramón y Luis, de diez y de siete años. Los dos eran abiertos y divertidos, no paraban de hablar ni de idear frases ingeniosas. La quinta, Margarita, con cinco años, era todo lo contrario a su hermana Catalina, tenía un carácter rebelde y tozudo. «Esta niña le traerá problemas», le había dicho su preceptora a la madre y ella no sabía cómo hacerla dócil y obediente.

Doña Margarita desde la cama contempló orgullosa a sus seis hijos. Echó una mirada a su marido y sonrió feliz por su numerosa prole y porque estaban sanos y eran hermosos. Después de unos minutos la doncella salió con los chiquillos.

—Su madre puede cansarse, mañana volverán a verla.

Luis se sentó junto a la cama de su mujer, le cogió la mano y la besó.

—Margarita, cuando pasen unas semanas tenemos que hablar.

—¿Hablar de qué? Dímelo ahora. ¿Pasa algo?

—No es nada importante ni pasa nada. Solo quiero que sepas que te quiero como siempre. Lo demás son pequeñeces.

4

Febrero.

La mansión de don Francisco Berga no parecía la misma. Madó Catalina se había afanado en el cumplimiento de las órdenes. Resplandecían los metales bruñidos y la plata parecía recién comprada en la calle de la Argentería. Los tres salones corridos daban la imagen de riqueza sin ostentación, de sencillez, de buen gusto y de señorío. El mobiliario estilo Luis XV alternaba la madera estucada en blanco y dorado con el de caoba. En la tapicería de seda predominaban los estampados florales en tonos azul pálido, rosa y blanco. Todo a la última moda de Francia.

Don Francisco había mandado afinar el piano de cola que Juan dejó de tocar desde la muerte de doña Ana. Esperaba que interpretara alguna de las sonatas de sus autores preferidos, Vivaldi y Mozart. Había contratado a un castrato para la velada. Era una sorpresa que le tenía preparada. No podría quejarse de que su comportamiento estuviera falto de atenciones por su parte. A cambio, esa noche debía elegir esposa.

A las siete de la tarde comenzaron a llegar los invitados. En el patio apenas cabían los carruajes. Fueron entrando los Trujillo, los Armadans, los de la Torre, Montenegro, Frau, Verger, Hurtado de Mendoza, Alemany y demás linajes de la ciudad. Juan y Francisco les recibían de pie mientras el criado los anunciaba. El baile lo inició la marquesa de Algaida sacando a bailar a Juan. Era una señora viuda todavía de buen ver, a pesar de sus recién cumplidos cuarenta años. Él, en cuanto pudo, se deshizo de su pareja y se retiró a un rincón de la sala desde donde evitar los ojos de su prima, que le dirigía miradas cómplices.

Era la única a la que podía aspirar, pero prefería dilatar el momento de acercarse procurando aplazar el mayor tiempo posible la elección. Las demás muchachas le desagradaban, sobre todo las amigas de Magdalena. Ninguna había adquirido ni siquiera un nivel cultural medio. Había oído decir que en los círculos de la Corte muchas mujeres abrían sus salones para hablar de política, de arte o de literatura. Su prima seguía siendo una incógnita. Jamás le escuchó más de tres palabras y se sonrojaba en cuanto intentaba entablar conversación. No le iría mal que Magdalena aprendiera de las damas forasteras y montara esas tertulias femeninas en Palma, así nadie sospecharía si la dejaba sola.

Él era un ilustrado, a diferencia de su padre. Lo mantenía oculto, lo mismo que su tendencia a la homosexualidad. Había luchado contra este mal y no podía erradicarlo. Le gustaban los hombres y le atraían. Con ellos se encontraba bien, los amaba y deseaba calmar su concupiscencia, que le quemaba cada día al levantarse y al acostarse. Debía tener un gran cuidado para que no se le notara. Una forma de disimular sus hábitos era conviviendo con una mujer. No le cabía duda, el matrimonio era su deber y su salvación.

Acabó el minueto, Juan fue hasta su prima para solicitarle el siguiente baile. La saludó con una inclinación de cabeza galante y ella, en respuesta, se levantó y salió corriendo hacia la terraza. Él fue detrás.

—¿Está decepcionado?

—No, esperaba esta reacción, desde que la trato siempre huye de mí.

—Yo bailo muy bien. Si quiere intentarlo, lo comprobará.

Mientras lo decía, Isabel de Verger, la amiga íntima de Magdalena que les había seguido, le tendió la mano. Juan hizo el gesto de besársela, luego le ofreció el brazo y se deslizaron hacia el centro del salón.

Bailó con ella a desgana, solo por cortesía. Después de varias danzas, la acompañó hasta donde se sentaba con sus amigas. Se inclinó amablemente y dio la vuelta buscando alguna tertulia interesante entre los petimetres, esquivando la mirada de su padre.

Cuando terminó la velada y su hubieron marchado los invitados, don Francisco llamó a su hijo, se le veía bastante alterado.

—No has estado con Magdalena en toda la noche, ¿se puede saber por qué? No me contestes, ¿es que prefieres a esa tonta de Isabelita? Tu prima te conviene más, es hacendosa y devota, le han enseñado las obligaciones de una mujer casada, conoce las letras y, además, es inmensamente rica.

—Sí, padre, pero usted sabe que acercarme a ella es muy difícil.

—Yo te lo pondré fácil. Mañana viene a merendar con sus padres. Estoy decidido a pedir su mano.

Juan se sentía un pelele a merced de su progenitor. Por otro lado, le parecía cómodo dejarse llevar, ya llegaría la ocasión de organizar su vida a su manera.

—Como guste, padre.

—Buenas noches, hijo.

—Bona nit tenga.4

Doña Leonor de Vallés y de Berga era prima hermana de don Francisco. Había recibido cuantiosas fincas como dote al casarse con el marqués de casa Andreu, don Fausto de Perellada. Magdalena era su única hija y por lo tanto la heredera universal de ambos.

Eran las cinco de la tarde cuando los tres hicieron su entrada en el saloncito ocre tras ser anunciados por el mayordomo. Doña Leonor iba vestida a la usanza mallorquina, con un traje de seda oscuro; el pelo le quedaba tapado por el rebosillo5, a juego con la falda. Le colgaba del cuello una gruesa cadena de cordoncillo de oro macizo. Magdalena estaba bonita con un traje muy sencillo, también de payesa, en color crema. El peinado era discreto, recogida atrás la trenza con un lazo.

A don Francisco le gustó que su prima y la sobrina aún usaran el tradicional tocado mallorquín. Esas modas cortesanas copiadas de París le parecían una modernidad excesiva. Se empezaba por quitarse una toca y se acababa como una ramera. A Juan le daba igual cómo vistiera su futura suegra, incluso cómo iba Magdalena, él ya tenía su plan trazado y nadie obstruiría su camino.

—He pensado que estaríamos mejor en mi gabinete, así dejamos solos a los jóvenes, que tendrán mucho que decirse.

Magdalena continuaba sentada en una esquina del sofá. Juan se le arrimó y le rozó un brazo. Ella se ruborizó ocultando la cara tras el abanico. A Juan empezó a parecerle ridícula la situación.

—Magdalena, si vamos a casarnos, es necesario que me hable y que me mire. No sé si le repugna el hecho de contraer matrimonio conmigo, dígamelo sin miedo. Sabe que no podemos oponernos. Nuestros padres están ultimando los trámites.

—No, primo, al revés, lo deseo. Lo que ocurre es que me da mucha vergüenza.

Juan estaba asombrado, nunca le había oído decir tantas palabras.

—¿Vergüenza de qué? Casarse es algo normal, a no ser que quiera entrar en un convento.

—¡No! Eso nunca.

—¿Entonces? Si lo que te asusta es que consumemos el matrimonio, te prometo que no te tocaré —empezó a tutearla para relajar tensiones.

—No sé, no creo que sea buena idea, pero tengo que acostumbrarme.

—Haremos un pacto que solo sabremos nosotros. Me acercaré a ti solo cuando me lo pidas.

Magdalena sonrió más tranquila y Juan entonces vio el cielo abierto. No se lo pediría nunca, la conocía bien.

La boda se celebró el miércoles anterior a la cuaresma. Acudieron todos los nobles de la ciudad y los señores de los pueblos donde tenían las posesiones. Dijeron que don Fausto tiró la casa por la ventana y que encargó el traje de novia a la modista real de la Villa. Se celebró en la capilla del palacio del padre de la novia, en Palma. Durante el banquete se sirvieron los platos típicos de la isla; en la terraza y en el jardín se bailaron variadas contradanzas. La fiesta duró toda la tarde y parte de la noche. El domingo siguiente dieron una fiesta en la casa solar de una de las fincas para los payeses de sus tierras.

—Te has quedado sin él, Isabel. Se lo ha llevado esa sosa que enmudece en cuanto ve a una persona del otro sexo.

—No estés tan segura, lo conseguiré utilizando mis propias armas.

—Me asustas. Ya está casado, poco puedes hacer.

—Eso lo veremos, dejemos correr un tiempo; sé manejar a los hombres mejor que tú.

—Mejor que yo no lo creo, aunque reconozco que algo has aprendido de mí. —Tonina siempre pensó que su amiga le aventajaba en la conquista de los hombres y disimulaba presumiendo de seductora.

Era más de media noche, la luna de finales de febrero extendía sus rayos opacos cubiertos por una ligera neblina. La humedad obligó a los asistentes a envolverse en sus chales y capas. Magdalena se acercaba para despedirse de sus amigas con un abrazo.

—Ahora, ya sabes —dijo maliciosa Isabel—, tendrás que comportarte como una buena amante.

Un escalofrío le recorrió el cuerpo, esta vez mintió.

—Conozco mis obligaciones a la perfección.

—Eso no lo dudo —respondió Tonina—. Solo te daré un consejo: no te las tomes al pie de la letra.

Los carruajes comenzaron a moverse uno tras otro, enfilando hacia los diferentes domicilios de la ciudad. Todos comentaban que había sido una fiesta muy señora y que, tanto don Fausto como don Francisco, sabían rivalizar con lo más elegante de los salones de Madrid.

Magdalena y Juan se dirigieron a sus habitaciones para estrenar el lecho nupcial. Ella iba temblando, no estaba segura si de vergüenza, de miedo o porque en realidad se había enamorado de su marido y deseaba tenerlo a su lado.

—Buenas noches, ya te dije que no voy a tocarte si no me lo pides.

—Buenas noches, Juan, hasta mañana —se atrevió a decir.

Él entró en la cámara contigua y cerró la puerta.

5

1794

Miguel Hurtado de Mendoza, como siempre, salió nada más comer y se encaminó hacia la sede de la Sociedad. Después del mal tiempo de los días anteriores, la lluvia había limpiado la atmósfera. Iba ensimismado pensando en la situación política, que le parecía preocupante. La guerra de la Convención contra Francia solo les perjudicaba. El general Ricardos, el héroe del Rosellón, había muerto en Madrid hacía un mes. Los republicanos se anexionaban cada vez más territorios españoles, las bajas eran numerosas y el hambre del pueblo aumentaba. Había pasado más de un año desde la muerte de Luis XVI. Godoy quiso hacer una advertencia a los franceses provocándoles la guerra. A pesar del pacto con Gran Bretaña, en realidad todos sabían que solo buscaba sus intereses y que en cualquier momento les daría la espalda. Saludó a algunos socios que hacían tertulia, se acercó al mueble buffet donde se amontonaban los noticieros y cogió el Semanario Económico Instructivo y Comercial.

Echó una ojeada a las páginas dedicadas a la orden aprobada hacía cinco años sobre la mejora de los caminos y la limpieza de las calles y plazas. Era cierto que algo se había hecho, aunque no suficiente. En los días de lluvia, los excrementos se mezclaban con el barro, formando una masa que hacía imposible transitar; casi nunca se limpiaba en el momento. Se mantenía la costumbre de salir lo menos posible esos días, había que esperar a que el suelo hubiera secado.

En la próxima junta hablaría de la necesidad del cumplimiento estricto de la orden. Quería proponer, además, que se fomentara la industria de la loza fina y del vidrio; en la isla contaban con una tradición de buenos artesanos, había que aprovechar la llegada masiva de franceses para dar salida a los productos autóctonos.

Un bedel entró con algunos ejemplares de la Gaceta de Madrid. Cogió uno de los semanarios y se lo guardó bajo el cinturón de la casaca. Deseaba leerlo con tranquilidad cuando llegara a su casa.

Ya en la puerta, una voz que sobresalía entre los tertulianos le hizo girar la cabeza. Un joven hablaba acaloradamente, mientras los demás le animaban burlones.

—Te ha costado decidirte por tu prima Magdalena. Es rica y virtuosa y apostaría lo que fuera a que está enamorada.

—Alegra la cara, posee todos los requisitos para hacerte feliz. Nunca te preguntará si entras o sales ni adónde vas. Eres un hombre libre, más que antes. Tu padre ya no tiene autoridad sobre ti.

Juan se iba irritando, si algo le molestaba era que metieran las narices en su vida privada, no estaba dispuesto a que removieran esas aguas turbias en las que él andaba. Iba a responder cuando vio que Miguel se acercaba al corro para salir en su defensa. Era un grupo de ilustrados que se jactaba de haberse liberado del pensamiento paterno partidario del Antiguo Régimen, al que consideraban anticuado y obsoleto.

—Señores: a ninguno le importa lo que haga o deje de hacer mi sobrino, eso es más propio de hablillas de mujeres. Es más importante que nos ocupemos de la situación del país. Godoy está en apuros con Francia, precisamente en la Gaceta escribe una carta que supongo más interesante que la vida matrimonial de Juan.

Este le agradeció su intervención con un apretón de manos, disimulado. A Miguel era el único que le caía bien de esta familia; sospechaba hacía tiempo sus inclinaciones y se vio obligado a echarle un cable. Los Amigos de la Sociedad no dijeron nada y ambos, tío y sobrino, salieron a la calle.

Caminaron un rato en silencio, el sol tibio no tardaría en desaparecer con los últimos minutos de radiación de la primavera. Al atardecer, la brisa del mar inundaba el aire de una humedad pegajosa.

—¿Es cierto, tío, que Godoy escribe en la Gaceta?

—¿Para qué crees que la he cogido? Mañana la devolveré. Estamos en unos momentos decisivos. Ahora nos aliamos con Inglaterra, pero no sabemos qué pasará si a Gran Bretaña se le tuercen los planes de anexionarse algún territorio de Nueva España, igual pacta en contra nuestra.

Juan no respondió, se mostraba inquieto, con un desasosiego inusual que a Miguel no se le escapó.

—¿Cómo te va con Magdalena?

—Ni bien ni mal. Usted es soltero y me comprenderá, sabe que me he casado a la fuerza.

—Pocos se casan con quien desean, por encima de todo están las conveniencias económicas. Yacer con una mujer joven y bonita, aunque no la quieras, no es ningún disgusto. Además, eres libre para elegir otras. —Miguel hizo el comentario a propósito, conocía la tendencia homosexual de su sobrino. ¿Sería capaz de confesárselo?

—Soy libre para elegir…, pero no me atrevo —dijo con voz sombría—, sabe que la sociedad no perdona. ¿Se ha fijado cómo pretendían burlarse de mí en la sede? Me estaban poniendo a prueba, lo mismo que usted.

—Juan, yo no te pongo a prueba, yo solo quiero ayudarte. Sé lo que sientes, soy un hombre liberal y progresista, nunca te dejaré en evidencia ni voy a denunciarte. Solo te hago una advertencia: se cauto y prudente, como dices, la sociedad es muy mala.

—Gracias, tío, seguiré sus consejos.

Habían llegado a la calle de Sans, Juan se despidió y Miguel continuó deambulando. Al hablar con su sobrino de sexo, aun en términos poco claros, se le había despertado el deseo. Conocía una taberna en una callejuela cerca de la puerta de San Antonio, el vino era pasable y las rameras jóvenes y limpias. Se dirigió hacia allá. Era noche cerrada, apenas se veía algún farol de aceite desperdigado.

Tanteando las paredes llegó a su destino.

6

Juan abrió el portal y entró de puntillas. A la izquierda, en su despacho, se veía una luz débil que proyectaba la sombra de una persona. Subió los dos escalones que le separaban de la entrada, empujó la puerta y la cerró tras él con la llave.

Antonio, el secretario, estaba sentado en una esquina de la mesa. Al ver al señor, se incorporó y permaneció de pie.

—Puede estar tranquilo, nadie me ha visto —le dijo abrazándolo—. Cuando he terminado el trabajo de su padre, le he dicho que me iba a la cama porque estaba cansado; después he bajado y llevo horas esperando algo nervioso, por si aparecía alguien de la casa.

—Antonio, sabes que quiero que me hables de tú, al menos, siempre que estemos solos, y no te preocupes, tenemos toda la noche para nosotros.

—¿Y su…, tu mujer?

—Por ahora no tiene intención de acostarse conmigo, ni yo con ella; no creo que la situación cambie, yo solo te quiero a ti.

Juan apagó la luz del candil y en la oscuridad los dos se besaron y se amaron, lejos de las miradas de los curiosos y rastreros. Allí, ningún chismoso podía hacerles daño, era su guarida y su secreto.

Al alba, Juan entró en el dormitorio. Le pareció que su mujer dormía y se acostó feliz. No sospechaba que Magdalena llevaba horas llorando; desde que se casaron, hacía un año, solo habían hablado tres veces. No quería sentirse culpable. Ella se lo puso muy fácil el primer día, su exagerada timidez le impedía expresarse; si alguna vez la había rozado, reaccionaba como si la pincharan, se apartaba bruscamente. Lo peor era que su padre empezaba a desconfiar de su relación. Últimamente le hacía comentarios alusivos a la descendencia. ¿Cómo todavía no se había quedado preñada? ¿No sería que regresaba cada noche tan tarde que no le quedaba tiempo para su esposa? Él procuraba tranquilizarle diciendo que todo marchaba bien y que tuviera paciencia, que ya llegaría el heredero que esperaba. Mientras tanto, el tiempo pasaba y él tendría que poner remedio al problema sucesorio.

Magdalena, después de las primeras semanas de su enlace, pensó que, aunque le costara, se acostumbraría poco a poco a intimar con su marido. Le gustaba su porte elegante, su desenvoltura, su delicadeza y su cultura. Era amable con todos, incluso con el personal del servicio. ¿Por qué, entonces, no le dirigía la palabra? Ella era su mujer y apenas la miraba. En algunas ocasiones recibía visitas solo de hombres. Se encerraban en su gabinete y no permitía que le molestaran. ¿Ella qué podía hacer? Le hubiera gustado consultar con alguien y recibir consejos. Con sus padres no podía hablar, no lo entenderían; si lo hacía con sus amigas Antonia y Francisca, y mucho menos con Isabel, tendría que admitir su incapacidad para ganarse al marido. La única que podría ayudarla era la dida, el ama que la había criado.

—Madre, echo de menos a Antonia, si no le importa mandarla un mes para que me haga compañía, le estaría muy agradecida.

Doña Leonor accedió. Le extrañó que su hija recién casada le solicitara al ama y tampoco tenía por qué negárselo. La dida, madó Antonia, era una payesa que rondaba la cincuentena. De su cara le colgaban dos mofletes rollizos, su cuerpo conservaba la robustez de su antigua juventud y poseía un carácter alegre. Había criado a Magdalena, la conocía mejor que sus progenitores y sabía que si la había mandado llamar, era porque la necesitaba.

—¿Qué te pasa, niña? —la trataba igual que cuando era pequeña—. Has adelgazado, me parece que no eres feliz.

—Dida, soy absolutamente desgraciada. Antes de casarme me sentía libre, solía pasear cada mañana por el Borne acompañada de la doncella o de mis amigas después de oír misa de doce en Santa Eulalia. Por las tardes iba de visita con mis padres a alguna casa o a la iglesia a rezar el rosario y, sobre todo, soñaba, soñaba con un hermoso caballero que me llevara al altar.

—De eso no puedes quejarte, don Juan es apuesto y de maneras amables.

—Mi marido me desprecia y me ignora.

—¿Me estás diciendo que no haces vida marital?

—No, dida, él no me ha tocado nunca. Es cierto que al principio yo se lo pedí, pero creía que solo me dejaría tranquila los primeros días. Le dije que tenía que hacerme a la idea, ¿cómo explicártelo? Me costaba.

—Hiciste mal, desde el mismo momento en que te han casado perteneces a tu marido, no puedes negarle nada ni ir con remilgos.

—No lo entiendes, parece que él estaba deseando que yo le rehusara. Es educado conmigo, solo eso; ahora se le ve tan feliz, como si hubiera otra persona.

Madó Antonia no contestó. Realmente el caso era bastante grave. Conocía a los hombres, ninguno estaba libre de amoríos fuera del matrimonio y, sin embargo, todos cumplían sus deberes con la esposa. No sabía qué aconsejarla, pronto comenzarían las murmuraciones y no era bueno, además, le apenaba que Magdalena sufriera. Después de pensarlo un rato, le dijo.

—Puede que tú tengas la culpa. ¿Le hablas?, ¿te interesas por su trabajo?, ¿te muestras cariñosa con él?

—La verdad es que apenas hemos hablado en un año.

—Ahí está tu error. A partir de ahora, cada día le preguntarás por sus asuntos y procura sacar un tema de conversación que le importe, algo relevante, sobre música, por ejemplo, tengo entendido que es un gran aficionado a ella, verás cómo todo cambia. Otra cosa: invita a tus amigas a merendar, no puedes permanecer encerrada como una monja.

—¿Y si me preguntan cómo me va? Ya sabes cómo son.

—Miente, disimula, hazles ver que estás contenta. No se me ocurren más consejos, estoy segura de que estos te darán resultado.

Después de varios meses, el ama se marchó. Magdalena intentó seguir paso a paso las recomendaciones de madó Antonia. Abordaba a Juan después del almuerzo o cuando trabajaba en su gabinete, haciéndole cualquier tipo de preguntas. Él se extrañaba y le contestaba respetuoso, con frases cortas, sin extenderse en explicaciones. Luego creyó que su actitud era para controlarle, tal vez intuía su inclinación, y comenzó a mostrarse seco y a evitarla cuanto podía.

Estaba llegando al límite, no le quedaban recursos y optó por llamar a Isabel y a Tonina. Sabía que la someterían a un examen riguroso y, aun así, eran su última salida. Les escribió una nota invitándolas a pasar la tarde con ella.

Desde su boda no habían vuelto a verse; acudieron encantadas, deseando fisgar y entrometerse en su vida a poco que ella se dejara.

—Estás guapísima, ¿no te lo dice tu marido?

—Claro que me lo dice y me regala flores casi cada día.

—¡Qué suerte! Dicen que los hombres, pasados unos meses, pierden el interés. Ya veo que no es tu caso. Lo raro es que aún no estés en cinta.

—Mira, Isabel, los hijos vienen cuando Dios quiere, ya llegarán.

En aquel momento, la doncella sacaba el chocolate con ensaimadas y lo servía en un servicio de china preparado en una mesita adjunta.

—¿Sabes que Francisca festeja? Hay que compadecerla, sus padres han acordado el noviazgo con el señor de Molins, que le dobla la edad, es viudo y tiene un hijo. Es un buen partido, dicen, yo no la envidio. Tener que cargar con el hijo de otra me parece suficiente motivo para renegar del matrimonio.

—A las mujeres nos toca obedecer y callar.

—Tú eres así, Magdalena, yo antes entro en un convento o me escapo –respondió Tonina.

Era una muchacha de ojos negros, grandes, de mirada viva y ardiente. Llevaba rato observando la vestimenta de su amiga, cuya modestia desaprobaba.

—Todavía sigues cubriéndote la cabeza con el rebocillo y usando la falda payesa. Fíjate cómo vamos, es la moda de la Corte. Sí, míranos bien: escote y encajes por todos lados. ¿Cómo quieres atraer a Juan si parece que escondes tus atractivos?

—Ya te he dicho que no me hace falta, él está loco por mí.

—Me alegro, solo era un consejo, tú verás.

Las dos amigas se despidieron y Magdalena aquella noche lloró más que nunca. Sin embargo, nada cambió. En la mesa apenas hablaba con Juan, que la rehuía cuando la veía en el gabinete de costura o cuando se arreglaba para salir a la calle.

—¿Te gusta este vestido? —le preguntó una mañana antes de la hora de la misa.

—Está bien —respondió mirando para otro lado.

—Es nuevo —insistió—. Me lo ha confeccionado la modista María Perelló.

Juan la contempló de arriba abajo. No sabía quién era esa Perelló, le daba igual que tuviera fama o no, el traje no se diferenciaba en nada de los de siempre: falda de tafetán, corpiño y rebosillo. No la consideraba capaz de romper la tradición, de saltarse alguna norma, de alternar con amigas. A lo mejor, si diera una fiesta o si tuviera una conversación entretenida, cambiaría su actitud. Él era un hombre ilustrado y moderno, no soportaba una persona mojigata ni ñoña.

—Dile a tu modista que se ha esmerado mucho —le respondió con sequedad. Hizo ademán de marcharse y ella intentó retenerle.

—¿Te vas ya?

—Me voy como cada mañana, ¿de qué te extrañas?

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