Kitabı oku: «Johannes Kepler», sayfa 5
En Kepler el sentimiento religioso fue muy marcado desde los primeros años de la adolescencia. Así, según cuenta, en cierta ocasión se quedó dormido sin rezar la oración de la noche y la recuperó a la mañana siguiente [19]. Le dolía que le fuera negado el don de la profecía por causa de su conducta mundana. Si cometía un error, él mismo se imponía expiar la falta con una penitencia que consistía en recitar determinadas prédicas. En cuanto supo leer las historias bíblicas, a la edad de diez años, tomó como modelo a Jacob y Rebeca por si algún día se casaba, y decidió acatar los preceptos de las leyes mosaicas [20]. En lugar de despabilar su llama trémula, los predicadores de la Palabra y su ruda polémica confesional echaron leña en su espíritu maleable, tan sensible a las enseñanzas religiosas, y lo inundaron de una humareda sofocante. Con tan solo doce años, según relata, lo invadió una inquietud enorme y atroz ante la desunión existente entre las Iglesias porque escuchó a un joven diácono de Leonberg arremeter contra los calvinistas en un largo sermón. Después de aquello solía ocurrir que no lo convencía ningún predicador que polemizara con sus adversarios sobre el sentido de las Escrituras. Él mismo releía en los textos los pasajes discutidos y tenía la impresión de que la interpretación del adversario que él había conocido a través de la exposición del predicador, tenía sus puntos de valor. En Adelberg, los preceptores jóvenes que ejercían además el ministerio del púlpito estaban muy entretenidos con la refutación de la enseñanza reformada de la eucaristía. Sus exhortaciones para reparar en las tergiversaciones calvinistas y rehuirlas, conseguían no pocas veces que después, a solas, Kepler extrajera ideas propias sobre el motivo preciso de la disputa y sobre cómo sería la participación del cuerpo de Cristo. Luego llegaba a la conclusión de que el modo correcto era precisamente aquel que poco antes había oído condenar desde el púlpito. Además de las doctrinas de la eucaristía y de la ubicuidad, el muchacho se devanaba los sesos meditando sobre la idea de la predestinación, la cual le ocasionaba serias dudas. Ya durante el primer año de estancia en Adelberg encargó que le trajeran desde Tubinga un tratado sobre el tema por lo que, en una de las disputas en el colegio, un compañero le preguntó en la jerga escolar: «Bacante, ¿también tienes dubitaciones sobre la praedestinatio?» [21]. No podía aceptar que Dios sencillamente condenara a los gentiles que no creen en Cristo. Incluso desde entonces, su naturaleza pacífica siempre fue más integradora que separadora en las cuestiones religiosas. Igual que llamaba a la concordia entre luteranos y calvinistas, también hacía justicia con los adeptos al papa [22], y en sus conversaciones recomendaba mantener esta actitud. En todo ello vemos que ya en estos años tempranos estableció las bases de una postura que le reportaría consecuencias muy negativas a lo largo de su vida.
EL SEMINARIO EN TUBINGA
En setiembre de 1588 Kepler se presentó al examen de bachiller en Tubinga [23]. Después de aquel primer paso hacia la tierra prometida tuvo que regresar a Maulbronn para completar allí sus estudios como «veterano» durante un año más. Al fin, el 17 de setiembre de 1589 se abrieron para él las puertas de la universidad en la ciudad del Neckar [24]. Sus ansias de saber habían alcanzado la meta tan anhelada durante los largos años de formación. ¡Con qué fuerza tuvo que latir su corazón cuando divisó el castillo Hohentübingen sobresaliendo entre los bosques soberbios de Schönbuch, cuando abarcó con la mirada el paisaje encantador del valle del Neckar y cuando entró en las callejas de la ciudad que ascendían desde el río hasta el castillo!
Nadie estaba mejor atendido allí que un teólogo. Al llegar sabía hacia dónde dirigir sus pasos. Una habitación de estudio, una mesa preparada, una cama, todo estaba listo para él. Solo debía traer consigo ganas y amor hacia su profesión, una buena cartera para los libros y la certeza de que de allí manaba la fuente de la sabiduría. El seminario, llamado Stift e instalado desde 1547 en el antiguo monasterio agustino, acogía a los candidatos que concurrían sedientos de saber desde todos los lugares de Suabia. Sobre la base del orden eclesiástico del duque Christoph surgió allí un centro de enseñanza donde se reflejaron las discrepancias filosóficas y teológicas de los siglos posteriores con sus logros y sus fracasos, los altibajos en el desarrollo de la vida intelectual y las diferentes tendencias de cada época, y no pocos hombres que un día adquirieron en él su bagaje científico se erigieron más tarde en destacados paladines en el mundo intelectual. A lo largo de todos los cambios históricos, los fundamentos de ese taller de sabiduría han demostrado su eficacia y han logrado un tipo de formación que, aun portando rasgos característicos de Suabia, debe considerarse representativa de una humanidad universal, abierta y noble. Allí se hacía patente la afición a la especulación y la disputa dialéctica, la propensión a meditar y filosofar, la búsqueda de horizontes nunca alcanzados o el zambullirse en profundidades que jamás podrán ser penetradas; pero también destacaba un sentido riguroso de la realidad, cierta tendencia a la crítica y a la réplica, un espíritu abierto a ideas nuevas y, por último, aunque no en menor medida, el gusto por el humor y la sátira. Solo las mentes mediocres, a las que el afán por aprender llevaba a una sabiondez pedante, ubicaban con toda precisión, cual boticarios, las muchas pequeñas dosis de sus conocimientos en los distintos compartimentos del cerebro. Si alguna vez la reivindicación de estar siempre en lo cierto ha arraigado con fuerza en mentes faltas de la autocrítica pertinente, quizá se ha debido a un orgullo excesivo por la conciencia de pertenecer a una comunidad ilustre o, tal vez, a la bella costumbre de debatir en la que uno se siente obligado a defender su postura con todos los argumentos posibles.
Igual que en los seminarios elementales, aquí la vida se regía por unas normas estrictas. Aunque las obligaciones de los alumnos eran menos severas de acuerdo con su edad más avanzada, tampoco se puede hablar de libertad académica. El rigor disciplinario hacía que los aspirantes a teólogos desistieran de la conducta licenciosa a la que se abandonaban en aquella época amplios círculos de la comunidad estudiantil. El proceso de instrucción estaba regulado de modo que los recién llegados debían asistir durante dos años a las clases de la facultad de artes antes de empezar los estudios de teología. En aquellas clases se impartía ética, dialéctica, retórica, griego, hebreo, astronomía y física. Se hacía un seguimiento continuo del rendimiento de los alumnos y se emitían calificaciones trimestrales. El estudio en la facultad de artes concluía con el examen magistral. A esto se sumaban tres años más para aprender las disciplinas teológicas. Al completar su formación, los becarios estaban obligados a quedarse de por vida al servicio del duque y, para aceptar un puesto fuera de la región, necesitaban el consentimiento explícito del elector que hubiera asumido los costes de sus estudios.
El duque Ulrich, fundador del Stift, ordenó que los becarios fueran «niños menesterosos, criaturas devotas, de naturaleza aplicada, cristianas, temerosas de Dios». Como el padre de Kepler no satisfacía del todo la exigencia concerniente a la religiosidad, él cumplía con mucha más vehemencia todas las condiciones impuestas. Sus padres no tenían riquezas, pero, como la enseñanza y la manutención eran gratuitas y cada becario percibía al año seis florines para sus gastos, los estudios del hijo no les resultaron caros. Además, el abuelo Guldenmann puso por escrito el rendimiento de una pradera a disposición del hijo de su hija «para una formación mejor y más sólida» [25]. Las condiciones del joven estudiante mejoraron aún más cuando ya el segundo año de estancia en la escuela superior obtuvo una beca por valor de 20 florines anuales para la que el ayuntamiento de su ciudad natal había propuesto candidatos apropiados [26].
Kepler se sintió en su ambiente en el nuevo entorno en que se vio inmerso. Aprovechó con todas sus fuerzas la oportunidad de formarse en todos los campos, y pronto cobró fama de joven aplicado, serio y devoto entre profesores y compañeros. Más tarde pudo decir de sí mismo que su vida había estado libre de faltas notables exceptuando aquellas provocadas por la iracundia o por bromas traviesas e irreflexivas. Aquí tampoco faltaron los conflictos con sus iguales, pero no es que se mantuviera al margen. Participaba en las representaciones teatrales públicas que celebraban los estudiantes cada año durante las carnestolendas, en las que se escenificaban temas bíblicos o clásicos. Tal como él mismo relata, en febrero de 1591 actuó en el papel de Mariamna6 en una de estas representaciones cuando escenificaron una tragedia sobre Juan Bautista [27]. Como los estudiantes tenían que encarnar también los personajes femeninos, le asignaron a él ese papel por su figura delicada y enjuta. La representación, que a pesar de la mala época del año se celebró en la plaza del mercado, no le sentó nada bien. Como consecuencia del trajín de aquellos días cayó víctima de una enfermedad febril [28]. Este tipo de ataques no era raro en su frágil constitución. Dolores de cabeza, fiebres intermitentes y violentas erupciones cutáneas lo incapacitaban constantemente para el estudio, igual que en sus años de juventud, durante los cuales también tuvo que soportar muy a menudo esos males [29]. El 10 de agosto de 1591 aprobó el examen magistral [30] en segundo lugar entre catorce candidatos. El primer puesto lo ocupó el hijo de un profesor, Hippolyt Brenz, un nieto del reformador Brenz. El joven maestro atrajo de manera especial la mirada de sus profesores. Cuando poco después del examen solicitó la renovación de la beca que le habían concedido el año anterior, el claustro apoyó su solicitud con las eminentes palabras: «Teniendo en cuenta que el arriba mencionado, Kepler, posee una inteligencia tan excelente y soberbia que cabe esperar de él grandes cosas, querríamos por nuestra parte apoyarlo en su solicitud, dados además sus conocimientos notables y su talento» [31]. Las expectativas de sus profesores no se frustraron.
ESTUDIOS Y PROFESORES UNIVERSITARIOS
Por desgracia, existen lagunas en lo que el propio Kepler comenta sobre sus estudios universitarios, sus profesores, cuyos nombres conocemos al completo, sobre los incentivos que recibió de ellos, sobre las fuentes que alimentaron su aprendizaje y sobre las materias que abordó. Sería interesante conocer algo más que lo que él menciona para indagar en su personalidad tan destacada y en la grandiosa obra de su vida, y para dilucidar la evolución de la historia del saber. Así, de sus estudios de filosofía solo dice que ha leído algunos libros de Aristóteles, la Analytica posteriora y la Física, mientras que dejó de lado la Ética y los Tópicos [32]. Sin embargo, vemos que todo su pensamiento estuvo imbuido desde un principio por las especulaciones platónicas y neoplatónicas. De ellas y del pensamiento asociado tradicionalmente al nombre de Pitágoras, recibió los mayores estímulos para su producción. Desconocemos las fuentes concretas en las que se inspiró. Sin duda aquellas especulaciones seguían tan ancladas aún en el mundo intelectual de su época que es fácil explicar su familiaridad con ellas. Parece que los incentivos y la instrucción sobre estas cuestiones tan atractivas para él las recibió del profesor de filosofía, Vitus Müller, si bien no dice nada explícito al respecto. Además, está comprobado que conoció y leyó varios escritos de Nicolás de Cusa, cuya mística geométrica confluía tanto con su propio pensamiento que ya en su primera obra, unos años más tarde, parte de consideraciones tomadas de dicho autor [33]. Es evidente que Kepler lo valoraba mucho, porque no tenía ningún reparo en atribuirle el apelativo de divus, divino [34].
Sin embargo, el interés del joven estudiante no se limitó a las elucubraciones filosóficas. Su intelecto se dejó llevar por las cuestiones más diversas que encontró. Así, por ejemplo, comenta la impresión que le causaron las Exercitationes exotericae de Julio César Escalígero, un volumen que entonces pasaba de mano en mano entre la juventud estudiantil y se leía con entusiasmo. Según cuenta, aquella obra le inspiró todos los razonamientos posibles sobre todas las preguntas imaginables acerca del cielo, las almas, los espíritus, los elementos, la naturaleza del fuego, el origen de los manantiales, la pleamar y bajamar, la forma del globo terráqueo y los mares circundantes, etc. [35] Quien conoce las obras de Kepler encuentra por doquier pensamientos que se remontan a estas ocupaciones juveniles tempranas. En la misma línea se encuentran sus estudios de la Meteorologica de Aristóteles, sobre cuyo cuarto libro mantuvo disputas dialécticas [36]. Una materia muy apartada de lo anterior y a la que luego dedicó mucho tiempo y esfuerzo fue la cronología. Accedió a ella a través del análisis del calendario romano, de las semanas del año según el profeta Daniel y de la historia del imperio asirio. El profesor de griego sentía un afecto especial hacia el ferviente estudiante. Era Martin Crusius, el popular helenista [37], tan buen conocedor del griego que era capaz de trascribir los sermones de la iglesia del Stift a esa lengua. Más tarde todavía intercambió correspondencia con Kepler e intentó que colaborara con él en su análisis de Homero [38] pidiéndole que explicara las alusiones astronómicas y astrológicas de dicho autor. Su petición resultó infructuosa. En una observación curiosa, Kepler compara su propia labor intelectual con la de Crusius. Ambos tenían en común la minuciosidad. Pero, si bien Crusius lo superaba en constancia, no ocurría así en cuanto a capacidad de discernimiento. Crusius trabajaba recopilando, él diseccionando; aquel era una azada, él una cuña [39]. Sus intentos poéticos confirman aún más la agilidad intelectual del aplicado estudiante, y no fue poca la satisfacción que le produjo poder entregar a sus amigos copias impresas de algunos versos improvisados bastante buenos.
Pero todas estas ocupaciones y esfuerzos no anuncian aún la llamada que iba a sentir el aspirante a teólogo Johannes Kepler, la cual le brindó los mejores resultados en el campo de la astronomía. Él mismo desconoció esta llamada durante toda su etapa universitaria. Pero la vocación y el talento fueron perfilando la trayectoria que iba a seguir y, aun desconociendo la tarea que tenía asignada, Kepler asentó en la universidad las primeras bases para esa gran maestría que tan lejos lo condujo, por encima incluso de su propio tiempo. Un profesor veterano supo despertar sus facultades latentes, orientar sus primeros pasos y sembrar en la tierra preparada las simientes que, llegado el momento, brotarían y se desarrollarían con todo esplendor. Fue el maestro Michael Mästlin, profesor de matemáticas y astronomía [40]. Unos veinte años mayor que su gran alumno y nacido en Göppingen, había sido diácono en la ciudad suaba de Backnang y profesor de matemáticas en Heidelberg durante un par de años antes de obtener la cátedra en la universidad de su tierra natal en 1583. Su antecesor había sido el conocido astrónomo Philipp Appian, el cual fue destituido de su cargo por negarse a firmar la Fórmula de Concordia y aún residía en Tubinga cuando Kepler comenzó allí sus estudios. Mästlin era uno de los astrónomos más capaces de aquel tiempo y gozaba de gran reputación en el ámbito científico. Según la costumbre de entonces, los Elementos de Euclides servían de base a sus clases de geometría, a lo que seguramente se unía alguna mirada a Arquímedes y Apolonio. Además, introducía a sus oyentes en los principios de la trigonometría. Para el curso de astronomía publicó él mismo un manual, Epitome Astronomiae, que apareció por vez primera en 1582 y experimentó varias reediciones en las décadas siguientes. Mästlin reparó pronto en que algo especial se ocultaba detrás de su alumno, el cual mostraba gran predilección por las matemáticas y acreditaba sus facultades inventando a menudo proposiciones y enunciados que solo más tarde descubría formulados por autores anteriores [41]. A través de Mästlin, Kepler conoció también a Copérnico, el hombre del que luego sería profeta. Sin duda, en sus disertaciones públicas y en todas las ediciones del Epitome, el profesor de astronomía se ciñó por completo al sistema defendido en el Almagesto tolemaico porque la teoría copernicana estaba de todo punto vedada entre sus compañeros teólogos por su supuesta oposición a las Santas Escrituras. No quiso poner en juego su puesto seguro de docente, y era imposible sacar los pies del plato sin poner en riesgo la paz y el orden de un centro unido por numerosos vínculos familiares y matrimoniales en el que la facultad de teología llevaba la batuta. De ahí que solo con cauta discreción y en círculos de confianza expusiera las conclusiones de Copérnico sobre la estructura del mundo [42]. Y claro, en la mente joven y ardiente del alumno prendió la mecha. Como esas cautelas e inhibiciones eran ajenas a la naturaleza despreocupada de su edad, Kepler se adentró en discusiones públicas y temerarias en favor de la nueva teoría astronómica. Unos años después, Kepler narra el estímulo tan importante que supuso para su obra y las consecuencias del mismo: «Ya en la época en que, con atención, seguí las clases del muy ilustre maestro Michael Mästlin en Tubinga, caí en lo desacertada que es, desde muchos puntos de vista, la concepción hasta ahora válida de la estructura del mundo. A partir de ahí quedé tan cautivado por Copérnico, a quien mi maestro aludía a menudo en sus enseñanzas, que no solo defendí repetidas veces sus opiniones en las discusiones con otros aspirantes, sino que además elaboré una concienzuda disputa dialéctica sobre la tesis de que el primer movimiento (el giro del cielo de las estrellas fijas) resulta de la rotación de la Tierra. Ya entonces me propuse atribuir también a la Tierra los movimientos del Sol basándome en argumentos físicos o, si se prefiere, metafísicos, tal como hizo Copérnico a partir de argumentos matemáticos. Con ese objetivo fui recopilando poco a poco, en parte de las exposiciones de Mästlin, en parte de mí mismo, todas las ventajas matemáticas que ofrece Copérnico frente a Tolomeo» [43]. El joven impetuoso no podía vislumbrar por qué senda lo conduciría aquel primer intento a ciegas y qué terribles dificultades tendría que vencer hasta alcanzar su objetivo. En cualquier caso, Kepler no tuvo ocasión entonces de leer la obra original de Copérnico. En sus primeros estudios ni siquiera le era conocida la obra Narratio prima [44], el primer informe de Joachim Rheticus, donde este había participado al mundo la nueva teoría del canónigo de Frauenburg, un par de años antes de la aparición de las Revolutiones.7 8
Cuando Kepler salió de la universidad, inició un intenso intercambio epistolar con Mästlin que perduró a lo largo de muchos años. Ya veremos cómo el mayor fue un fiel colaborador y consejero del joven y cómo facilitó y favoreció su acceso al mundo científico. Pero este se moderó con el tiempo, y Kepler tuvo que emplear todo el arte de la persuasión para lograr que respondiera a sus cartas. Kepler guardó respeto y lealtad al antiguo maestro durante toda la vida, incluso cuando lo hubo sobrepasado con creces y alcanzó gran renombre. El agradecimiento, afecto y admiración hacia el maestro que Kepler siempre manifestó abiertamente contrasta con el carácter huraño en que se fue encerrando cada vez más el avejentado Mästlin hasta que, sobreviviendo a su afamado alumno, falleció a la edad de un patriarca.
La redacción de una disputa dialéctica sobre los fenómenos celestes y su aspecto desde la Luna corrobora también que Kepler, siendo aún estudiante, se dedicó gustoso y en profundidad a temas astronómicos [46]. El escrito contiene el embrión del libro que nosotros llegaríamos a conocer como la última obra que publicó.9 Christoph Besold, amigo suyo dos años menor y que se convirtió en prestigioso profesor de derecho en la Universidad de Tubinga, extrajo de aquel texto una serie de tesis que deseaba defender en una disputa presidida por Vitus Müller [47].
Aparte de la astronomía, Kepler también se dedicó al campo de la astrología. Esto no solo encajaba con la tendencia de la época, sino que además se correspondía por completo con su manera de pensar. Sus compañeros lo consideraban un maestro levantando horóscopos. La interpretación más profunda y pura que atribuyó (y luego desarrolló) a esta materia (la conoceremos con más detalle algo más adelante) había sido enunciada ya por Melanchthon en términos generales en el prólogo a las ediciones tardías de Theoricae planetarum de Georg Peuerbach. Es indudable que Kepler conocía aquella obra tan difundida.
En cambio, Kepler no acudió a Tubinga para ser filósofo, ni matemático, ni astrónomo. Todos los contenidos de la facultad de artes debían servir tan solo como preparación para los estudios de teología, que lo conducirían al ansiado ministerio eclesiástico. ¿Qué comenta él al respecto? ¿Cómo se orientó el hombre de Iglesia en ciernes, cuya sensibilidad y escrúpulo religiosos ya conocemos, cuando accedió al ambiente de los hombres poderosos que interpretaban las Escrituras siguiendo normas inquebrantables, o cuando se sentó a los pies de teólogos polémicos que rechazaban cada disposición calvinista con la misma ira que todo lo proveniente de la Iglesia romana? Kepler no menciona nada en absoluto sobre Jakob Heerbrand, sucesor en la cancillería de Jakob Andreä, el viejo y enérgico luchador que había llegado a conocer en persona a Lutero y Melanchthon y que actuó como pilar fundamental para sostener el edificio de los primeros reformadores. Tampoco sabemos nada de Georg Sigwart, quien arremetió contra los calvinistas con afilada pluma. En cambio, mantuvo una relación estrecha con Stephan Gerlach, el hombre que en cierta ocasión quiso ganarse a los dirigentes de la Iglesia griega en Constantinopla para favorecer su unión con la luterana. En sus clases, Kepler echó en falta trasparencia [48]. A su lado tampoco halló respuesta a los viejos pensamientos teológicos que lo angustiaban relacionados con las enseñanzas de la predestinación, la eucaristía y la ubicuidad del cuerpo de Cristo. El peso de sus objeciones a las doctrinas recién mencionadas fue en aumento y, según cuenta, lo angustió hasta el punto de tener que dejar a un lado todo el conjunto de sus dudas y borrarlo por completo de su corazón cuando asistía a la santa misa. Los comentarios bíblicos del profesor Aegidius Hunnius, de Wittenberg, que Kepler valoraba por su claridad [49], lo ayudaron a superar muchas dificultades, sobre todo cuando se desmoronó ante el texto de Lutero De servo arbitrio, «sobre la voluntad servil». El reformador desarrollaba y enseñaba en él su conocido determinismo en aguda oposición a Erasmo de Rotterdam, y afirmaba que el hombre es malo por naturaleza, que Dios es quien provoca todo en nosotros, lo bueno y lo malo, y que las personas están a merced del Dios creador por mera necesidad pasiva. Por otro lado, la influencia de la lectura de los textos de Hunnius, así nos lo participa Kepler, lo «devolvió a un estado de buena salud» [50]. Pero Hunnius, que pertenecía al sector más duro del luteranismo, tampoco logró disipar sus dudas fundamentales. La disputa teológica de la que fue testigo llegó a provocarle tal repulsa que, según cuenta, poco a poco fue creciendo en su interior un odio hacia la totalidad del conflicto. Él mismo explicó algo después la postura de fe que adoptó hacia el final de su época de estudiante diciendo: «Con el tiempo fui entendiendo que los jesuitas y los calvinistas estaban de acuerdo en cuanto a los dogmas sobre la figura de Cristo y que ambas tendencias se referían del mismo modo a los Padres de la Iglesia, a sus sucesores y a sus exégetas escolásticos, y al menos a mí me parecía que esa coincidencia se correspondía con los albores del cristianismo, mientras que aquellas desavenencias nuestras eran algo nuevo que surgió por causa de la doctrina de la eucaristía, y no desde un principio, en oposición a los romanistas. Por tanto, me pesaba en la conciencia unirme a la opinión generalizada contra los calvinistas y hacer lo propio en cuanto a la enseñanza de la eucaristía. Porque, me dije, si no se les hace justicia en lo referente al dogma básico de la figura de Cristo, seguro que tampoco se les hará justicia en lo que atañe al dogma básico de la sagrada eucaristía» [51].
El profesor más joven de teología, Matthias Hafenreffer, salió al paso del joven luchador en esa disciplina, como fiel consejero y amigo cordial. Solo era diez años mayor que Kepler. Al contrario que sus colegas, era de naturaleza apacible y conciliadora, y con ella conquistó a muchos de sus oyentes. El joven Kepler ocupaba un lugar muy especial dentro de su corazón por su carácter sincero y su talento destacado, y al mismo tiempo Kepler respondía al cariño de su maestro con un aprecio verdadero. La estima mutua perduró mucho más allá de la etapa universitaria, hasta la muerte de Hafenreffer. Sin embargo, la confianza entre ambos no fue tanta como para que Kepler pudiera confesar a aquel amigo mayor que él su angustia secreta y sus dudas de fe. A pesar de su actitud irénica, Hafenreffer asumía la convicción predominante en la facultad, así que Kepler podía imaginarse de antemano la respuesta que recibiría. De este modo, como veremos, Hafenreffer defendió más tarde la postura de la facultad durante el conflicto que mantuvo Kepler con las autoridades eclesiásticas y, como interlocutor de su antiguo alumno, se vio obligado a comunicarle, con doble sentimiento de dolor, el veredicto que habían pronunciado las autoridades eclesiásticas de Württemberg. También fue Hafenreffer quien disuadió a Kepler de la idea de defender en público la compatibilidad de la concepción copernicana con las Santas Escrituras [52], aunque él mismo, según Kepler sospechaba, apoyaba en secreto aquella teoría [53].
LA LLAMADA DESDE GRAZ
Los estudios teológicos de Kepler debían concluir durante el año 1594, pero antes de que así fuera, en los primeros meses de aquel mismo año, se produjo un cambio decisivo en su vida. La muerte retiró de su puesto al profesor de matemáticas, Georg Stadius, de la escuela evangélica de Graz. De modo que las autoridades estirias solicitaron [54] al claustro de la Universidad de Tubinga un sucesor. Podría extrañar que las autoridades de Graz recurrieran precisamente a la lejana Tubinga. El motivo radicaba en el peso que tenía la universidad de aquella ciudad como uno de los principales centros de la vida y la doctrina reformadora. Eran ya muchos los sacerdotes y profesores que se habían trasladado de Tubinga a tierras austriacas para predicar y difundir allí la nueva doctrina. De hecho, el propio Wilhelm Zimmermann, que a la sazón ejercía como superintendente en Graz y era uno de los inspectores de la escuela, procedía del Stift de Tubinga. La elección del claustro recayó sobre el aspirante Kepler. Este quedó muy sorprendido cuando lo llamaron [55]. ¿Debía aceptar? Diversos tipos de consideraciones lo animaron a meditarlo; no podía asentir tan pronto. Ya se había imaginado a sí mismo vestido de religioso sobre el púlpito y, tras los méritos académicos que había alcanzado hasta entonces, podía contar con una carrera sacerdotal brillante. Según él, los estudios de teología le habían resultado tan gratos y valiosos hasta entonces por la gracia de Dios, que jamás había concebido abandonarlos por mucho que pudiera ocurrirle, siempre que Dios siguiera concediéndole una mente sana y su libertad [56]. En cambio, ahora, tan cerca del final, ¿debía interrumpir sus estudios y aceptar un puesto de profesor en una escuela, algo que en su época se consideraba inferior a un ministerio eclesiástico (según comenta él mismo)? En el llamamiento se entrevé sin duda un reconocimiento a su rendimiento en matemáticas hasta aquel entonces. Pero él no se sentía lo bastante instruido para asumir tal puesto, si bien reconocía que tenía talento para esa disciplina. Había comprendido sin dificultad las materias sobre geometría y astronomía que estipulaba el reglamento escolar. Pero se trataba tan solo de estudios obligatorios, nada de lo que habría aprendido con una formación específica en astronomía. Por otra parte, aquello lo enfrentó a su disciplina moral, difícil de eludir para él. Con frecuencia había visto que los compañeros de estudios reclamados desde el extranjero, es decir desde más allá de los límites de Württemberg, empleaban todo tipo de evasivas para no tener que marcharse por apego a la patria. No obstante, hacía tiempo que, «duro como yo era» [57], había resuelto acudir con la mejor disposición a donde fuera menester en caso de que lo llamaran. Para decidirse pidió consejo a sus allegados, a los abuelos y a su madre. Estos, cómo no, habrían preferido ver pronto al nieto sobre el púlpito brillando con el fulgor que lo bañaría allí arriba. Sin embargo, prefirieron dejar la decisión en manos de la facultad de teología, la cual había mostrado hasta entonces muy buena voluntad hacia su retoño. ¿No tendría oportunidad en Graz de adquirir práctica en los oficios religiosos a través del pastor Zimmermann mientras desempeñara su labor docente? Y, ¿no podría continuar formándose con unos estudios teológicos privados que le permitieran incorporarse al clero al cabo de algún tiempo? Esta alternativa parecía la más recomendable porque, por su edad y por su aspecto, aún no encajaba del todo en el púlpito. De modo que aceptó, reservándose explícitamente el derecho a volver e ingresar en el oficio eclesiástico. ¡Qué determinante iba a resultar aquel sí, no solo para el futuro de su vida privada, sino para el de toda la historia de la astronomía! Más tarde, cuando el descubrimiento de sus leyes planetarias le reveló su capacidad, Kepler reconoció retrospectivamente la voz de Dios en aquella llamada. Era Dios el que guiaba en secreto a los hombres hacia las distintas artes y ciencias a través de disposiciones externas, y con ello les comunicaba la verdad de que, como parte de su obra creadora, estos asuntos también dependen de la providencia divina.