Kitabı oku: «Siempre tú. El despertar», sayfa 2
Mister Green fue despedido inmediatamente y a Jeremy y a mí nos encerraron en aquellas habitaciones sin ventanas durante diez días. Cuando abandonamos nuestro encierro los compañeros nos miraron de manera diferente. A él como a alguien que había perdido su estatus de intocable y a mí con una especie de respeto, como el que se sentiría por un loco capaz de hacer cualquier cosa. Saber que había sido capaz de robar al director su bolígrafo de plata y de inculparme en unos robos que no había hecho para poder desembarazarme del bedel los desconcertaba. A Jeremy le veía resentido conmigo, pero no fue capaz de enfrentarse abiertamente como antes. Creo que se sentía un poco intimidado. Al principio hubo un poco de mal ambiente, pero cuando apareció el nuevo bedel, mister White, un hombretón charlatán y apacible, la cosa se tranquilizó.
Fueron pasando los trimestres y con ellos las fiestas señaladas en las que, normalmente, las familias se reúnen. Yo estuve solo tanto los días escolares como los festivos. Los otros chicos se marchaban, si no en unas fiestas, en las otras. Fui el único que nunca se movió de allí. Suponía que la familia aún estaba enfadada conmigo por el mal trago que les había hecho pasar y que las nuevas acusaciones de robo no ayudaban en nada a apaciguar su enojo, pero añoraba tanto volver a casa...
Cuando se terminó el curso escolar me avisaron que volvía a casa. Entonces, mi padre me vino a buscar y, sin decir una palabra, fuimos al aeropuerto. Fue un viaje frustrante y doloroso. ¡Ojalá no hubiera venido! Mientras estaba en el internado imaginaba cómo sería el reencuentro con él y la familia. Les pediría perdón y me esforzaría en portarme bien. Ayudaría en todo y no protestaría por nada. Me había hecho esa solemne promesa. En el avión intenté empezar a cumplirla. Mirando a mi padre le pedí perdón en voz baja, para no molestar a los otros pasajeros. Él me ignoró y se quejó de mis calificaciones escolares. Sabía que le habían explicado que eso se debía, básicamente, a mi desconocimiento del idioma, pero que había mejorado y en el último trimestre ya comprendía las materias y mi rendimiento era bueno. Además había cambiado mi actitud. Le dije que el curso siguiente me esforzaría mucho. En el colegio de Mataró el idioma no sería un problema. Entonces, mi padre me lo soltó sin rodeos.
—¡No, Álex, no! El curso próximo, volverás al internado, y el otro y el otro...
Me hundí... Hundido literalmente en mi asiento y en lo más profundo de mi corazón, ya no tuve fuerzas para decir nada más. Dejé que las cosas fueran pasando.
No sé por qué, pero me empeñé en mantener mi promesa. Intentaba ayudar, portándome bien y no quejándome de nada. Cumplir mi promesa fue lo que me mantuvo entero. Era lo único que tenía, yo y mi maldita promesa. Fue un verano bien triste.
Mi padre era de los que piensan que todo se arregla con disciplina. No intentaba entenderme, solo me daba órdenes. «¡Come!», «¡A dormir!», o «¡Apaga la tele!» eran sus conversaciones más largas conmigo.
Tenía prohibido ir a la playa o bañarme en la piscina. No podía ir en bici y sobre todo no podía quedar con amigos. Me hizo trabajar duro llenando media docena de cuadernos de verano. Y cuando él se fue de vacaciones me apuntó a una especie de campamento, donde caminar quince kilómetros diarios a pleno sol era de lo más normal. Me llevó una vez a ver a mi madre y otra a ver a los abuelos, pero ellos no parecieron muy entusiasmados de verme después del disgusto que les había dado. Tenían bien presente que cuando me drogaba vivía con ellos.
No me lo podía creer, pero antes de que acabara el verano ya deseaba volver al internado, donde, al menos de vez en cuando, tenía tiempo para mí y mis sueños. Y así, sin ningún cambio destacable aparte de la muerte de la abuela materna; de mi dominio del inglés; de alguna que otra pelea; de mi gran capacidad para leer, aprender y soñar, y las gafas que finalmente tuve que llevar, pasaron casi tres años.
Un día, cuando faltaban pocos meses para que cumpliera catorce años, me llevaron al despacho del director. No sabía qué había hecho mal. Llevaba una temporada tranquila sin provocar incidentes. Los otros me ignoraban y a mí me parecía perfecto, porque no me gustaba aparentar que nos teníamos algún aprecio cuando era evidente que no nos entendíamos. Ellos estaban en un mundo y yo en otro.
Tampoco parecía posible que el director quisiera hablar conmigo sobre mi rendimiento académico. Después de un primer curso nefasto en este aspecto, mis calificaciones habían ido mejorando poco a poco y, en aquellos momentos, me constaba que eran de las mejores de todo el internado.
Cuando entré al despacho el director me esperaba sentado en la butaca orejera. La luz natural que invadía la estancia nunca adquiriría la presencia, cuerpo y luminosidad de la que se filtraba en mi casa. Bueno, en casa de mi padre. Yo añoraba esa luz...
La cosa tenía que ser muy seria, porque la cara del director estaba en tensión, con la frente arrugada y la boca apretada. Sentí un latigazo de miedo que me atravesó de arriba abajo.
—Mr. Martinez, I have terrible news to tell you. Sit down, please —empezó.
Me senté pálido y sudoroso. ¿Qué demonios pasaba?
—I am sorry to inform you that your father has passed away.
Yo continué callado en mi asiento. Estaba pálido, pero ya no sudaba. De repente tenía frío. Temblaba exageradamente y empecé a sufrir convulsiones. No recuerdo nada más.
De nuevo, en la enfermería el doctor Peter estuvo muy atento conmigo. Me mantuvo en observación dos días, para estar seguro de que estaba bien antes de darme el alta. Poco a poco, mientras iba asumiendo lo que había pasado me iban explicando detalles de la muerte de mi padre. Parecía un accidente. Lo encontraron muerto en la piscina de su casa con un golpe en la cabeza, como si se lo hubiera dado al caer del trampolín. A mí me extrañó un poco. Mi padre nunca se había tirado del trampolín delante de mí.
Cuando salí de la enfermería alguien había puesto todas mis pertenencias en la maleta. El director me la dio junto con un billete de avión y una carta para mi familia. Me explicó que mis abuelos habían decidido que volviera a casa. Se despidió de mí con un apretón de manos y aquel fue el final de mi etapa en el internado. Bye bye!
Adaptaciones familiares
Los dos días que había estado en observación fueron la causa de que no llegara a tiempo al entierro de mi padre. De hecho, lo preferí así. Todavía me encontraba bastante trastornado y eso me enfurecía porque el trato con él había sido pésimo y escaso. Más aún durante aquellos tres últimos años. ¿Por qué carajo me sentía así, pues?
Mis abuelos no sabían qué cara poner. Todo aquel asunto les sobrepasaba. Se veía claramente que no estaban convencidos de las posibles causas de la muerte de mi padre, su hijo, el cual, además, había dejado muchas deudas y lo había perdido todo. La policía había cerrado el caso por falta de pruebas y argumentaba que lo más probable era que hubiera resbalado del trampolín y se hubiera dado un golpe en la cabeza al caer. Pero ni en el trampolín ni en el contorno de la piscina se encontró algún indicio de ese posible golpe. Además, la forma de las heridas tampoco coincidía exactamente con las que causaría un borde recto.
Estaba claro que no les hacía ni pizca de gracia la idea de tener que cuidar a un bala perdida como yo. Ya no estaban para muchos trotes. Además, también había una asistenta social incordiando para ver quién se hacía cargo de mí. Era demasiado para ellos y yo mismo les ofrecí una solución.
Podía ir a vivir con mis tíos, Anna y Jordi. Ella era hermana de mi madre. No sé por qué, pero nunca se había llevado bien con mi padre. Decía que mi madre estaba enferma por su culpa. Yo casi no los conocía y no sabía si era una buena o una mala opción, pero no quería hacer más pesada la vida a los abuelos. Ellos eran gente sencilla y ya tenían suficiente. Me ofrecí para hablar por teléfono con los tíos, ya que mis abuelos no sabían por dónde empezar.
—Hola, Anna, soy tu sobrino Álex. Seguramente te sorprenderá que te llame, pero me gustaría hablar con vosotros de un tema importante. ¿Podemos ir a veros este sábado por la tarde? Por favor.
—¿No puedes decirme de qué se trata por teléfono?
—Bueno. Es un tema complicado. Será mejor hablarlo cara a cara.
—Eh... De acuerdo. Nos vemos el sábado. ¿Sabes nuestra dirección? No estoy segura de que tus abuelos la recuerden.
—Sí, sí. Los abuelos la tienen apuntada en la agenda. Hasta el sábado y muchas gracias. Bye. ¡Ay! Adiós.
—Adiós.
Los pocos días que pasaron hasta que llegó el sábado estuve con mis abuelos, procurando portarme lo mejor posible. No salía a la calle para no preocuparlos y me pasaba el día leyendo y mirando documentales sobre fauna salvaje, que siempre me habían gustado. Ayudaba a la abuela llevándole la compra y cosas así. Ellos no me dijeron nada, pero creo que, después de aquellos días, me perdonaron.
Llegó el sábado y empecé a ponerme nervioso. No tenía muchas alternativas. Mi madre estaba ingresada en una clínica, mi padre muerto, los abuelos eran demasiado mayores y yo no quería ir a ningún centro de acogida. Me lo jugaba todo a una carta y no me podía permitir el lujo de que saliera mal.
Me duché a conciencia y tuve cuidado con la ropa que me puse para tener buen aspecto. Repasaba mentalmente, una y otra vez, lo que les quería decir y todo lo que pensaba ofrecer a cambio.
Apenas comí. Tenía los nervios en el estómago y no me entraba nada. Mi abuela insistió en que comiera un plato de sopa. Pero cedió cuando vio que realmente no me la podía tragar.
Cogimos el tren desde Mataró (el pueblo de los abuelos) hacia El Masnou (el pueblo de mis tíos), a unos kilómetros de distancia. Al salir del tren empezamos a caminar por una calle empinada. Yo iba tirando de la abuela y, de vez en cuando, nos parábamos para descansar y esperar al abuelo. Mientras lo esperábamos miraba más allá, al final de la calle, abajo, donde se veía un trozo de mar de un azul intenso que hacía tiempo que no veía... y que añoraba. Finalmente, conseguimos llegar a la altura de la calle transversal donde vivían mis tíos. Después de torcer a la derecha y caminar una treintena de metros llegábamos a la casa. Llamamos a la puerta y me coloqué bien el pelo con un gesto casi involuntario y lleno de nerviosismo.
Mi tía abrió la puerta. No la había visto mucho a lo largo de mi vida, pero era fácil de reconocer, tenía las facciones de mamá. Aunque era la hermana mayor, su aspecto era más joven y saludable. Este hecho me trastornó un poco e hizo que me diera cuenta del sufrimiento que padecía mi madre, y de cómo se reflejaba en su aspecto tan desmejorado.
Los saludos fueron cordiales, pero sin besos de familia.
—Hola, Álex. Hola, Pepita y José. ¿Cómo estáis?
—Bien, bien... Oye, ¿podrías darme un poco de agua? ¡Esta subidita me ha dejado seco! —dijo el abuelo.
—¡Claro! Pasad, pasad. ¡Jordiii! ¡Ya han llegado! ―hizo saber Anna, mientras se dirigía a la cocina a buscar agua.
Caminamos medio pasillo y de una puerta salió a saludarnos Jordi. Bueno, debía ser él si vivía allí. Yo lo recordaba más delgado y con más cabello. Tampoco tenía presentes las gafas de pasta que llevaba ahora.
—Hola. Pasad y sentaos, por favor. Debéis estar cansados con el camino de subida.
—¡Sí que lo estamos! —dijo la abuela mientras se dejaba caer en el sofá de dos plazas de diseño muy funcional.
Mi abuelo prefirió sentarse en una silla.
—Por las piernas, si me siento en el sofá, no habrá quien me levante.
Yo me senté en una silla, al igual que Jordi.
Anna apareció con una jarra de agua y vasos, y nos los ofreció. Yo tenía la boca seca de los nervios. Ella se sentó junto a la abuela como muestra de cordialidad y dijo:
—Bueno, vosotros diréis.
Mis abuelos se miraron. No sabían cómo empezar. Antes de tomar la iniciativa, bebí un sorbo de agua, aclaré la garganta, tomé aire y, finalmente, empecé a hablar con mi acento marcadamente anglófono.
—Mirad, la propuesta que os queremos hacer ha sido idea mía. Reconozco que es una idea atrevida y por eso os pido que me escuchéis hasta el final. Después podréis decir lo que pensáis.
Estaban ambos expectantes y serios. Anna asintió con la cabeza.
—Bueno, mi padre está muerto, mi madre enferma, los abuelos son..., necesitan una vida tranquila. Además, se ha puesto en contacto con nosotros una asistente social interesada en saber si tengo algún familiar que se ocupe de mí a partir de ahora. Me gustaría que fueseis vosotros.
Empezaron a decir que no con la cabeza.
—Por favor, esperad a que termine... En el banco nos han dicho que mi padre ha dejado una cuenta a nombre del abuelo y al mío, que no pueden tocar los acreedores. En la cuenta hay dinero suficiente para poder estar bien cuidados mi madre y yo. No pido que me cuidéis para siempre, solo hasta cumplir los dieciocho años. Luego me buscaré la vida. De hecho, solo serían cuatro años. Tampoco pido que me queráis. Sé que hemos estado muy distanciados y también sé que mis antecedentes no despiertan precisamente los sentimientos de estimación y confianza que ahora necesitaría que me avalaran. Mi presencia puede romper vuestra vida tranquila y organizada... Sé que todo está en mi contra y que no soy la opción más fácil... Si me acogéis, os doy mi palabra de que procuraré en todo momento comportarme bien. Os obedeceré siempre, me esforzaré en los estudios y ayudaré en casa todo lo que pueda. No saldré con amigos si no queréis. Solo iré donde vosotros me dejéis ir. Yo... Haré lo que sea necesario. ¡De verdad!
En este punto se me acabaron las palabras o, mejor dicho, la voz. Anna habló.
—¡Caramba! Parece que estar en aquel internado no te ha ido tan mal. Nunca había oído hablar a un chico de tu edad como tú lo acabas de hacer, con esa claridad y decisión. Debes estar muy desesperado.
Bajé la mirada confundido y avergonzado. Cuando vio mi reacción, ella añadió:
—Sí. Sí lo estás.
Hubo un silencio que aprovechó Jordi para hablar.
—Debéis comprender que esta propuesta nos coge por sorpresa y nos va grande. Queréis que pasemos de la ignorancia mutua que hemos mantenido los unos hacia los otros a que nos hagamos cargo de un adolescente con las hormonas subidas y unos antecedentes de escándalo.
En ese momento intervino la abuela.
—Bueno... Han sido pocos días, pero tengo que reconocer que Álex ha hecho exactamente en casa lo que os está prometiendo y a nosotros no nos lo ofreció como trato, ha salido de él mismo. La verdad, pienso que lo debe haber pasado muy mal últimamente. Quizá se lo ha buscado él mismo o quizá pecó de ignorante. Lo cierto es que no ha tenido mucha suerte con los padres y la vida que le ha tocado vivir. Probablemente entre todos podríamos darle la familia que nunca tuvo.
—¡No podéis pedirnos esto! No después de lo mal que trató Jaime a Eulalia. Sabéis perfectamente que ella se puso enferma cuando descubrió que su marido le engañaba con otra mientras estaba embarazada y vosotros, en lugar de apoyar a Eulalia cuando estaba hundida, le apoyasteis a él —dijo Jordi.
—Mi hermana siempre ha sido una persona muy sensible y de carácter frágil y depresivo. Eso lo sabíamos nosotros, vosotros y, por supuesto, Jaime también. Fue muy feo que le apoyarais a él después de lo que había hecho —dijo Anna.
—En aquel momento no estaba claro que fuera verdad. Debéis entenderlo, ¡era nuestro hijo! —dijo la abuela.
—Espero que ahora sí lo tengáis claro, después de ver como él siguió hasta el último día con sus aventuras y líos amorosos sin ningún pudor o intención de contenerse. El hecho de que Eulalia estuviera convenientemente atendida y encerrada en aquel sanatorio le fue muy bien —dijo Jordi.
—Lo evidente es que era Eulalia quien lo estaba pasando mal y no vuestro hijo. Él nunca la trató bien y el nacimiento de Álex le vino muy bien para echarle la culpa de todo y seguir con su vida. El niño también ha…
No dejé acabar de hablar a Anna. Aquellos reproches no me los esperaba y me sentí muy angustiado de ver lo mal que se llevaban y, sobre todo, por conocer aquellos acontecimientos que marcaron la vida de mis padres y la mía propia. En aquel momento entendí muchas cosas, cosas que nunca me había atrevido a preguntar. Pero entenderlas no hacía que fueran menos dolorosas.
—Por favor, ¡no habléis así de mis padres! —dije yo.
Después de un momento de tenso silencio habló Anna.
—Tiene razón. De todos modos, discutir ahora no va a resolver nada —dijo Anna, muy apesadumbrada.
Hubo otro silencio. Esta vez no se respiraba tensión en el ambiente. Aquel silencio parecía ser aprovechado por todos para ordenar los pensamientos y mirar de dirigirlos hacia un bien común. Cuando pareció que la abuela ya los tenía todos ordenados, volvió a hablar, reconduciendo la conversación hacia el tema que nos importaba.
—Bien. Sé que parece una propuesta que os puede complicar mucho la vida, pero yo había pensado en repartir un poco el trabajo, por decirlo de alguna manera. Es evidente que entre semana sería bueno que estuviera cerca de la escuela donde irá. También es verdad que a nosotros se nos haría un poco pesado tenerlo cinco días a la semana siguiendo la dinámica del instituto y todo. Perdona que lo diga tan claro, hijo ―dijo la abuela mirándome―. Pero, si aceptáis tenerlo entre semana, nosotros podríamos asumir que viniera a pasar los fines de semana a casa. De hecho, podría venir el viernes por la tarde y quedarse hasta el domingo por la noche. Así vosotros podríais estar más libres los fines de semana. Entre semana, que ambos trabajáis, creo que tampoco os rompería mucho el ritmo.
Miré a la abuela con un gesto de agradecimiento por sus palabras. Aquella fue la primera vez en mucho tiempo que alguien me apoyaba. Mi abuela continuó la conversación con un aire más práctico.
—Como él ha dicho, hay una buena cantidad de dinero en el banco para destinarlo al cuidado de la madre y el chico. Si está bien gestionado, es difícil que se acabe con los intereses que genera. Al menos, eso lo hizo bien mi hijo. Creo que incluso una vez al año os podríais pagar un viajecito. Pienso que a Álex no le molestaría. ¿Verdad que no, Álex?
—Claro que no. Mientras a mamá no le falte de nada, a mí no me importa. Pienso trabajar si hace falta para pagarme los estudios.
¡No me lo podía creer! Mi abuela había llevado la conversación de tal manera que ahora la idea incluso resultaba tentadora. La posibilidad de hacer un viaje de vez en cuando era una oferta demasiado seductora para dejarla pasar.
—No sé. No lo veo. Viajar nos gusta mucho, pero ¿a este precio? ―dijo Jordi.
―No es un trato. Ha llegado el momento de actuar como la familia que somos. Si seguimos justificando nuestras discrepancias sobre las actuaciones de Jaime para eludir la responsabilidad que tenemos con su hijo, estaremos actuando como él. Las circunstancias son las que son y no podemos seguir dándonos la espalda unos a otros. Es verdad que Álex ha dado mucha guerra, pero también es verdad que no lo ha tenido fácil. Deberíamos pensar en lo que es bueno para el chico.
Después de pensarlo unos instantes, intervino Anna.
—Tienes razón. Que Álex viva con nosotros parece la mejor opción —dijo Anna, dándome unos golpecitos tranquilizadores en la espalda―. Bien. Casi se ha acabado el curso escolar. Desde ahora hasta finales de agosto haremos una prueba. Estarás en casa entre semana e irás a casa de los abuelos los fines de semana. Mientras tanto, buscaremos un buen instituto y hablaremos de cómo puedes recuperar estos últimos días de curso si fuera necesario. El treinta de agosto valoraremos y decidiremos algo definitivo.
—De acuerdo —dijo la abuela, intentando disimular el tono triunfal que impregnaba su voz.
—Sí, en agosto —dijo el abuelo.
Llegados a este punto, casi lo estropeo todo.
—Pero pongo una condición. Me gustaría comer vegetariano.
Jordi me miró con mala cara. Anna sopesó mi petición y finalmente habló.
—Lo intentaremos, pero algún día comerás pescado.
—De acuerdo.
Me sentí muy agradecido y les prometí que no les fallaría. Nos fuimos enseguida, ya que la abuela quería llegar antes que oscureciera. Quedamos en que iría a vivir con ellos en quince días. Anna quería adecuar un poco la habitación de invitados y la abuela quería comprarme ropa y alguna otra cosa que pudiera necesitar. Al llegar a casa abracé a la abuela y le di las gracias de corazón. Ella me dio unas palmaditas en la espalda.
—Aprovéchalo, Álex. Tal vez no vuelvas a tener otra oportunidad como esta.
Cuando llegó el momento, mi vestuario se había incrementado de forma considerable y, además, la abuela me compró un ordenador por su cuenta.
—Lo necesitarás para hacer los trabajos del instituto —dijo.
Yo estaba que no cabía de alegría.
El día acordado vino Jordi con su coche para recoger todas mis cosas. Los cargamos en el auto en dos minutos y me despedí de los abuelos hasta el fin de semana. El corto trayecto transcurrió en silencio. Era evidente que Jordi no estaba nada cómodo con la nueva situación y además no estaba muy acostumbrado a hablar. No lo quería incomodar más de lo que ya estaba, así que no abrí la boca. Al llegar, Anna vino a ayudarnos a entrar las cosas a casa. La habitación que me asignaron me encantó. Era amplia, muy luminosa y ¡tenía vistas al mar! Bueno, se veía una pequeña porción, pero era mi querido y añorado mar y aquellas cuatro paredes eran mucho más de lo que había tenido en mucho tiempo. Estaba recién pintada de un agradable y luminoso verde pistacho. Delante de la ventana con estor había un escritorio sencillo pero moderno con una silla a juego y, como lámpara, un flexo de color negro. Eso y una cama, que en realidad era un colchón sobre un canapé sin cabezal y cubierto por una colcha de tonos tostados, era el único mobiliario de la estancia, ya que el armario estaba empotrado a la pared. Anna me dijo que pondrían una estantería para que pudiera poner los libros, los CD y cosas así.
Empecé a colocar mi equipaje en el armario, tratando de poner la ropa de una manera organizada. Mis libros y un estuche con utensilios para escribir los dejé sobre la mesa. También instalamos el ordenador. Esta tarea fue la más complicada, pero Jordi tenía habilidad para estas cosas y enseguida lo terminó.
—¡Hala! ¡Ya está instalado!
Se lo agradecí. Salimos ambos de la habitación y, cuando fui a cerrar la puerta, miré al interior y sonreí satisfecho.
Me ofrecí para poner la mesa, pues parecía que Anna tenía la comida casi preparada. Después de aprender dónde estaban los utensilios en la cocina empecé a hacerlo. Respetando mi petición de comer vegetariano, Anna me preparó una comida diferente a la de ellos. Comimos en silencio, escuchando el informativo. Mientras la ayudaba a lavar los platos me preguntó si podía añadir huevos y lácteos en mi dieta. Le hice la concesión de dos huevos a la semana, pero nada de lácteos, ya que no me sentaban bien. Le hablé de los frutos secos, del muesli y también le dije que buscaría por internet información y recetas fáciles de comida vegetariana.
Cuando les pedí permiso para ir a mi habitación quedaron sorprendidos, pero intuí que esa muestra de respeto les gustó. No fue difícil mantener ese hábito, ya que costumbres como esta las tenía bien asumidas de mi estancia en el internado.
En la habitación retomé una de mis historias favoritas: Robinson Crusoe. Era una versión inglesa. Me la sabía de memoria, pero me gustaba releerla de vez en cuando para deleitarme en las descripciones de los paisajes de la isla, sus playas y de cómo el protagonista tenía que usar el ingenio para salir adelante y sobrevivir. Me cautivaban especialmente los momentos en los cuales Robinson confeccionaba algún objeto de utilidad o sabía aprovechar los recursos de la naturaleza y las cosas que le llegaban del mar. Admiraba como se organizaba para no dejar que el caos y la soledad le hundieran.
«Mira qué listo», pensaba. Era la historia de una persona que en momentos difíciles era capaz de sobreponerse y seguir adelante. Y también era la historia de alguien que estaba solo, pero que, al final, encuentra un amigo. En cierta manera yo era un poco como él. Ahora mismo estaba tratando de aprovechar los recursos que tenía para salir adelante. Debía organizarme en mi particular isla desconocida y también necesitaba algún amigo.
Las cosas aquel verano fueron muy bien. Cumplí con mi palabra de no crear problemas, obedecer y colaborar. Al principio, mostraban un poco de desconfianza y parecían no creer que mi buena voluntad durara mucho tiempo. Yo hacía ver que no me daba cuenta y me mostraba contento y agradecido. Eso era verdad, no fingía. Mi acento inglés tampoco ayudaba mucho, ya que aparte de hacerlos sonreír de vez en cuando, también marcaba una cierta distancia o lejanía entre nosotros. Hacía que me vieran más como un extraño que como uno más de la familia. Pero poco a poco se fueron acostumbrando. Los fines de semana iba a casa de los abuelos y allí también intentaba ayudar. La abuela dejaba para esos días las tareas más físicas como descolgar las cortinas para lavarlas y volverlas a colgar, limpiar los cristales, las luces o las partes altas de los armarios y cosas así. A mi abuelo le ayudaba a cuidar el jardín, a mover los tiestos y a cultivar un pequeño huerto que tenía al lado de casa. Me encantaba ver crecer las judías, los tomates... Las plantas son muy agradecidas si las tratas bien. Todo lo hacía bien a gusto. Por la tarde, si el día era bueno, iba a pescar con el abuelo al rompeolas. Me gustaba ver los peces, pero no pescarlos y, muchas veces, dejaba la caña en el agua consciente de que ya no tenía cebo. Lo que me gustaba realmente era estar allí, disfrutando de la brisa del mar, de su olor, de su ruido y sus salpicaduras.
Algún domingo por la mañana les pedía permiso para bajar a la playa y nadar un rato. Mi abuelo me acompañó alguna vez al principio, pero después me dejó ir solo cuando vio que nadaba bien y que no estaba mucho rato, ya que cuando empezaba a venir la gente me marchaba.
Tampoco intenté salir a la calle y hacer algún amigo. Después de cómo terminaron las cosas la última vez que viví con ellos sabía que la idea les desagradaba. Creo que ellos se sentían un poco responsables de aquel episodio de mi vida. De hecho, no volví nunca más a aquella plaza que ahora me traía recuerdos dolorosos. Era un náufrago solitario que iba de una isla a otra, de fin de semana.
Los cuatro parecían contentos y pronto noté que depositaban más confianza en mí. Tanto en Mataró con mis abuelos como en El Masnou con Anna y Jordi, empezaron a delegar en mí tareas que requerían un nivel más alto de confianza mutua. Iba a comprar solo, trayéndoles después la cuenta y el dinero del cambio. Me daban las llaves de casa para que pudiera entrar si ellos estaban fuera. Iba solo al cine o a la biblioteca y cosas así. Parecen cosas muy normales para un muchacho de catorce años, pero para mí eran cosas diferentes a las que no estaba acostumbrado y que tenían un significado muy importante.
En El Masnou, Anna, ya de por sí más emotiva que Jordi, empezó a darme un beso de buenas noches cuando iba a dormir. Después de más de tres años sin recibir ninguna manifestación cariñosa de parte de nadie ese gesto me impresionó y, la primera vez que lo hizo, no pude disimular una expresión de sorpresa y satisfacción. A ella no le pasó por alto y me sonrió mientras guiñaba el ojo. Jordi se mostraba más reticente a darme cualquier muestra de estimación, pero su actitud fue cambiando. Se mostraba más confiado y no me vigilaba tanto como al principio.
En Mataró, la abuela se veía feliz y pronto me demostró abiertamente su aprecio. El abuelo, muy vivaracho, estaba contento de tener un compañero de pesca que no le representara una clara competencia. En cuanto a sus sentimientos, él estaba acostumbrado a esconderlos, pero diría que también empezó a apreciarme.
Parecía que iba bien mi supervivencia en las dos islas. Me había esforzado mucho y me di cuenta de que había conseguido más de lo que había llegado a imaginar. Únicamente esperaba su aceptación, como cuando vas a un albergue y tienes que compartir habitación con alguien que no conoces. No esperaba nada más que el roce superficial de una relación familiar impuesta. Pero aquello se convirtió en algo más. Pronto establecí unos lazos de dependencia emocional. Notaba por ellos algo muy especial y necesitaba desesperadamente sentirme querido. Durante aquellos días mis sentimientos se removieron y salieron de la cajita donde los tenía escondidos. Posiblemente esta necesidad me hacía sentir que, en algunos momentos, ellos me recompensaban con su estima, y esa sensación no la quería perder por nada del mundo. Fue por eso por lo que, cuando se fue acercando el día designado para tomar la decisión final, empecé a ponerme nervioso. Estaba inquieto, no podía tragar la comida y sentía un peso en el pecho que hacía que a veces me sintiera como ahogado. Empecé a despertarme por las noches, asustado por una pesadilla que nunca recordaba. Me levantaba cansado, pero procuraba que no se notara. Finalmente, el día 29 de agosto mi aspecto estaba tan desmejorado que Anna me llevó al médico. Como también tenía el vientre descontrolado el médico pensó que tenía un virus intestinal.
El día 30 se reunieron los cuatro en casa. Yo me encontraba fatal. Estaba mareado y había vomitado por la noche. Al ver mi estado, Anna me ofreció cambiar a otro día la reunión para decidir sobre mi futuro. Yo sentía que no me encontraría bien hasta que la decisión estuviera tomada y, además, me veía incapaz de estar presente en el momento en que podía cambiar mi vida. Así pues, le dije que no pospusieran la reunión y que en el fondo era mejor que yo no estuviera para que pudieran tomar la decisión más libremente.