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La crisis del modelo representativo

Existe una estrecha relación entre el desarrollo del populismo y la crisis del sistema representativo de gobierno sobre el cual se estructuraron las instituciones republicanas después de la Independencia. Por cuenta del mandato a los congresistas de la representación de los ciudadanos prosperaron en el siglo XX liderazgos populistas, entre caudillistas y mesiánicos, de Juan Domingo Perón (Argentina), Getúlio Vargas (Brasil), Lázaro Cárdenas (México), Velasco Ibarra (Ecuador) y lo habría hecho el de Jorge Eliécer Gaitán en Colombia, si no lo hubieran asesinado. El esquema representativo adoptó la forma presidencialista de gobierno nacido como una mala simbiosis entre el presidencialismo norteamericano del siglo XIX y los rezagos monárquicos de la Colonia. Aún hoy, los países latinoamericanos siguen siendo las más notables excepciones de los sistemas parlamentarios extendidos ampliamente por el mundo. En el siglo XIX, en plenos albores de la Independencia, la figura de la representatividad parlamentaria dominó parte considerable de los debates que llevaron al nacimiento de la Constitución de Cádiz (1812), que marcó el momento en el que estuvimos más cerca de crear una comunidad hispanoamericana parecida al Common Wealth.

Para Giovanni Sartori (1998), la crisis del modelo representativo tiene que ver con el surgimiento del directismo como forma de legitimar cambios constitucionales, a través de la apelación directa al pueblo mediante consultas, referendos y plebiscitos. A pesar de que algunos autores como Eduardo Posada Carbó sostienen que, desde la época de la Independencia, la vía representativa ha sido el principal motor del diseño y la construcción del sistema republicano de gobierno, es claro que otros objetivos, como el de la defensa de la soberanía, han prevalecido sobre otros idearios, como el de la representatividad democrática.

El lado más débil del sistema presidencialista es la inexistencia, dentro de su normatividad, de mecanismos expeditos para la solución de crisis que frecuentemente terminan en rupturas. La historia de la consolidación republicana de la región, a partir del restablecimiento de su democracia, ha sido, como bien lo explora Mauricio Jaramillo Jassir, el de las coaliciones espurias, los juicios políticos, los exilios forzados, las destituciones ilegítimas y, más recientemente, las guerras jurídicas (lawfare), a través de las cuales unos nuevos poderes fácticos regionales —grupos económicos, monopolios mediáticos, organizaciones no gubernamentales (ONG) internacionales, agencias calificadoras de riesgo, entre otros—, en ausencia de los partidos políticos o frente a su debilitamiento como voceros de cambio, están utilizando la justicia para estigmatizar y golpear a dirigentes progresistas de América Latina.

La estrategia consiste en estimular el papel mediático y protagónico de algunos jueces y fiscales (como en el caso emblemático del juez Sérgio Moro en Brasil) en la judicialización, aprovechando los nuevos sistemas acusatorios de justicia, situaciones que antes se resolvían en los escenarios políticos de la democracia. Han sido víctimas de este populismo judicial Luiz Inácio Lula da Silva, Cristina Fernández y, recientemente, el propio Rafael Correa. Pasando por encima de las normas universales sobre el respeto al debido proceso, los responsables judiciales de estos casos han estigmatizado la imagen y comprometido la responsabilidad de estos dirigentes con el inocultable propósito de sacarlos del escenario político. Se trata de una forma de golpes de Estado judiciales que han llegado a prosperar contra Fernando Lugo en Paraguay, Dilma Rousseff en Brasil y Evo Morales en Bolivia.

Si hubieran existido en los ordenamientos constitucionales de estos países alternativas institucionales para la solución de sus crisis políticas, como las que existen en los sistemas parlamentarios del mundo, no se habrían presentado formas disruptivas del orden constitucional para salir de ellas; entre estas alternativas se encuentran, por ejemplo, la anticipación de elecciones generales, el voto de censura al poder ejecutivo y la separación entre las responsabilidades y las obligaciones de Estado. Otras figuras, muy debatidas recientemente, como la posibilidad de la reelección presidencial indefinida, se estarían manejando, como se hace en los sistemas parlamentarios, mediante la reconfiguración de las bancadas de mayoría o de oposición en favor de la permanencia o el cambio de un partido o una coalición de estos al frente del Ejecutivo. Así se hizo para legitimar largos periodos de gobierno de presidentes como François Mitterrand (1981-1995) en Francia, Helmut Kohl (1982-1998) en Alemania y Felipe González (1982-1996) en España.

La ausencia de estos correctivos de los desequilibrios ocasionales del poder en las democracias parlamentarias es lo que explica y preocupa, con razón, las derivas autoritarias de algunos gobiernos latinoamericanos que, por cuenta de la concentración de poderes resultante de largos periodos presidenciales, sin la posibilidad refrendarlos de forma periódica, han terminado creando formas concentradas del poder ejecutivo que no se deben confundir con las dictaduras represivas ya mencionadas de los años sesenta y setenta. El cambio de los sistemas presidencialistas latinoamericanos de gobierno y su reemplazo por regímenes semiparlamentarios que, como sucede en la V República Francesa, distingan entre el poder presidencial, elegido por votación directa, y el poder parlamentario, por votación proporcional, es la más importante alternativa de renovación democrática que tiene la región para completar su proceso, hoy inacabado, de consolidación democrática.

El modelo de Correa

El Gobierno de Rafael Correa en Ecuador (2007-2017) marcó el comienzo de la era del socialismo democrático, durante la cual varios presidentes progresistas, elegidos democráticamente, iniciaron un proceso de rectificación de los errores cometidos durante la vigencia del modelo neoliberal aplicado a fines del siglo pasado y comienzos del actual. En efecto, las políticas macroeconómicas neoliberales adoptadas entonces, en desarrollo del llamado Consenso de Washington —que tuvo más de Washington que de consenso—, mostraron muy pobres resultados en materia de crecimiento e igualdad, inferiores a los que se habían conseguido, décadas atrás, durante la aplicación del modelo cepalino de sustitución de importaciones.

Los mandatarios progresistas de comienzos de este siglo (Lula, Kirchner, Morales, Mujica, Bachelet y Chávez) entendieron, con claridad, que si no conseguían revertir la tendencia que llevaba la región hacia un mayor empobrecimiento, muy pronto quedaría cuestionada la propia legitimidad de la democracia. Con esta convicción comenzaron a aumentar la inversión social respecto al producto interno bruto (9 % en promedio entre el 2004 y el 2014); pusieron en marcha programas de focalización y nivelación social en materias sensibles como seguridad alimentaria, salud pública y provisión de vivienda popular y servicios públicos domiciliarios, sin perder de vista el objetivo de seguir avanzando en las metas de la universalización de estos servicios y bienes sociales que se habían venido consiguiendo en décadas anteriores, y reemplazaron la reducción de la pobreza como objetivo cuantitativo —contabilidad de pobres— por la inclusión y la nivelación de la cancha de la igualdad como parte de sus proyectos políticos progresistas. La Bolsa Familia en Brasil, el programa Progresa en México, la continuación del Sistema de Identificación de Potenciales Beneficiarios de Programas Sociales (Sisbén) en Colombia y el avance del Sistema Nacional de Misiones en Venezuela formaron parte de esta apuesta incluyente progresista. El balance de esta década “ganada” (2004-2014) fue notable: mejoró la distribución del ingreso y las cifras de crecimiento duplicaron las del pasado inmediato.

El modelo adelantado por el presidente Rafael Correa en Ecuador, alrededor del cual gira la obra del profesor Jaramillo Jassir que hoy presentamos, se podría considerar uno de los más exitosos programas sociales que entonces se pusieron en marcha. Correa llegó a la presidencia apoyado por un arco iris de electores: pueblos originarios, nuevas fuerzas contestatarias, movimientos populares y muchos jóvenes que se sintieron atraídos por sus propuestas de cambio.

Así mismo, llegó rodeado de unos elevados niveles de credibilidad, resultantes de su trayectoria académica como profesor de las más prestigiosas universidades ecuatorianas. En su paso por el Ministerio de Economía, durante la presidencia de Alfredo Palacio, había sorprendido a la opinión con una serie de propuestas heterodoxas, las cuales convencieron a muchos ecuatorianos de que, a diferencia de los anteriores presidentes, que habían durado en el poder un promedio de tres años, el proyecto de Correa representaba una opción creíble de cambio. Este posicionamiento calificado le permitió conformar un equipo de gobierno de cuadros jóvenes, tecnocráticos, que aportaron credibilidad y sostenibilidad a las políticas a partir de las cuales puso en marcha su proyecto político.

Entonces se tenía la idea —bienvenida por los dirigentes neoliberales— de que los proyectos populistas eran paquetes de promesas izquierdistas que carecían de seriedad académica y solvencia técnica. A diferencia de estas propuestas, el programa de Correa resultó, como él mismo, creíble y, por la misma razón, peligroso para muchos sectores conservadores.

El presidente Correa corrió además con la buena suerte de que el aumento en los precios internacionales del petróleo coincidiera con buena parte de su gestión de gobierno, lo que facilitó la financiación de sus propuestas de modernización económica, inclusión social y refundación democrática. Durante su mandato no hubo un sector que no fuera intervenido con un claro propósito renovador y, por consiguiente, progresista: desde la construcción de nuevas infraestructuras hasta la elevación de la calidad de la educación y la ciencia a estándares internacionales competitivos, pasando por la construcción de nuevos y funcionales hospitales y escuelas públicas. En todos los rincones y actividades del país se sintió la mano transformadora del joven Gobierno.

En su segunda etapa, la propuesta de Correa avanzó a un proyecto refundacional, a través de una reforma constitucional que también formaba parte de una zaga populista regional. En la Constitución de Montecristi de 2008, redactada por una asamblea elegida por voto directo con el respaldo del 81,7 % del electorado, se recogieron los elementos clave del nuevo constitucionalismo latinoamericano, inspirado en alguna medida en nuevas constituciones, como las de España (1978), Colombia (1991) y Brasil (1988). Estas constituciones, garantistas en la protección de los derechos humanos políticos, económicos y sociales, abrieron las puertas a la democracia participativa que replanteó el concepto de equilibrio tradicional de poderes. La Constitución de Montecristi introdujo mecanismos específicos como el Consejo de Participación Ciudadana y Control Social, claro elemento del poder de la ciudadanía, y la Justicia Indígena. Planteó la metamorfosis del cerrado gobierno de partidos a una democracia funcional, participativa y, por ende, más legítima.

El profundo apoyo popular que recibió el proyecto de Correa tuvo que ver no solo con un respaldo ideológico, sino con la identificación profunda de vastos sectores de la población, desencantados con el manejo errático de la política ecuatoriana, con un proyecto novedoso de cambio de las estructuras institucionales de la República. El pragmatismo neoliberal fue reemplazado por los vientos frescos de la participación popular y el debate público, coincidiendo con otros procesos del socialismo democrático en la región, los cuales se caracterizaron por la decisión de avanzar en la modernización institucional para “democratizar la democracia”, como se dijo, según el profesor Jaramillo Jassir, del proyecto de Velasco Ibarra.

Faltaban más fichas en el tablero. La adopción de mecanismos de economía solidaria ayudó a superar la contradicción entre las tensiones redistributivas sociales y las exigencias de austeridad de las políticas macroeconómicas neoliberales. Sin alterar los equilibrios básicos del manejo de la coyuntura —de lo cual estaban pendientes todos los organismos internacionales para caerle encima— y a pesar de mediar la camisa de fuerza de la dolarización que le imponía severas limitaciones en el manejo monetario y cambiario, Correa demostró que sí se podía hacer una política social expansiva sin perder el equilibrio de la economía, como lo consiguió Keynes en su momento.

Correa completó su tarea con el diseño de una política exterior que, sin caer en los viejos moldes del chauvinismo, rescataba la defensa de temas muy latinoamericanos, como la vigencia de los derechos humanos, la defensa de la soberanía y la vocación profundamente integracionista.

La revolución democrática, progresista y populista de Correa fue la revolución de la autoestima, que consiguió que los ecuatorianos sintieran que tenían un país del cual podían sentirse orgullosos, digno y reconocido en el mundo. Los visitantes alababan sus carreteras, aeropuertos, colegios del milenio y universidades con tecnologías de punta. En los círculos académicos más exigentes reconocían que estas transformaciones se habían podido financiar sin sacrificar la estabilidad macroeconómica y cumpliendo todas las obligaciones financieras internacionales, por injustas y onerosas que ellas fueran, como en efecto lo eran. Correa enseñó a los ecuatorianos que para crecer no tenían que mendigar, sino exigir, y que para hacerlo debían dar ante la opinión internacional muestras de coherencia y autonomía.

También entendió el fortalecimiento de la integración regional a través de la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur), un nuevo proyecto político de la región, que abriría para Suramérica las mismas autopistas de progreso social y económico que logró construir para su propio país. Su receta para la integración era precisa: una nueva arquitectura financiera con un sistema autónomo de solución de controversias internacionales, el desarrollo de proyectos regionales de infraestructura prioritaria, el fortalecimiento el mercado interno, la reindustrialización y el desarrollo de programas sociales que combinaran la ampliación de la oferta de bienes y servicios sociales con la atención selectiva de la demanda. Así, se trató de construir ciudadanía, sacudir la región de los viejos lastres hegemónicos y reemplazarlos por un diálogo constructivo sur-sur con el resto del mundo.

El correísmo reinterpretó las tendencias históricas del populismo histórico ecuatoriano sumándole reivindicaciones ancestrales de conceptos como el del buen vivir y la felicidad como meta, que apuntalaron la identidad como cimiento de la política. Su proyecto, como lo señala aquí el profesor Jaramillo Jassir, incluyó componentes clásicos del populismo regional, como la lucha contra el establecimiento, la movilización popular y las propuestas fundacionales asociadas al mito caudillista que, sumados, configuraron el cuadro del populismo progresista de Correa, muy diferente al populismo mesiánico de Velasco Ibarra y el populismo clientelista de Bucaram.

Para entender el valor de este aporte, la gente debe saber que la política en Ecuador es volcánica: las fuerzas subterráneas que la mueven se expresan de manera impredecible y tumultuosa, pero, eso sí, de manera muy poco violenta. Correa se convirtió en la más fiel expresión de esta idiosincrasia al desarrollar un “estilo” de gobierno discursivo, dialéctico, controversial, sanguíneo, satírico, pero siempre respetuoso de la contradicción y el desacuerdo, siempre frentero y transparente.

Un estilo de gobierno del cual parece no haberse enterado su sucesor, el presidente Lenín Moreno, quien consiguió el “milagro” de devolver el país, en materia de avance social, modernización y respeto democrático de las minorías, a la triste condición en que se encontraba al terminar el pasado siglo. Pocas veces Suramérica había presenciado, como hoy en Ecuador, una involución tan dolorosa y costosa de un proyecto político como la que se ha vivido en ese país en el transcurso de los últimos años.

Para terminar, la profunda transformación del modelo de Correa se adelantó al controvertir duramente a sus enemigos sin incurrir, jamás, en persecución judicial alguna, ni mucho menos política, como sucede hoy en Ecuador, donde se ha acudido a la guerra jurídica (lawfare) para poner la justicia al servicio de los odios del régimen. El cambio conseguido en Ecuador, liderado por Correa con el leal acompañamiento del formidable equipo de Alianza PAIS, fue posible sin disparar un solo tiro.

Alguna vez le pregunté al presidente Correa cómo se podía explicar que, en las fronteras de Colombia con Ecuador, a pocos metros de distancia que cubría un puente, se presentara la realidad esquizofrénica de dos países hermanos: uno, Colombia, azotado por grupos irregulares alzados en armas, y otro, Ecuador, en completa calma. Correa me contestó sin titubear: “Es que a ustedes les quedó faltando un Eloy Alfaro”. Ese día entendí por qué el primer punto de los acuerdos de La Habana que pusieron fin al conflicto armado colombiano entre el Gobierno y la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo (FARC-EP) había sido cambiar el injusto sistema de distribución de tierras por el cual nos habíamos enfrentado durante medio siglo y que Alfaro resolvió con una reforma agraria progresista, tan progresista como el Gobierno de Rafael Correa.

Introducción
La Revolución Ciudadana de Rafael Correa en Ecuador

La ciencia política, en cuanto disciplina y oficio, tiene el deber inaplazable de desmontar el mito de que el populismo es, en todas las circunstancias, una amenaza contra la democracia. Ello implica reconocer que la propia noción de democracia ha perdido en alguna medida su esencia, y su banalización ha conducido a que cada vez se sepa menos respecto de su verdadero alcance y profundidad. Al mismo tiempo, el populismo, al que se han dedicado numerosos estudios, sigue siendo un concepto nebuloso que se debe actualizar, en aras de definir su alcance para entender no solo su impacto en los sistemas políticos, sino concretamente en qué medida afecta, favorece o no tiene incidencia sobre la democracia. El propósito central de este libro consiste en llamar la atención sobre las maneras poco percibidas en las que el populismo puede, en determinadas condiciones, favorecer la democratización, especialmente en los llamados regímenes jóvenes. Para ello, se analiza el caso ecuatoriano durante los diez años del Gobierno de Rafael Correa (2007-2017). Esta exploración responde a la necesidad de complejizar el populismo con una base empírica y evitar tanto las generalizaciones como los sesgos ideológicos que suelen atentar contra la rigurosidad de los estudios dedicados a una práctica cada vez más renovada y controvertida.

Normalmente, cuando se alude al término, se suelen cometer tres errores. En primer lugar, se analiza el populismo como un fenómeno uniforme, al que se explora desde un enfoque abstracto que tiende a debilitar a las democracias o sistemas liberales. En segundo lugar, no se precisan las diferencias respecto de las distintas prácticas populistas según el contexto histórico. Se suele afirmar que el populismo ha afectado históricamente a la democracia liberal (Sartori 1998; Müller 2012, 2017); Pierre Rosanvallon (2006) afirma que “antes que una ideología, el populismo consiste esencialmente en una alteración perversa tanto de los ideales como de las prácticas de la democracia” (269). Para el autor francés, el populismo, en esencia, refleja una tentación constante subyacente en la política y contiene esencialmente un discurso contrademocrático (269); empero, rara vez se distinguen las manifestaciones populistas según el contexto histórico cambiante. Y, en tercer lugar, se omite el análisis de las diferencias según el contexto geográfico, con lo cual se ignoran las protuberantes disparidades entre el populismo que apareció como respuesta a las políticas neoliberales de la Unión Europea, respecto de aquel que emergió en América del Sur a finales de los años noventa. Se trata de fenómenos que, aunque comparten rasgos, presentan diferencias considerables a la hora de entender el origen, el desarrollo y los efectos del populismo sobre el régimen político y la democracia.

Una de las primeras hipótesis de las que parte el siguiente texto consiste en que el populismo debe analizarse relativizándolo según dos factores: histórico y geográfico. En cuanto al primero, es posible identificar tres momentos en los que ha surgido con fuerza. En América Latina se presentaron los ciclos populistas más emblemáticos en las décadas de 1930 y 1940, que sirvieron de principal referente para que autores como Di Tella (1962), Germani (1978) o Weffort (1967) apuntaran a las definiciones pioneras de un concepto que, desde entonces, no ha dejado de evolucionar. En esta misma corriente, se observa el nacionalpopulismo y el fascismo en Europa como manifestaciones paradigmáticas y, para muchos, como prueba irrefutable sobre la incompatibilidad del populismo con la democracia (Pombeni 1997). En un segundo momento, de forma sorpresiva, el populismo resurgió a finales de los años noventa, cuando se le consideraba como un fenómeno superado y propio de democracias precarias. La Venezuela de Hugo Chávez se convirtió en un atractivo objeto de estudio, pues su aparición no solo refutó la tesis de Francis Fukuyama y Samuel Hungtinton sobre la desaparición de las ideologías (Fukuyama 1992), sino que puso en evidencia dimensiones desapercibidas sobre el populismo. Este no solo se limitó al país andino y caribeño: además se extendió a otras naciones como Argentina, Bolivia, Brasil, Ecuador, Nicaragua, entre otros. Finalmente, en el último tiempo, tanto Europa como Estados Unidos se han convertido en un terreno de expansión fértil del discurso populista, pero con connotaciones bien distintas del caso latinoamericano.

Tras la Segunda Guerra Mundial, el populismo reivindicó un papel para los ciudadanos desprovistos de representación y participación, con un fuerte discurso antiestablecimiento. Sin embargo, ese pueblo no ha tenido una sola composición, pues mientras en Europa ha sido más referenciado por consideraciones étnicas, en América Latina el referente por excelencia ha sido la clase socioeconómica. De igual forma, se ha tratado de equiparar al populismo con la demagogia, con el objeto no solo de describirlo, sino para justificar su carácter antidemocrático —en la competencia electoral, se utiliza para desacreditar a políticos, movimientos o partidos rivales—. Este populismo, enraizado en aforismos como “Vox populi, vox Dei” o “Sagrada es la lengua del pueblo” de Séneca, ha despertado el rechazo que puede tener su origen en la dura sentencia de Carlomagno del siglo VIII: “No es cierto que la voz de Dios sea siempre la del pueblo; pero cuando se alza esa voz misteriosa, expresada a través de símbolos enérgicos que a su vez se hallan en la consciencia del pueblo, este declara de forma inmediata y sin dudar que Dios acaba de hablar” (Haréau 1868, 112).

En esta misma lógica se inscriben voces que denuncian un exceso en la participación, en la medida en que, en determinados contextos, esta ha sido instrumentalizada para fines antidemocráticos. José Ortega y Gasset (1999) elaboró una de las críticas más agudas respecto de esta manipulación al hablar de la manipulación de las masas. Estas críticas expresan un rechazo a la idea de sacralidad del pueblo y a los atributos de sabiduría que se le atribuyen incluso desde la Antigüedad.

Más allá de las diferencias entre estas manifestaciones tan dispares del populismo, este texto pretende abordarlo desde una perspectiva empírica, la cual permita entender mejor hasta qué punto este resulta compatible con la democracia liberal. Se trata de determinar si es posible alcanzar niveles suficientes y deseables de justicia social, así como incluir sectores marginados, todo dentro de la atmósfera democrática, respetando las libertades fundamentales y las instituciones constitucionales. Esta indagación sobre la posible conjugación populismo-democracia tiene una enorme relevancia para América Latina, pues las instituciones han sido históricamente débiles y la democracia cambiante, hasta el punto en que se ha debilitado por una excesiva personificación de la política, entre otros. La historia de la región está íntimamente ligada a la existencia de liderazgos populares, los cuales tomaron la figura de caudillos civiles o militares con un marcado carácter mesiánico (Juan Domingo Perón, Juan Velasco Alvarado, José María Velasco Ibarra, Getúlio Vargas, Joao Goulart y Lázaro Cárdenas, por solo reseñar algunos). En la contemporaneidad de América Latina el populismo se ha convertido en una cultura política, así como en una forma dominante de discurso y de movilización social.

De forma particular, el populismo (o algunos de sus rasgos más protuberantes) ha sido una práctica constante y condicionante de las grandes trasformaciones del Ecuador. Se puede constatar desde la Revolución Liberal de Eloy Alfaro, entre 1895 y 1912, pasando por la democratización de la política en algunas de las administraciones de José María Velasco Ibarra, ícono del populismo histórico ecuatoriano (1934-1935, 1944-1947, 1952-1956, 1960-1961, 1968-1972), y llegando hasta los albores del siglo XXI, con la transformación radical de Rafael Correa en el marco de la Revolución Ciudadana, este último, objeto central del libro.

Desde el establecimiento de la democracia, en 1979, el país vivió una suerte de desilusión, ya que el régimen no llenó las expectativas que había despertado durante la corta transición. En consecuencia, transcurridos apenas unos años desde dicha instalación democrática, Ecuador terminó convirtiéndose en el país más inestable de la zona, situación observable de forma clara entre 1996 y 2006, cuando ningún presidente elegido por voto popular fue capaz de terminar con su mandato de cuatro años. Durante dicho lapso, nueve presidentes se sucedieron en el Palacio de Carondelet (sede oficial del Gobierno ecuatoriano); la noche del 6 de febrero de 1997, la inestabilidad alcanzó el paroxismo cuando el país tuvo tres mandatarios, Jamil Mahuad, Rosalía Arteaga y Fabián Alarcón (desde entonces, se le conoce como la Noche de los Tres Presidentes). Ahora bien, vale la pena preguntarse por el significado de dicha inestabilidad, pues no implica una cultura política contraria a la democracia. Es más, semejante turbulencia puede demostrar que la población ecuatoriana está dispuesta a defender la democracia y que existe un control político ciudadano con altas dosis de eficacia. En efecto, en las destituciones de Jamil Mahuad, en 2000, y de Lucio Gutiérrez, en 2005, las manifestaciones populares fueron clave.

La llegada de Rafael Correa al poder en 2007 (elegido en 2006) significó una transformación profunda e inédita de la política ecuatoriana. El país no solo superó el periodo de inestabilidad crónica, sino que un sector considerable de la población reconocería que, durante sus diez años de gobierno, se produjeron avances sustanciales en el plano democrático, especialmente en lo que se refiere al carácter participativo del sistema político. Desde que anunció su candidatura, Correa se presentó como un outsider, pues no contaba con una trayectoria política y su única experiencia durante el Gobierno interino de Alfredo Palacio había sido más bien atropellada y, en consecuencia, terminada abruptamente. Además, provenía de la academia ecuatoriana, desde donde había hecho duras críticas al Gobierno de Mahuad por haber emprendido la dolarización, a su juicio, “el peor error en la historia económica del país, además de irreversible”; así mismo, estaba en contra de gobiernos como el de Lucio Gutiérrez, que negaban la existencia de la ideología a la hora de administrar la política económica. Pero, sin duda, el objetivo más frecuente de sus críticas, muchas veces virulentas, fueron los partidos políticos tradicionales, a quienes Correa endilgaba todo el peso de la responsabilidad por el supuesto fracaso del modelo político ecuatoriano. Correa se refería peyorativamente al establecimiento político en manos de estos como una partidocracia, noción que luego se convirtió en la esencia del correísmo y en la antítesis de su propuesta democrática. A partir de estos hechos, Ecuador vivió una refundación, que se puede observar especialmente entre 2008 y 2011, cuando las reformas alcanzaron los máximos niveles de intensidad. Como resulta obvio, la oposición vio en dicho intento refundacional una preocupante deriva autoritaria.

¿Cómo entender que, a diferencia de sus antecesores, Correa haya podido llevar a término su mandato? ¿Se pude afirmar que Ecuador profundizó su democracia en los diez años en los que estuvo en el poder? Y lo más relevante, tomando en cuenta la ambición del presente texto: ¿cuál ha sido el efecto de este populismo radical, al que apeló Correa, sobre la consolidación democrática ecuatoriana? Estos interrogantes evocan la relación compleja entre populismo y régimen democrático, particularmente en las denominadas democracias jóvenes1 (Huntington 1996b, 18). Entre 2008, fecha de la nueva Constitución impulsada por Rafael Correa, y 2011, cuando se llevó a cabo una consulta popular que profundizó el proceso refundacional, la participación ciudadana se reforzó; no obstante, es posible identificar amenazas contra la democracia como consecuencia de un inocultable hiperpresidencialismo, pues una de las principales características fue la omnipresencia del jefe de Estado en los medios de comunicación, intimidando a varios sectores opositores o críticos del Gobierno, especialmente a la prensa y a partidos políticos disidentes. De esta forma, se llega a un balance bastante ambiguo en términos democráticos, por las críticas de sectores que vieron en esta práctica populista de Correa una fundada amenaza contra la democracia. Se trata de cuestionamientos válidos y que además coinciden temporalmente con la opinión de sectores liberales en Estados Unidos y Europa, los cuales han visto en el populismo de extrema derecha la amenaza más significativa de los últimos años respecto de la democracia liberal-representativa y el riesgo del debilitamiento progresivo de conquistas como algunos de los derechos humanos.

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510 s. 17 illüstrasyon
ISBN:
9789587844726
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