Kitabı oku: «Sombras en la diplomacia», sayfa 4
Parecía que el atuendo distinguido de la familia Venay, su acción considerada durante el periodo que habían pasado a la espera de la aceptación y examen de sus credenciales, había obligado al militar a concertar que estaban por encima de la realidad efectiva; unos documentos que nadie había solicitado, dando por hecho que, si un mayoral de la legación acompañaba y se mostraba al servicio de una progenie, era evidente que el progenitor desempeñaba un cargo de cierta importancia en la propia embajada.
Una compañía de militares alcanzaba los andenes lista para subir al convoy que los transportaría a Lyon o a cualquier detención intermedia. Los soldados recorrían el andén indicando su presencia por el ruidoso zapateo que emitían sus botas al caminar. No eran demasiados, unos ochenta, y se acordó que viajarían en los dos vagones traseros, aunque parte de la compañía ejerciese durante el viaje las funciones de seguridad, tanto de la locomotora como en las diferentes secciones que constituían el conjunto del tren.
David se levantó de su asiento para acceder a la ventanilla y observar a los militares que por allí concurrían. Su padre, Daniel, consumó la misma reacción. Salieron al pasillo y desde allí contemplaron a un ligado de hombres jóvenes que disponían su coexistencia en afección a unas ideas que muchos de ellos no podían compartir, pero lo hacían. Era el reclamo alemán de la responsabilidad. Jóvenes de apenas veinte años, con una adolescencia superada en sus límites, estaban obligados a militarizar su vida en favor de un régimen del cual la mayoría no parecía tener constancia y escasamente estabilidad. Sin embargo, los Venay consentían en que no podían ser ellos, refugiados de escasa trascendencia, los que se apuntaran a criticar una situación que correspondía a otras instancias.
—Pobres chicos —comentó Daniel.
—¿Y eso, papá?
—Es difícil de entender y más difícil de explicar. Pero es lo que hay. Se podría definir como que en una existencia deben converger las alegrías de la vida y no las angustias del vivir.
David le miró con inocencia, con ingenuidad.
—Es un poco complicado, ¿no?
—Ya te irás dando cuenta, hijo, en cuanto te hagas un poco o un mucho mayor.
Un mozo de estación, con las consabidas banderas roja y verde, se acercaba por el andén en dirección a la locomotora. Al llegar a su altura, levantó la bandera verde en señal de que podía iniciar el viaje. La máquina, de tracción de vapor, pitó con fuerza en dos ocasiones y las calderas comenzaron a funcionar. El viaje se iniciaba. Les habían comentado que Salzburgo, una ciudad austríaca cercana a la frontera alemana y pasada la mitad del camino entre Budapest y Viena, sería en condiciones normales la primera estación con parada en el largo viaje. También les explicaron que durante el desplazamiento se les facilitaría comida y agua. Los billetes estaban emitidos en lengua alemana, que desconocían, y en ellos se expresaba que las comidas estaban incluidas, además de las bebidas no alcohólicas. Sin embargo, Daniel, en su notoria desconfianza, agregó en la pequeña maleta de viaje algunos víveres que podrían calmar cualquier tipo de necesidad momentánea.
Edit se levantó de su asiento, ante lo que David preguntó:
—¿Dónde vas, mamá? El tren va a salir —afirmó, rotundo.
—Por eso, hijo. Quiero despedirme de la ciudad en la que hemos cimentado nuestra vida durante tantos años.
—¡Es verdad! ¡Te acompaño!
Ambos dejaron el compartimento, en el que viajarían sin compañía, y se acercaron hacia la ventanilla perpendicular. Desde allí pudieron despedir, con emoción, una capital a la que difícilmente podrían volver en mucho tiempo y nunca olvidar. A Edit se le soltaron algunas lágrimas, por lo que su hijo exclamó:
—¡Mamá, por favor!
Pasajeros de otros departamentos habían tenido la misma idea inicial que los Venay y se mantenían en otras ventanillas despidiéndose de aquella preciosa metrópoli. Poco a poco y al compás de la marcha, parecía ser que los pasajeros seguían el ritmo de la locomotora y se iban alejando de las ventanillas y alojándose en sus compartimentos. La llegada sinuosa de la noche obligaba a desprenderse de la curiosidad por el primor del paisaje, que en horas diurnas hubiera sido muy diferente. Pocos minutos después, el revisor del convoy, que no revisaba nada, realizó su turno, en el que solicitaba e inscribía a los pasajeros de clase preferente en el turno que deseaban para las comidas a bordo. Había dos. El problema que sojuzgaba a los Venay en tal caso fue que el interventor efectuó la pregunta en alemán, idioma que no compartían y que parecía ser que era el único que hablaba el funcionario. Daniel tuvo que levantarse y dirigirse a otro compartimento requiriendo una simple ayuda de traducción.
—¡Ah! Perdón, no hablo alemán. ¿Pueden ayudarme? —solicitó en húngaro.
Le informaron de que el desayuno se serviría en el cuarto vagón y de que el primer turno sería a las siete treinta horas y el segundo, a las ocho y quince. Agradeció la asistencia y regresó a su departamento, indicando a los suyos que había elegido el primero.
Daniel, a medida que conocía más detalles del vagón, del propio tren y de las comodidades que se ofrecían en el viaje que estaban prestos a realizar, se mostraba más que convencido del vínculo existente entre el convoy en el que viajaban y el propio Orient Express. No había tenido la oportunidad de profundizar en su impresión primigenia, aunque estaba seguro de que durante los próximos días se le aclararían sus dudas. También, en su fuero interno, reiteraba con fuerza la gratitud y reconocimiento a aquel diplomático español que había hecho posible la salida epistolar de una Hungría que se hundía ante el fragor germano. Lo curioso del caso, pensó, es que ni siquiera tenía conocimiento de su nombre, aunque sí de su apodo, el Ángel de Budapest, como Dimas le había definido en un comentario. Solo sabía que era el encargado de negocios de la legación hispana y que su agradecimiento, por sí y por los suyos, sería eterno.
—Tendremos que madrugar. —Sonrió, a la vez que comentaba el ambiente que había observado en los departamentos adyacentes. También aprovechó la coyuntura para reconocer dónde se situaban los servicios. El vagón llevaba dos. Al principio y al final del mismo. Uno de ellos tenía lavabo y una especie de irrigación cerrada en un cubículo de madera de nogal, que pretendía ser una ducha. Y lo era.
—Buen descubrimiento —consideró Edit—. Aprovecharé para ir, ahora que el pasaje está tranquilo.
—No creo que tengas que preocuparte. Por lo que he observado, el vagón en el que viajamos está casi desocupado. No me he fijado en demasía, pero solo he contado viajeros en tres de los departamentos y ninguno de ellos va al completo.
—No importa. Aprovecharé de todas formas.
—Te acompaño, mamá. Y así estiraré las piernas.
Daniel no puso impedimento, pero salió al pasillo y se enfrentó a la ventanilla, que ofrecía un espectáculo de sobresalto: noche cerrada y ninguna luz terrestre que pudiera permitir atisbar el camino que se recorría. Volvió sobre sus pasos y decidió que era el momento de prepararse para el sueño. Las butacas tenían un sistema que las convertía en divanes con longitud suficiente para descansar sobradamente. Además, los armarios superiores, los altillos, contenían mantas y cobertores para el caso de un frío intenso. Se bajó uno de ellos, se acurrucó en su canapé y trató de descansar. Le molestaba la luz del departamento, que sería amortiguada tan pronto regresaran Edit y David.
—¡Papá! ¿De dónde has sacado eso?
Hizo un gesto escueto definiendo la parte superior de los bargueños y de una forma simple indicó que deberían apagar la luz del compartimento.
—Mañana será otro día. Buenas noches.
La llegada a Salzburgo se produjo antes de que iniciaran su entrada en el coche de servicio para tomar el desayuno. Le sorprendió el trato preferencial que recibieron, tanto por parte del revisor, que parecía ser el jefe del tren, como por los empleados que allí se encontraban. Lo que desconocían es que existía el rumor, que se extendió de una manera vertiginosa, de que un embajador, concretamente el de España, viajaba en el segundo vagón del convoy. Como habían decidido con anterioridad los Venay, la lengua que utilizaban para hablar entre ellos era el ladino, lengua cercana al español antiguo de la época y, en consecuencia, castellano puro para los que no llegaban a hablarlo.
Finalizado el almuerzo, les informaron de que la locomotora debería descansar y ser preparada para continuar viaje y de que no se produciría la salida hasta las cinco de la tarde. Tenían tiempo de pasear por la ciudad. También les comentaron otros viajeros que el jefe de tren les había informado de que debían esperar la autorización para continuar el viaje hasta territorio francés. El itinerario previsto posiblemente no podría cumplirse debido al hecho de que Suiza no autorizaba el paso de los convoyes de naturaleza alemana o similar.
—¿Y entonces qué puede pasar?
—Según nos ha comentado el jefe del tren, es más que probable que tengamos que dirigirnos hacia Italia. Pero también tienen que estudiar las paradas técnicas debido a que la autonomía de la locomotora es relativa.
—Sí, creo que más o menos son doscientos kilómetros, pero… ¿y los demás pasajeros qué?
—Siempre según el revisor, parece ser que todo el pasaje civil tiene como destino final Lyon. Y al ser así, lo único que puede ocurrir es que el viaje se alargue un par de días más.
Edit escuchaba en silencio y lo hacía pensando en su situación personal, que solo su esposo conocía. Se miraron entre sí, pero obviaron hacer ningún tipo de comentario.
—¡Vaya gaita! —explotó David.
Daniel sonrió y comentó en tono mesurado:
—No te preocupes, chaval. Nunca hemos estado en Italia y puede ser interesante.
Se despidieron de sus compañeros de viaje y en su compartimento la conversación fue muy diferente. Edit se echó a llorar y David no supo a qué se debía y se fue a pasear por el andén.
—¡No llores, mamá!
—Estoy cansada, hijo.
—Me voy a pasear por aquí cerca. Hace un día espléndido.
—No te salgas del andén. Mamá y yo hablaremos y dentro de un rato te diremos lo que hemos decidido.
Cuando se quedaron en soledad, Daniel le preguntó a Edit:
—¿Y tú cómo estás?
—Ahora bien. Puedo aguantar tres días más.
—¿Y retrasarlo?
—Nunca he tenido que hacerlo. Pero entiendo que si me cambio menos a menudo podría funcionar.
—Bien, de momento no debemos preocuparnos. Tenemos un margen de varios días y no creo que el viaje se demore tanto.
—Ya veremos.
Decidieron dar un paseo por la ciudad. David había hablado de un día espléndido y tenía razón. Los abrigos y el gabán deberían permanecer en su compartimento, ya que el sol iluminaba algo más que el ambiente. También sus ideas.
Salzburgo se mantenía como una agraciada ciudad interior alejada de los frentes. Los alemanes habían invadido Austria hacía cinco años; incursión con escasos visos bélicos y, por tanto, se conservaba autónoma, dentro de la ocupación. Hitler, en su oblicua tendencia, anexionó todo el territorio austríaco de manera totalmente tranquila. Fue, pareció ser, una ampliación de la Alemania nazi, que confirmó un plebiscito para definir el estatus de Austria. El pueblo la consideró como parte de la Gran Alemania.
Salzburgo se mostraba como una ciudad relativamente pequeña, difusa en el conjunto de un paisaje medieval y barroco; una ciudad denominada alpina y considerada la cuna mundial de la música clásica. Mucha gente consideraba a Amadeus Mozart como un compositor germánico, cuando en la realidad su nacimiento se produjo en la villa que estaban visitando a pie por su barrio antiguo. Desde cualquier parte de la ciudad se mostraba eminente, altivo, como arrogante y soberbio, el castillo que coronaba la población y que revelaba su misión defensiva desde los siglos del Medievo. También por sus escalonadas travesías accedieron a la catedral, símbolo de una religión que para ellos no era la más proporcionada, por lo que ni siquiera trataron de entrar en la basílica. Fue en esos instantes cuando Daniel le preguntó a su esposa cómo se encontraba. Era consciente de que, en su estado, no debería caminar en exceso, y menos por unas callejuelas adoquinadas:
—Preferiría volver a la estación.
—Lo comprendo. David, se acabó la excursión.
—No importa, papá. Lo que interesa es que mamá se encuentre bien. Además, no creo que nos perdamos nada interesante.
—¿Y el río? ¿No quieres verlo?
—¡Bah, no es el Danubio! —comentó, casi con desprecio.
En eso tenía razón. El haber vivido varios años en la ribera del Danubio implicaba que cualquier otro río del mundo difícilmente podría acercarse a su encanto.
Cuando regresaron a la estación, después de tres horas de paseo por las adoquinadas calles del centro auténtico, observaron cómo varias carretillas cargadas de carbón accedían hacia la locomotora. David, extrañado, preguntó:
—¿Sabes cómo funciona la locomotora?
—Ni idea. Sé que durante un tiempo recomendable, y eso debe de ser para cada modelo, necesitan ser reabastecidas de agua y puedo imaginar que debe de ser para la combustión. Pero no sé más, hijo.
—Pues me gustaría preguntárselo al maquinista.
—Mejor no, David. No debemos significarnos de ninguna manera.
—Papá tiene razón —medió su madre—. Si llegase la casualidad, durante el viaje se lo preguntas al revisor. Es posible que pueda explicarlo. Pero lo importante, entiendo, es que nos lleve hasta nuestro destino.
—¡Sí, señora! Eso es lo importante.
Se acercaba la hora de la comida y, como tenían asignado el primer turno, accedieron a su departamento para asearse. El paseo había estado colmado de acontecimientos. Era su primer viaje al extranjero y en él pudieron efectuar una comparativa, imperfecta, entre su país de origen y lo que habían observado en el corto espacio de tiempo que había durado. Consideraban que Budapest, el anterior, era mucho Budapest para compararlo con cualquier ciudad europea de la época. Pero también eran conscientes de que su historia húngara había concluido y de que su única expectativa debería considerar la de su esperanza en el futuro.
Poco antes de finalizar el almuerzo, el jefe de tren, con el ánimo alborozado, pasó por el vagón de servicios-restaurante y comunicó que el convoy estaba autorizado a cruzar el territorio de Liechtenstein y Suiza, aunque las paradas solo podrían ser técnicas y durante las horas diurnas. El hecho equivalía a expresar que el tren estaría controlado en todo momento para que no existiese ningún tipo de «abandono» casual de pasajeros no deseados. No obstante, las noticias se las tuvieron que traducir a la familia Venay los señores de la mesa contigua, húngaros de condición y con quienes habían entablado alguna pequeña conversación. Además, indicaron que una sección de militares austríacos relevaría a los militares alemanes que acompañaban la caravana. En ambos casos no se permitía el paso de milicias germanas por ninguno de los dos países. Daniel, dudoso y preocupado como siempre, aunque más parecía ser un analista de situaciones, preguntó:
—Lo cierto es que, desde que embarcamos ayer y por los detalles que aprecio, no tenemos muy clara la nacionalidad del tren en que nos encontramos. ¿Tenéis alguna idea?
—Sí, sí —admitieron—. Tanto la locomotora como los vagones pertenecen al Gobierno húngaro, aunque desde hace unos meses están regidos por numerarios alemanes. Además, se da el caso curioso de que los vagones en que nos encontramos fueron un proyecto análogo al que quería representar el Orient Express húngaro y planeado para sus viajes al occidente europeo. Un proyecto que no se llevó a cabo, pero el resultado lo tenemos a la vista.
—De cualquier manera, las noticias son buenas. No tendremos que viajar por Italia y el viaje se hará más corto.
—Efectivamente. ¿Cuál es vuestro destino final?
—España. ¿Y el vuestro?
—Normandía. Tenemos familia allí y queremos visitarla antes de que la cosa se complique más.
—A nosotros nos pasa lo mismo —comentó antes de levantarse—. Bueno, nos vemos… seguro. ¡Hasta luego!
Después de saludarse de una manera afectuosa en la despedida momentánea, debido a que volverían a encontrase en la cena de la noche, iniciaron la retirada hacia su departamento a la espera de que el convoy iniciase su andadura. Fue en ese momento cuando Daniel le indicó a Edit:
—Por fin una buena noticia. ¡Te quiero!
—Yo a ti también, pero todavía falta… —dejó en el aire.
Poco después de las cinco de la tarde, como había sido previsto, se reinició el viaje con una evidente satisfacción del escaso pasaje. El hecho de no desviar la ruta hacia Italia suponía una reducción del tiempo de la marcha en casi veinticuatro horas. Obviamente, la jefatura del tren, así como los miembros de la operativa en la estación de Salzburgo, habrían tejido un nuevo programa de asistencia que se iniciaría en Innsbruck, con paradas técnicas en Zúrich, Lausana y Ginebra. Los militares que acompañaban a la expedición desembarcarían en la última pausa austríaca y en la primera detención en territorio suizo serían reemplazados por miembros del ejército helvético. Para los pasajeros, el nuevo tránsito obligaba a permanecer en sus departamentos durante el resto del viaje, aunque con las potestades lógicas de efectuar las comidas y visitas a los servicios comunitarios.
Por la noche y durante la cena tuvieron una agradable charla con el matrimonio que tenían en la mesa adyacente. Por ellos se enteraron —hablaban alemán— de todas las condiciones que el jefe de tren les había expuesto después de que el Gobierno suizo autorizase el paso por su territorio del convoy.
—Lo primero es que la nacionalidad de la locomotora es húngara, el destino es Francia y el transporte que se efectúa es de material de construcción.
—¿Y la tripulación y los militares?
—Bueno, según nos comentó, la dotación del tren es de ocho personas: dos maquinistas, dos asistentes, además del jefe del conjunto, y tres dedicados a atender al pasaje. Todos ellos, a excepción del revisor, son húngaros.
—Ya, ¿pero los militares qué?
—Eso también parece que está estudiado.
—Parece ser que la máquina tiene que abastecerse de agua y carbón dentro de una limitación de kilómetros y, por tanto, eso le obliga a efectuar una serie de paradas, que se denominan de asistencia, en un plazo máximo de cinco o seis horas.
—¿Seis horas? —inquirió David, ofuscado.
—Sí. Más o menos cada trescientos kilómetros.
David silbó, Daniel sonrió y Edit solo revelaba signos de estupefacción.
—¿Y cómo es que no nos enteramos la noche pasada?
—¿Podría ser que estuvierais durmiendo? —preguntó en tono de ironía su compañero de mesa contigua.
—Podría ser —afirmó Daniel—. Pero prometo que no roncaba.
El grupo emitió una carcajada y continuó con las explicaciones.
—Me preguntas por los militares alemanes que custodian el convoy, ¿no?
—Sí. Porque no creo que sean bienvenidos en Suiza.
—Así es. Ellos, parece ser, descenderán todos en Innsbruck, que es la última estación austríaca. Desde allí a Zúrich el tren viajará sin escolta.
—¡Esperemos que no haya nieve! Vamos a cruzar todas las montañas del Tirol. ¿Y cómo has conseguido tanta información? —curioseó Daniel con un poco de malicia perversa.
—¡Ah, amigo! No hay nada como ser astuto y con un poco de diplomacia casi todo se consigue. ¿Pero qué digo? —se preguntó, a sabiendas de que la familia Venay tenía algo que ver, o mucho, con la legación española—. ¡De eso seguro que sabéis vosotros mucho más que yo!
Edit no quiso entrar en el juego que, parecía ser, había iniciado Zoltan, nombre propio con el que se había presentado. Sin apellidos.
—Podría ser —manifestó con cierta timidez, no exenta de firmeza.
Hubo un momento de silencio que ninguno de los reunidos parecía querer romper. Lo hizo el asistente del vagón con una bandeja de comida para los cinco componentes de aquella fracción del coche. Estofado de carne. Un goulash con un aspecto inmejorable y un olor que despertó el apetito de los sentados a la cena.
—Seguimos luego. Tenemos hambre.
—¡Pues que aproveche! Y sí, seguro que seguimos luego, porque tengo más cosas interesantes que explicar.
La cena se desarrolló en silencio, con una tranquilidad contrahecha y subordinada a lo que Zoltan se había guardado en su zurrón y que sería expuesto una vez finalizada la misma. Se acercaba la hora del segundo turno y los pasajeros del mismo ya esperaban en la portezuela del vagón. Daniel, que los tenía de frente, así lo expuso:
—Creo que se acerca la hora de dejar el sitio libre.
Algunos volvieron la cabeza y en sentido afirmativo lo confirmaron.
—¿Vamos a fumar un cigarro?
—Yo no fumo, pero no me molesta que alguien lo haga.
—Entonces vamos a nuestro departamento y seguimos charlando.
—¿Dónde está?
—En el vagón uno. De camino pasaremos por el vuestro.
—¿Edit?
—No, me vais a perdonar, pero estoy un poco cansada.
—Es normal después de la excursión que habéis hecho por la ciudad. Nosotros la conocemos bien y los adoquinados por los que tienes que caminar en el centro son impresionantes. ¿Habéis estado en la casa donde nació Mozart?
—No. Lo cierto es que estuvimos cerca, pero se nos hacía tarde para venir a la hora del turno.
Zoltan parecía estar muy interesado con la cercanía de Daniel. Había escuchado los rumores y comentarios sobre que una alta personalidad de la diplomacia española viajaba en el tren, cuchicheos que provenían del teniente del ejército que acompañó a los Venay a su acomodo y que nadie había confirmado en las cerca de veinticuatro horas en que transitaban casi vecinos. Y lo que semejaba o quería ser el inicio de una amistad más bien se presentaba como una tarea interesada sobre la personalidad y presunto estatus de Daniel.
Durante el tiempo que Daniel fue acogido en el compartimento de Zoltan, fue invitado a tomar una copita de palinka, que aceptó, aunque rechazó una segunda toma. Estuvieron hablando durante varios minutos de Budapest, de la situación viajera en que se encontraban y más tarde, cuando Zoltan le preguntó por sus deberes en la embajada, Daniel decidió cambiar de tema con un escueto:
—Prefiero no hablar de mis obligaciones profesionales. Son asuntos muy personales y de cierto interés, de los que no me está permitido comentar.
—¡Nada, hombre! ¡No te enfades! Solo quería continuar nuestra conversación.
—Pues siendo así, podríamos hablar de otras cosas. Por ejemplo, de la información que me ibas comentar sobre lo que habías sonsacado al jefe de tren. Comentaste que hasta Zúrich viajaríamos sin escolta militar y eso es lo que no entiendo. ¿Por qué el tren debe llevar escolta? ¿Por los materiales que transporta?
—Es ahí donde puede que te lleves una gran sorpresa.
—¿Y eso?
—Porque los materiales que transporta el convoy son materiales de construcción, unos materiales que están destinados a rehabilitar casas sociales para los republicanos españoles en Francia.
—¡Pero ¿qué dices?! ¡Eso no hay quien se lo crea! —exclamó Daniel con determinación—. Es prácticamente imposible que un régimen como el alemán envíe cualquier tipo de materia prima para la reconstrucción del hábitat de sus enemigos ancestrales, como es el comunismo. ¡No me lo puedo creer! Además, han pasado cinco años desde que concluyó la guerra civil española.
—Bueno, dicen que lo envían para los franceses, pero la realidad parece ser otra. Eso según me han comentado. Tú eres español y de esto sabrás un poco más que yo.
—Lo siento, pero ya lo hemos comentado. De estos y de otros muchos temas prefiero no hablar. Lo cierto es que no entendía la escolta que llevaba el tren. Y sigo sin entenderla. Pero para los tiempos en los que vivimos todo es posible.
Zoltan comenzaba a vislumbrar que difícilmente sonsacaría cualquier otro tipo de información a Daniel y por ello dejó de insistir.
—También es cierto que si al tren le han dado permiso para cruzar el territorio suizo se debe a que todos los pasajeros somos de nacionalidades que no entran de lleno en las cruzadas militares. La mayoría son franceses, húngaros y vosotros como españoles. La verdad es que especulaba con que vuestra presencia en el tren, quiero decir el viaje de tu familia, tu posición en la embajada, y las mercancías que transporta el convoy tenían un nexo común.
—Lo siento, Zoltan, pero te equivocas.
Zoltan suspiró con alivio y se le ocurrió solo murmurar, aunque como disculpa:
—¡Casi mejor así! ¿Otra copita?
—No, no, gracias. Mañana será otro día.
Se levantó, se despidió de la mujer de Zoltan, que leía en un rincón del compartimento, y salió en dirección al suyo. En el corto trayecto entre vagones se cruzó con un militar, que le miró de una manera poco definida, aunque carente de todo interés.
La suspicacia de su carácter le obligaba a preguntarse si Zoltan era tan solo un pasajero más o encarnaba cualquier otro cometido de información para los «cucos». Resultaba evidente que su vecindad impuesta en el vagón de servicios, su notorio interés por relacionarse con él y su reticencia en el hecho continuo que sobrepasaba a la cortesía natural le obligaban a pensar que podría haber algo más que una simple relación de pasajeros en un largo viaje. También llegó a pensar que la mujer, esposa o acompañante de Zoltan no había dicho ni una sola palabra durante el tiempo transcurrido en la relación de proximidad que compartían. Más bien parecía sorber los diálogos entre ambos, aunque ignorando cualquier contenido de importancia. Le resultaba curioso que ni tan solo el nombre de la mujer, señora o acompañante hubiera sido pronunciado en ninguna ocasión. Allí estaba, sí, pero en una posición que Daniel intentaba no definir como clandestina.
Cuando llegó a su compartimento, lo primero que observó fue que David había cambiado su ubicación y se había instalado en la ventanilla usurpando el asiento de su madre, que, como imaginaba, le había cedido el sillón encantada.
—David, ¿qué haces ahí? —preguntó, a sabiendas de cuál sería la respuesta.
—Nada, papá. Mamá me ha cedido el sitio.
—¿Y por qué? —volvió a preguntar, siendo consciente de que debería haber una segunda intención.
—Bueno, como sé que vosotros vais a dormir, cerraréis la puerta del departamento y no os vais a enterar de nada, he preferido cambiar el sitio con mamá porque así, cuando lleguemos a la próxima parada, me gustaría ver cómo montan todo el tema de asistencia. Bueno, lo del agua y todo eso.
—Pues me parece muy bien. Y tú, Edit, ¿cómo estás?
—Bien. Un poco agobiada, pero bien.
—Una pregunta —indicó Daniel.
—Dime.
—¿Has cruzado alguna palabra con la mujer de Zoltan?
Se le quedó mirando fijamente, pero su mirada lo único que expresaba es que se hallaba analizando todos los momentos vividos en las últimas horas.
—Ahora que lo dices —realizó una pausa enfática—, lo estoy pensando y, más que algún gesto de educación, alguna sonrisa y alguna mueca de complicidad…, va a ser que no. Palabras, solo hola y adiós.
—¿Y te parece normal?
—Pues ahora que lo dices, no —afirmó con contundencia.
Daniel comentó sus inquietudes con respecto a la pareja que se sentaba a su lado, o muy cerca, en el vagón de servicio. La situación se le antojaba provocada, dirigida, después de la pequeña reunión que habían tenido en su departamento. Más bien semejaba que el denominado Zoltan tenía como misión, como objetivo, indagar sobre los Venay, su condición, su naturaleza y el objeto final del viaje que realizaban. La información que poseía su compañero de trayecto no podía considerarse como habitual en viajeros cuyo trato con el jefe de tren estaba más que definido: nulo o escaso. Por eso, llegó a comentar a los suyos que debían comportarse con mucha precaución en todo momento, tanto en el idioma que utilizar como en la información personal que facilitar.
—Estoy convencido de que son unos «cucos» y de que su actuación en el tren está basada en conseguir información sobre algunos pasajeros. Y de la averiguación, una vez llegados al punto de destino, darse a conocer a los aduaneros de turno y detener a los sospechosos sin ningún tipo de garantía. Además, creo que su primera intención era emborracharme con palinka insistiendo en que tomara otra copita y así sucesivamente.
—¿Y tú qué hiciste?
—Nada. Le dije que no y le comenté que prefería emborracharme de sueños. Pero estoy totalmente seguro de que su intención era indagar en lo más profundo de nuestras vidas.
—¿Tú crees? —inquirió Edit, alarmada por las palabras de su marido.
—Sí. Y te diré por qué. Cuando hemos hablado; mejor dicho, cuando me ha informado de los pasajeros que viajábamos en este tren, ha comentado que todos eran franceses, húngaros y nosotros, que viajábamos como españoles. Ese «como» es lo que me ha llamado la atención.
—Sí, es extraño. No españoles, sino como españoles. Parece indicar que existe alguna sospecha sobre nuestra condición y nacionalidad.
—Eso es lo que pienso yo. ¿Lo has escuchado, David?
—Sí, papá. Por mí no os preocupéis. Hablo poco con extraños y desde ahora mucho menos.
—Te lo digo porque en teoría tú eres el más débil de los tres; y cuando me refiero al más frágil, te reseño como el más fácil de engatusar —afirmó con torpeza, aunque a la vez con la contundencia y el cariño de un padre que desea lo mejor para su hijo.
David bajó la cabeza en un signo de sumisión, aunque su mente derivaba hacia otros derroteros que no tenía demasiado claros y quiso clarificarlos.
—Papá, ¿qué quiere decir eso de cucos? Es que lo he oído en varias ocasiones y no se me había ocurrido pensar que tenía alguna relación directa con las personas.