Kitabı oku: «Johannes Kepler», sayfa 6

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Se ha escrito hasta la saciedad que fueron los propios profesores de Kepler en Tubinga los que lo empujaron a Graz porque con tanta discrepancia teológica se había ganado sus recelos. Esta afirmación es falsa. Quienes lo sostienen se basan en que el mismo Kepler dijo en cierta ocasión que había sido alejado (extrusus) de Tubinga [58]. Pero con eso solo quería decir que fue necesaria cierta presión por parte de sus profesores para animarlo a aceptar un puesto que él no consideraba del todo conveniente. Sobre los motivos que guiaron a los teólogos de Tubinga no se menciona nada. A quienes fuerzan esa expresión (extrusus), se les podría responder que, en dos ocasiones muy alejadas en el tiempo, Kepler sostiene que fue una casualidad afortunada (commode accidit) [59] que lo llamaran a Graz. Como es natural, tampoco en esta declaración se comenta nada sobre las razones que movieron a los teólogos. Kepler solo señala que el cambio de situación le pareció una bondad, una suerte para su desarrollo intelectual ulterior. En cambio, esa interpretación queda desmentida en favor de Kepler a través de su aclaración expresa de que, dada su corta edad, se había guardado para sí sus ideas teológicas divergentes y no las había compartido con los siervos de la Iglesia. Es posible que los profesores de Tubinga sacudieran la cabeza al oír al diligente joven defender con tanto entusiasmo a Copérnico. Sí, seguramente también les llegaron rumores de sus dudas. Pero habría que considerar muy malos pedagogos a los profesores de Tubinga si se les atribuyera tan corto entendimiento ante los arrebatos de un temperamento joven, como para dejar marchar tan pronto a un aspirante tan destacado por su carácter y su rendimiento, por el simple hecho de que en el ardor de la juventud expresara opiniones que ellos consideraban peligrosas. No hay que dejarse llevar por el entusiasmo ante posturas imposibles de verificar de forma objetiva. No, Kepler fue enviado a Graz porque en vista de sus conocimientos matemáticos y astronómicos era con diferencia el candidato más idóneo, cuando no el único a tener en cuenta para aquel puesto, y la Universidad de Tubinga confiaba en ganarse laureles gracias a su persona. Kepler abandonó Tubinga en completa paz. La relación de confianza entre él y sus profesores se mantuvo intacta durante los años siguientes, y el conflicto no surgió hasta que varios años más tarde llamó la atención con sus ideas teológicas. Sin duda es cierto que, con su franqueza y honradez, Kepler no habría tardado en verse envuelto en grandes dificultades si hubiera llegado a concluir su carrera teológica y hubiera ingresado en el oficio eclesiástico.

Después de que el duque concediera su aprobación para la marcha de Kepler [60], recibiéndolo incluso en persona, el nuevo profesor de matemáticas se despidió de su querida escuela superior el 13 de marzo de 1594 y emprendió el largo camino hasta Graz. Como su pecunia en metálico era escasa, recibió prestados cincuenta florines del superintendente del Stift, el profesor Gerlach [61]. ¿Acaso imaginaba que jamás llegaría a ejercer en su patria y que solo volvería a verla cuando fuera de visita?

1 Huelga entrar en la controversia de si Kepler nació en Weil der Stadt o, como también se ha afirmado, en la cercana localidad de Magstadt o en la vecina Leonberg. El propio Kepler afirma con tanta claridad y seguridad que su lugar de nacimiento fue Weil der Stadt, y los argumentos que fundamentan las otras localidades son tan fáciles de desmentir, que no caben dudas al respecto.

2 Es absurdo plantearse si la forma correcta de escribir el apellido es «Kepler» o «Keppler». Ambos modos son igualmente válidos. En aquella época no se reparaba en tal distinción a la hora de escribir los nombres y nuestro astrónomo mismo no es coherente al respecto. Bien trascribe su apellido como «Kepler», bien como «Keppler» o incluso como «Khepler» y «Kheppler». En la variante latinizada que solía emplear, siempre escribía «Keplerus». Es absolutamente falsa la afirmación que se ha hecho de que utilizara la forma «Kepler» para sus escritos en latín y en cambio siempre optara por «Keppler» para los textos en alemán. Existen muchos documentos alemanes firmados con «Kepler». Otros trascribían su nombre incluso como «Köpler».

3 La información sobre los antepasados de Kepler que no está testimoniada por él mismo, se basa en un documento manuscrito que legó su nieto Johann Jakob Bartsch, titulado «Genealogia Keppleriana», y que agotó en su momento Michael Gottlieb Hansch para su biografía. Aunque Bartsch vino al mundo cuando su abuelo ya había cerrado los ojos para siempre, podemos dar crédito a los datos allí referidos, si bien hay dudas que no se pueden esclarecer por completo. Seguro que el contenido del escrito se basa indirectamente en Kepler, quien demostró ser un fiel custodio de la historia familiar. Indagaciones posteriores no han podido añadir nada nuevo. La credibilidad de la información, que contiene más detalles sobre los méritos castrenses de los antepasados, no disminuye porque Kepler en el lugar arriba mencionado cometiera el error de llamar Heinrich en lugar de Friedrich al antepasado que fue armado caballero.

4 Príncipe-obispo: a partir de la Edad Media, algunos obispos de los territorios situados al oeste de la Selva de Bohemia y del Elba fueron, además, príncipes electores del imperio. (N. de la T.)

5 Literalmente pluma de gallo. (N. de la T.)

6 Mariamna, en hebreo Miriam, fue la segunda esposa de Herodes el Grande. (N. de la T.)

7 El ejemplar de las Revolutiones que más tarde perteneció a Kepler y en el que, en 1598, anotó unos versos suyos sobre el nuevo descubrimiento, pertenece hoy a la biblioteca de la Universidad de Leipzig [45].

8 Max Caspar se refiere a la obra de Copérnico De revolutionibus orbium coelestium como Revolutiones, aunque es más frecuente que aparezca mencionada en la literatura como De Revolutionibus o, simplemente, Revolutionibus. (N. de la T.)

9 Se alude aquí al relato Somnium donde Kepler concibe un viaje a la Luna. (N. de la T.)

Matemático territorial y profesor en Graz

(1594-1600)

SITUACIÓN POLÍTICO-ECLESIÁSTICA EN GRAZ

Kepler llegó a Graz el 11 de abril de 1594. Por el camino perdió diez días al pasar a tierras austriacas, o más bien ya en Baviera, donde regía el nuevo calendario, mientras que Württemberg mantenía el antiguo inalterado [1].1 Fue su primera gran salida al mundo. Acercarse a la bella ciudad a orillas del río Mur y contemplar la prominente loma del castillo tal vez le recordara la deliciosa ciudad regada por el Neckar donde había realizado sus estudios, la cual, al igual que esta, se despliega alrededor de una colina coronada por el castillo de un príncipe. En la suavidad del paisaje también pudo encontrar algún parecido con aquel valle del Neckar que acababa de dejar atrás. El carácter más sureño de la fisonomía de la ciudad y de las costumbres de sus habitantes le resultaba amable cuando rememoraba la rudeza de las gentes y las casas de altos gabletes de su tierra natal.

En cambio, en el nuevo lugar de residencia el clima intelectual era muy distinto a aquel en el que estaba acostumbrado a desenvolverse hasta entonces. En Württemberg, tanto el duque como el pueblo estaban entregados por completo y sin reserva a las enseñanzas de Lutero, de tal modo que aquella región, con su centro espiritual en Tubinga, representaba un baluarte de la fe protestante dentro del imperio, y allí las tensiones confesionales se descargaban mediante exposiciones académicas. En Graz parecía diferente. Los nobles de los innumerables castillos y fortalezas de la región de Estiria y los habitantes de las ciudades también se habían acogido en su mayoría y desde hacía tiempo a la nueva doctrina. Pero al frente de la región había soberanos que no solo abrazaban la fe católica en privado, sino que además consideraban una obligación moral erradicar la nueva creencia y devolver a los habitantes del territorio a la fe de la vieja Iglesia. Estos no habían olvidado los principios jurídicos instaurados por la paz religiosa de Augsburgo en 1555, según los cuales correspondía a los príncipes la elección del credo católico o augsburguense dentro de sus territorios. Esto condujo inevitablemente a que en Graz las tensiones religiosas no solo se manifestaran a través de diatribas escritas y de disputas dialécticas, sino que se percibieran además en la vida privada de cada individuo y amenazaran la seguridad religiosa. Dada la vehemencia con que se libran las pugnas religiosas, porque en verdad tocan lo más sublime, y en vista de los medios, a menudo peligrosos, que se empleaban en las luchas de aquella época, cabe imaginar que se abriera un periodo crucial ante Kepler, dada su ética profundamente religiosa.

Cuando en 1564 falleció el emperador Fernando I, los territorios austriacos se repartieron entre sus hijos, y el archiduque Carlos asumió el gobierno de las zonas interiores, es decir Estiria, Carintia y Carniola. En la llamada Pacificación de Bruck de 1578, el archiduque prometió libertad religiosa a los estados luteranos y a sus súbditos en sus castillos y en las ciudades de Graz, Judenburg, Laibach y Klagenfurt. Pero en los años posteriores comenzaron las tentativas para anular las concesiones hechas a los protestantes, y desde entonces no pasó un solo año sin que esos intentos provocaran diferencias vejatorias y dolorosas. Tras la muerte de Carlos en 1590, su viuda, la archiduquesa María, de la casa Wittelsbach, puso aún más empeño en devolver sus territorios a la fe católica. Justo durante el primer año que Kepler pasó en Graz se tramitó el traspaso de poder al hijo menor de Carlos, Fernando, que entonces aún se encontraba realizando sus estudios en Ingolstadt donde lo instruían los jesuitas y el duque Maximiliano de Baviera. Como veremos, en los años ulteriores él consumaría los esfuerzos de sus antecesores. Para consolidar sus planes de contrarreforma, el archiduque Carlos había hecho venir a la ciudad a los jesuitas y en 1573 les había construido un edificio enorme como colegio. Aquellos no solo se esmeraron en el cuidado de las almas, también abrieron de inmediato una escuela latina a través de la cual ejercieron su influencia sobre los jóvenes usando su conocida destreza pedagógica. Además, en 1576 erigieron un seminario en parte para nobles y en parte para jóvenes humildes que quisieran dedicarse a los oficios divinos y, finalmente y con la aprobación papal, fundaron en 1586 una universidad consistente en una facultad de teología y otra de filosofía. Es evidente que con esas instituciones adquirieron una posición sólida en la vida intelectual de la ciudad y de la región.

LA STIFTSCHULE Y LAS OBLIGACIONES DE KEPLER

En oposición a esas escuelas jesuíticas se encontraba la «Stiftschule» protestante a la que había sido llamado Kepler [2]. Fue inaugurada el 1 de julio de 1574 y de ahí en adelante se convirtió en el foco principal del bando evangélico de la localidad gracias al esfuerzo de los numerosos pastores y profesores que trabajaban en ella. En un principio la fundaron los nobles para sus hijos, pero más adelante también la utilizaron los hijos de los ciudadanos. Aún hoy se puede ver en la angostura del casco antiguo de la ciudad el espléndido edificio constreñido entre las casas que encierra en su interior un patio cuadrangular circundado por arquerías y galerías y que albergaba no solo la escuela y el internado, sino también viviendas para algunos profesores. Kepler encontró allí su primer alojamiento, en las dependencias que quedaron vacantes tras la muerte de su predecesor.

Las autoridades evangélicas dirigían la escuela con prudencia y esmero. Para confeccionar el plan de estudios se contó con David Chyträus, un tolerante hombre de iglesia y de escuela, muy conocido y estimado. Provenía, igual que Kepler, de Suabia y por aquel entonces ejercía en Rostock como profesor de teología. En Wittenberg había sido alumno aventajado de Melanchthon y había convivido con él en la misma casa y más tarde le consultó muy a menudo para establecer las bases de la Iglesia evangélica y para desempeñar tareas de política eclesiástica. La organización externa de la escuela evangélica era equivalente a la de otras escuelas semejantes de la época. De entre los delegados se elegía una junta de supervisores que estaba a su vez subordinada a un grupo reducido de inspectores, siendo estos últimos teólogos especialmente cualificados y miembros de la comunidad. El funcionamiento de la escuela en sí estaba a cargo del rector, el cual debía ejercer también la docencia y visitar con cierta regularidad las clases de los otros profesores para estar al tanto de su rendimiento. El claustro escolar solía constar de cuatro pastores y de entre doce y catorce profesores. En el momento en que Kepler se incorporó al colegio, la junta de supervisores estaba formada por los señores Balthasar Wagen von Wagensperg, Matthes Ammann von Ammannsegg, Gregor von Galler y Wilhelm von Galler. Eran inspectores el primer pastor Wilhelm Zimmermann, el abogado mercantil Adam Venediger, el escribiente mercantil Hans Adam Gabelkofer y el secretario regional Stephan Speidel. Ejercía como rector Johann Papius al cual, por desgracia para Kepler, requirieron desde Tubinga como profesor de medicina unos meses más tarde.

La escuela en sí estaba dividida en dos secciones. Una era la escuela infantil, consistente en tres «decurias», donde se seguía un plan de estudios que Melanchthon ya había aplicado en otro lugar. La otra era una escuela superior formada por cuatro cursos. El curso más elevado se llamaba publica classis, y los profesores que lo impartían se denominaban catedráticos. Este curso estaba dividido a su vez en tres áreas. En la primera se encontraban los futuros teólogos. En la segunda se estudiaban asignaturas de derecho y de historia. Y en el área de filosofía se enseñaba lógica, metafísica, retórica, lecturas clásicas y matemáticas, que incluían la astronomía.

De modo que este fue el ambiente en el que ingresó el joven maestro de Graz para encargarse de la última asignatura mencionada. Sus modestos ingresos anuales ascendían a 150 florines [3], mientras que su predecesor recibía doscientos. Los delegados consintieron en pagarle sesenta florines por los gastos de viaje. Kepler llegó como novato y lo primero que tuvo que hacer fue demostrar su valía y ganarse una reputación dentro de aquel entorno [4]. Tras su llegada los inspectores comunicaron a los delegados: «Hemos conversado con él lo suficiente y consideramos que podemos confiar por completo en su capacidad para suceder con dignidad al maestro Stadius. No obstante, querríamos probarlo durante uno o dos meses antes de concederle emolumento fijo» [5].

Con su vitalidad joven y fresca no tardó en sentirse a gusto en la nueva situación, aunque en un principio no la encontrara acogedora. Sus pensamientos se detenían a menudo allá en la patria, donde lo incentivaban el contacto con compañeros que compartían sus aspiraciones y los profesores de una universidad prestigiosa y archiconocida. En Graz estableció contactos más estrechos. Como el trabajo incluía además la tarea de ejercer como matemático territorial y calendarista, accedió a círculos más amplios que su reducido entorno, sobre todo al de la nobleza, donde existía gran interés por las profecías astrológicas. Sin duda, allí no pudo encontrar entendimiento hacia sus indagaciones científicas porque, como sostiene un amigo suyo, Koloman Zehentmair, secretario de un tal barón Herberstein, los nobles eran de una ignorancia crasa en todo y exponían su parecer con brutalidad; odiaban las ciencias, y de nadie se ocupaban menos que de los sabios y corifeos de la ciencia [6]. La naturaleza dócil de Kepler, su trato amable y su riqueza de pensamiento le granjearon simpatías y atenciones, de modo que muchos celebraban su compañía. Según cuenta él mismo, su descuido a la hora de hablar, que a veces aireaba las debilidades de los demás, le hizo pasar apuros; como aquella vez que expulsaron del centro donde cursaba sus estudios en Tubinga al descastado hijo del pastor Zimmermann y Kepler le dijo a este en la cara que la culpa era de la madre por haber malcriado al niño [7]. Al principio se sintió casi en el exilio, así que al cabo de un año ya empezó a pensar en regresar a Tubinga.

La asignatura que Kepler impartía en la escuela no despertaba entusiasmo entre los hijos de los nobles y de los ciudadanos. Durante el primer año tuvo unos pocos oyentes, y en el segundo, ni uno. Los inspectores eran lo bastante anchos de miras como para no atribuir el problema al profesor, «porque el mathematicum studium no es una materia para cualquiera». Como alternativa, y con el consentimiento del rector, le asignaron la enseñanza de aritmética, Virgilio y retórica en seis horas de los cursos superiores, tareas «que también desempeña con obediencia, hasta que aparezca mayor oportunidad para aprovechar sus conocimientos de mathematicis publice» [8]. Parece que más tarde volvieron a asignarle la enseñanza de otras materias. En cualquier caso, en la carta de recomendación que le dieron al final de su periodo de docencia en Graz consta que «junto a la enseñanza de las matemáticas que le estaba asignada de ordinario, también impartió historia y ética con una diligencia constante y una destreza magnífica» [9]. Kepler se había llevado muy bien con Papius, el primer rector, tanto que desde entonces mantuvieron un amistoso intercambio epistolar que se prolongó durante muchos años [10]. En cambio, con Johannes Regius, sucesor de aquel, enseguida surgieron diferencias desde que el rector reprochó al profesor de matemáticas que no lo respetara lo suficiente como superior y que desestimara sus disposiciones [11]. Kepler comenta que por esos motivos el rector fue increíblemente reacio a su persona [12]. Con todo, la valoración que los inspectores expusieron a los delegados al final del segundo año sobre la labor docente de Kepler es muy favorable. Ha «destacado de tal modo, primero como orador (perorando), luego como docente (docendo) y finalmente también como disputador (disputando), que no podemos juzgar otra cosa, sino que es, a su corta edad, un maestro y profesor instruido y, en cuanto a modos (in moribus), discreto y correcto aquí en esta Ilustre Escuela Territorial» [13].

Rara vez ocurre que un estudioso rico en ideas, o un genio creativo resulte ser al mismo tiempo un buen profesor. Kepler no fue una excepción. Si congregaba a pocos oyentes se debía en parte a él mismo. Esperaba demasiado de sus alumnos y creía poder atribuirles la misma apertura intelectual y capacidad receptiva, el mismo entusiasmo por su asignatura y la misma devoción por la búsqueda de la verdad que lo movían a él. En una caracterización profunda que Kepler redactó de sí mismo hacia 1597, menciona atributos que también arrojan luz sobre su labor docente. Habla ahí de su poderosa «cupiditas speculandi» [14],2 de su apetito filosófico que se abalanza sobre todo y siempre saca algo nuevo, que se agolpa y le arrebata la calma necesaria para meditar una idea hasta el final. Siempre se le ocurría algo que decir antes de poder valorar hasta qué punto era bueno. De modo que hablaba a toda prisa. Mientras hablaba o escribía se le ocurrían otras palabras, otros temas, otras formas de expresión y argumentaciones, el dilema de si alterar el objeto de su declamación o incluso pasar por alto lo que estuviera diciendo. Tenía una imaginación y una memoria asombrosas cuando se trataba de concatenaciones de ideas en las que una llevaba a otra y, sin embargo, no le resultaba nada fácil recordar algo que hubiera escuchado o leído. Ahí estaba el origen de los abundantes paréntesis de su discurso. Como todos los temas relacionados entre sí irrumpían enérgicos en su mente y, por tanto, se le ocurría todo de golpe, se empeñaba en decirlo todo a la vez. De ahí que su discurso fuera extenuante o, en cualquier caso, confuso y poco comprensible. Además, su labor profesional no detuvo sus apasionadas ansias de conocimiento. De hecho, llegó a desatender tanto su honorable profesión por desviarse hacia donde lo guiaba el espíritu, que se habría ganado recriminaciones de no ser por su capacidad para improvisar cualquier tema recurriendo a conocimientos previos. Así, cuando pensaba en su trabajo era solo con estas limitaciones. Porque nunca eludía nada sobre lo que pudiera arrojar sus ansias de saber, su celo, su deseo de abarcar precisamente lo difícil. Al explicar las miles de cosas que se le ocurrían de una sola vez (limitar el tiempo habría sido imposible en esos casos), prefería descuidar la puntualidad en sus clases a acotar su discurso. Un profesor de este tipo solo encaja con alumnos notables, y estos suelen escasear. Sin duda, el mayor provecho de su labor docente lo extrajo el mismo Kepler, ya que de ella recibió toda suerte de estímulos relacionados con su asignatura, y la enseñanza lo obligó a expresar sus ideas con palabras.

LOS PRIMEROS ALMANAQUES DEL MATEMÁTICO TERRITORIAL

Pocos meses después de su llegada, el joven matemático territorial publicó su primer almanaque, el del año 1595 [15]. Este fue seguido de otros cinco en años posteriores de su estancia en Graz. Por desgracia solo se han conservado un par de ejemplares correspondientes a los años 1598 y 1599 [16]. Todos los demás se han perdido. En aquella época de creencia en el influjo de los astros, los almanaques desempeñaban una función distinta a la de hoy. Tanto en los estratos más elevados como en los más deprimidos de la sociedad imperaba la creencia de que el movimiento de los astros permitía predecir acontecimientos futuros. En consecuencia, de los calendaristas, que por cierto había muchos, se esperaban pronósticos meteorológicos y relacionados con las cosechas, información sobre batallas y peligros de epidemias, o sobre sucesos políticos y religiosos. La gente deseaba saber qué días serían propicios para sembrar y recolectar, para practicarse una sangría, cuándo tendrían que enfrentarse al granizo o a la tormenta, al frío o al calor, a la enfermedad o al hambre. No es este el momento de indagar en la actitud de Kepler ante la astrología, volveremos a ello más adelante. Por ahora nos limitaremos a decir que rechazaba por completo los principios y predicciones al uso, considerándolos supersticiones monstruosas, un «sortílego juego de monos», pero, por otra parte, se mantenía firme en el convencimiento de que los astros influyen en el devenir terreno y en el destino de la humanidad, una idea que no se puede desligar de su concepción de la naturaleza. La interpretación que dio a su trabajo como calendarista queda clara en sus propias palabras: «Quien tiene por oficio escribir pronósticos debe tener en cuenta sobre todo dos puntos de vista habituales que se oponen entre sí, y debe cuidarse de dos tendencias del ánimo que se corresponden con una actitud mezquina y despreciable, a saber, la búsqueda de fama y el miedo. Una actitud interesada se revela cuando la curiosidad de las masas es grande y, por complacer a esa multitud y por meras ansias de celebridad, se cuentan cosas que no se encuentran en la naturaleza, o se vaticinan verdaderos prodigios de la naturaleza sin entrar en sus causas más profundas. Por otra parte, están quienes sostienen que no conviene a los hombres serios ni a los filósofos arriesgar la fama de su talento y su prestigio con una materia que se ensucia cada año con tantas adivinaciones ridículas y hueras, ni tampoco los favorece encender la curiosidad de la gente ni las supersticiones de las mentes necias proporcionándoles, por así decirlo, una yesca. Debo reconocer que esta recriminación goza de cierta legitimidad y que es suficiente para apartar a un hombre honrado de semejantes escritos en caso de carecer de razones más serias. En cambio, si para su cometido dispone de motivos que personas de entendimiento aplaudirían, quedaría como un auténtico cobarde si se dejara intimidar y renunciara a su labor por causa de esos obstáculos ajenos y externos, haciendo caso a habladurías y asustándose de oprobios injustificados. Porque aun cuando buena parte de los principios de este arte árabe viene a traducirse en nada, no es ninguna nada todo lo que forma parte de los secretos de la naturaleza y, por tanto, no debe desecharse junto a naderías. Debemos, más bien, apartar las piedras preciosas del estiércol, debemos honrar la gloria de Dios tomando como finalidad la contemplación de la naturaleza; a través del ejemplo propio, el hombre debe instigar a otros y aspirar a eliminar las tinieblas del desconocimiento e iluminar con la claridad del día todo aquello que en alguna ocasión pueda resultar especialmente útil al género humano» [17]. Ya desde sus comienzos como calendarista, Kepler desaconseja encarecidamente dejarse llevar por los vaticinios astrológicos, en especial para las resoluciones y las decisiones políticas. A tal efecto, al final de su almanaque astrológico del año 1598 dice a los hombres en guerra: «El cielo no puede perjudicar en gran medida al más fuerte de dos contrincantes, ni favorecer en mucho al más débil. Aquel que se refuerza con buenos consejos, con el pueblo, con armas, con gallardía, ese es el que también pone el cielo de su parte y, si este le es hostil, lo vence como a cualquier otra adversidad» [18]. Kepler expresa con las palabras que siguen la intención moral que perseguía: «Utilizamos los deseos confusos y dañinos de las masas para instilarles las advertencias adecuadas (a modo de panacea) encubiertas en forma de pronósticos, advertencias que contribuyen a eliminar ese mal y que apenas podríamos presentar de otro modo» [19]. Por tanto, en la elaboración de almanaques astrológicos vemos a Kepler nadando constantemente entre dos aguas. Realiza predicciones porque no le disgusta jugar con los principios de la astrología, pero añade al punto que no hay que confiar en los vaticinios. Predica y se mofa. Escribe almanaques por obligación. Pero tampoco los escribe con desgana porque con ellos tiene ocasión de trasmitir su opinión a la gente que no lee sus escritos latinos y que no entiende nada sobre ciencia. Los escribe porque disfruta escribiendo, aunque a veces se rebele contra esta pesada servidumbre. Los escribe, y no es el menor de los motivos, para ganarse la vida. Sin lugar a dudas, nunca se sintió bien del todo escribiendo almanaques; le preocupa su crédito científico entre los entendidos. Al presentarle a Mästlin el almanaque del año 1598, escribe al respecto: «Mucho de lo que contiene debe disculparse deliberadamente o perjudicaría mi reputación entre ustedes. La cuestión es la siguiente: no escribo para la gran mayoría ni tampoco para gente instruida, sino para nobles y prelados que pretenden conocer cosas que no comprenden. No se distribuirán más de cuatrocientos o seiscientos ejemplares y ninguno pasará las fronteras de estos territorios. En todas las predicciones procuro dispensar a mi círculo de lectores, arriba mencionado, un disfrute gozoso de la inmensidad de la naturaleza mediante frases que se me ocurren de pronto y me parecen ciertas con la esperanza de que quizá se sientan animados por ellas a subirme el sueldo» [20].

De hecho, por la presentación de su primer almanaque, Kepler recibió un sobresueldo de veinte florines por parte de las autoridades [21]. Había acertado bastante bien en los pronósticos. Tal como se desprende de sus cartas, había anunciado un frío terrible e incursiones turcas. Ambas cosas sucedieron [22]. Al parecer murieron numerosos vaqueros por causa del frío en las montañas; muchos perdieron las narices tras sonarse al llegar a casa; y parece que los turcos saquearon toda la región al sur de Viena. Este éxito centró las miradas en el joven matemático territorial y pronto le proporcionó tanto prestigio en la región que muchos señores lo requirieron para consultas astrológicas y cartas natales. Kepler complacía las numerosas peticiones que recibía porque con ellas tenía oportunidad de incrementar sus modestos ingresos.

MYSTERIUM COSMOGRAPHICUM

Pero todos aquellos éxitos fáciles no podían satisfacer un espíritu como el de Kepler. Su cupiditas speculandi apuntaba más arriba [23], sobrevoló la vastedad del mundo y se adentró en las profundidades hasta alcanzar los límites impuestos a los mortales. Como él dice, ya en Tubinga había abarcado la filosofía como un todo con un apetito voraz, tan pronto tuvo edad para saborear su dulzor. Ahora sus pensamientos se arremolinaban sobre todo alrededor de los grandes interrogantes eternos que las maravillas del firmamento y su belleza misteriosa habían planteado al ser humano desde tiempos inmemoriales. El motivo no radicó tan solo en la asignatura que debía impartir. Su intelecto en proceso de maduración y de búsqueda, se encomendó a la materia que le era apropiada, aquella que le permitiría desplegar sus mejores facultades y la que estaba destinado a desarrollar de un modo tan grandioso que, después de él, la astronomía adquirió una forma completamente distinta a la que tenía antes de su intervención.

La concepción copernicana del mundo, en la que ya lo habían introducido durante la etapa de estudiante, se presentó ante su vista con una insistencia creciente. Cuanto más la contemplaba, cuanto más profundizaba en sus detalles, más clara, más perfecta, más convincente le parecía, más se avivaba el entusiasmo que había prendido en él hacía tiempo. Comprendió que la de Copérnico distaba mucho de ser la última palabra, que ahí yacía «un tesoro aún sin agotar de verdaderos conocimientos divinos sobre la ordenación magnífica de todo el orbe y todos los cuerpos» [24]. El Sol se ubicó en el centro del mundo. Era el corazón del mundo, el rey alrededor del cual desfilaba, a un ritmo eternamente constante, el séquito de las seis estrellas errantes, Mercurio, Venus, Tierra, Marte, Júpiter, Saturno. La nueva enseñanza ofrecía una ventaja muy especial frente a las teorías previas porque por primera vez permitía calcular las distancias relativas de los planetas al Sol a partir de las observaciones. ¿Acaso no habían intuido ya los griegos por métodos especulativos, porque carecían de este conocimiento, una armonía en esas distancias, una armonía que ahora podría demostrarse con hechos? ¿No debían existir relaciones estructurales e interdependencias entre todos los valores numéricos que proporcionaba la teoría de Copérnico? ¿Podía deberse el bello orden a la casualidad? ¿Es que la corte del Sol no requería un ceremonial acompasado?

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