Kitabı oku: «Sombras en la diplomacia», sayfa 3
—¿De qué tamaño son?
—Más o menos un poco más grandes que los cacahuetes, pero no te preocupes. Y si te parece, podemos tratar de hacer alguna prueba. Tú dirás.
—Lo que digo —indicó Edit— es que menos mal que nadie de los alrededores puede tener acceso al contenido de esta conversación. Seguro que llegaría a publicarla en el periódico —concretó sonriendo— o en cualquier tipo de revista satírica.
—Es posible que tengas razón —dejó Daniel en el aire.
Al día siguiente y con el objeto de cumplir el mandato alemán que prohibía salir del domicilio por un periodo superior a las dos horas, tomó el tranvía para dirigirse a la joyería Menajem. Tuvo la audacia de llevar con él uno de los diamantes, de tipo medio en peso y volumen, para que su conocido lo estudiase y llegara a informarle sobre los precios en que podían moverse por el mercado. Al llegar a la joyería, vacía de clientes, el propietario le hizo entrar en su pequeño despacho y comentaron el asunto. Lo estudió con detenimiento, realizó un pesaje milimétrico y al final le hizo una oferta por la pieza.
—¿Tienes más?
—¡Qué más quisiera yo! —mintió Daniel con cordura.
—Te doy dos mil pengós, ¿qué te parece?
Daniel se sobresaltó ante la oferta. Solo quería tener un máximo conocimiento sobre una posible valoración para el caso de que llegase el momento en que tuviera que desprenderse de ella y así se lo hizo saber.
—No, no quiero venderlo. Solo quería tener una idea más concreta y justa de lo que podría sacar en caso de necesidad.
—Pues ya lo sabes. Y hasta podría llegar a los dos mil quinientos.
—Es una buena oferta, sí. Te doy mi palabra de que si decidimos venderla el primer paso que daremos para su venta serás tú. Es bueno, ¿no?
—Sí, bastante luminoso y fácil de tallar. La dificultad que puede ofrecer tallarlo es fundamental. Cuanto más fácil es la talla, más encarece su precio. La estructura cristalina es determinante y hay que tener en cuenta que una vez tallado puede perder hasta el cincuenta por ciento de su pieza original. Este es un stone.
—¿Un qué? —preguntó con despiste relativo.
—Un stone es, suele ser, una piedra muy bella. Casi siempre por encima de un quilate y casi siempre de formas octogonales. ¿Cómo lo conseguiste?
—Muy fácil, no te voy a engañar. Un señor extranjero vino a la tienda para empeñarlo. Yo le comenté que no hacía empeños, sino compraventa y préstamos. Me dijo: «Pues hágame un préstamo y quédese con la piedra como garantía». Le pregunté cuánto necesitaba, me dijo que quinientos pengós, consideré que valía la pena y hasta hoy no ha venido a reclamarlo. De esto ya hace varios meses y dudo mucho que pueda volver a exigirlo —mintió con un descaro pasmoso—. Es posible que tuviera una necesidad urgente y ni él mismo tenía constancia de su valor.
—Pues te ha salido un buen trato. Muchos así me gustaría tener a mí.
—No te molesto más, Menajem.
—¿Cómo ves la situación? —le preguntó de improviso.
—Mal, mal. Cada vez peor. Pero ¿qué podemos hacer? —dejó en el aire.
Solo hacía pocas semanas que los alemanes habían tomado Hungría sin ningún tipo de resistencia, y lo habían decidido con tal premura que las autoridades húngaras obstruyeron la salida de judíos para los campos de concentración nazis. La obstrucción la llegaron a considerar los alemanes como un desaire al Reich y, por tanto, eligieron el camino más fácil para su control del país y de los hebreos que en él habitaban.
Durante el regreso a su domicilio, Daniel se sentía muy afortunado dentro de la desgracia que perseguía a su etnia. Alegre y venturoso, porque consideraba que miembros de la embajada española se comportaban con una valentía fuera de lugar haciendo frente a un contexto que podría costarles la vida, caso de que las fuerzas alemanas llegaran a comprender su estrategia. Poco a poco y a medida que se clarificaba su situación familiar, recordó las últimas palabras de aquel Ángel de la legación ibérica que en su despedida le dijo:
—Y del viaje a España no os preocupéis. Arreglaremos los volantes como si fueras miembro colaborador de la propia embajada. Si no podéis pagar los gastos, también lo tendremos en cuenta.
—Sí, sí. Los pagaremos —hizo una pausa— de alguna manera.
—Ya hablaremos cuando tengamos los documentos. Calcula una semana, más o menos.
—Gracias, muchísimas gracias.
Y pensaba, tratando de aglutinar los diferentes sentimientos encontrados que se sucedían en los últimos días, en las últimas semanas, en las que el Dios de los judíos semejaba haber desaparecido y dejado a la intemperie barbárica alemana a todo un pueblo catequizado. Muchas veces sus emociones entrechocaban con las realidades de una religión y especulaba sobre casi todas, pensando en que el entorno de la vida diaria no se correspondía con los cánones que los diferentes libros sagrados contenían. Sobre todo cuando la desgracia aparecía en los vértices de situaciones sobrevenidas que, penosamente, nada tenían que ver con el ser humano que las padecía. Y meditaba, continuamente, en que parecía ser que el Dios de los judíos había tenido la gracia de pensar en él y en los suyos. Por ello surgían las incoherencias mentales en cuanto a la religión, al culto que se desarrollaba a través de la misma y a los fervores de una devoción que, en ocasiones, se convertían en dudas mayúsculas sobre sus postulados. Pero como él mismo reflexionaba, eran su inseguridad y su incertidumbre las que no debería hacer públicas, y menos en el círculo familiar. David debería estar libre de sus vacilaciones y Edit cumplía fielmente los transcritos de la Torá sin pararse a pensar en ellos. Sin embargo, su observancia religiosa siempre había sido reducida, minúscula. Los textos bíblicos los consideraba oblicuos en su definición y sesgados para su comprensión. Nunca quiso renunciar a las prédicas de sus antepasados, pero su agudeza le obligaba a analizar circunstancias, escenarios y conceptos que generaban muchas dudas en el origen. El hinduismo y el budismo renuncian a la existencia de un Dios, pero no así el resto de las religiones. Los musulmanes creen en un Dios poderoso pero distante y los cristianos, en un Dios armónico y accesible. Y es ahí, en la cristiandad de Jesús, donde aparecían unas dudas más que razonables, porque en su independencia mesiánica se cobijan muchas devociones en el mismo Dios, con el mismo nombre, pero con diversas premisas y disfunciones: cristianismo, judaísmo, protestantismo, evangélicos y diversas creencias derivadas. Es lo que a Daniel le perturbaba profundamente. Si todas confluían con el mismo Dios, ¿cuál debía de ser la real? Pero nunca lo manifestó en la familia. Siempre pensaba que distorsionar los hechos para respaldar una teoría nunca debería ser aceptable. Y tenía la certeza de que era lo que había ocurrido con el Dios verdadero de todas las creencias.
Dejó de especular y se centró en la realidad más cercana, más próxima. Uno de sus sistemas hereditarios de conocimiento le advertía de que había algo que se le escapaba. En todas las acciones competenciales de la embajada, en sus buenas maneras y en su constante intranquilidad por ellos, le preocupaba un tema que no llegaba a abarcar: la salida de Budapest. Se mostraba evidente que su salida de la capital húngara no podía ser un viaje de vacaciones, un desplazamiento de visita a familiares, y rezaba para que, en la rutina, la propia delegación diplomática tuviera constancia de que sus movimientos y los visitantes que recibía siempre estaban controlados por los servicios del Reich. En las dos visitas que había realizado, observó varios movimientos exteriores sospechosos que no se correspondían con los horarios diurnos en que se realizaron. Nada quiso comentar, porque estaba convencido de que la propia seguridad de la delegación ya los debería tener calificados. Pero estaba seguro de que algo se le escapaba.
Al arribar a su domicilio y sentado en uno de los desvencijados sillones de la sala, le esperaba una inesperada sorpresa: uno de los miembros de la seguridad de la delegación española.
—No ha tardado demasiado —afirmó en ladino.
—¿Y tú quién eres? —preguntó Daniel, siguiendo la misma línea vehicular.
—Me envían de la embajada. Tengo que recoger toda la parte de equipaje que deseen llevar en su viaje de regreso a España. Aunque les aconsejo que sea ligero.
—¿Y eso?
—Es todo lo que puedo comentar. Tengo instrucciones muy concretas y la seguridad así lo determina.
Edit apareció por la puerta, de improviso, con una humeante taza de café.
—¿Has escuchado lo que ha dicho? —preguntó, inquieto.
—Sí. Ya lo tengo preparado. Se lo llevará en un par de bolsas que no llamen la atención.
—No lo entiendo. ¿Me lo podrías explicar, por favor? —indagó ante el representante consular.
—Tengo instrucciones concretas que por su seguridad no puedo comentar. Lo único que puedo indicar es que en un par de días o tres se efectuará su salida, tal y como estaba prevista.
—¿Eso quiere decir que la documentación ya está en marcha?
—No lo sé. Yo solo cumplo instrucciones. —Pautó la respuesta.
La estrategia de la embajada Daniel la llegaba a considerar con una perfección propia de los servicios de inteligencia. Los propios interesados desconocerían el cómo y el cuándo saldrían de Budapest, lo que concedía un término mayor de seguridad en su evasión. Se sentía feliz por los suyos, aunque un poco preocupado por la reacción de David, un muchacho que perdería a sus compañeros durante mucho tiempo, y casi podría asegurar que el mucho tiempo podría convertirse en siempre. Aunque también su adolescencia podría reconciliarse en un enfoque positivo para sus relaciones amistosas en cualquier otro país. Entre ellos, entre la familia, hablaban en diversas ocasiones en ladino y lo hacían para no perder una parte del legado legítimo de sus ancestros y, además, con la convicción de que la referencia con el castellano tenía visos de una rápida asunción de la nueva lengua.
Quería preguntarle muchas cosas a aquel enviado de la representación, preguntas que estaba convencido de que quedarían sin respuesta y las desechó a la espera de sus indicaciones.
—¿Dos o tres días?
—Sí, más o menos. Yo volveré en cuanto tengamos alguna novedad y entonces espero poder ser más explícito. De momento, las instrucciones que tengo son las de hacer llegar a la delegación las pertenencias que llevarán durante el viaje y poca cosa más.
—¿Sabes cuándo volverá David? —le preguntó a su esposa.
—No creo que tarde. Pero su ropa ya está preparada y, como me ha sugerido este señor, no puede ser muy voluminosa.
—No, solo para el viaje.
—Entiendo que será largo, ¿no? —comentó Edit.
—Por la práctica que tenemos, calculamos entre tres y cuatro días. Las comunicaciones están bastante dañadas y también ciertos tramos de vías ferroviarias. Pero lo cierto es que desconozco cuál será la planificación para vosotros.
—Bien. Ya lo tienes todo preparado —ilustró la mujer.
Se levantó, agradeció el café y se dirigió a la puerta de salida en el mismo instante en que David hacía su aparición.
En casi todos los países europeos el tráfico de pasajeros en líneas aéreas comerciales, exiguas, se mostraba inexistente debido a la escasez de combustible, por lo que su viaje hacia España, país considerado como del Eje por entonces, solo podría tener una forma reguladora: ferrocarril o carretera. En ambos aspectos, los obstáculos se revelaban más que imprecisos debido a los diferentes frentes de guerra activos y con las consabidas catástrofes que conllevaba su estrategia militar: puentes destruidos, líneas de tren seccionadas, además de otros estragos en carreteras de zonas donde la propia beligerancia no las considerase necesarias. Sería un viaje complicado. Así se lo expuso a la familia:
—¿Cómo estás, David?
—Bien, papá. ¿Quién es ese señor? —preguntó.
—Uno de los que nos pueden salvar la vida.
—¿Y qué os ha dicho?
—Que es posible que en un par de días iniciemos el viaje.
—Bien, estoy preparado. No he dicho ni una sola palabra al grupo. Solo George sabe que es posible que desaparezcamos y me ha dado la dirección de una tía suya para que le escriba desde donde estemos y así no perder el contacto.
—Eso está bien —comentó la madre—. De esa manera, y caso de que todo salga bien, podrás continuar en contacto con él.
—Empiezo a estar impaciente. Voy a sacar el mapa.
En los últimos días el mapa de Europa había sido uno de los principales estímulos de la sobremesa. Se sentaban en la mesa del pequeño comedor y sobre ella extendían el plano tratando de adivinar cómo sería su viaje y las diferentes zonas que tendrían que sortear. Desconocían, al punto, los lugares ocupados por los ejércitos del Eje y por ello todo eran conjeturas. Pero lo que asumían con actitud se mostraba en la certidumbre de que tendrían que atravesar varias fronteras hasta llegar al destino soñado; destino idealizado sobre el cual todavía no habían tenido ninguna conversación definitoria.
—Sí, sí. Tendríamos que tomar algún tipo de decisión —observó cuando David llegó con el plano.
—Eso ya lo hemos hablado, papá.
—Hablado sí, pero decidido no. ¿Tú qué dices, guapa?
Edit se sorprendió.
—¿Es para mí la pregunta?
—No veo a otra mujer cerca —confesó sonriendo.
—Lo que diga nuestro hijo es lo más importante. Tú y yo nos tenemos el uno al otro, pero su situación será diferente en cualquiera de los lugares en que nos acomodemos, ¿no te parece?
—Creo que estás totalmente acertada. Por eso el soniquete de guapa. ¿David?
—No lo sé. Entiendo que, según hemos estudiado en geografía, el clima mediterráneo es muy diferente al del norte de España. Si lo miramos por ahí, creo que lo mejor debería ser una ciudad de la costa. No sé — apreció, aunque sin mucho convencimiento.
—¿Edit?
—Estoy de acuerdo.
—¡Cómo no! —exclamó Daniel, dando por hecho que las palabras del niño establecían ley para la madre—. Pues nada, tema resuelto. Solo falta encontrar la ciudad más conveniente para nuestros intereses.
—¿Y que tenga playa? Eso me hace mucha ilusión —concluyó Edit.
—¿Grande, mediana, pequeña…? —dejó caer con interrogación Daniel.
—¿Te refieres a la playa, papá?
—No, hijo. Me refería a la ciudad. Ya tenemos claro que la localidad debe ser mediterránea. Pero en esa costa hay un montón de localidades que podrían ser de nuestro agrado. Quiero decir de tu agrado —manifestó en un tono de ironía, mirando a hurtadillas a su mujer.
—¡Vale ya, Daniel! ¡Vale ya! —exclamó Edit con enfado.
—Tranquila, Edit. Hemos puesto en manos de David el lugar en que debemos forjar nuestro futuro. Y yo lo acepto. Pero de vez en cuando déjame que te tire algunas pullitas. Nuestro hijo no es solo lo más importante para ti. Y esto desearía que llegaras a comprenderlo.
—¡Venga, dejadlo estar y no os peleéis!
—No pasa nada, hijo. Somos una familia y estamos proyectando un futuro que podría ser quimérico, pero será nuestro futuro, al fin y al cabo. David, una cosita.
—Dime, papá.
—Ahora vamos a tratar de definir el nombre de dos lugares que podrían ser los elegidos y mañana, en la biblioteca de la sinagoga, les echas un vistazo y entonces decidiremos. ¿Qué os parece? ¿Edit? ¿David?
—A mí me parece bien.
—¡Pues adelante! ¡Decidamos el futuro! —concluyó con una alegría más fingida que natural. Un júbilo que solo quería proyectar en los suyos y ocultar el hecho, especulaba, de no querer inquietarlos ante lo que podría estar por venir. Sentía una natural preocupación por la última fase del viaje. Tenía conocimiento de que una parte de Francia había sido ocupada por los alemanes; otra pequeña parte occidental, limítrofe con Suiza, por los italianos; pero no tenía otra información sobre la situación de la Francia libre, que debería ser su destino final antes de la llegada a España. Desconocía el entorno en que se derivaban y dividían sus intrusiones los países del Eje y por ello tenía una definición inconcreta de la realidad en la última etapa. Sin embargo, ya le habían comentado en la embajada que ellos se ocuparían de todo y que estuvieran tranquilos. Pero, pensó, la mencionada tranquilidad debería ser para otros, no para su carácter.
Al día siguiente, al llegar David de la sinagoga, indicó que había tomado notas en la biblioteca sobre las dos ciudades de las que habían hablado la noche anterior. Habían decidido que en una ciudad muy habitada como Barcelona se debían de producir las mismas o similares formas de vida en la cerrazón por barrios de sus pobladores. Y necesitaban, necesitarían, libertad para iniciar un futuro estable y no contaminado en la oscuridad de un solo distrito. Dos habían sido las elegidas, de norte a sur, Tarragona y Alicante. Ambas parecían tener una forma de vida más fluida, más abierta, más normal en sus relaciones personales y sin que la interferencia de una devoción se tornara en cortapisa vecinal.
La situación de la noche anterior se complicaba, tal y como recordó con posterioridad. El miembro de la delegación le había indicado que el Gobierno de España proyectaba su tolerancia con los refugiados, pero hacía hincapié en que ninguno de ellos podría echar raíces, sino que únicamente podrían utilizar el territorio nacional como una simple escala en su éxodo vital. En teoría, su óbito mental del contexto cambiaba las cosas en presunción, aunque se convencía de que la realidad podría ser diferente en muchos aspectos siempre que no se traspasaran concepciones vinculadas a la política y a la religión. También le preguntaron cómo estaban las cosas en la Francia libre, a lo que les contestó que la Francia libre, en esos momentos, no existía; que se hallaba refugiada en Londres y que todo el territorio francés se encontraba sometido por los alemanes.
Las palabras del representante de la legación le hicieron, una vez más, inquietarse por el entorno de las fronteras. Las patrullas alemanas se caracterizaban por su brutalidad y no tenía plena constancia de que sus protocolos permisivos se hallaran vírgenes de crueldad con los judíos de paso. Más bien al contrario. Pero una vez más, Daniel se adelantaba a los acontecimientos. Desconocía que sus credenciales no estarían a nombre de sefardíes, sino a favor de españoles, y que, como tales, la hostilidad de los agentes del Reich debería ser totalmente inconsecuente.
—¿Qué opinas, David?
—Es complicado. Pero por los datos que tengo y que luego comentaremos, una de las dos para mí es la mejor.
—Vale, pues tú dirás. Mamá no creo que tarde.
—Creo que ella estará de acuerdo. Tiene obsesión por la playa y la que voy a proponer tiene reconocidas varias de las mejores del Mediterráneo. Eso al menos es lo que he leído en la biblioteca.
—¡Entonces no se hable más! Sabes que para tu madre lo que tú digas es lo que se hará —comentó con ironía, aunque cordial.
—Vale, papá. Pero tú eres el que manda. Habría que pensar también en tus asuntos, que son los que nos darán de comer.
—Eso sobre la marcha, hijo. Pero gracias por pensar en el futuro de la familia, que, por cierto —hizo una leve pausa—, también será el tuyo.
Dos días más tarde, el enviado de la embajada se volvió a personar en el pequeño piso donde habitaban. En esta ocasión, venía acompañado de noticias positivas, un gabán, artículos de aseo de procedencia española y diversas prendas para David y Edit. Reveló que la documentación ya estaba preparada y que su salida de Budapest sería en el intervalo de cuarenta y ocho horas. También expuso la mejor manera de entrar en la delegación, al objeto de que los miembros de la Gestapo que montaban guardia no llegaran a sospechar de los visitantes.
—¿De la Gestapo? —preguntó Daniel.
—Lo cierto es que no lo sabemos con certeza. Pero lo que es evidente es que la embajada está sumida en un resguardo permanente. Aunque, de la misma manera que ellos nos vigilan a nosotros, hemos tenido que establecer un sistema de control y vigilancia tanto de sus cambios de guardia como la de ubicación de sus vehículos.
—No lo entiendo —murmuró Edit—. No puedo entender que siendo España aliada de los alemanes vigilen los movimientos de sus camaradas.
—No, señora. Ahí se equivoca. España no está aliada con el Eje. Es posible que se la considere potencia amiga, pero no partícipe, en ningún caso. Y el mejor ejemplo somos nosotros, que tratamos de hacer lo que ellos nunca quisieran que hiciéramos.
—Es posible que tengas razón.
—La tengo. No le quepa duda. Y ahora quería comentarles cómo vamos a realizar la entrada en la embajada sin despertar demasiadas sospechas.
—Adelante. Somos todo oídos —murmuró Daniel.
—El cambio de guardia menos alerta se realiza a las dos de la tarde. En esos momentos el coche de los guardias da una vuelta a la manzana y los nuevos vigilantes se ubican en la otra parte de la entrada. Suelen pasar entre siete y diez minutos, lo cual quiere decir que ese es el momento más adecuado para entrar en la delegación.
—¿Todos juntos? —preguntó Daniel.
—Buena pregunta. Creemos que lo ideal sería que la señora y el chaval entraran mañana mismo a la hora comentada, hicieran noche en la embajada y que al día siguiente, esto es, veinticuatro horas después, lo hiciera usted, Daniel. —En la reunión todos ellos se miraron entre sí. Ninguno articuló palabra, a la espera de que fuera otro el que lo hiciera—. Bueno, ¿tienen algo que decir?
Edit, haciendo caso omiso a las demás opiniones de los miembros de su unidad familiar, indicó que estaba totalmente de acuerdo por la seguridad del conjunto. Pero también expresó sus dudas en cuanto a la soledad de Daniel en esa noche, que podría ser malinterpretada por algunos vecinos poco fiables en cuanto a su vecindario.
—¿Otro vigilante?
—Sabe Dios —contestó Daniel—. Hoy en día no te puedes fiar de nadie, y menos de los que han llegado últimamente, que son varios.
—Vale, pero si les parece bien lo haremos así. Lo que sí que les aconsejo es que eviten entrar en la embajada con la significación judía que portan en el atuendo. ¿De acuerdo?
—De acuerdo. Podemos ponernos ropa por encima en cuanto dejemos el tranvía.
—Bien. ¿Alguna otra cosa? —preguntó el enviado.
—Sí, levántate, por favor.
Se levantó del desvencijado sillón y Daniel retiró el cojín que lo cubría. Allí debajo, escondido, había un fajo de billetes pengós, que extrajo y puso en manos del hombre de la embajada.
—¡Hay varios miles! —exclamó.
—Sí. Exactamente doce mil. Se los entregas a tu jefe como pago por todo lo que habéis hecho por nosotros y para el caso de que nos quisiera facilitar algún dinero en moneda española. ¡Pues entonces hasta mañana!
—No, no. ¡Usted hasta pasado mañana!
—Es verdad. Perdona.
Cuando salía por la puerta, el enviado de la embajada se volvió a los asistentes y les dijo en tono alegre:
—¡Ah! Se me olvidaba. Si quieren rezar lo dejo a su libre albedrío, pero la familia Venayon ha muerto, no existe ni ha existido jamás. Pueden dar la bienvenida a la familia Venay. Ustedes mismos —dejó en el aire antes de decir adiós.
Les habían preparado un pasaporte colectivo en el que figuraban las fotos de los tres familiares. En la credencial, emitida en idioma francés, aparecían todos sus datos, aunque el principal figuraba en la profesión de Daniel: «Empleado de embajada». Se había formulado con el número dieciséis y la potestad incluía un trato preferencial, no diplomático, pero sí preferente.
La familia siguió al pie de la letra las instrucciones que había recibido. Cuando llegaron Edit y David a la delegación, no existían por los alrededores vehículos sospechosos. Durmieron en una habitación y al día siguiente a la hora señalada apareció Daniel con su gabán.
El encargado de negocios, Ángel Sanz, tuvo una amigable charla con ellos en la que les expuso la situación fronteriza, el viaje que realizarían y los posibles problemas que convendría desafiar. Habló solo de posibles problemas, no de un inmediato quebranto de sus identidades. Y por tanto, como ciudadanos españoles, tenían todo el derecho de regresar a su país. Además del pasaporte colectivo, se les facilitaba un salvoconducto con la misma numeración, y además con la prórroga de viaje fijada en dos meses naturales desde su fecha de emisión, que sería el mismo día en que ya se iniciaría su partida.
—¿Hoy?
—Sí. Esta misma tarde, cuando anochezca, un vehículo de la embajada os llevará a la estación.
La familia, la nueva estirpe Venay, se intercambió miradas de recelo, de vacilación. A pesar de estar semanas esperando el momento, la psicología mental de todos ellos parecía indicar el hecho de no estar preparados para afrontar la imperiosa salida que se preveía.
David, con reparo, levantó el brazo derecho para preguntar.
—Sí, adelante —intimó Ángel Sanz.
—¿Y cuál será nuestro destino?
—Hay un tren mixto, de mercancías y pasaje, que os llevará a Lyon. Son casi dos días de viaje, pero así no tendréis que cambiar de compartimento y simplemente estaréis obligados a pasar las diferentes fronteras que hay durante el viaje. Lo cierto es que yo he hecho en un par de ocasiones el mismo trayecto y debo decir que es relativamente cómodo.
—¿Cómodo? —inquirió Edit.
—Cómodo en el sentido de que no hay que hacer ningún tipo de transbordo y en alguna ocasión pasan los aduaneros alemanes a recabar información del viajero. Lo cierto es que antes de la salida, aquí, en la estación, se os someterá a un control exhaustivo de documentación y equipaje. Pero durante el viaje, poca cosa.
—Perdone, pero soy mujer y estoy en esos días extraños… Usted ya me entiende.
—¡Ah! ¿Es eso? No te preocupes, mandaré que tengas los elementos necesarios para no tener en ese aspecto ningún tipo de problemas. ¿Tampones?
—Sí, tengo algunos, pero no los suficientes. Prefiero tener de sobra. ¿Me comprende?
—Nada, tranquila. Así será.
David se sentía bloqueado en su púber comprensión. No tenía ni idea de a qué podría referirse su madre. Daniel, en un gesto, le indicó que permaneciera en silencio y luego, tratando de banalizar el asunto, preguntó:
—¿Y después de Lyon?
—Hay dos opciones: la primera sería continuar hasta Marsella y con posterioridad, rodeando la costa, hacia Perpiñán. La segunda contemplaría viajar directamente hasta el Principado de Andorra. En ambos casos llevaréis moneda más que suficiente para comprar los billetes, además de tener para pasar un tiempo a la llegada a territorio español.
—Gracias. Ha sido muy generoso. Más que generoso, diría yo.
—No, no, Daniel. Con el dinero que le entregaste a Dimas, una familia puede vivir varios meses dignamente. Lo mínimo que podemos hacer, aparte de lo que hacemos, es que a vosotros no os falte de nada. En seguridad y demás.
—Una vez más, gracias.
—Bueno, creo que deberíais descansar unas horas. Os espera un largo viaje. ¡Ah! ¡Eso sí! Dejad todas las pertenencias que pudieran recordar a los Venayon, a vuestra naturaleza sefardí o cualquier otro fetiche que pudiera generar dudas en los alemanes. Es lo mismo que decir: os desnudáis, os vestís con la ropa que os hemos facilitado, incluida la interior, y a partir de ahí ya podréis llenar los bolsillos con todo lo que os proporcionemos. ¿De acuerdo?
La nueva familia Venay asintió con gratitud.
Poco más de cinco horas más tarde, los Venay salieron en coche de la legación con dirección a la estación de ferrocarril. La salida estaba prevista para las ocho treinta de la noche, si bien los horarios se fijaban de una manera difusa. El aparato al que debían acceder no era más que un tren mixto donde viajaban mercancías y pasajeros. El pasaje solía ser limitado, a no ser que coincidieran pelotones de soldados en misiones opacas o con objeto de efectuar relevos en diferentes zonas de la Europa ocupada.
Los mandos militares alemanes, sin encomendarse a las autoridades húngaras, habían habilitado la estación de Keleti, que normalmente viajaba a Rumanía y los Balcanes, para que realizara cualquier otro tipo de operación transitada donde pudiera trasladarse a soldados alemanes. Observaron que sus decisiones se debían a la seguridad y connivencia con los propios militares húngaros, que, por así decirlo, desconocían el fundamento real de la decisión. Ello obligó a los Venay a presentarse en una estación que no era la que realmente debería expedir el convoy. Dimas, como chófer de la embajada, reconvino del hecho ante el teniente jefe de la patrulla de seguridad alemana, quien le exteriorizó, de manera expresa, que debería identificarse.
Dimas, con su exiguo alemán, mostró sus credenciales, ante lo que el militar le indicó que el cambio de estación se debía a que el tren llevaba una parte importante de tropas y que se debía configurar el orden en aquella parte de Budapest. Dimas, como buen agente de la diplomacia, convino que sus pasajeros eran miembros de la legación y requería un trato amable para los mismos. El teniente Hofmann saludó militarmente y le expresó que cuidaría de ellos. Dimas despidió a los Venay con muestras de aprecio y ponderación antes de abandonar la estación. El teniente ni siquiera les solicitó su documentación. Les indicó por señas que le acompañasen; pasaron un par de controles militares por las veredas, revisiones que ni siquiera les hicieron caso al ver que marchaban acompañados por uno de sus oficiales, y al cabo de pocos minutos estaban instalados en uno de los vagones denominados como preferentes. El segundo del convoy, para ser exactos.
El compartimento donde fueron instalados, de seis asientos y en un ambiente lujoso, tenía cierta similitud con el afamado Orient Express. Seis cómodos butacones tapizados en terciopelo marrón, poblados de vellos distribuidos de una manera homogénea, con fibras acompasadas entre la seda y el algodón, imprimían al ambiente una elegancia implícita. A lo que había que sumar los paneles de maderas nobles y el revestido de sus suelos, que realizaban un papel preponderante en el mantenimiento de la temperatura ambiental.