Kitabı oku: «Sombras en la diplomacia», sayfa 2
Génesis familiar
La estirpe Venayon sobrevivía a los tiempos desde el siglo XIV. La ciudad de Toledo había sido desde entonces su metrópoli natural, después de su expulsión desde Inglaterra y hasta que los Reyes Católicos decidieron, de una manera un tanto intransigente, que los hebreos deberían abandonar el territorio hispano a no ser que se cumplieran las complejas exigencias del edicto emitido en 1492. Se trataba así de solventar el recelo histórico de los cristianos hacia los judíos y la necesidad de inhabilitar a un grupo de poder, además de la jerarquía social de que gozaban los sefardíes. Su preeminencia, por entonces, en la banca, convertía a los hebreos en los principales prestamistas del suelo nacional y ante su negativa de conversión al cristianismo el mandato prohibía trasladar bienes muebles a otros territorios exteriores. De esta forma, y en base a un castigo mayor, los judíos españoles deberían dejar todo su patrimonio en suelo natural y así también se evitaba que iniciaran cualquier tipo de negocio en su lugar de destino. Todo ello se dice, se dijo, que generó un odio originario hacia España de los sefardíes, hijos de las regiones de Sefarad, que es el nombre en hebreo con el que se denomina a la península ibérica; rencor que con el transcurso de los siglos se convirtió en añoranza por el regreso a la amada tierra de sus ancestros. En la actualidad, la península ibérica en su conjunto sigue siendo un sinónimo de nostalgia para la comunidad sefardita hasta el punto de que en la Europa central todavía existen comunidades, pequeñas, donde aún se habla ladino, un idioma procedente del castellano medieval.
Pensaba Rachel, tal y como le había comentado su padre, David, en una ocasión, que la peregrinación de su familia atávica había sido muy similar a la del profeta Moisés. Porque él y el pueblo judío huido de Egipto, decía, hubieron de vivir en el monte Sinaí durante un año; luego la nube se alejó del tabernáculo y tuvieron que seguirla a través del desierto, pero los sacerdotes, obedeciendo la palabra de Dios de que así los guiaría hacia la tierra prometida, transportaban con rigidez el arca del testimonio. Sin embargo, estaban decepcionados y lamentaban su salida de Egipto. Tenían hambre. Y por eso Yaveh les envió el maná. Pero ellos querían carne y días más tarde les mandó codornices. Cuando llegaron a la tierra de Canaán, que era la tierra prometida, Moisés envió a doce espías al objeto de investigar. Los espías volvieron, pero a pesar de portear vituallas y frutas para los desplazados, indicaron que las gentes de Canaán resultaban peligrosas por su fortaleza física, por vivir en grandes y amuralladas ciudades y por su estatura fuera de lo común. Fue el momento en que la multitud israelita que acompañaba a Moisés tuvo miedo y solicitó regresar a Egipto. El pueblo judío ya no tenía fe en Dios. Ante el desconcierto general, Yaveh se enojó con los hebreos y le pidió a Moisés que los retornara al desierto. A la sazón, Dios les dijo que tendrían que vivir cuarenta años en el desolado arenoso, siendo la conclusión que los israelitas más viejos morirían en las desérticas arenas y los más jóvenes, con fe, alcanzarían la tierra prometida. Y así fue como no llegó a ser. Moisés durante cuarenta años los guio y una vez alcanzó la montaña en la que se divisaba Canaán, con ciento veinte años de edad, indicó el itinerario hacia la tierra prometida y Dios se lo llevó consigo.
Lo cierto es que la familia de Rachel, sus antepasados, había sufrido no los cuarenta años de destierro como indicaba la Torá, sino más de cuatrocientos hasta que logró establecerse con un mínimo de permanencia. Durante su desarraigo, y según comentaba su padre en las escasas ocasiones en que surgía el tema, cada dos o tres generaciones y por motivos claramente gubernativos, los judíos sefardíes se sentían obligados a emigrar a otros pueblos donde la inexistencia de persecución social les pudiera conducir a otros lugares donde conseguir una mínima estabilidad para sí y sus familias. Holanda, Polonia, Túnez, los Estados Pontificios y otros habían sido los términos donde la familia Venayon se estableció con carácter permanente durante una época más o menos longeva. Ya en los últimos tiempos, los de sus bisabuelos, Hungría fue el país de acogida y Budapest la ciudad elegida, población donde nació su padre, David. Sin embargo, otras derivaciones sobrevenidas, como la Segunda Guerra Mundial, revirtieron en la estabilidad perfilada y volvieron a obligar a la familia a una nueva huida, aunque en esta ocasión con esquema de retorno al principio de los tiempos, al lugar donde se inició su expulsión en 1492.
El río Danubio, corriente de agua dulce que separa y a la vez une en la confluencia a las ciudades de Buda y Pest, dejó una evidente huella en la familia Venayon. Los abuelos de Rachel, después de deambular por varios países europeos, se sintieron deslumbrados por la contemplación cercana de aquellas aguas que prácticamente observaban desde su domicilio en Kiraly Utca, lugar donde también mantenían su negocio de joyería y casa de empeños, subterfugio para denominar los préstamos interesados que realizaban. Pero cuando les llegó la oportunidad de decidir su regreso a España, concluyeron que la ciudad de destino debería estar situada bien en la confluencia de un río con un cauce cuantioso o al lado del mar. Tenían más que claro, axiomático, que el regreso a Toledo forjaría nuevas y dilatadas penas que no estaban dispuestos a tolerar. Requerían un lugar nuevo, incógnito, desde donde reconciliar un pasado de siglos e iniciar una nueva vida; una vida diferente, heterogénea y alejada de sus propias normas y desencuentros. Se plantearon muy seriamente el cambio de apellido y para ello solicitaron el apoyo y el consejo del llamado Ángel de Budapest, que había sido, milagrosamente, el hombre que salvó a la familia del exceso nazi. También fueron conscientes de que el sentimiento de la religión debía ser algo muy íntimo, personal, aunque sin desmerecer ni exhibir. El hecho de que durante su estancia en Budapest su domicilio se incluyera dentro del barrio judío, de que su hijo David siguiera su escolaridad en los bajos de la Gran Sinagoga y de que difícilmente transitaran por la ciudad mostraba el grado de apego y propensión a un gueto como se conformó en los días de la Segunda Guerra Mundial, convirtiéndose más tarde en el campo de concentración de la capital húngara. Pero si bien la invasión alemana había acaecido de manera pacífica y con la total aquiescencia del nuevo Gobierno húngaro, no fue así con los planes que conjugaban un exterminio masivo de la comunidad judía del país, para lo cual se emitió un comunicado que indicaba las disposiciones antisemitas que se promulgaron. Los judíos no podrían salir de sus casas más de dos horas seguidas cada día. Quedaba prohibido que los judíos se comunicaran a través de las ventanas de sus comunidades. En los refugios, la sala principal sería para los vecinos húngaros y la más vulnerable para los judíos. En los tranvías, los judíos solamente podrían viajar en el segundo vagón. Se prohibía a los vecinales albergar a judíos en sus domicilios. A todo ello habría que sumar que a los judíos se les obliga a entregar las joyas de oro y plata, los aparatos de radio, las bicicletas y los esquíes.
Ante la situación acontecida, un diplomático español revela a su Gobierno el escenario que se produce en el Budapest de 1944 e informa de que a los judíos se les asesina por medio del gas. Y ante la espera de una contestación sensible, decide proporcionar documentos españoles a todos los sefardíes que pudiera encontrar en los contornos. La familia de Rachel, sus abuelos, fue una de las afortunadas. El embajador ideó un truco que el holocausto debería reverenciar: el Gobierno húngaro le autorizó salvoconductos solo para doscientas familias, pero las doscientas familias se multiplicaron con el simple engaño de no emitir pasaporte o autorización que estuvieran numerados por encima del guarismo doscientos. Así, de esta manera, logró salvar a miles de judíos con la pasiva connivencia del Gobierno franquista.
—¿Qué os parecería que nuestro apellido se convirtiera en Venay? —preguntó el padre de David a su familia durante el ágape del día.
David le observó con cara de resignación, aunque su rostro no manifestaba una negativa.
—Podría estar bien, papá. Conozco otros casos, entre ellos el de mi amigo George. Nació como Schwartz y ahora se apellida Soros. Un día hablamos y me comentó que su familia había cambiado el apellido debido al antisemitismo que operaba en la Alemania nazi y que podría extenderse, como así ha sido, por el resto de los países colindantes. Por mi parte, ningún problema. Además, Venay no está nada mal. —Sonrió.
—¿Has dicho Soros?
—Sí, ¿por qué?
—Porque es un palíndromo.
—¡¿Qué dices?! —exclamó—. ¿Y eso qué es?
—Es una palabra, o un término, que se lee igual por los dos lados. Puedes leerla por donde quieras, de izquierda a derecha o de derecha a izquierda. Dicen que trae buena suerte. Y además Soros, en el idioma húngaro, tiene su significado…
—Eso lo sé, papá. Quiere decir «sucesor» o «siguiente en la línea de sucesión». Algo así.
—Y tú, querida, ¿qué opinas?
Su mirada lo decía todo. La expresión era de por sí sobradamente aclaratoria y después de unos instantes de reflexión preguntó:
—¿Te acuerdas de cuál era mi apellido de cuando soltera?
El padre de David puso cara de asombro, de extrañeza. Durante los catorce años de matrimonio en ningún momento llegó a pensar, a cavilar, sobre el asunto. Su esposa llevaba su apellido y lo único que los diferenciaba era el nombre propio: Edith y Daniel.
—¡Venayon! —exclamó, eufórico.
De las risas, tanto de su hijo como de ella misma, llegaron a enterarse hasta en los pisos superiores. Y era extraño que en la situación trascendente en que se encontraban alguien pudiera tener el valor oculto de reírse a carcajadas. Daniel les hizo un gesto que definía claramente que deberían silenciar sus emociones y mantener la calma. Así lo hicieron.
Pocos minutos más tarde la familia, en cónclave conjunto, tomó la decisión que le había sugerido la embajada española. A Edith se le retiraría la «h» final de su nombre y tanto Daniel como David se mostraban como nombres propios de indiferencia occidental. Así lo acordaron, además de certificar como válido el apellido Venay para el futuro.
Parecía ser que no había problema, pero lo había. David, a sus casi catorce años, presentaba la imagen de alguien que se muestra obligado a renunciar a toda su infancia, compañeros y cómplices de su adolescencia, para iniciar una nueva vida alejada de todo lo que había sido la suya hasta el presente. Y se sentía mal, contrito, afligido por el presente y pesaroso por el futuro. Tenía constancia de que la decisión que habían tomado se exhibía como la más equilibrada, como la más eficaz ante un argumento que día a día se deformaba en contra de los judíos.
En la sinagoga, en las clases que todavía recibían, entre los jóvenes se comentaba la precaria y delicada situación en que se encontraban. Algunos, pocos, ya explicaban que habían escuchado conversaciones paternas, aunque más bien entre susurros, en las que indicaban la existencia de desapariciones de miembros de la comunidad sin que tuvieran una explicación coherente. El escenario, el contexto, sin ser alarmante, parecía haber tomado visos de amenaza y ellos, en su juventud, se percataban de la anormalidad que representaba habitar en una zona que se consideraba como un barrio judío y que ningún otro habitante de Budapest se manifestaba interesado en ocupar.
David no sabía con exactitud lo que su señor padre estaba preparando, pero todo indicaba una apresurada salida familiar hacia otros lugares menos conflictivos y más permisivos con la comunidad judía. La guerra hacía años que duraba, aunque se la imaginaba como un hecho lejano; pero un hecho lejano que cada vez se acercaba con mayor insistencia, siendo su propia comunidad la más afectada por la malquerencia del pueblo alemán. Se sintió apenado en la observancia de las bóvedas de aquella gran sinagoga, que posiblemente tardaría tiempo en volver a admirar; aquellas bóvedas que un partido húngaro pronazi, el ultraderechista de la Cruz Flechada, había tratado de bombardear hacía unos años, aunque sin éxito. Admiraba su construcción, su estructura, sin que pudieran apreciarse los trazos diferenciados de las mezclas de estilos arquitectónicos en que se construyó.
—¿Qué haces? —preguntó alguien a sus espaldas.
—Contemplo esta maravilla.
George Soros, su compañero y amigo, lo contemplaba con un aire de interrogación, como si pareciera tener constancia de lo que la familia de David maquinaba.
—¿Estáis preparando la escapada? —inquirió directamente.
David lo observó con estima, con el cariño de alguien que contempla a su mejor camarada, y de una manera repentina, inesperada y casi sorprendiéndose a sí mismo le contestó:
—Es más que probable. No tengo acceso al pensamiento y movimientos de mi padre, pero hace unos días conversamos sobre la posibilidad de cambiar el apellido familiar. ¿Eso qué te indica?
—Está claro. Os largáis. Y si así fuera, como me imagino que será de improviso, mañana te pasaré la dirección de una tía mía que vive en Suiza. Le escribes, le indicas dónde estás y así seguiremos manteniendo el contacto.
Se acercó a él, le dio un abrazo y se esfumó a la carrera, doblando la primera esquina. No quiso aceptar que David llegara a observar que sus ojos comenzaban a ser surcados por unas lágrimas incipientes.
—¡Eh! ¡Eh! George, ¿dónde vas? ¡Espera! —gritó, pero nadie le hizo caso.
David se quedó sorprendido, atónito. Pensaba que el mero hecho de modificar el apellido familiar no debería constituir un esquema evidente de una partida inmediata. George debería estar al corriente, y más por experiencia propia. Su familia cambió el nombre hacía muchos años y seguía viviendo en el término y domicilio donde se había iniciado el proceso y la consecución del nuevo apellido. No llegaba a entenderlo. Consideraba que alguna reacción, algún gesto, alguna reserva fruto de la excitación en él mismo, habría desarrollado en su amigo la idea básica que llegó a exponer con total contundencia. Sabía que George, además de ser un amigo, era una persona con una inteligencia fuera de lo común, pero lo que ignoraba era que también parecía ser un hechicero con visión de futuro.
Mientras en una parte de Budapest su hijo David y George mantenían la conversación, Daniel se encontraba esperando el tranvía que le llevaría hasta una parada cercana a la embajada española. No podía demorarse más de dos horas fuera de su domicilio, así estaba acordado por las autoridades, y tenía perfecta constancia de que el tiempo desaparecía rápido en los márgenes en que más lo necesitaba. Él y cualquiera. Pero lo consiguió. Mantuvo su entrevista con el Ángel de Budapest y regresó esperanzado hacia su residencia. Todo estaba en orden, dentro del desorden, pero en pocos días mantendría la ilusión del olvido Venayon.
Durante el viaje de regreso observó la tristeza que progresaba en la ciudad. En la espera del verano, el céfiro primaveral no parecía tener ningún signo de esperanza. La llegada de los alemanes había convertido a una población alegre, gozosa de sí misma, en un glosario penoso donde la definición más simple se pervertía en la aversión. Los abrigos escondían mucho más que cuerpos en una temperatura más que fría para la época. El gélido marzo escondía unas mentes postradas, decaídas ante un futuro desconocido, por una situación cuya gravedad se determinaba por la discordancia con la realidad del presente. Los presagios del pueblo se ocultaban bajo las ropas de abrigo, pero los tabardos resultaban insuficientes para encubrir la adversidad en que casi todos parecían hallarse.
Tan pronto accedió a la puerta de entrada, Edit le esperaba ansiosa con una mirada interrogante.
—¿Y qué?
—Todo en orden —masculló, más que contestó, Daniel.
—¿Eso es todo?
—¿Y qué quieres que te diga?
—Pues no sé. Creo que tengo derecho a saberlo todo —manifestó con recelo—. Creo que tanto a mí como a David nos afecta directamente.
—Sí, sí, tienes razón. Aunque lo cierto es que no quisiera que supierais más de lo necesario. De esta manera no me preocuparía que se os pudiera escapar…
Edit lo cortó de inmediato, de mala manera y casi con un ímpetu que Daniel desconocía.
—¡Pero tú estás loco! ¡¿Cómo puedes pensar algo parecido?! —gritó.
—Tranquila, mujer, tranquila. No es necesario que te exaltes. ¡Vaya carácter! Parece ser que lo tenías escondido, ¿eh?
—Déjate de tonterías. Nos estamos jugando la vida.
—Es cierto. Y parece ser que nuestro pasado sefardí se encargará de salvárnosla. Nos vamos, Edit. Dejamos Hungría y volveremos a España, desde donde expulsaron a nuestras familias hace muchos siglos. Sí, nos vamos. En pocos días recibiremos los salvoconductos con los nuevos nombres; permisos para circular por cualquier territorio ocupado hasta llegar a nuestro destino.
—¿Y cuándo se prevé el viaje?
—No te preocupes. Te avisaré con tiempo…, digamos un par de horas antes.
Edit no quiso continuar la broma de su esposo y le soltó un manotazo, lanzándole una almohadilla, aunque sin violencia.
—¡Tonto, más que tonto! —murmuró con satisfacción mientras caminaba lentamente, acercando su cuerpo a Daniel con cierta voluptuosidad y en un claro mensaje.
—¿Ahora? —señaló Daniel, asombrado.
Ella lo miraba con deseo, con excitación, como indicando que el sexo no debería tener horas concretas.
—Podría venir David —amagó Daniel en un susurro.
—Bueno, como siempre, lo que tú digas —murmuró Edit.
Dicen que las relaciones sexuales se marchitan con el tiempo, pero no es exacto. Después de casi quince años de matrimonio, entre ellos existía una firme relación que podría asombrar al resto de mortales. Aunque, de hecho, en esta ocasión la prudencia de Daniel sobrepasaba la ansiedad del acto. La Torá es clara en este aspecto: establece que el deseo sexual no debe ser nunca reprimido, reconociendo la sexualidad como un hecho fundamental en la vida humana.
Daniel estaba ilusionado por cómo había derivado la breve reunión y por el compromiso final del encargado de negocios de la embajada española. Sabía por él mismo que la situación en la España de Franco no era nada favorable a los judíos, aunque su entorno familiar presentaba un carácter diferente, como una incongruencia notable, en cuanto a la estimación de los sefardíes. Se comentaba que el general había tenido relación con varios de ellos y que hasta le llegaron a ayudar en Marruecos cuando se iniciaba el alzamiento de una parte de los ejércitos españoles. Había que tener en cuenta los grandes contrastes entre las diferentes etnias dentro del pueblo judío en sí; no en vano, sefaradí significa «español» en hebreo clásico y siempre ha servido para desigualar, dentro del pueblo judío, a los descendientes de aquellos expulsados de la península ibérica. Es por ello que la embajada estimaba conveniente desatender las disposiciones indicadas por su Gobierno en aras de salvaguardar la vida humana de personas con una connotación de pasado ciertamente hispánica. Y Daniel y los suyos se acotaban con apego, cumpliendo el perfil impuesto por la delegación hispana. Sin embargo, el encargado de negocios con quien mantuvo la charla le indicó con claridad que únicamente podía ayudarles en la concesión de un salvoconducto familiar con el que poder expatriarse de Budapest con todos los derechos por ser ciudadanos españoles. Reveló que la autorización se mantendría hasta su llegada a territorio español, dentro de un plazo máximo de dos meses, y entonces deberían regularizar su situación en la ciudad en que decidieran asentarse. También le recomendó que buscaran una localidad o población diferente a Toledo en el momento de inscribirse. No consideraba a la ciudad de las tres culturas el lugar más apropiado. Si en Europa se sucedían episodios crueles e inhumanos de guerra mundial, en España pervivía una posguerra civil en fase inicial donde todavía persistían los prejuicios contra otras religiones que no fueran la católica. Daniel abrazó al diplomático en su despedida, dándole las gracias y rogando que el permiso estuviera listo a la mayor brevedad posible. La situación extrema así lo hacía aconsejable.
Pocos minutos después, la llegada de su hijo David obligó al matrimonio a cruzarse una mirada de perspicacia. Edit asintió con la cabeza, en un claro signo de que su esposo había acertado en su reflexión antepuesta. Era muy consciente de las actuaciones prudenciales de su marido y por ello llegaba a admirarle sin resquicios. Sabía que lo más importante para él se centraba en la seguridad familiar, tomando esta en todos sus términos: personales y económicos. Siempre había sido así y estaba convencida de que jamás trataría de cambiar sus convicciones.
—Tenemos que hablar —comentó, mirando la expresión del rostro de su hijo—. Y tenemos que hablar muy en serio —remachó.
David alzó la vista desde el pequeño sofá donde estaba sentado hojeando un libro que le habían facilitado en la sinagoga. Era una Torá actualizada con las diferentes tendencias que acontecían en los tramos finales de lo que parecía ser un nuevo holocausto judío.
—¿Cuándo nos vamos? —inquirió, mirando fijamente a su progenitor.
—Pronto, hijo, pronto. Pero ese no es el tema.
—¿Entonces?
Edit alzó la mano como solicitando un inciso.
—¿Y por qué no fijamos esta conversación para cuando tengamos los salvoconductos? —manifestó con sensatez.
—Porque es muy probable que en cuanto nos los entreguen tengamos que salir de inmediato. Por eso quería que dejáramos dispuesto, o al menos previsto, lo principal. Lo secundario se podría montar sobre la marcha.
A David se le hacía complicado entender a su padre. Sabía de su preocupación, de su inquietud, pero no llegaba a considerar la realidad del peligro. Entre sus compañeros se contaban historias, pero ninguna de ellas tenía la vigencia concreta de haber ocurrido. Su emancipación mental adolescente se enfrentaba en ocasiones con el interrogante de los hechos acaecidos. Su información era escasa, insuficiente, y por ello no alcanzaba a comprender a seres humanos que trataban de exterminar a otros seres de su misma naturaleza, aunque de físico y religiones diferentes.
—No pueden ser tan malos —enfatizó.
—Lo son, hijo. Más que malos, yo endurecería la palabra y la convertiría en inhumanos. Pero de una crueldad tan brutal como desconocida para nuestros días. En las épocas de nuestros antepasados, los sefardíes nunca hemos estado en los centros de atención de los pueblos. Siempre nos hemos visto obligados a vivir y convivir en guetos con nuestros similares, con nuestros análogos. Eso lo hemos tenido que soportar desde que el tiempo es tiempo y seguirá perdurando hasta que no llegue a crearse un estado propio, la tierra que Dios prometió a Moisés y que todavía estamos esperando. Una pregunta, David. Una pregunta muy simple.
—¿Qué pregunta?
—¿Cuántos amigos tienes fuera del recinto de la sinagoga?
El muchacho se sorprendió. La pregunta era muy concisa, pero a la vez definitoria. Tenía que convenir en que su padre tenía razón.
—¿Qué os voy a contar? Sabéis que salimos poco a la parte exterior de nuestro recinto y fuera de nuestros conocidos —dijo con amargura.
—Pues eso mismo es lo que tu padre quería que llegaras a entender —concluyó Edit—. ¿Lo entiendes, hijo?
—Sí, sí, lo voy comprendiendo. Pero solo tengo trece años y no suelo analizar todas las percepciones de nuestra vida diaria. Sería muy complicado.
—Pero tu padre sí. Y él solo desea lo mejor para todos nosotros. Más para ti que para nadie.
Daniel, que se había ausentado un instante, se reincorporó al grupo y al escuchar las últimas palabras de Edit los miró a ambos con asombro y disertó más que habló:
—Queridos, nuestro culto es una magia continua, difusa, pero magia al fin y al cabo. La historia nos ha hecho sefardíes y esa es una cualidad, dentro de nuestra propia devoción, que nos hace diferentes a un resto importante de los hebreos. Y es lo que debemos considerar: quiénes somos y cómo somos. Creo que ha llegado el momento de hacerlo. Dentro de la desgracia propia del momento, tenemos la suerte de que nuestra familia es bastante pequeña: tres personas. Pero de cara al viaje debemos inventarnos la existencia de familiares en nuestro lugar de destino. Ahí también tenemos otra oferta, propuesta o invitación. Debemos decidir el lugar de España donde nos gustaría asentarnos en el primer momento, en un principio, porque después de un tiempo podríamos abarcar cualquier punto del territorio. Creo que es una gran noticia, dentro de nuestra des-ventura. —Madre e hijo lo observaban con sorpresa, con asombro. Una perorata de tal naturaleza hacía mucho tiempo que no la escuchaban de Daniel. Aunque, por otra parte, entendían que la situación y la resolución de la misma deberían conllevar ciertas explicaciones que su padre y marido parecía ser, parecía, que estaba dispuesto a ofrecer. Y continuó—: Me aconsejaron que Toledo no es en este momento la ciudad adecuada. España se halla en un contexto de recuperación económica después de su guerra civil y sería más que conveniente alejarnos del centro del territorio. He pensado en una ciudad de la costa mediterránea, ¿qué os parece?
Madre e hijo se miraron entre sí. No supieron cómo reaccionar debido al entorno sorpresivo del momento.
—¿Y eso? —preguntó Edit, alarmada.
—También podría ser el norte. Pero me han comentado que la diferencia en la meteorología es abismal. Y creo que estamos cansados de lluvias, nieve, frío y mal tiempo, ¿no es así?
David se levantó de su asiento, dejó el texto que estaba leyendo encima de una pequeña mesita y comentó:
—Me voy a jugar al patio. Lo que decidáis estará bien.
—Pero ¿qué te parece, hijo? —preguntó Edit—. Ya sabes que papá solo desea lo mejor para todos.
—¡Tengo trece años, mamá! Y cualquier cosa que pueda decir siempre estará por debajo de vuestras sapiencias. Además, imagino que papá habrá estudiado todos los pormenores al milímetro, ¿no es así?
—Así es —respondió Daniel con asentimiento.
—Pues nada. Me voy al patio, que todavía quedan un par de horitas de juego.
—¡Abrígate! —recomendó Edit.
—Adiós.
La salida de David conllevó un silencio sepulcral. Ninguno de ellos se atrevía a hablar en virtud de la proyección fraterna que ambos tenían sobre su hijo. Era lo primero para ambos y así se manifestaba en todos y cada uno de sus pareceres. El bienestar del niño, ya adolescente, se concretaba en la parte fundamental de sus vidas, y su futuro y ventura eran lo básico y primordial.
—¿Cuándo tendrás el periodo? —preguntó Daniel de improviso. Edit se sorprendió ante la pregunta. Y se sorprendió debido a que era la primera vez que se la planteaba. A lo largo de los años que llevaban conviviendo, nunca se había interesado por un aspecto tan femíneo en la vida de su esposa.
—¡Daniel! ¿A qué viene esa pregunta?
—Es importante.
—¡Explícamelo, por favor!
—Es muy sencillo a la vez que natural. Ya sabes que durante los últimos años no hemos viajado a Suiza. En esta ocasión no podremos visitar a Amiel, que es quien nos ayuda a conservar nuestros ahorros de una manera segura, y en consecuencia tendremos que arreglarnos con lo que tenemos en resguardo.
—Muy bien. Eso ya lo debías de tener pensado, ¿no?
—Sí, sí. Pero existe un pequeño problema. Vamos a tener que pasar varios puestos fronterizos y, a pesar de tener permisos como ciudadanos españoles, es posible que suframos cacheos, registros y búsquedas no deseadas.
—¿Registros? Eso es lo normal, y más en esta época y escenarios.
—Sí, de acuerdo. Pero en vista del entorno y de un posible escape hacia otros países, la normativa de los alemanes solo la hemos cumplido en parte. Se entregaron una serie de bienes, pero también oculté lo más valioso y especial.
Una vez más, Edit miró a su esposo con estupor.
—¿A qué te refieres con exactitud? —preguntó, curiosa.
—Bueno, ya sabes que la exploración que hicieron en la tienda fue más que un sondeo. Tienda de judío, objetos de regalo y algo de joyería les daban pábulo para entender que el negocio principal era el de prestamista. Y hasta cierto punto acertaron, aunque lo que no pudieron descifrar es que, como cooperativista de créditos, los réditos que obtenía de los grandes asuntos los cobraba en diamantes en bruto.
Cada palabra, cada gesto, cada mohín de Daniel dejaban una desolada máscara de estupefacción en su sorprendida esposa, y más teniendo la certeza absoluta de saber hacia dónde se dirigía la conclusión del final de aquella reflexión, que parecía ser muy meditada.
A la mujer se le escapó una carcajada, aunque en esta ocasión no sobrepasó los límites del vecindario.
—¿Estás pensando lo que creo que estás pensando?
—Sí, por supuesto. Es el lugar más seguro y está claro que en esa zona y fase cíclica femenina nadie osará pensar, más allá de la realidad que se soporta.
—Observo que en esta ocasión has desarrollado con fuerza tu frase favorita, ¿eh?
—¿A qué te refieres? —inquirió Daniel, molesto.
—Aquello de que de vez en cuando hay que reflexionar en la vida. Opino que esta vez has calado muy hondo. Pero lo cierto es que no me parece una idea descabellada —hizo una pausa—, siempre y cuando pueda soportar el peso y el volumen sea admisible. —Dejó la frase en suspenso, con una sonrisa cómplice—. ¿Es mucho?
—No, no. No lo sé con exactitud, pero trataré de enterarme mañana. Lo comentaré con Menajem; su joyería es de las mejores de la ciudad y mantenemos una excelente relación —afirmó.