Kitabı oku: «El círculo prohíbido», sayfa 4

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—Había pensado que me acompañaras a misa.

—Me esperan en la Sociedad. Otro día. —Dudó antes de darle un beso.

Magdalena esta vez no se retiró. Le mantuvo la mirada hasta que salió por la puerta.

7

1800

Fue después de seis años, durante la petición de mano de Francisca, cuando las tres volvieron a reunirse. A la fiesta acudieron todas las familias de la alta sociedad. Magdalena despidió a su modista habitual, María Perelló, y llamó a doña Adela, la más famosa costurera de Palma. Le daría una sorpresa a Juan, había decidido romper sus costumbres anticuadas, esta vez se vería forzado a gustarle.

Llevaba un traje de seda azul oscuro, con cintas y encajes de Richelieu en tono natural. Estaba bonita; su marido fingió no darse cuenta, tampoco le dirigió la palabra, se limitó a darle el brazo cuando entraron en el salón de baile.

Francisca de Alós, de pie, junto a sus padres, iba saludando con un pequeño asentimiento de cabeza. Sus facciones eran extremadamente duras, tenía los ojos pequeños, la boca imprecisa y una mandíbula demasiado pronunciada. Su padre no tenía esperanzas de casarla y creía haber tenido suerte cuando la solicitó el rico Molins, un burgués catalán afincado en la isla. Habían llegado al acuerdo de su dote, una décima parte de lo que le correspondía por su estatus. La hacienda iba menguando y el matrimonio de su hija sería una inyección para sacarla adelante. Para el viejo Molins suponía entroncar con la aristocracia.

María Antonia de Moncada, hija del marqués del mismo nombre, a la que llamaban Tonina, coqueteaba con los jóvenes que le solicitaban baile sin decidirse por ninguno, porque solo le interesaba Ramón Martínez de Hervás, un guapo mozo, dicharachero y divertido, que apenas se fijaba en su persona. Tenía cuatro años menos que ella, diecisiete, y se habían conocido de niños. Entonces jugaban en el jardín de su casa, junto con Isabel de Verger y Joaquín, el hermano de esta. Los dos prometieron ser novios y casarse de mayores y, aunque Ramón fuera el menor de todos, siempre demostró una madurez superior. Ahora, de repente, parecía como si nunca hubieran sido amigos; para su desesperación, solo miraba a otras muchachas.

A su lado, Isabel de Verger no se conformó con perder a Juan el día que se casó con Magdalena, esa beata que se pasaba las tardes en la iglesia. Él se merecía una mujer de verdad, que le hiciera sentir la pasión del amor. Le vio lejos de su mujer hablando en corro con varios petimetres; se acercó con paso firme y gesto desafiante.

—Es un placer contemplar esta belleza —dijo un galán del grupo—, ¿me concede el próximo baile?

—El primero lo bailaré con el caballero —respondió sin quitar la vista de Juan.

—Es un hombre casado. No desperdicie sus encantos, señorita.

—¿Es que los casados no pueden admirar a una mujer?

Juan, que había permanecido en silencio, la cogió del brazo y se dirigió a la pista.

—Isabel, ¿a qué está jugando? Le advertí hace años que me dejara en paz. Elegí a Magdalena y no permitiré que se entremezcle entre nosotros.

—No me dirá que se ha enamorado de esa mosquita muerta.

—No le diré nada, mi vida no le importa y ahora puede conquistar a quien le plazca, los tiene a todos a sus pies.

Al terminar la pieza la soltó y salió al jardín, se había puesto de mal humor. Encontró a su amigo Ramón, trece años más joven, al que consideraba con buen criterio para los asuntos políticos.

—Tú aún eras muy pequeño y no podías estar enterado del texto de la carta que escribió Godoy en agosto del noventa y cuatro en la Gaceta de Madrid para tranquilizar a los españoles. Decía que los franceses solo eran 30000 hombres, muy pocos, y serían vencidos. En julio habían guillotinado a Robespierre y a Saint Just. Fue durante la época del Terror. Godoy tenía miedo, la guerra de la Convención se complicaba y buscó alianzas y acuerdos para conseguir la paz.

—¿Por qué me cuentas esto? Aunque fuera un niño, conozco la Historia de sobra, la he estudiado y, además, en casa de mi padre se habla con orgullo de la Paz de Basilea.

—De eso quería hablarte. Tu tío José es íntimo de Godoy, se rumorea que fue él y no Godoy el que llevó a buen término las negociaciones de paz, y por eso le ha concedido el título de marqués de Almenara y la cruz de Carlos III.

—Mi tío José, el menor de los hermanos de mi padre, es un buen diplomático. Es cierto que el duque de Alcudia le ha encumbrado, pero ha sido por méritos propios. Pasa la mayoría del tiempo en París y mantiene relaciones excelentes con Napoleón.

Hacía calor, estaban a mediados de mayo y los ventanales se habían abierto para que corriera un aire inexistente. La calma absoluta dominaba la puesta de sol y la entrada de la noche. Apareció Miguel Hurtado de Mendoza huyendo de la conversación rancia de la mayoría de los señores de su generación. Se alegró de ver a Ramón y a Juan. Prefería estar con los jóvenes, tenían las ideas más claras y el espíritu innovador de las sociedades de Amigos del País.

—¿De qué se habla? ¿Me dejáis intervenir?

—Le decía a Ramón que su tío es amigo de Napoleón y, como embajador de España en París y banquero, puede conseguir relaciones beneficiosas con los franceses. Inglaterra se ha vuelto nuestra enemiga, necesitamos alianzas fuertes que nos ayuden a conservar nuestro territorio íntegro.

—Estoy de acuerdo, le conocí en Madrid hace años, en la Sociedad Matritense. Me admiró su inteligencia y su simpatía. Sabía que llegaría lejos.

—Mi tía, Lucía Rita, murió en el noventa al dar a luz a mi primo Pablo José. Se habla de que piensa casarse con una aristócrata francesa, Louise Dèhat de Longerue. Acaba de comprar en París el palacio del Infantado, ahora l’ Hôtel d’Hervás. Dicen que es de una magnificencia similar al de Napoleón. Me parece excesivo y no me extraña, Bonaparte se ha nombrado primer cónsul y cuanto le rodea es de un fasto contagioso.

—Esto es la consecuencia de la Revolución, los sans culottes y los burgueses quieren terminar con la monarquía, y llega un advenedizo que se adueña de Francia y gobierna con el mismo absolutismo que ellos.

El que así hablaba era un petimetre, uno de los señoritos del círculo, que a Miguel había terminado por resultarle insoportable y que se había añadido a la tertulia.

—Napoleón ha llevado por Europa los principios de la Revolución: el sufragio universal, el mercado único interior; ha secularizado los bienes de la iglesia y, lo que es más importante, deja igualdad de cultos y de religiones o la libertad de no adoptar ninguno. Ha abolido las leyes medievales que otorgaban privilegios por nacimiento. En Francia ha triunfado la burguesía, los privilegios son para los adinerados y los que producen, ¿es eso malo? Yo diría que no se parece en nada al gobierno de los reyes anteriores.

—Don Miguel, no me diga que es afrancesado o simpatizante. Godoy se está poniendo del lado del país vecino y es muy peligroso. Si entran en España las ideas revolucionarias, todo se hunde. Se expropiarán las tierras de la iglesia, se permitirá que cada uno crea o no en Dios, según le convenga; los judíos podrían oficiar sus ritos, y sabe que en Mallorca los chuetes lo están deseando, y los burgueses obtendrán los beneficios que nos corresponden a los aristócratas.

Aprovechando este discurso, Ramón y Juan dejaron a Hurtado de Mendoza que aguantara la soflama y volvieron al salón; Magdalena y Tonina bailaban una contradanza con dos viejos que apenas se aguantaban de pie. Juan sonrió.

—Ya han encontrado distracción. Don Pedro tiene más de sesenta, no me importa que dance con mi mujer.

—Vamos, no creo que sintieras celos ni siquiera de un joven apuesto.

—No soy celoso, lo sabes.

—Lo sé.

Ramón lo sabía, conocía sus tendencias desde que un día, hablando con él, se le escapó que le repugnaban las mujeres. Sin embargo, Juan era su amigo, no lo diría a nadie. Se dirigió hacia un rincón donde varias jóvenes charlaban, entre ellas se encontraba su prima huérfana, Teresa Roca. Se acercó primero a saludar al abuelo, Raimundo Frau, que había ido a la fiesta acompañado de la nieta. Teresa acababa de cumplir doce años y era una jovencita morena, de rostro agraciado, una niña todavía, que solo miraba a los mayores pensando que algún día sería ella a la que sacaran a bailar. El abuelo no había querido dejarla en casa. «Así se acostumbra a la vida de sociedad y se distrae un poco», decía.

—¿Cómo te va muchacho? ¿Te diviertes?

—Si se refiere, señor avi6, a si he bailado mucho, todavía no lo he hecho.

—Yo no esperaría tanto, a no ser que estés enamorado de alguna. Ten cuidado, no sea que te la quite otro.

—No estoy enamorado, señor avi. Cuando encuentre a la mujer perfecta, lo sabrá.

—Tendrás que esperar mucho, las mujeres perfectas no existen.

—Es cuestión de fe —respondió.

Se despidió con una sonrisa mientras se volvía hacia un grupo de damiselas que permanecían sentadas en el centro del salón.

Juan se situó junto a una de las columnas de estilo neoclásico que bordeaban la habitación; desde allí contemplaba a los invitados, hombres y mujeres inmersos en ese acto de la alta sociedad, práctica general que diferenciaba a los botifarras de la plebe. Ellos discutían normalmente sobre política; los más indocumentados presumían de saberlo todo; los defensores del Antiguo Régimen ensalzaban sus ideas como la única forma admisible de continuar disfrutando de sus bienes; y los petimetres galanteaban a las damiselas, que aprovechaban el vaivén de sus abanicos para seducirlos.

Ellas, las más audaces, las señoras empolvadas, con sus pelucas cargadas de lazos y flores, simulaban una juventud perdida y utilizaban sus encantos para gustar y ser admiradas; las que se consideraban decentes, vestidas a la vieja usanza payesa, hacían elogios de sus hijas casaderas ante el candidato que juzgaban buen partido.

Sentía deseos de salir de aquella fiesta que le aburría; sobre todo, quería huir de Magdalena y de Isabel, que charlaban con Francisca, la novia, ajenas a su presencia. Se alegraba de que no le vieran, así pasaría la velada sin tener que hacer esfuerzos para ser atento.

Don Pedro de Alós anunció que podían dirigirse a la sala de música para escuchar un aria de Scarlatti, que su invitada, doña Magdalena, la señora de Berga, interpretaría acompañada al piano por don Miguel Hurtado.

Juan respiró tranquilo. Todos conocían su perfeccionismo en el teclado, no se habría podido negar de habérselo pedido. Ahora podría marcharse con cualquier excusa, le diría a su tío Miguel que se llevara a Magdalena cuando terminaran.

Ramón tomó asiento junto a Teresa para evitar que Tonina se colocara a su lado. Su prima había perdido a sus padres hacía dos años durante la epidemia de cólera. Ahora residía en casa del señor avi. Era la hija única de sus tíos Guillem Roca y Teresa Martínez de Hervás, esta última, hermana de su padre. Percibía su tristeza, le parecía que, por mucho que la quisiera su abuelo, viviría en otro ambiente con ellos, rodeada de gente joven, precisamente en su casa la alegría no faltaba nunca.

—¿Lo estás pasando bien, Teresa? —dijo para animarla.

—Bueno, ni bien ni mal. Pienso constantemente en los míos, aunque intento distraerme, no lo consigo.

—Le diré al señor avi que te lleve mañana a vernos, seguro que mis hermanas te harán reír. O, mejor, podrías ir todos los días.

—No sé qué decir. Como quieras, Ramón.

Él le guiñó un ojo de complicidad, luego le dijo:

—El concierto va a comenzar.

8

Magdalena estaba acostumbrada a los desplantes de su marido. No le extrañó que le encomendara a otra persona con tal de librarse de ella, en esta ocasión a su tío. El público aplaudió su cantata, que había entonado con menor fluidez que en otras ocasiones. Tenía buena voz y desde los siete años recibía clases de modulación. Cuando cantaba, se abstraía de cualquier contratiempo que le amargara, su espíritu se transportaba y se elevaba en una plegaria. Era un rezo al Creador, en el que le daba gracias por todos los bienes recibidos, entre ellos su felicidad. Sin embargo, bien sabía que su felicidad no existía y menos esa noche que Juan la había puesto en evidencia abandonándola. Por eso, esa noche se había negado a sí misma ese recogimiento interior. Estaba harta de sus oraciones, de pedir a Dios que Juan le hiciera un mínimo caso. Sentía rabia y cantó con voz desabrida, sin sentimiento, con una corrección fingida para cumplir el compromiso. Después de la conversación con sus amigas, se acababa de despertar, rechazaba la sumisión que había practicado toda su vida, la que le habían enseñado. Jamás había experimentado el amor ni la pasión y se preguntaba cómo serían esas sensaciones.

Miguel Hurtado la había acompañado al piano haciendo sonar con más énfasis las notas en los momentos cruciales para que no se saliera de la partitura. Le extrañó su actitud fría en una persona que consideraba una virtuosa del canto. Mientras la conducía a su casa, se mostró especialmente atento, no le cabía duda de que le ocurría algo. Le ofreció su brazo al salir de la mansión y al subir al carruaje. A Magdalena ese apoyo le hacía sentirse bien, por primera vez un hombre era amable con ella. Hasta entonces solo había considerado a Miguel un pariente mayor al que obedecer y del que recibía consejos. Era alto, tenía las facciones varoniles, la mandíbula pronunciada y la nariz recta. Mientras entonaba las notas, había sentido sus miradas entusiastas y, ahora que subían la escalinata juntos, no deseaba que se marchara, no quería verse sola con la madrugada cayéndole encima. Le invitó a entrar hasta su saloncito privado. Preguntó al ama de llaves por Juan y le respondió que el señor no había llegado todavía. La chimenea continuaba encendida y atizó los leños, que comenzaron a chisporrotear.

—Don Miguel, acérquese al fuego, hay mucha humedad.

—Solo estaré un rato, el suficiente para calentarme. No está bien que a estas horas me quede aquí contigo.

—Usted es de la familia, no veo que eso sea malo —titubeó antes de continuar—. Además, Juan suele venir muchas veces al alba y mi suegro ocupa la otra ala de la casa, nunca se entera de quién entra o sale.

Miguel no respondió, se sentó en el sofá, pegado a ella. A la luz de la lumbre su rostro resplandecía con tonos rojizos y una aureola iluminaba su cabello; la miró fijamente: estaba hermosa, era una mujer malograda, cuyo vientre no daría fruto. Experimentó una mezcla de compasión y ternura. Apreciaba a Juan porque era inteligente y sensible, pero sabía que jamás se acercaría a su mujer. Si no se quedaba encinta, las malas lenguas hablarían y el primer sorprendido sería su primo Francisco. Si se dejara amar, tal vez le haría un favor. Se había casado siendo casi una niña, ahora había cumplido ya los veinticuatro. Le pasó un brazo por la cintura que ella no retiró. Permanecieron quietos, contemplando las llamas que se retorcían formando figuras. El fuego ejerce un poder mágico. Magdalena apoyó la cabeza sobre su pecho. Se sentía protegida con el calor del hombre que la apretaba fuerte.

—No se vaya, don Miguel, esta noche no me deje —se aventuró a decir sin comprender su atrevimiento.

—No te dejaré, niña.

Miguel la abrazó, la besó y ella correspondió a sus besos, consciente de su libertad. Era dueña de sí misma y nadie le objetaba lo que debía hacer. Estaba en los brazos de un hombre que la amaba, que le hacía experimentar impresiones nuevas y se dejaba hacer. Un ardor la inundaba, como si las llamaradas de los leños se desplazaran a su cuerpo y la envolvieran en una vorágine que la enloquecía y la introdujeran en el amor. Él la fue desnudando poco a poco y en el calor del hogar la hizo suya. Magdalena se abandonó por completo; cuando terminó, estaba llorando.

Miguel la visitaba casi todas las noches. Ella lo recibía en su saloncito y entonces se liberaban de todos los prejuicios y se entregaban el uno al otro, con una pasión que Magdalena apreciaba por primea vez. Nunca se imaginó que ese hombre mucho mayor que ella la hiciera sentir unos goces que desconocía y que seguramente en su vida hubiera conocido.

Después de varias semanas, en Magdalena se produjo un cambio. Estaba alegre y hablaba con todos. Su madre empezó a preocuparse, le pareció que se había vuelto descreída, no acudía a la iglesia por las tardes a rezar el rosario, se comportaba con una desenvoltura que no era habitual en su hija y lo achacó a las malas amistades. Tanto Tonina como Isabel iban a verla con frecuencia. Sus largas conversaciones no le gustaban, le estaban metiendo el demonio en el cuerpo. No sospechaba que lo que llevaba en su entraña era un nuevo ser. Al principio comenzó con náuseas, luego siguió algún desvanecimiento, hasta que comprobó el estado de Magdalena.

—Por fin le vas a dar un heredero a Juan. Creí que no os llevabais bien.

—Ya ve, madre, que está equivocada.

Juan no podía dar crédito a lo que se decía de Magdalena. Pasaba su tiempo sin mirarla y entonces se propuso observarla. Había engordado algo, su vientre se iba abultando y sus ojos brillaban. Nunca la había visto tan radiante.

Se consideró humillado y engañado. Se encerró varios días en su habitación. No sabía si abordarla, pegarla o enclaustrarla. Lo peor era que ante los demás no podía manifestar que el hijo no era suyo. Optó por salir a la calle y consultar a su tío Miguel.

—Déjalo correr, Juan. Tú practicas un amor prohibido. ¿Quieres un escándalo? ¿Deseas que se enteren de que no te gustan las mujeres? ¿Sabes que la Inquisición persigue a los homosexuales?

—Es que no lo entiendo. Una mujer decorosa que se pasa el día en la iglesia, ¿quién puede ser el que la ha seducido? Ella es una mala persona. A saber con cuántos se ha acostado.

—Seguramente solo con uno. No tiene una vida social tan intensa como para alternar con muchos más. No te permito que digas que es mala, piensa que es una pobre desgraciada. ¿Qué has hecho tú para evitarlo? ¿Le has dado algo de amor?

Juan se quedó pensativo, su tío tenía razón, aunque le quemaba que le hubieran robado el honor. Quería saber quién era y, desde luego, no la dejaría ir a fiestas ni salir sin su permiso.

—Es mejor que no indagues, tendrá un hijo. Tu padre estará feliz de perpetuar el apellido si es varón y, si es niña, déjala que lo intente de nuevo. Míralo de esta otra forma: lo ha hecho por ti.

Esta última frase le encendía la sangre.

—No lo creo, no sospecha nada.

—No son conjeturas, son certezas. ¿Has cohabitado con ella alguna vez?

Juan bajó la cabeza, tuvo que admitir que no la había rozado ni un pelo.

—No le pidas lo que has descuidado. Lo positivo es que tengas descendencia y te la va a dar.

Cuando Juan se hubo marchado, Miguel respiró con alivio. Había salido airoso de un apuro. Se alegró del hijo, todo quedaría en familia. Su primo no averiguaría nunca que el nieto y heredero de los Berga sería su propio hijo. Ahora debía tener cuidado. No volvería a verla, no se expondría a supuestos ni a murmuraciones, por ella y por él mismo. Se estaba metiendo en un terreno peligroso, cabía la posibilidad de que se enamorasen y eso le haría daño. Se alegraba de haberle dado una razón y una ilusión para vivir y, sobre todo, de haberla sacado de su pobreza de espíritu.

9

1802

Miguel acababa de visitar a Jovellanos en Valldemosa. La entrevista se la había facilitado el vicario parroquial, don Ignacio Bas, amigo de ambos. Le resultó emocionante el encuentro con el libre pensador, el ilustrado más insigne del País. La conversación fue larga y provechosa. Aunque se habían intercambiado correspondencia desde que le conoció en Madrid, en todos esos años no se habían visto. Estaba muy desmejorado, no solo la reclusión, sino la enfermedad, le habían dejado marcas en la fisonomía. Se comentaba que había sido envenenado con sales de plomo.

Le dijo que empezó a notar los primeros síntomas entre abril y mayo de 1798. Tenía calambres, vómitos y escalofríos. Averiguó que su lacayo fue sobornado con diez onzas de oro a cambio de administrarle las sales en dosis pequeñas. Lo echó de su casa sin denunciarle a la Justicia; pensó que no merecía la pena, ya que solo era la mano ejecutora, no la cabeza. Se propuso conocer quién se molestaba tanto para matarle lentamente. Intuía que había muchos que lo deseaban, eran los que se sentían incómodos con las críticas y las denuncias de sus mensajes. Como no ignoraba, hacía tiempo que atacaba la Inquisición revelando la corrupción del alto clero, que se perpetuaba anclado en sus privilegios. Sus escritos habían llegado hasta las esferas palatinas y no gustaban. Al llegar a este punto, se vio impotente para continuar defendiendo su postura. Los efectos del plomo persistían en la sangre y el miedo a que algún poder invisible rematara su faena le resultaba aterrador. Salió de Madrid hacia su tierra de Asturias. Los cólicos y las convulsiones seguían agotándole día a día. Bebía grandes cantidades de aceite de oliva por prescripción médica. Mejoró algo y, cuando le sacaron de la cama de madrugada, arrestado, con una orden del recién nombrado Generalísimo y Decano Supremo del Consejo de Estado, don Manuel Godoy, aceptó el destierro como mal menor en aquellas difíciles circunstancias, donde los conservadores defendían sus puestos exclusivos y la Inquisición mantenía su dominio. Le acusaron de descreído y de ser simpatizante con la masonería. No le dieron alternativas para defenderse. En la isla de Mallorca estaba dispuesto a alcanzar la paz y a reencontrarse consigo mismo.

Llegó confinado a la cartuja de Valldemosa en abril de 1801, llevaba con los monjes trece meses; ahora, acababa de recibir la orden de su traslado al castillo de Bellver. Creían que en la cartuja gozaba de demasiadas libertades. Estaban equivocados, su disfrute era mínimo, aunque para él suficiente al tener acceso a la biblioteca del monasterio y poder hablar con algunas gentes del pueblo. Querían torturarle más y no imaginaban que, en las conversaciones con su confesor, el vicario don Ignacio Bas, lograba ese sosiego que tanto le reconfortaba. Se alegró cuando le comunicó que tenía permiso para confesarle una vez al mes y que acudiría mensualmente al castillo. No le negó que la travesía desde la cartuja sería penosa por las dificultades del camino. Como sabía, era un recorrido que efectuaría con gusto y, aunque la excusa fuera salvaguardar su alma, la realidad era, según le dijo, que no deseaba renunciar a las interminables charlas con él a pesar de que únicamente le permitían tratar temas de conciencia, que sus ideas innovadoras le gratificaban y que las horas en su compañía se le pasaban sin sentir. Le consideraba una persona buena que había sido maltratado injustamente por no compartir las ideas tradicionales. El vicario lo escribía todo para que quedara constancia de las falsedades que le imputaban. Por mediación de él había podido recibirle a escondidas.

Empezaba a atardecer, el sol se había vuelto anaranjado y se escondía en la bahía tocando la línea del horizonte. Miguel subió al carruaje aturdido por las confidencias de su amigo. Enseguida el cochero espoleó a los caballos, que emprendieron la marcha hacia Palma. Comenzaron la bajada por el camino que rodeaba la montaña, junto al borde del cortado. Desde la ventanilla contemplaba las casitas al pie, pegadas unas a otras. Veía el campanario de la iglesia y se imaginaba a los monjes reunidos en la oración y a Melchor Gaspar arrodillado un poco más lejos. Al llegar al Estret, lugar donde el camino se estrechaba durante más de dos kilómetros, el paso de la caballería se hizo más lento. La bajada era muy pronunciada, con curvas serpenteantes. La noche había cerrado y los cascos repicaban a un ritmo pausado, como si temieran resbalar en la tierra húmeda cubierta de pequeños cantos.

Miguel pensaba en lo que le había dicho Jovellanos. Acababa de llegar una orden del capitán general, no tardarían en trasladarle al castillo de Bellver. No estaba seguro de si la reclusión mejoraría su ánimo, seguramente empeoraría. En Valldemosa, al menos, respiraba la quietud del monasterio, en Bellver se sentiría en una cárcel.

Llegó a su casa pasadas las nueve. Entró directamente en el gabinete y se dirigió a la mesa en busca de la prensa. Cogió la Sociedad Patriótica de Mallorca y se acercó a la chimenea que el mayordomo Antoni mantenía encendida, un servicio que le agradeció; estaban a finales de marzo y el ambiente aún era húmedo y se metía en los huesos.

No leyó nada que no supiera ya. Hablaban de Jovellanos en términos de alabanza, se comentaba su próximo traslado a Bellver, se especulaba sobre su misteriosa enfermedad y si su incipiente ceguera tenía que ver con los males que le aquejaban. Pasó las páginas políticas que le ponían de mal humor. Las relaciones con Francia no eran buenas y Godoy, como Generalísimo, seguía gestionando los destinos de España intentando ganarse a Napoleón. A la vez, escribía cartas a los Reyes, que no solo le consideraban su más querido amigo, sino que delegaban en él todos los asuntos de Estado.

Le interesaron más las noticias del apartado sociedad. El príncipe de Asturias, Fernando VII, se había casado por poderes hacía un año con su prima hermana María Antonia de Nápoles. Se la esperaba en Barcelona en el mes de septiembre, donde acudiría él junto con sus padres. Durante los festejos cuya duración prevista era de dos meses, habría bailes de Corte y bailes populares, mascaradas y cabalgatas, ascensión en globo por el famoso capitán don Vicente Lunardi y una representación alegórica ofrecida por los colegios y los gremios.

Cerró el semanario y se quedó contemplando las ascuas que se iban derritiendo en brasas. Pensó en Magdalena. Como determinó, no había vuelto a visitarla. La verdad era que no quería conocer al hijo. Tenía miedo de que al ver al niño sus sentimientos le delatasen. A lo ojos de todos, era el heredero e hijo legítimo de Juanito Berga. Nadie sospechaba nada, a no ser el ama de llaves que la señora Berga se había cuidado de pagar generosamente por su secreto.

Al principio la veía tres veces a la semana pasadas las diez de la noche. Se sentaban frente a la chimenea y, al calor de la lumbre, se entregaban con pasión. Sus visitas duraron hasta que su estado de gestación empezaba a ser molesto. No se despidió de ella, simplemente no volvió. Ahora se preguntaba si había cometido un acto de cobardía, si ese amor llegó a ser falso, si fue un fraude desde el primer momento. No lo sabía, no estaba seguro de nada. Lo tomó como un deber agradable. No quería hacerle daño, ¿se lo había hecho? ¿Ella lo había amado? ¿Lo amaba todavía? Hay situaciones en las que se confunden el amor y la pasión. ¿Dónde empieza una y acaba la otra? Una respuesta era cierta, su amor por Magdalena María se apagaba como el rescoldo que tenía delante. Le satisfacía saber que, al menos, se había realizado como mujer y como madre; más valía dejar que el tiempo borrara todo.

Hizo un repaso mental de los movimientos que debía dar al día siguiente: asistir a la junta de la Sociedad y luego comer en casa de su hermana Magdalena. Hacía un mes que había muerto Pedro Alemany, el marido, y los hijos le trataban como un padre, especialmente Miguel, su ahijado. Era un muchacho apuesto e impetuoso. Acababa de cumplir diecinueve años y había ingresado en el cuerpo del ejército como oficial. Estaba entusiasmado con los ideales políticos de los ilustrados, admiraba a Napoleón y era simpatizante de los revolucionarios franceses.

A Magdalena no le gustaban esas ideas; estaba convencida de que él era el responsable y que desde niño influyó en que eligiera la carrera militar. Ella era partidaria del Antiguo Régimen, que les proporcionaba una vida tranquila y ordenada. Miguel reconocía que sus suposiciones tenían un fundamento cómodo y que tenía razón solo en parte. En contra de lo que pensara Magdalena, no inició a Miguelito en la vocación por las armas, era una tendencia que siempre tuvo; lo único que hizo fue apoyarle porque el padre no se preocupaba de su futuro. El porvenir de los dos hijos menores lo había dejado en manos de la madre. A Pedro Alemany solo le importaba que su primogénito, el hereu, estudiase y se comportara como mandaban los cánones. Por eso Miguel se cuidaba especialmente de su ahijado y le introdujo en la Sociedad de Amigos del País sin que se enterase su hermana.

Jerónimo, el heredero de la fortuna de la casa de Alemany, con veintitrés años, había comenzado a estudiar Leyes, luego lo dejó para tomar la carrera militar en el cuerpo de artillería. Sabía que su misión era perpetuar las costumbres, tal como le habían enseñado. Ahora todo el peso del mayorazgo recaía sobre él: cuidar de su madre y de la hermana, buscarle un buen partido y adjudicarle la dote.

De Miguelito se encargaría él como padrino. Nada más quedarse huérfano, hizo testamento, le dejaba cuanto tenía, incluidas las casas y los predios. Con estos pensamientos se fue a la cama.

10

Mariquita Hervás entró como un torbellino en el gabinete de costura. Sus hermanas y la madre, doña Margarita, bordaban el punto mallorquín en un camino de mesa de lino blanco con hilos en diferentes tonos de azul. La mayor, Catalina María, y ella, realizaban el relleno de las flores. Luego, enlazaban con el ganchillo la cadeneta en un pequeño bastidor. El trazado consistía en ramos y guirnaldas intercalados alrededor del mantel. Lo había diseñado la prima Teresa Roca, que tenía un don para el dibujo.

Hacía tres meses que la habían reclamado al abuelo. Ramón convenció a sus padres, les contó lo triste que la había visto en la fiesta de Francisca de Alós. El señor avi procuraba distraerla, sin embargo, consideraba que debía rodearse de muchachas de su edad. Don Luis Martínez de Hervás no dudó en llevarla a su casa y hacer un trato con su suegro. Podría visitarla siempre que quisiera, incluso, pasar con ella algunos días.

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