Kitabı oku: «Siempre tú. El despertar», sayfa 4

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El secreto de Ona

Aquel viernes de finales de febrero había empezado nublado. Desde la ventana de mi habitación veía como el cielo se reflejaba en el mar para reverberar una gran gama de grises y azules pesados. Todo ello, junto con la pizca de niebla baja que se diseminaba por todo el litoral, creaba una atmósfera triste, húmeda y melancólica. Esos días no me gustaban. Me recordaban demasiado mi estancia de oscura reclusión en Inglaterra. Mi estado de ánimo en días como aquellos también estaba un poco tocado, aunque trataba de sobreponerme.

Cuando llegué a clase, Ona estaba sentada en su mesa y hablaba distraídamente con unas amigas. Al ver que yo la miraba se volvió un poco para darme la espalda y se puso el pelo hacia delante para que no pudiera verle la cara. Como ya era habitual en ella desde hacía un mes, me esquivaba. Ahora, sin embargo, se veía más tranquila y serena.

No había vuelto a hablarle desde el día que dejé caer los libros a su lado y aún no sabía qué demonios le había pasado. Pero, fuera lo que fuera, ahora parecía llevar el control de su vida y había vuelto a ser la misma de siempre. Solo había cambiado una cosa. No me miraba ni con odio, ni con desprecio, ni siquiera con pánico. Simplemente no me miraba. Fue un alivio para mí, pero a la vez, el hecho de que me ignorara no me gustó. A pesar de todo, desde mi estancia en Chelmsford, estaba acostumbrado a este tipo de trato y lo prefería a las muestras de aversión. Así pues, me resigné. Volvía a estar solo en medio de un sinfín de personas. El mío ahora era el grupo de los indeseables ignorados.

Yo también estaba más calmado. Continuaba sintiendo algo por Ona, pero asumí la situación sabiendo que cualquier intento de hablar con ella sería igual que tirar leña a un fuego en el que me acabaría quemando. Me refugié otra vez en los libros. Tanto en los libros del insti como en los libros de aventuras o viajes increíbles, los cuales leía ávidamente y me duraban un suspiro. Esto me obligaba a ir a menudo a la biblioteca o las librerías para adquirir nuevos libros. Había decidido que al día siguiente, aprovechando que sería sábado y ya no estaba castigado, iría a comprar mis provisiones de lectura para un mes. Además, como algunos de los autores que me gustaban eran anglófonos, me compraría sus libros en la versión original. Este era el aspecto positivo de mi estancia en Inglaterra.

Después de una hora de Física y otra de Matemáticas, la profesora de Inglés, la señorita Ingrid, nos puso un examen sorpresa. En realidad el examen consistía en una redacción donde se debía explicar un hecho que nos hubiera marcado o que fuera importante para nosotros.

Tenía tantos hechos importantes que me habían marcado que debía escoger qué quería contar, consciente de que, a veces, después nos hacía leer la redacción ante toda la clase.

Mientras pensaba qué explicaría vi como Ona se quedaba paralizada ante la hoja en blanco. Su expresión volvía a ser la de una persona atormentada por el pánico y el dolor. Era evidente que ella también tenía un hecho destacable que explicar, aunque también resultaba evidente que no quería hablar sobre el tema. Parecía que, durante unos momentos, se había quedado atrapada por sus pensamientos más dolorosos. Poco a poco fue recobrando la calma. De forma inconsciente comenzó a hacer ejercicios de respiración para relajarse, ajena al hecho de que yo la observaba. En una de esas respiraciones levantó la cabeza y fue plenamente consciente de que le había pillado. Volvió rápidamente a mirar la hoja de papel y, cuando yo iba a hacer lo mismo, de repente me miró, sonrió y me guiñó un ojo. Volvió a mirar su folio en blanco y empezó a escribir como si nada. Oh, my God! ¡Ahora sí que tenía un hecho importantísimo sobre el cual escribir mi redacción! Pero también, como ella, decidí hablar de otro tema.

Cuando se acabó la clase fui directamente hacia su pupitre y sin pensarlo dos veces le hablé, ignorando a todos los compañeros que nos rodeaban.

—Mañana quería ir a comprar unos cuantos libros para leer. ¿Quizá te gustaría acompañarme?

—¿Por qué debería acompañarte? —dijo ella con aires de superioridad y algo burlona.

—No sé... Tal vez te gustaría hablarme de alguna historia que te haya impactado.

Esta última palabra la recalqué con demasiado énfasis. Para disimular seguí.

—Me la podrías recomendar...

Ella lo pensó durante unos momentos y, contra todo pronóstico, aceptó. ¡Caray! ¡Si lo llego a saber antes de escribir la redacción, seguramente la hubiera cambiado!

—De acuerdo. Quedamos en Mataró mañana a las diez y media, en la plaza de la iglesia —dije tranquilamente y sonriendo de oreja a oreja.

Me fui todo chulo ante la mirada atónita de los que estaban más cerca. Después de dar unos cuantos pasos oí como alguien le decía:

—¿De qué va todo esto?

Yo tampoco lo entendía. Pero, en realidad, no me importaba. Parece mentira como un día que había empezado tan triste pudiera cambiar para convertirse en el más feliz desde que tenía conciencia.

Llegué a casa pletórico y Anna, que enseguida lo notó, no pudo aguantarse y decirme:

—¡Caramba, chico! ¿Te ha tocado el gordo?

—¡Algo parecido! —le respondí y nos pusimos a reír juntos.

Ella no preguntó más, pero supongo que con su intuición femenina había descubierto ya de qué iba el tema.

Por la tarde, ya en casa de los abuelos, mi diario echaría chispas de felicidad y emoción. Durante aquella noche, medio dormí y medio soñé. Medio dormí porque de vez en cuando me despertaba inquieto pero feliz. Medio soñé, porque era consciente de que estaba soñando mientras lo hacía. Soñaba que estaba con ella y que caminábamos juntos por la plaza de la iglesia de la mano, ante la mirada de todos los del pueblo, que parecían contentos por ello. Era un sueño tan inverosímil que ni yo mismo me lo creía y, por eso, era consciente de que lo estaba soñando.

Aquel sábado seguramente volvía a ser un día gris y triste, y el mar y el cielo estaban iguales que el día anterior. Incluso los tonos de azul y gris eran más oscuros y el suelo estaba mojado debido a una lluvia torrencial que había caído durante la noche. A mí, sin embargo, me pareció un día excepcional, lleno de posibilidades y cargado de ilusiones. Sentía algo parecido a lo que siente un niño pequeño el día de Navidad.

Desayuné con más ansia de lo normal. También fue anormal la velocidad con la que me duché, arreglé mi habitación e hice los encargos que me pidió la abuela. Cuando llegué a casa con la compra y cara de velocidad, ella me dedicó una sonrisa y dijo:

—¡Anda! Ya puedes marcharte. Seguro que te están esperando.

―¡Sí! —le dije mientras daba media vuelta y me iba corriendo hacia la puerta.

Ya estaba en la calle cuando tuve que volver, ya que, con las prisas y la emoción, me había olvidado la cartera con el dinero para comprar los libros. La abuela me esperaba en la entrada con la cartera en la mano y una pose exagerada de condescendencia.

—¡Algún día perderás la cabeza! —dijo cuando me marchaba de nuevo.

Llegué corriendo a la plaza. Eran las once menos cuarto. No conseguía encontrarla y no sabía si ya se había ido molesta por tener que esperarme, o si aún no había llegado. Después vi como su figura emergía de la zona más oscura de un rincón del porche de la iglesia. Bajó las escaleras y se dirigió hacia mí con paso decidido. Cuando estuvo a mi altura soltó, sin mirarme a la cara, un categórico y seco «¡Vamos!» y continuó su marcha. Tuve que dar la vuelta y la seguí un poco como pude, agobiado por la emoción y su extraña reacción. Cuando conseguí acompasar mi paso al suyo, dijo:

—Creo que alguna chica de la clase ha venido para espiarnos.

—¡Caray! Nunca habría imaginado que este también sería un acontecimiento importante para los demás.

Ella se dio la vuelta enfurecida y me miró por primera vez para decirme de forma clara, contundente y algo pedante:

—Puede que para ti sea importante. Y tal vez para los demás también lo sea. Pero quiero que tengas claro que para mí no lo es.

—No lo será para ti. Pero algo ha cambiado y ha tenido la suficiente importancia para que hayas bajado del burro y quieras hablar conmigo. ¿O no?

—¡No sé de qué me hablas!

—Yo sí que no lo sé, pero confío en que me lo contarás.

—¡No sé qué quieres que te cuente! He venido aquí para hablar de libros.

—¡Vamos, Ona! Ambos sabemos que hay algo que te preocupa. Los libros son la excusa. Sé de qué te hablo. Tus reacciones han sido las mías en algún momento.

—¿Qué reacciones?

—Tienes miedo. Sientes pánico por algo que te ha pasado. Algo que te ha pasado hace poco, un mes o mes y medio.

—Veo que me tienes bien controlada.

—¡O sea que es verdad!

—¡Y qué, que sea verdad! No es de tu incumbencia.

—Tienes razón. No es de mi incumbencia. Pero, si me lo explicas, tal vez te pueda ayudar. Por lo menos escuchándote. Si tú quieres, claro.

—¿Por qué debería explicártelo? ¿Quién eres tú para darme consejos? ¡Eres un chico estúpido con un historial criminal de primera!

—Tienes razón, Ona. No lo niego. Soy un chico estúpido con un buen historial. He cometido muchas equivocaciones y te aseguro que lo he pagado. Pero soy el único en todo el instituto que se ha dado cuenta de que tienes un problema y, si puedo, te quiero ayudar.

—Y… ¿por qué me quieres ayudar?

Me quedé mudo. No sabía cómo contestar a esa pregunta. Bueno..., sí lo sabía, pero no tenía claro si se lo quería decir. Ella, al ver mi reacción insistió.

—¿Por qué? Si te he de explicar mis problemas tengo derecho a saber por qué me quieres ayudar, ¿no?

—Porque... me importas. Me importas mucho.

—¿Quieres decir que te gusto?

—No, Ona. Gustas a todo el instituto. Es más que eso. A mí me importas... mucho.

Ella se quedó pensando en lo que le acababa de decir. Parecía que le costaba captar la sutil diferencia que para mí había entre gustar o importar a una persona.

—¿Cómo es eso? Casi no nos conocemos. Y te he dejado por los suelos delante de todos en más de una ocasión.

—No lo sé. Supongo que son cosas que pasan.

—¿Seguro que quieres ayudarme? ¿No será que quieres conocer mis puntos débiles para airearlos a los cuatro vientos y devolverme así la pelota?

—Posiblemente alguien tan retorcido como tú sí que lo haría, pero yo no soy así.

—Y… ¿cómo puedo ser tan importante para ti, si piensas que soy retorcida y te puedo jugar un mala pasada?

Por su expresión, ahora parecía que ella se divertía haciendo este tipo de preguntas. En ese punto mi estado de ánimo cambió. Empecé a perder la paciencia y a pensar que aquel no sería el día excepcional que había imaginado.

—Mira, Ona, seguramente soy aún más estúpido de lo que ambos nos imaginamos. Tal vez tengas razón y no soy la persona más adecuada para ayudarte. Puede que te haga daño, aunque sea sin darme cuenta. Será mejor que no me meta en tu vida y que soluciones tus problemas tu sola. Que yo me haya dado cuenta de que los tienes no me da ningún derecho a meterme. Lo siento. No te quería molestar. ¡Adiós!

Me marché dirigiendo mis pasos hacia la librería, pero sin saber hacia dónde encaminar mis pensamientos.

—¡Eh! ¿Adónde vas?

—Voy a la librería. No te engañé cuando te dije que quería comprar libros.

—Te acompaño. —Su tono no era de pregunta ni de pedir permiso.

—Si no quieres estar conmigo, lo entiendo. No hace falta que lo pases mal por miedo a que te haga algún tipo de chantaje. No padezcas. No diré a nadie que tienes problemas. De hecho, tampoco hay nadie que me quiera escuchar. Puedes marcharte tranquila.

Pero ella no hizo caso de mis palabras y continuó a mi lado. Volvió a decir un «¡Vamos!» categórico, pero esperó a que yo iniciara la marcha para volver a caminar a mi lado.

Estaba muy desconcertado. No sabía cómo tomarme todo aquello. Opté por cambiar de tema y hablar de los libros que quería comprar. Cuando empecé a hablar advertí que ella no me escuchaba, pero, después de todo lo que nos acabábamos de decir, no osé preguntarle en qué pensaba. Continué mi disertación sobre libros con conciencia plena de que hablaba a las paredes, o mejor dicho a las calles. De pronto se detuvo a mi lado.

—Tienes razón. Tengo un problema.

—¿Te puedo ayudar? O… ¿quieres que te ayude?

—Me gustaría.

—Explícame de qué se trata.

—No. No me siento preparada para hacerlo.

—De acuerdo. Si en algún momento sientes la necesidad de hablar, puedes contar conmigo.

—Gracias.

—Y ahora... ¿te puedo ayudar de alguna otra manera?

—Solo necesito saber que hay alguien a mi lado.

—¡Puedes contar conmigo!

—De acuerdo.

—¡Una pregunta! ¿Puedo estar a tu lado también en el instituto?

Lo pensó un poco, pero finalmente dijo un «sí» tan grande como una casa y me sonrió. No pude ahogar una exclamación parecida a un «yujujuuu», similar a la expresión que hace algún personaje de dibujos animados cuando está contento. Se rio de lo lindo y me dio la mano mientras yo contemplaba extasiado su sonrisa. Por enésima vez volvió a decir: «Va. ¡Vamos!». Y tuvo que tirar de mí para que caminara.

Fuimos a la librería y escogimos varios libros que nos interesaban. Descubrí que teníamos gustos bastantes diferentes en la lectura. Ella se decantaba por historias más sentimentales. Cuando salimos de la librería la invité a tomar algo. Desestimó la invitación, pero me pidió que la acompañara a la estación del tren. Fue entonces cuando me enteré de que vivía en una urbanización cerca de El Masnou. Supongo que muchos de los compañeros de clase vivían en urbanizaciones como la suya, pero yo, hasta entonces, no me lo había planteado. La acompañé a la estación y esperé a que llegara su tren. Cuando se fue me quedó un vacío que no había sentido nunca. ¡Qué estupidez sentir un vacío como aquel por una persona con la que solo has estado un par de horas! Dos horas, sin embargo, que me trastornaron por completo. Llegué a casa a la hora de comer, nervioso y a la vez feliz. No hizo falta ninguna explicación para que la abuela adivinara lo que me pasaba.

—¡Espero que la chica con la que has estado no te haya quitado el apetito! ¿Cómo se llama?

—Mmm... ¿Qué chica?

—¡La que ha conseguido que tus ojos vuelvan a brillar!

A veces resulta muy incómodo convivir con personas tan intuitivas como la abuela o Anna. Pude eludir la respuesta aliviado, pues mi abuelo llegó en ese momento y cortó el hilo de nuestra conversación.

—¡Caramba! ¿Qué hace tan buen olor? ¡Tengo mucha hambre!

—Para nosotros he hecho estofado de ternera y para Álex, pasta a la milanesa con algas y tofu cocinado con mucho amooooor.

En ese momento me hubiera gustado ser el desayuno de Carlos Mir. La abuela intentaba hacer gracia con aquel comentario, pero a mí no me gustó. Por suerte, el abuelo no prestó mucha atención y finalmente ella lo dejó estar, al comprobar que yo no abría la boca.

Sábado, 27 de febrero

Hoy por fin he conseguido hacer una amiga, Ona. ¡Sí, sí! ¡¡Mi amiga es Ona!! Mis sospechas de que tiene problemas son ciertas. Creo que la podré ayudar. ¡Si me deja! Es muy terca, pero creo que en eso le gano.

¡Estoy encantado! Hoy he llegado a sentirla muy cerca de mí.

Estuve nervioso el resto del fin de semana, esperando impaciente que llegara el lunes para ir al instituto y poder estar con ella de nuevo. Nunca había deseado tanto que llegara un lunes. Y finalmente... llegó.

Sí. El lunes llegó y todo el mundo estaba allí, en clase, menos Ona.

No pude evitar perder los nervios y maldecir en voz alta. Los otros me miraron y tuve que disimular haciendo ver que me había dado un golpe fuerte en el pie con la pata de la mesa. Mientras la señorita Gertrudis iba explicando la clase de Mates con un tono monótono y aburrido, yo intentaba serenarme y pensar con claridad por qué Ona no había venido. Podía ser que estuviera enferma, pero el sábado no dio muestras de encontrarse mal. Hacía unos días que también había faltado, pero entonces se decía que estaba enferma. Ahora no circulaba ningún rumor sobre ella y su salud. No quería ser mal pensado, pero... ¿sería esto una especie de jugada burlona para reírse de mí? No podía ser. Parecía sincera y nuestra conversación no fue superficial como las que ella solía tener. Intenté averiguar si alguien sabía por qué no había venido, pero parecía que yo era el único que había notado su ausencia. No era normal que un grupo no echase de menos a uno de sus líderes. No lo entendía, no entendía nada. En aquel momento, el hecho de pertenecer a otro grupo no me ayudaba a la hora de averiguar qué le podía estar pasando.

Fueron unos días interminables en los que el vacío que sentía por ella se fue llenando de pensamientos extraños y malos augurios. Y mientras mi mente tapaba aquel agujero con toda esa carga negativa, mi cuerpo pasaba por el mundo como el de un zombi y no se daba cuenta de nada que no tuviera que ver con aquella chica. En clase de equitación mi caballo hacía lo que quería y Tomás, el profesor, más de una vez tuvo que venir a espabilarnos a mi caballo y a mí. Creo que los profesores me llamaron la atención a menudo en clase por mi falta de concentración. En una de estas ocasiones oí la voz de Eloy que se metía conmigo diciendo algo como «se debe haber quedado tonto, esnifando pegamento o algo así». Los otros le rieron la gracia. Y yo, en vez de contestarles con mi habitual locuacidad y dejarlos cortados, los dejé hacer.

Mi humor cambió durante aquellos días y, aunque en clase nadie lo percibió debido al poco trato que había entre nosotros, en casa mi cambio de humor no pasó desapercibido. Anna no entendía cómo podía haber cambiado mi ánimo de aquella manera de un día para otro. Me lo preguntó abiertamente el martes por la tarde. Sentía una necesidad muy grande de hablar con alguien, pero no quería que Anna y Jordi se preocuparan por mí más de lo que ya lo hacían. Opté por no dar demasiada información. No diría ninguna mentira, pero tampoco diría toda la verdad.

—¿Qué te pasa? Pareces triste y desconcertado. ¿Ha pasado algo con tu amiga? ¿Habéis discutido?

Era evidente que la abuela había hablado con Anna.

—No. No hemos discutido.

—Entonces, ¿por qué vas con esa cara de amargura?

—Son cosas mías.

—¿Quieres que hablemos?

—No, gracias. Ya se me pasará.

Como no la vi muy convencida añadí:

—De verdad. No te preocupes, no es nada.

Me esforcé en mostrarle una sonrisa que diera credibilidad a mis palabras. No sé si lo logré, pero ella me dejó tranquilo y no preguntó más.

Martes, 2 de marzo

¿Por qué no vienes? ¿Qué te ha pasado? No te imaginas lo preocupado que estoy. No puedo dejar de pensar en ti y en lo que te puede estar pasando. ¿Es culpa mía? ¡Vuelve por favor!

Finalmente, cuando llegué a clase el jueves, la vi sentada en su pupitre, hablando con Roberto. Ambos parecían muy divertidos. Me acerqué sin pensarlo. Cuando llegué a su altura, Roberto me miró despectivamente.

—Míralo. ¡Ya lo tenemos aquí!

—¿Tienes algún problema conmigo, Roberto?

—No, pero tal vez tú sí que lo tendrás conmigo si no vigilas.

Le quería contestar con algo fuerte, pero me contuve. No quería dar pie a una situación que, de nuevo, me trajera problemas. Él captó el motivo de mi indecisión y aprovechó para poner más leña al fuego.

—¿Qué pasa, Martínez? ¿Se te ha acabado la cuerda o es que no has esnifado suficiente cola para enfrentarte a mí?

—No he venido a pelear. Sabes que no me lo puedo permitir.

—Lo que pasa es que no tienes cojones y te escudas detrás de esas gafas de vidrio grueso y de cualquier excusa para esconderlo.

—De acuerdo, no tengo cojones. ¿Ahora puedes dejarme en paz? Quiero hablar con Ona.

—Ella no quiere hablar contigo. ¡Aléjate!

—Eso debería decidirlo ella, ¿no crees?

Ambos la miramos.

Durante nuestro tira y afloja, ella se mantuvo al margen. Me pareció que su rostro reflejaba una mezcla de sentimientos contrapuestos: miedo y excitación, desaprobación y satisfacción... Todo entrelazado y explotando como las chispas de diferentes colores de un cohete. En ese momento, Ona nos miró.

—¡¿Queréis parar de hacer el imbécil?! ¿Qué quieres, Álex?

—Quiero saber por qué no has venido a clase estos días.

—¿Y a ti que te importa? —dijo Roberto.

—¡Me importa mucho y ella lo sabe!

Roberto con cara de incrédulo, tono burlón y voz demasiado alta dijo:

—¿Es que salís juntos?

—Sí —dije yo.

—¡¡No!! —dijo ella.

—¡Caramba! Qué divertido —dijo Roberto.

Roberto tenía razón, era una situación realmente cómica. Además, la cara de Ona era la esencia personificada y exagerada de la mala leche, una auténtica caricatura. A mí me hubiera hecho tanta gracia como a él, si no fuera porque mis sentimientos y yo estábamos involucrados. Todos los compañeros de la clase nos miraban con curiosidad morbosa. En ese momento llegó Juan, el profe de Física, y tuvimos que dejar el tema para después de clase. Pasé la hora nervioso y tenso y ella parecía estar igual que yo. Cuando terminó la clase me acerqué a ella. Todo el mundo nos miraba y Roberto se situó muy cerca. Ona, sin mirarme a la cara, no me dejó hablar.

—Mira, Martínez, no sé de dónde has sacado que tú y yo salimos juntos. En la plaza solo te dije que te dejaba estar cerca de mí, pero si te pones tan tonto me parece que paso.

Dio a sus palabras la connotación de quien ha sido benévolo concediéndote un favor, de alguien que está por encima de ti.

—¿Quieres decir que has cambiado de opinión?

—Sí.

—¿Qué es lo que ha cambiado?

—Todo.

—¡Yo no he cambiado!

—¡Todo ha cambiado! Ahora márchate y déjame tranquila.

En aquel momento me pareció entrever un sentido escondido en aquellas palabras.

—¿Es por eso que ha cambiado por lo que no has venido estos días?

Me miró a los ojos fijamente.

—¡Vete de una vez, Martínez!

—Me marcho. Pero que sepas que lo que te dije sigue en pie.

Toda la clase estaba pendiente de nosotros, llenos de curiosidad y llevados por el morbo de pensar que podía haber algo entre Ona y un delincuente como yo. Era evidente que ella sufría más que yo por aquella situación. Me alejé y le di espacio y vía libre para que lo terminara como quisiera.

Hice campana de las otras clases de ese día y me escondí en el gimnasio, ya que no podía salir a la calle. Me senté en un colchón que había en el suelo y empecé a pensar en todo lo que Ona me había dicho. Curiosamente, la inquietud y el malestar de los días anteriores habían desaparecido, y ahora mi estado de ánimo era sereno y tranquilo, aunque sentía una especie de tristeza profunda. Por alguna razón que no comprendía ella había cambiado de opinión. Pero yo sentía que ese cambio no tenía nada que ver con nosotros, sino con aquello que tanto le preocupaba. En toda esa conversación, que en apariencia significaba el rechazo que ella sentía por mí, me pareció que en realidad había un mensaje cifrado en que me daba la razón a todo lo que le preguntaba. Sus palabras decían una cosa, pero sus gestos, su mirada y también los momentos en que me ignoraba parecían escogidos para decirme algo diferente.

«¡Todo ha cambiado!». ¿Qué quería decir con aquello? Habían pasado cinco días desde que nos vimos en la plaza. ¿Qué había cambiado en ese tiempo? Desde luego no era nada relacionado con el instituto, ya que no hubo tiempo de que pasara nada y ella no se había presentado. Lo que fuese había pasado fuera, en su casa o en el pueblo. Pero ¿qué?

El sábado me dijo que podía estar a su lado. ¿Por qué había cambiado ahora de parecer? Si lo que le pasaba estaba relacionado con el instituto, ¿cómo es que todo había cambiado mientras ella había estado fuera? Si al menos me lo pudiera explicar...

Salí del instituto para ir a casa cuando me pareció que todo el mundo se había marchado y faltaban pocos minutos para que cerraran el edificio. Dejé escapar el autobús que me habría acercado al pueblo con los otros compañeros para hacer el camino a pie, atajando por aquí y por allá. Por el camino la brisa de la tarde me refrescó, y la mente, que hasta entonces la había tenido espesa, se fue aclarando poco a poco. Antes de llegar a casa me senté un rato en la playa, cerrando los ojos y escuchando al mar. Hacer aquello siempre me ayudaba a sentirme mejor. Al llegar a casa Anna y Jordi me esperaban con cara seria. Enseguida me di cuenta de que alguien del instituto les había informado ya de mis ausencias en clase. Me vi atrapado. No los quería engañar, pero, sobre todo, no los quería decepcionar.

—¿Qué has estado haciendo desde las once de la mañana?

La pregunta de Jordi fue directa y clara.

—He estado en el gimnasio del instituto.

—¡¿Que has estado en el gimnasio?! ¿Y qué demonios hacías allí?

—Necesitaba aclarar las ideas y en clase no podía.

—¿Qué ideas tenías que aclarar?

—Cosas que siento... Cosas que no entiendo.

—¿Para aclarar las ideas has necesitado perder todo un día de clase?

Mis respuestas no parecían apaciguar el mal humor de Jordi ni el desconcierto de Anna, más bien al contrario. Cuando decidí hacer campana, no pensé en ningún momento que ellos seguramente se enterarían y en las reacciones que esto podía provocar. ¡Qué estúpido!

—No volverá a pasar, os lo prometo.

—¡Te aseguro yo que no volverá a pasar porque no lo pienso tolerar! ¿Me has entendido bien?

—Sí, señor.

—Ya puedes ir a tu habitación a reflexionar sobre lo que has hecho. ¡¡Así nos aseguraremos de que lo entiendes!! Hoy te quedas sin cenar. ¡Ah! Y ya te puedes olvidar de nuestra inmersión por las islas Medas. ¡¡No pienso ir con un irresponsable como tú!!

La inmersión en las aguas de las islas Medas era lo que me hacía más ilusión del mundo. Hacía dos o tres meses que ambos lo estábamos preparando con entusiasmo. Era la primera actividad que planeábamos hacer juntos. Estaba programada para Semana Santa. Perder la posibilidad de ir me dejó muy tocado. No solo por el hecho en sí, sino porque daba a entender la magnitud del enojo de Jordi. Lo miré a la cara y pude constatar su decepción en la amargura de su mirada.

—Sí..., señor.

Me fui a la habitación. Él vino detrás y, sin decir palabra, se llevó todos los libros de lectura que tenía. Le dejé hacer sin oponerme.

Pasé varias horas solo en la habitación acostado sobre la cama, pensando en el disgusto que había dado a Jordi y a Anna y maldiciendo mi estúpida idea de hacer pellas. En realidad no tenía ningún motivo que lo justificara. Solo me quise alejar de Ona y pensar en lo que había pasado. Podía simplemente haber ido a mi pupitre y haber esperado a la hora de comer para pensar. Además, ahora me daba cuenta de que mis faltas a clase tampoco me habían beneficiado mucho de cara a la reacción con los compañeros. Sería otra excusa para despreciarme. Estaba seguro de que al día siguiente lo comprobaría con sus risotadas burlonas y algún chiste sobre mí. ¡Vaya estupidez!

Jueves, 4 de marzo

Todo ha cambiado según ella. Pero no sé el qué. Yo sigo siendo el mismo. Bueno... Sigo siendo el mismo atontado de siempre que se deja llevar por sus impulsos y no se da cuenta del daño que hace. Hoy he hecho enfadar a Anna y a Jordi. ¡He hecho campana porque tenía que pensar! ¡¡Ha sido una estupidez y no me ha servido de nada!!

Cuando el reloj que estaba sobre el escritorio marcaba las doce menos cuarto entró Anna sin hacer ruido y encendió la luz. Traía un tazón de leche de espelta con galletas.

—He supuesto que no has comido nada desde la hora del desayuno, si es que realmente has estado en el gimnasio todo el día.

Hasta ese momento no me había dado cuenta de ese hecho. Lo cierto era que no tenía hambre. Pero me preocupaba que dudara de mi estancia en el gimnasio.

—Sí. Tienes razón. No he comido nada en todo el día. Pero no te preocupes, no tengo hambre.

—¿Cómo es posible que un chico en plena adolescencia no tenga hambre después de pasar todo el día sin comer?

—No lo sé, pero es así.

—¿Quieres explicarme qué te pasa?

—¡Me pasa que soy un zopenco!

—Bueno... ¡Eso ya lo sé! Pero, aparte de eso, ¿qué problema tienes?

Su mirada era de franca preocupación. Me hizo daño verla tan afligida.

—No tengo ningún problema de drogas ni de nada ilegal, Anna. No debéis preocuparos por eso. Tengo la lección bien aprendida. Es más tonto y más sencillo. Me gusta una chica, pero no la entiendo. Necesitaba pensar y no se me ha ocurrido nada mejor que saltarme las clases e ir al gimnasio. Soy tan burro que no he pensado en las consecuencias de lo que hacía hasta que no me han caído encima. Lo siento mucho.

La cara de Anna experimentó un cambio repentino y parecía más aliviada por mis explicaciones.

—Bueno. El mal de amor explica tu desgana, pero eres demasiado joven, Álex. No debes dejar que esas cosas te afecten. A tu edad los sentimientos a menudo cambian y los enamoramientos duran poco. En cambio, tu historial académico te acompañará toda la vida. Bueno, no me quiero poner melodramática ni darle más importancia de la que tiene. Te dejo la leche y las galletas.

Ella no lo sabía, pero lo del historial no era nuevo para mí. Lo estaba viviendo en primera persona con el tema de mi drogadicción infantil.

—De verdad que no tengo hambre. Además, no quiero enfurecer más a Jordi. No cenar forma parte del castigo y no quiero desobedecer.

—De acuerdo. Pero hablaré con él de la salida a las islas Medas.

—Déjalo estar. Ya iremos más adelante.

—¡Pero te hacía mucha ilusión!

Yo sonreí y le dije:

—¡Después de esto todavía me hará más!

Anna se quedó sorprendida por la manera en que me lo tomaba y finalmente sonrió conmigo. Se acercó, me dio un beso de buenas noches en la frente y dijo mientras iba hacia la puerta:

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