Kitabı oku: «Anatomía heterodoxa del populismo», sayfa 4

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Notas

1 Las democracias que surgieron con posterioridad a la Revolución de los Claveles en Portugal, en 1974.

2 Desde el punto de vista estrictamente geográfico, Brasil no forma parte del Cono Sur; no obstante, se le tiende a asociar con esta zona por su involucramiento político y económico, mucho más compatible que con la región andina.

3 En 1976, por decisión de Gobierno de Augusto Pinochet, Chile se retiró del entonces Pacto Andino, con lo cual se fue alejando políticamente de la región. Aunque geográficamente hace parte de esta, rara vez allí se le incluye, pues su proceso político está mucho más vinculado al Cono Sur.

4 De hecho, existen varios estudios que comparan las transiciones a la democracia en Europa Central y Oriental respecto de América Latina. Para estos efectos véase: Munck y Skalnik Leff (1997), Przeworski (1988) y Hermet (2001).

5 Desde 2008 se dejó de llamar Congreso y se le denominó Asamblea Nacional.

PRIMERA PARTE: TEORÍAS Y CONCEPTOS

Génesis del populismo: la conversión del pueblo de abstracción a sujeto activo de la política

¿Es posible equiparar el populismo con la demagogia, el cesarismo, la manipulación de masas o la democracia plebiscitaria? Para autores como Walter Bagehot (1965, citado en Pombeni 1997), Julio César es “el primer ejemplo de un déspota democrático. Derrumbó a la aristocracia con la ayuda del pueblo, […] que no estaba organizado” (56). De esta forma, se ha asociado el populismo con el cesarismo, práctica que resume la personificación extrema de la política y la manipulación de masas. También se le suele asociar con la demagogia, evocando las desviaciones de los regímenes políticos ideales según Aristóteles (1874), quien consideraba que los reinos podían degradar en tiranías; la aristocracia, en oligarquía y la república, en demagogia. De este modo, el populismo es frecuentemente asumido como una desviación de la democracia, es decir, nace de sus propios defectos y aprovechando hábilmente sus virtudes para ir menoscabando el Estado de derecho.

Para entender en su debida dimensión cómo el populismo nació en un contexto democrático, resulta necesario repasar el surgimiento del llamado al pueblo (appel au peuple), una vocación surgida en el bonapartismo. En efecto, los orígenes del populismo pueden rastrearse a partir de las evocaciones al pueblo presentes en el constitucionalismo francés. A pesar de que en el siglo XVIII el fenómeno aún no había sido definido, dicho constitucionalismo marcó una tendencia muy activa a lo largo del siglo XX: la reivindicación constante del pueblo para participar del ejercicio del poder a través de consultas populares. Paolo Pombeni (1997) entiende este llamado como una forma expedita de manipulación electoral, en la que “la participación es forzada y el electorado obligado a responder de manera predeterminada a una cuestión simplificada al máximo y estrictamente circunscrita” (57). Por otro lado, es prudente señalar que el pueblo se convirtió en un elemento central para la fundación de la democracia moderna; en Estados Unidos esto se vio reflejado en la célebre consigna incluida en la Constitución de 1787:

Nosotros, el Pueblo de los Estados Unidos, a fin de formar una Unión más perfecta, establecer Justicia, afirmar la tranquilidad interior, proveer la Defensa común, promover el bienestar general y asegurar para nosotros mismos y para nuestros descendientes los beneficios de la Libertad, estatuimos y sancionamos esta constitución para los Estados Unidos de América.

Más tarde, en Francia apareció una referencia similar en la Constitución de 1791, cuando se aludió al papel constitutivo del pueblo en los siguientes términos:

Los representantes del pueblo francés, constituidos en Asamblea nacional […], han resuelto exponer, en una declaración solemne, los derechos naturales, inalienables y sagrados del hombre, a fin de que esta declaración, constantemente presente para todos los miembros del cuerpo social, les recuerde sin cesar sus derechos y sus deberes; a fin de que los actos del poder legislativo y del poder ejecutivo, al poder cotejarse a cada instante con la finalidad de toda institución política, sean más respetados y para que las reclamaciones de los ciudadanos, en adelante fundadas en principios simples e indiscutibles, redunden siempre en beneficio del mantenimiento de la Constitución y de la felicidad de todos.

El artículo 1 del título III expuso uno de los principios sobre la soberanía popular, al afirmar que esta era “una, indivisible, inalienable e imprescriptible. Pertenece a la Nación; ninguna sección del pueblo ni ningún individuo puede atribuirse su ejercicio”. En 1792 se decretó que solo “puede haber una constitución aceptada por el Pueblo” (Pombeni 1997, 53).

A pesar de todo, en 1799 se aprobó una nueva Constitución, en la que las referencias al pueblo desaparecen en medio de un retorno de ciertas prácticas del ancien régime (el establecimiento anterior a la Revolución Francesa). El golpe de Estado perpetrado por Napoleón Bonaparte en 1802 se tradujo de nuevo en la reaparición del pueblo a través del decreto del 10 de mayo de 1802, el cual convoca a una consulta popular para convertir a Napoleón en cónsul a perpetuidad (Pombeni 1997, 52). El pueblo desempeñó un papel importantísimo en la perpetuación del poder y en el surgimiento de un modelo cesarista. Se trató del preludio de las derivas autoritarias o totalitarias de sistemas políticos en el siglo XX, empujados por prácticas populistas cuyo común denominador fue precisamente el recurso al constituyente primario. Así, el sufragio se convirtió en la representación de la igualdad entre los ciudadanos: “Cualquier intento de reducir este símbolo […] a través de instituciones como el Parlamento, un gobierno representativo, la separación de poderes, se transforma en un sacrilegio que hace necesaria la reconstitución mística del sacramento” (Rosanvallon 1992, 13). De esta forma, Pierre Rosanvallon interpreta que la soberanía popular se manipuló hasta el punto de convertirse en símbolo intocable, que terminó equiparando política y religión. Para Paolo Pombeni (1997), la dinámica del populismo no es muy distinta de la religión pues cuando

[…] esta se convierte en algo mundano, dejando entrever el carácter de Iglesia, es decir de una institución “mecánica” (jurídico-institucional) para la gestión de lo religioso, se exige una purificación de retorno a la ekklesía, es decir a una asamblea de convertidos restituida, no por vías jurídico-institucionales a través de un gobierno, sino por la transformación mística. (54)

A partir de esta idea de reconstitución cuasisagrada de la soberanía popular, se impuso una tradición de recurrir el pueblo para legitimar el poder. Esta apelación al constituyente primario tiene tres ejemplos claros en la historia francesa del siglo XIX. En primer lugar, el appel au peuple fue fundamental en el golpe de Estado de Luis Napoleón Bonaparte cuando, evocando la soberanía popular, llamó al conjunto de la nación francesa para depositar en su figura los poderes plenos:

Hoy día, cuando el pacto fundamental no ha sido respetado por los mismos que lo invocan sin cesar, y cuando los hombres que han perdido ya a dos monarquías quieren atarme las manos para derrocar la República, mi deber es desarmar sus pérfidos proyectos, mantener la República y salvar el país llamando a juicio al único soberano que conozco en Francia: al pueblo.

Hago pues una leal llamada a toda la nación y os digo: si queréis continuar en este estado de malestar que nos degrada y que compromete nuestro porvenir, elegid a otro en mi lugar.

Si, por el contrario, tenéis aún confianza en mí, dadme los medios para realizar la gran misión que me habéis encomendado. (Pascal 1853, 136)

El segundo ocurrió el 8 de mayo de 1870, cuando Napoleón III convocó a una consulta popular para la aprobación de la Constitución. Ese mismo mes, y en medio de una crisis política, un tercer hecho confirmó la tendencia cuando se volvió a llamar a una consulta de ese tipo para la introducción de reformas liberales.

Así surgió así la idea de una democracia plebiscitaria estimulada por el recurso al pueblo, que abandona su condición abstracta y preambular, típica de las constituciones de Estados Unidos y Francia, para convertirse en un sujeto activo de la política. En ejercicio de este papel activo, el pueblo desborda los límites del Estado de derecho, poniendo en riesgo los equilibrios y la independencia de poderes, elementos constitutivos de la tradición liberal democrática.

Otro de los rasgos del populismo que tiene su origen en la historia anterior al siglo XX es el de la personificación, rasgo presente en el cesarismo y el bonapartismo. El publicista alemán Constantin Frantz consideraba que Otto von Bismarck era la “revolución encarnada” (Pombeni 1997, 59). El Gobierno podría convocar al pueblo directamente aludiendo al argumento de que los intereses del Parlamento y de la clase dirigente iban en contravía de los populares. Bismarck había sido un duro crítico de la redacción de las constituciones de la Alemania del norte en 1867 y del Imperio en 1871, pues en ambas se observaba la diferencia sustancial entre los intereses partidistas y los populares.

En ese mismo siglo XIX, en Inglaterra, el liberal William Gladstone se sirvió de la demagogia y del llamado al pueblo como estrategias para criticar y deslegitimar al Gobierno tory de Benjamin Disraeli. En su discurso incendiario se observan los elementos que aparecieron en Francia y Alemania, pero esta vez ejercidos desde la oposición y en el régimen parlamentario por excelencia, considerado por muchos cuna de la democracia moderna. Además, Gladstone puso en práctica la idea del pueblo sabio, de la que se habló en la introducción. A su entender, el pueblo tenía un “instinto sano” para sopesar los asuntos políticos (Pombeni 1997, 64) y, por eso, en él debía residir toda la capacidad de decisión, incluso en desmedro del Parlamento. De esta forma, Gladstone apelaba a la idea de soberanía popular como indivisible y, lo más relevante, indelegable, con lo cual se le daba un duro golpe a la idea de representatividad.

El diario The Times reaccionaba de manera tajante a los recursos retóricos expuestos por Gladstone: “En una palabra, todo se exagera […]. ¿El país desea que el manejo de los asuntos públicos se haga a merced de la exaltación o de la retórica o de cualidades que convocan al populacho?” (Matthew 1986, 69).

Como resulta obvio, el principal crítico de esta demagogia y del llamado al pueblo fue el conservatismo. Lord Salisbury, icono de dicha ideología y movimiento partidista, se erigió en denunciante sobre los riesgos del llamado al pueblo para la democracia inglesa. Para ello recurrió al carácter abstracto y mítico del pueblo:

El “pueblo” en tanto que autoridad que reacciona, decide y es asequible, es un mito. El pueblo no habla. Se le atribuyen ciertas expresiones, como producto de algunas convenciones, que, aunque útiles, son ficción pura: por ejemplo, la idea según la cual la opinión de un hombre es el reflejo perfecto de las opiniones de cincuenta mil de sus conciudadanos sobre todos los temas, solamente porque fue elegido como el mejor entre dos o tres candidatos. (Pombeni 1997, 63)

Años más tarde, durante el Gobierno de Lloyd George, Inglaterra fue testigo de la alusión a argumentos que en el contexto contemporáneo podrían considerarse componentes de un populismo de clase. La administración había puesto en marcha políticas de expansión económica típicas de un Estado de bienestar, que se encontraron con una férrea oposición en la Cámara de los Lores (parlamentarios no elegidos por voto popular, sino por designación real). Aquello provocó una airada reacción de George, quien cuestionó su legitimidad al dejar en claro que la voluntad de quinientos “ociosos” no podía anteponerse al bienestar de millones de trabajadores, en últimas, la fuente de riqueza nacional (Pombeni 1997, 64).

Este tipo de argumentos de clase apareció con posterioridad en las expresiones populistas latinoamericanas, como se verá más adelante. De esta forma, el populismo encontró en la lucha de clases un escenario de legitimación, bien fuera en la época de modernización de los Estados o, de forma más reciente, en la democratización con la tercera ola.

Con el ascenso del nacionalsocialismo en Alemania y del fascismo en Italia se produjo un cambio dramático a la hora de evocar la soberanía popular y el poder que reside en el pueblo. En este contexto, nació el populismo moderno visible en Europa y en América Latina, concretamente en Argentina y Brasil, donde movimientos políticos que buscaban la modernización del Estado terminaron inspirando a varios autores para acuñar el término populismo.

En la Alemania de ese entonces, Adolfo Hitler se convirtió en uno de los paradigmas de la exaltación al apelar a la psicología de masas, la demagogia y al establecimiento de un vínculo directo con el pueblo. Como bien es sabido, este fenómeno cambió para siempre los sistemas políticos en Europa e hizo mella en las connotaciones futuras del populismo.

En agosto de 1930, Hitler pronunció un célebre discurso en el que declaraba que “el nacionalismo consiste en la extrema devoción del individuo por su pueblo. Me ofrezco a Alemania siendo al mismo tiempo socialista en el sentido más noble del término” (Pombeni 1997, 69). Esta identificación total con el pueblo inspiró varios estudios sobre la psicología de masas y la forma como esta derivó una vez más en democracias o regímenes plebiscitarios que se valieron de las urnas, no solo para trasgredir los límites del Estado de derecho, sino para desafiar a buena parte del conjunto del establecimiento europeo.

Con la derrota de los países del Eje, durante la posguerra se modificó la relación entre la democracia, la nación y el pueblo. El nacionalismo como ideología entró en crisis y se consideró, con justa causa, el causante de la guerra. De la misma forma, el populismo y los mecanismos de democracia directa fueron seriamente puestos en entredicho, pues se les consideraba como instrumentos de manipulación que, al igual que el nacionalismo exacerbado, habían conducido a la catástrofe. Dicho de otro modo, el triunfo de los aliados también significó la hegemonía de un sistema político liberal y representativo en Europa Occidental, que encontró su antítesis en las democracias populares1 en Europa Central y del Este.

Populismo, demagogia e ideología

Como se ha dicho, los intentos por definir el populismo suelen entorpecerse, bien por su connotación negativa, en la que su uso se convierte en un recurso retórico para desacreditar a un rival político; bien porque normalmente se le asocia, confunde o equipara con otras nociones, como la demagogia, el cesarismo, la personificación o, incluso, el autoritarismo. También puede ocurrir que se le considere un sistema político o una ideología, cuando en realidad es una práctica política que no engendra un determinado tipo de sistema político y no contiene siempre el mismo conjunto de ideas. El filósofo francés Pierre-André Taguieff (1997) considera que:

En Estados Unidos en los años cincuenta, el macartismo fue denunciado como una forma de “populismo”, mientras en que Francia creíamos asistir en el contexto de una “fiebre electoral” al poujadismo (1953-1956),2 a una movilización “populista”, que luego aparecerá en Gran Bretaña a finales de los sesenta y comienzos de los setenta con el powellismo.3 Todos estos movimientos sociopolíticos encarnados por demagogos que manipularon el resentimiento de las clases sociales más populares dentro de una visión conspirativa, que los situaba a la derecha, o en la extrema derecha, vertieron en ellas diversas dosis de anticomunismo, antiintelectualismo, denuncia de las élites, autoritarismo, defensa conservadora del orden moral, nacionalismo, xenofobia, antisemitismo (Pierre Poujade) y racismo (Enoch Powell). El término populismo se volvió en los años noventa peyorativo, y su uso político estrictamente provocador. (5)

En esa misma línea argumentativa, Francisco Panizza (2005) considera que “contrariamente a la democracia, el populismo se convirtió más bien en una categoría analítica, pero no se trata de una noción con la que los actores políticos se identifiquen por voluntad” (1). Y siguiendo con los rasgos peyorativos, Alain Rouquié (1998) apunta a que

[…] se trata de un término peyorativo. Nadie se revindica como populista. La ausencia de rigurosidad de esta noción es tal que es muy difícil clasificarla en cualquier nivel de análisis por lo que se convierte en un epíteto ignominioso contra un partido, un régimen, un líder, o de políticas en concreto. […] ¿Evoca el término algo distinto de aquellos caudillos urbanos adulados por las masas y generalmente acusados de demagogos? Algunos nombres: Perón, Vargas, y también Velasco Ibarra en Ecuador. De esta forma, la mayoría de las definiciones sobre el populismo son poco satisfactorias y revelan todas una concepción moral o incluso moralizadora. (282)

Tras la disolución de la Unión Soviética, la estigmatización del populismo se acrecentó, pues, aunque se pensaba como una práctica del pasado, renació en variados contextos y el término se convirtió en una suerte de colcha de retazos que pretendía resumir las nuevas amenazas contra la vida democrática (Quattrocchi-Woisson 1997, 162). Pierre Rosanvallon habla de una noción muleta (mot becquille) o noción pantalla (mot ecran), ya que cubre una amplia gama de prácticas, ideologías e incluso regímenes sin que haya profundidad en ella. Se usa en un doble sentido, bien para señalar la patología de la democracia electoral-representativa, como se dijo en la introducción, y a su vez como patología de la contrademocracia (Rosanvallon 2006, 269-270). A su juicio, el populismo se alimenta de una sociedad emergente, desafiante (société de défiance), anti o apolítica (dependiendo del caso), dispuesta a desafiar el Estado de derecho y a pasar por encima de garantías propias de modelos liberales.

Sin duda alguna, después de Gino Germani y Torcuato Di Tella, el principal referente de los análisis sobre el populismo es Ernesto Laclau. Uno de sus aportes fundamentales consiste en definirlo como un concepto significante y no como movimiento político o régimen. Al igual que el resto de autores, considera que la ausencia de precisión en los usos del término crea más confusiones, especialmente cuando se le equipara a movimientos o ideologías como el comunismo o fascismo (Laclau 2005, 32).

Para aclarar este equívoco frecuente, es prudente comenzar definiendo la ideología como una ciencia de las ideas, según la definición fundacional de Destutt de Tracy (Kennedy 1979, 353) en el siglo XVIII, que se terminó consolidando a lo largo de los siglos posteriores como un conjunto de creencias, valores y principios con un orden prescriptivo en términos políticos. Posteriormente, con un marco analítico-interpretativo bien definido, Karl Marx (1847) enmarcó la ideología como el resultado del sistema de las relaciones de producción, catalogada según el léxico marxista como superestructura; en ese orden de ideas, Marx entiende las ideologías como representaciones que sirven para el mantenimiento de una estructura de clases.

Y, finalmente, se puede referenciar la aproximación de Maurice Duverger (1964, 141-142), según la cual la ideología comporta una noción del bien y del mal, de lo justo e injusto. Duverger considera que la ideología tiene una doble función en el sistema político: organiza a la oposición en un marco institucional de lucha política, dotándola de valores y creencias que refuerzan sus posturas; y facilita el compromiso y las convicciones políticas de los ciudadanos.

A partir de las diferencias entre la ideología como sustancia de la política y del populismo como una práctica, es posible entender que populismo se trata de un término que se centra en la descripción de una serie de acciones y articulaciones, es decir, se no trata de una idea absoluta, como en el caso de la ideología. Para Laclau (2005, 34), el populismo es más bien una categoría ontológica y su significado no se encuentra per se en las ideologías, ni en las prácticas políticas de un grupo particular, sino en la articulación de un contenido social, político e ideológico en un contexto determinado.

Complementariamente, se debe entender la manera como la palabra demanda es esencial en su definición. En inglés puede ser una petición o una exigencia, mientras que en español, además de ser ambas, también configura una reivindicación, base del populismo. Cuando aparece cuando una demanda en particular que expresa las de un colectivo, surge el sintagma sujeto popular. La demanda deja de ser una petición y se convierte en una reivindicación, es decir, no se trata de demandas a la espera de una respuesta por parte del establecimiento, sino de exigencias por las cuales es necesario luchar (Laclau 2005, 38).

Para ilustrar esta definición, Laclau acude a dos casos históricos con resultados diametralmente opuestos: el Partido Popular en Estados Unidos, a finales del siglo XIX, y el movimiento Solidaridad en Polonia, en los años ochenta. En el primero, dicho partido no logró representar el conjunto de demandas de los “excluidos” del sistema estadounidense; como se verá luego, al no conseguir ese respaldo y movilización, el partido jamás pudo prosperar como una alternativa política. En contraste, Solidaridad obtuvo un reconocimiento inicialmente de los obreros del astillero de Gdansk, para luego concentrar las reivindicaciones populares de cara al régimen comunista, en cabeza del general Wojciech Jaruzelski. Esto se observó en la transición iniciada con los Acuerdos de la Mesa Redonda en febrero de 1989.

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