Kitabı oku: «Johannes Kepler», sayfa 9

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La actitud conciliadora que Kepler manifestó en un ambiente revuelto como aquel no se debe tan solo a su carácter o a la nobleza de pensamiento con que contemplaba las convicciones de sus oponentes y otorgaba a los demás la misma libertad que él mismo reivindicaba para sí. Más bien guarda relación con su postura ante los dogmas por los que discutían los católicos, los luteranos y los calvinistas. No es que él considerara que el dogma carecía de importancia y que daba igual lo que creyera cada individuo siempre y cuando se viviera con corrección. Hay quien ha atribuido a Kepler esta disposición, pero sin ningún acierto. Esa opinión superficial, absolutamente ignorante de la relación que existe entre fe y vida, es producto de un tiempo posterior que se desligó por completo del cristianismo. Kepler estaba convencido de que solo hay una verdad, y consideraba un deber indagar en ella con todas las fuerzas del espíritu. Como ya hemos apuntado, durante sus dudas religiosas tempranas ya había llegado a una interpretación propia de las doctrinas de la ubicuidad y de la eucaristía que se desviaba de las enseñanzas de la confesión augsburguesa en la que había sido educado. En la interpretación de la primera se inclinaba hacia la concepción católica, en la de la última, hacia la calvinista. Hasta entonces se había guardado para sí sus ideas divergentes, pero ahora se sintió impelido a dejar las reservas a un lado. Parece lógico pensar que algunos de los predicadores y profesores víctimas del destierro no vieron con buenos ojos que su compañero y hermano confesional se separara de ellos y consiguiera en exclusiva permiso para regresar a Graz mientras ellos debían padecer en sus propias carnes el infortunio del exilio. ¿No debieron de pensar que había comprado aquel privilegio mediante concesiones al bando católico? Esta opinión aparece sugerida en una confesión posterior de Kepler según la cual, en aquel entonces, se sintió impelido a «descargar su conciencia», y empezó a exponer sus dudas con toda modestia ante los siervos eclesiásticos desterrados. Uno solo alivia su conciencia cuando pesa algo sobre ella. Lo que oprimía a Kepler era saber que no podía converger en todo con sus correligionarios, ni en la actitud ni en el dogma. Eso fue lo que les confesó. Sí, había hecho concesiones tanto a católicos como a calvinistas. Lo exigía su conciencia, no podía hacer otra cosa. Debía seguir su propio camino, el camino que le trazaba su conciencia, gustara o no a los demás. Si con ello conseguía algún favor de la tendencia dominante, bien. «No quería aventurar mi futuro por culpa de ese artículo (el de la ubicuidad) en el que no se hacía justicia a los papistas» [109]. Así se dirigió a uno de los bandos. En cambio, los católicos se equivocaban si creían que era de los suyos. No. Su desasosiego interior lo animó a expresarse con claridad ante Herwart von Hohenburg, adepto destacado del catolicismo: «Soy cristiano. He aceptado la confesión augsburguesa a partir de las enseñanzas de mis padres, a través de indagaciones constantes en sus fundamentos y de pruebas diarias, y me mantengo firme en ella. No he aprendido a ser hipócrita. Soy serio con la religión, no juego con ella. Por eso me tomo igualmente en serio su práctica y la recepción de los sacramentos» [110]. Así pues, el hombre que buscaba a Dios con devoto fervor no se situaba por encima de las distintas tendencias, sino en medio de ellas, y le dolió carecer del consuelo de pertenecer por completo y sin condiciones a una de las comunidades. Esta fue la congoja interior que lo acompañó a lo largo de toda su vida.

No nos ha quedado mucho de las confesiones que realizó para aliviar su alma; en la mayoría de los casos debieron de ser orales. No obstante, se ha conservado el fragmento de texto en verso en el que expuso su interpretación del sacramento de la comunión [111]. Más esclarecedoras resultan las cartas de Zehentmair, a quien Kepler nombra repetidas veces como amigo, y ante el cual se expresó con especial detalle. Por desgracia se desconoce el paradero del conjunto de cartas que Kepler le envió, pero, como Zehentmair retoma en sus respuestas las ideas de su interlocutor antes de emitir una opinión al respecto, también revelan algo de él. En ellas aparece cierta alusión a un poema incompleto de Kepler que contiene muchos comentarios interesantes «sobre la Iglesia papista, la cual embiste en toda Europa con dureza y hostilidad». Seguro que Kepler envió el fragmento que falta; todo se guardaba con cuidado de manera que no supusiera ningún riesgo para él [112]. En una ocasión se hace especial mención a una extensa misiva de Kepler que en realidad era una dissertatio philosophica [113]. Al parecer, en ella exponía sus ideas sobre la situación religiosa y las medidas político-eclesiásticas desde un punto de vista más elevado. Zehentmair alaba a su amigo por aunar una inteligencia rica y profunda con una religiosidad admirable, cosa muy poco frecuente, y por saber diferenciar con especial discernimiento lo verdadero de lo falso. A Zehentmair lo había impresionado y alentado sobremanera la advertencia de su amigo sobre la situación humillada de la Iglesia y sobre el descontento generalizado. ¿Quién habría opinado de otro modo sobre la providencia y la misericordia divinas? Sí, era cierto, y cada cristiano debía entenderlo y reconocerlo como obvio, que desde el principio de los tiempos el destino de la Iglesia había consistido en medrar a base de cruces y persecuciones, que el poder externo le resultaba más perjudicial que beneficioso. También entonces ocurría así. La organización y la comunidad de la Iglesia no eran lo esencial. Considerando el maravilloso gobierno de Dios, Zehentmair llega a la misma conclusión que su amigo: si Dios los privaba de los recursos externos de la salvación, la palabra y los sacramentos, a través de los cuales la comunidad indistinta de la Iglesia crece unida en un solo cuerpo, y si les arrebataba además la protección y la ayuda de los grandes señores, todo ello tendría como finalidad que creamos en Él sin más, que percibamos el poder y la fuerza de la palabra sin la intercesión de los hombres y que, como corresponde a los soldados de Cristo, aprendamos a luchar y a vencer en la máxima debilidad con la ayuda del Espíritu Santo.

Los argumentos con que Kepler intentaba alentar y animar a sus amigos, también le servían para consolarse a sí mismo, un consuelo que se volvió necesario para afrontar la situación en que se encontró al regresar a Graz. En realidad, lo inquietó mucho verse privado del culto de su creencia. «Los hombres a través de cuya mediación he tratado hasta ahora con Dios han sido expulsados de nuestra tierra; a otros, a través de quienes yo podría tratar con Dios, no se les permitiría la entrada» [114], se lamenta. Quedan aún algunos predicadores aquí y allá en los castillos. Pero si uno de ellos da un sacramento a un súbdito del elector que lo solicite, será desterrado. A ello se sumaron las preocupaciones externas. La escuela en la que ejerció había desaparecido. Es cierto que le mantuvieron su escaso salario, pero se habían desvanecido las expectativas del aumento de sueldo con que contaba. «Cómo voy a permitirme en mi amargura exigir algo más por mis vanas especulaciones cuando tantos hombres capaces viven en el exilio» [115]. ¿No piensan los delegados que habrían podido prescindir del profesor de matemáticas antes que de ningún otro? ¿Debo partir yo también de Graz?, se preguntaba [116]. Pero su esposa depende de sus bienes y de las esperanzas en el patrimonio paterno. Los conflictos económicos con la familia de su mujer son fuente continua de indignación y disgusto. Si se marchara también tendría que dejar atrás a su hijita adoptiva, por la que siente un gran apego. Además, a su suegro, tutor de la chiquilla, le gustaría apartarla de él. La niña posee una herencia paterna que ronda los diez mil florines, de los cuales Kepler recibe una cantidad anual de setenta florines para costear la manutención de la criatura, además del rendimiento de un viñedo y una casa. Todo eso se acabaría. También existiría el riesgo de que la niña fuera introducida en breve en la religión católica. Kepler llega a la determinación de quedarse y ser paciente en un principio. Lo mismo opinan sus profesores de Tubinga, a quienes aún se siente muy unido y pide consejo. Estos no pueden ofrecerle nada en Tubinga por mucho que valoren el talento excepcional del antiguo alumno, aunque eso, por supuesto, no se lo dicen.

OTROS TRABAJOS DE INVESTIGACIÓN

Los inspectores de la escuela, que sentían gran afecto por el profesor de matemáticas y se alegraron de que se hubiera quedado entre ellos, le comunicaron su deseo de que dedicara el tiempo que no ocupaba con la filosofía [117] al desarrollo de las ciencias matemáticas. Kepler no necesitaba incentivos. Como él dice, le tocó vivir una época que lo obligaba a limar la agudeza de su genio, a relajar el interés y a contener sus iniciativas por muy capacitado que estuviera para el trabajo intelectual. Pero su energía extraordinaria, su intenso afán investigador salvó todos los obstáculos. Kepler incorporó a sus temas de estudio gran cantidad de cuestiones científicas que, o bien llegaron desde fuera, o bien brotaron de su interior. Herwart von Hohenburg le cedía gustoso los volúmenes que necesitaba y no podía encontrar en Graz. La lectura hizo fluir en él un torrente de ideas propias. «Quien destaca por su agilidad mental no se complace dedicándose en demasía a la lectura de obras ajenas; no quiere perder tiempo» [118]. Pero él aún estaba aprendiendo. Un fino olfato lo llevó a hacer acopio de lo que después necesitaría para sus creaciones más elevadas y a seguir las huellas correctas que auguraban nuevos descubrimientos. No abandonaba las cuestiones que le parecían importantes y en cada ocasión las abordaba desde perspectivas distintas. Sus cartas, que permiten conocer algo más sobre sus trabajos, consisten en parte en extensas disertaciones eruditas. Las alusiones epistolares a los acontecimientos recién expuestos también aparecen rodeadas en todo momento de indagaciones científicas.

Como es natural, de momento seguía dedicándose a su libro y a todo lo que guardaba relación con él. El proyecto que tenía planeado como continuación de aquella obrita concebida y hasta titulada como «preludio», revela las ideas que rondaban su cabeza. Quería escribir cinco libros cosmográficos [119]. Uno sobre el universo, sobre los elementos estáticos del mundo, la ubicación y el estatismo del Sol, la disposición de las estrellas fijas y su estatismo, sobre el conjunto del universo, etcétera. Un segundo volumen trataría las estrellas errantes que, junto a una revisión de la idea principal del Mysterium, debía contener estudios sobre el movimiento de la Tierra, sobre las relaciones entre los movimientos según Pitágoras, sobre la música, etcétera. Un tercero dedicado a los objetos celestes por separado, en especial al globo terráqueo, a las causas que dan lugar a las montañas, los ríos, etcétera. El cuarto versaría sobre la relación entre el cielo y la Tierra en lo que atañe a sus influencias mutuas, sobre la luz, los aspectos y principios físicos de la meteorología y la astrología. El proyecto nunca se llevó a cabo con esta forma porque el desarrollo de la actividad científica de Kepler siguió otros derroteros. Sin embargo, sí encontramos estudios sobre los temas mencionados en varias de sus obras posteriores, si bien con otra disposición y siguiendo otro orden de ideas.

Ya se ha comentado que por aquel entonces estaba muy entretenido con la construcción de un [120] planetario que debía ilustrar su descubrimiento. Es una pena que fracasara la consecución de aquel proyecto.

Las cartas que recibió en relación con su Misterio del universo lo inquietaron y lo obligaron a posicionarse. A este respecto hay que mencionar un incidente desagradable. Entusiasmado con su descubrimiento, Kepler había informado de él y había pedido opinión por carta al matemático imperial de entonces, Reimarus Ursus, del cual había oído elogios. Con su entusiasmo juvenil, Kepler le dispensó en aquella misiva sus mayores alabanzas y lo situó por encima de todos los matemáticos de su tiempo [121]. Ursus no respondió, pero en 1597 publicó la carta de Kepler, sin que este lo supiera, en una obra de astronomía donde entablaba una controversia en los términos más acres contra Tycho Brahe, con quien mantenía una disputa relacionada con el hallazgo del denominado sistema ticónico del universo. Brahe lo había acusado de plagio. De este modo, Kepler se encontraba ahora entre Tycho Brahe, con quien había establecido relaciones de gran importancia para él, y su oponente Ursus, a quien Kepler había elevado hasta los cielos, aunque en modo alguno merecía tal encomio. Es cierto que Ursus pasó de porquerizo a matemático imperial, pero carecía de la lealtad de Eumeo15 y no podía ofrecer ninguna aportación científica relevante [122]. Brahe recriminó a Kepler, y este, que, como es natural, no quería perder el favor de aquella personalidad tan relevante, presentó sus disculpas. No obstante, se desembarazó de la peliaguda tarea con una delicadeza extrema, sin perder un ápice de dignidad. El ingenuo novato que había sido hasta entonces tuvo oportunidad de extraer su propia enseñanza de aquella experiencia. Ahora sabía que no todos los hombres de ciencia, por elevado que fuera su rango, tenían las mismas intenciones nobles que lo movían a él y que él había presupuesto en los otros. Pero el asunto no quedó zanjado con una carta, a pesar de haber esclarecido su circunstancia personal; esta cuestión reaparece en muchas cartas y, cuando Kepler colaboró más tarde con Tycho, tuvo que seguir refutando al oponente más odiado de Brahe a petición de este.

Más importantes que este conflicto fueron los comentarios de Tycho Brahe acerca de su Misterio del universo [123]. Aparte de la reserva con que había valorado las ideas fundamentales del mismo, planteó una serie de objeciones relacionadas con determinadas cantidades utilizadas en el modelo del universo de Kepler. De hecho, la estructura que servía de base a aquel modelo no era nada precisa. Para explicar por qué los sólidos regulares no encajaban perfectamente entre las esferas planetarias, Kepler se basó en la imprecisión de los datos que había extraído de Copérnico sobre las distancias de los planetas al Sol. Solo observaciones más precisas podrían esclarecer y resolver la cuestión, y él no disponía de instrumentos. Solo Tycho Brahe poseía las observaciones que él necesitaba. Kepler ansiaba con impaciencia echarles una ojeada. Ningún rey, dice, podría regalarle algo más valioso que instrumentos y el acceso a buenas observaciones [124]. ¿Cómo podría llegar a conocer los resultados observacionales de Tycho, ese hombre que se mostraba tan crítico con él y no sabía emprender nada decente con todo su tesoro de datos? «No quiero que me desalienten, sino que me instruyan. Mi opinión sobre Tycho es la siguiente: es inmensamente rico, pero no sabe sacar ningún provecho de su fortuna, como la mayoría de los ricos. Así que habrá que afanarse por arrebatarle sus riquezas, insistir en que se decida a hacer públicas sus observaciones sin reserva y sin que falte ni una» [125]. Pero Kepler tuvo que ser paciente y aplazar la resolución de las imprecisiones en su modelo del universo.

Además, Kepler estaba interesado en conocer los datos empíricos de Tycho Brahe por otra cuestión. Las teorías formuladas hasta entonces habían descrito el movimiento de la Luna tan solo de manera imprecisa y poco satisfactoria. Con el fin de profundizar algo más en ello, Kepler observó con atención los eclipses solares y lunares, y comparó sus observaciones con los cálculos realizados previamente basándose en la teoría copernicana. Logró un resultado positivo importante, ya que fue el primero en detectar la llamada «ecuación anual» del movimiento lunar [126], hasta entonces desconocida y consistente en que el periodo de revolución lunar es algo mayor en invierno que en verano. Su atribución del fenómeno a causas físicas, al comparar la «vis motoria»16 del Sol con la «vis motoria» de la Tierra, indica que pisó por primerísima vez un camino que no había transitado nadie con anterioridad. El fenómeno de la luz rojiza de la Luna durante los eclipses lunares lo llevó a razonamientos minuciosos, principalmente sobre óptica. También le dio mucho que pensar una observación de Tycho según la cual el diámetro aparente del disco lunar durante los eclipses de Sol [127] es una quinta parte más pequeño que el de la Luna llena a igual distancia de la Tierra. A partir de esta observación, que Brahe explicaba apelando tan solo a una «optica ratio»17 en general, Brahe llegó a la hipótesis errónea de que los eclipses totales de Sol eran sin duda alguna imposibles. El descubrimiento de la ley óptica que rige ese fenómeno estaba reservado a Kepler, quien unos años después explicó por primera vez el efecto de las imágenes vistas a través de pequeñas aberturas.

El principal desacuerdo entre Tycho Brahe y Kepler radicaba en sus posturas frente a Copérnico. El primero rechazaba la nueva concepción del mundo, sobre todo por motivos teológicos, y explicaba el movimiento de los planetas recurriendo a una hipótesis a medio camino entre la interpretación de Tolomeo y la de Copérnico. Situaba Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno alrededor del Sol, y este, junto con sus acompañantes, girando a su vez alrededor de una Tierra inmóvil que ocupaba el centro del universo. También asumió de Tolomeo la rotación de la esfera de las estrellas fijas. Kepler se opuso por completo a este sistema, que fue presentado al mismo tiempo con una forma similar por otros hombres [128], como Röslin y Ursus, y que encontró aceptación en amplios círculos. Kepler no quería saber nada de semejante chapuza. Veía en ella un apaño inadmisible. «Porque en lo que concierne al libro de la naturaleza, nosotros los astrónomos somos pastores del Dios supremo, conviene no pensar en la gloria de nuestro ingenio, sino, por encima de todo lo demás, en la gloria de Dios. Quien está convencido de ello no publica a la ligera algo diferente de lo que cree por sí mismo, y no se aventura a modificar las hipótesis a menos que con ello permitan explicar los fenómenos con mayor fiabilidad. Tampoco se obstina demasiado en superar a grandes sabios como Tolomeo, Copérnico u otros con la notoriedad de nuevos descubrimientos» [129]. Con su admiración entusiasta por Copérnico, Kepler empleó entonces humildes palabras para expresar su coincidencia con él: «Como estoy plenamente convencido de la teoría copernicana, un temor sagrado me impide proponer algo distinto, ya fuera por dar celebridad a mi espíritu, ya por agradar a la gente que en gran parte se enoja por la extrañeza que causa. Me basta con la gloria de custodiar con mi descubrimiento la puerta del templo en el que Copérnico sirve a Dios desde el altar mayor» [130].

Lo que ocasionó a Kepler mayores quebraderos de cabeza en la defensa de Copérnico fue el postulado de que la esfera de las estrellas fijas debía poseer un diámetro inconmensurable [131], puesto que el movimiento de la Tierra alrededor del Sol no induce ningún desplazamiento aparente y en sentido opuesto en la esfera de las estrellas fijas, ninguna paralaje. Kepler rechazaba la creencia en un universo infinito como la actual. Si tuviera que creer, dice él, que no existe ningún modo posible de determinar la distancia de las estrellas fijas en relación con la distancia del Sol, entonces este único argumento le causaría más dificultades para la defensa de Copérnico que la oposición unánime de mil generaciones. Para llegar al fondo de la cuestión empleó observaciones propias y se dotó de otras similares de Galileo, Tycho Brahe y Mästlin [132]. Quería saber si no se podían observar pequeños cambios [133] en la altura de la estrella Polar entre el acaecimiento del solsticio de invierno y el de ambos equinoccios. Sin duda empleó un aparato muy tosco, construido con unos cuantos travesaños. Cuando Herwart von Hohenburg le preguntó por él, Kepler le respondió bromeando que su observatorio había salido del mismo taller que las cabañas de nuestros antepasados [134]. Es de suponer que el resultado fue negativo o, cuando menos, muy impreciso. Quedaba un largo camino desde aquella observación rudimentaria hasta que Friedrich Wilhelm Bessel lograra establecer por primera vez una paralaje en 1838 utilizando un método genial.

Otras indagaciones que ocuparon al ferviente estudioso guardan relación con la rama de la cronología, a la cual se dedicaron muchos estudiosos de la época. Una de esas cuestiones concernía a la cronología del Antiguo Testamento. Tras un minucioso procedimiento exegético, Kepler colaboró con Mästlin para recopilar los datos cronológicos que aparecen en los libros históricos y para calcular a continuación el número de años que habían trascurrido desde el primer día de la creación con el fin de averiguar la posición del Sol, la Luna y los planetas en el principio de los tiempos [135]. ¡Aquella configuración debió ser especialmente admirable y simétrica! También Herwart von Hohenburg era amigo de indagaciones cronológicas. En los estudios que realizó sobre la materia, se afanó por esclarecer un pasaje de Lucano perteneciente a su obra sobre la guerra civil entre César y Pompeyo, donde el poeta latino describe en detalle una conjunción extraordinaria. Para determinar la fecha exacta en que pudo haberse producido una configuración astral como aquella, recurrió a una serie de estudiosos entre quienes se encontraba Kepler [136]. Este dedicó gran esfuerzo a dichos cálculos para complacer al eminente señor, y al final concluyó que el pasaje en cuestión solo podía responder a un juego poético basado en reglas astrológicas [137]. Otra consulta de Herwart tuvo que ver con una referencia de un autor clásico según la cual en el año 5 antes de Cristo el planeta Mercurio habría ocultado Venus [138]. Apenas salía Kepler de los complicados cálculos que requerían aquellas cuestiones cuando su protector le venía con nuevos encargos de ejecución no menos costosa. Herwart deseaba determinar con precisión la fecha de nacimiento del emperador Augusto [139] a partir de las fuentes históricas, y elaborar la carta natal correspondiente con el objeto de explicar ciertos textos conservados. También tuvo que satisfacer esta demanda. La mayoría de estos estudios dispensó a Kepler más trabajo que divertimento, y a veces hasta le hicieron perder la paciencia, si bien con ellos también sacó algún provecho para sí. Le sirvieron para familiarizarse con la literatura de los clásicos, para ejercitarse en ciertos cálculos astronómicos y para iniciarse en las confusas relaciones del calendario romano, todo lo cual le resultó muy útil para sus estudios posteriores.

El intercambio epistolar que mantuvo con el canciller de Baviera le procuró otra ventaja que no debe pasarse por alto. Dada su posición, Herwart se carteaba con muchos hombres de ciencia y tenía numerosos contactos incluso dentro de la corte imperial. Al mencionar por doquier el nombre del joven matemático territorial de Estiria con palabras de recomendación y de elogio, contribuyó a hacerlo conocido en círculos más amplios y a allanarle el camino para salir de la angostura de su entorno en Graz y acceder a un mundo más vasto. Por otra parte, sería erróneo pensar que el intercambio epistolar con Herwart se limitó tan solo a las indagaciones cronológicas mencionadas. A Herwart le complacía mucho estar al tanto del resto de tareas científicas de su protegido, y mostró un interés muy activo por ellas. Además, este hombre de mundo tampoco dejó de ofrecerle jamás su consejo ante las dificultades externas. Era un pensador cabal que también se mostró contrario a la astrología. Planteando un interrogante crítico conseguía que Kepler volviera a poner los pies en el suelo y lo obligaba a replantearse con objetividad sus ideas, porque las alas de su especulación lo arrastraban con demasiada facilidad a las alturas.

A pesar de todo lo que se ha comentado hasta ahora, aún no está completa la relación de las cuestiones que Kepler abordó en sus estudios. Así, en sus cartas se le oye discutir mucho sobre la declinación magnética [140] y sobre métodos de ensayo que utilizó para investigar los fenómenos del magnetismo. La oblicuidad de la eclíptica y su variación aparente con el paso del tiempo le inspiraron, a falta de datos precisos, reflexiones «filosóficas» [141]. La observación de los holandeses durante sus célebres viajes a tierras boreales (1594-1596) en los que vieron salir el Sol varias jornadas antes de lo que indicaban sus cálculos, le planteó un enigma [142] que quiso resolver. Y, por último, inició las anotaciones meteorológicas que fue tomando día tras día a lo largo de un par de décadas y que debían ayudarlo a esclarecer la influencia de los astros en el clima.

PRIMEROS ESTUDIOS SOBRE LA ARMONÍA DEL MUNDO

Todos los estudios mencionados hasta ahora se efectuaron a la vez, a pesar de apuntar a direcciones tan diferentes. De hecho, constituyeron bloques aislados para obras posteriores, sin que por el momento dieran lugar a ninguna creación. Sin embargo, en el verano de 1599, cuando dio sepultura a su hijita y las nubes del cielo de Graz se cernían cada vez más amenazantes, sus esfuerzos se concentraron en una sola idea que luego pudo emplear como base rigurosa para una de sus obras principales. Se trataba de la armonía y de la obra cuyas partes esenciales esbozó y que no aparecería madurada hasta pasadas dos décadas; era su Harmonice Mundi, su Armonía del mundo [143]. En aquellos meses se fraguaron partes fundamentales de este libro, cuando no su redacción, sí al menos su disposición y contenido. Aunque en otro capítulo se ofrecerá un análisis más detallado de la conocidísima obra, en este punto debemos comentar algo acerca de aquellas ideas básicas, las preferidas por su espíritu, las que lo acompañaron a lo largo de toda la vida, las que lo consolaron, le dieron alas y lo maravillaron y, además, se nutrieron de sus otras indagaciones astronómicas fructíferas.

En el célebre capítulo 10 del primer libro de Copérnico, donde este bosqueja a grandes rasgos su nueva concepción del mundo, Kepler había leído la siguiente frase: «En esta disposición encontramos una simetría admirable del universo y una armonía en la relación entre el movimiento y el tamaño de las órbitas, que no podemos encontrar en ninguna otra parte» [144]. ¿En qué consiste esa simetría, esa armonía del mundo visible? ¿Dónde encuentra sus bases más profundas? ¿Cómo logra reconocerla el ser humano? Dios no ha creado nada sin un plan y, en su sabiduría y bondad, confirió al mundo la máxima belleza. Este porta en su interior los rasgos del Creador todopoderoso y es copia suya. Pero Dios dotó al hombre de un alma racional, y con ello lo convirtió en su fiel reflejo. Kepler se sintió llamado y empujado por toda la disposición de su ánimo a apoyar aquella frase de Copérnico a través de la tríada que forman los conceptos de arquetipo, copia y reflejo, a desarrollar aquella sentencia en toda su amplitud y profundidad.

Cuando se habla de armonía se piensa ante todo en la música. La sensación de eufonía que producen ciertos tonos, bien cuando se suceden unos a otros de acuerdo a determinados intervalos o bien cuando suenan al unísono, constituye una de las experiencias más inmediatas del alma humana. Como la música se basa en esas sensaciones primordiales, consigue expresar, mejor que todas las palabras, las emociones más íntimas y profundas del corazón humano. Absorta y extraviada, el alma se hunde en la esencia de su origen, conmovida y vencida por el poder de los tonos. En dichoso arrebato se eleva, llevada por sus alas, hasta las alturas más absolutas donde intuye su eterna morada. A través de los sentidos la música desvela un mundo sobrenatural en el que todo es como debe ser, en el que la voluntad y la ley concuerdan, y en el que la verdad se descubre con toda su belleza ante el espíritu perceptor. Desconocemos la procedencia de ese poder mágico, solo nos limitamos a experimentarlo. La música le ha sido concedida al hombre como un regalo del cielo. Cuando se indaga en las condiciones físicas que producen cada tono y acorde, se llega a algo muy distinto que no tiene nada que ver con el colorido sensitivo de la emotividad. De hecho, los hombres debieron de considerar una revelación la primera vez que descubrieron que dos cuerdas de la misma tensión y consistencia producen sonidos armónicos si sus longitudes son proporcionales a ciertos números enteros pequeños. De manera que la octava de un tono de partida se produce cuando esa proporción es de 2; la quinta, con una proporción de 2/3; la cuarta, con 3/4; la tercera mayor, con 4/5; la tercera menor, con 5/6; la sexta menor, con 5/8; la sexta mayor, con 3/5. ¿Acaso no se trata de una relación prodigiosa? ¿Qué tiene que ver la percepción espontánea de un acorde agradable con las proporciones numéricas? Y, ¿por qué no emiten sonidos armónicos otras proporciones numéricas, como por ejemplo 5/7? Es evidente que entre el reino de los tonos y el de los números, que para un espíritu inocente se encuentran muy alejados entre sí, se oculta una relación basada en la esencia del alma.

Esta fue la materia en la que Kepler se zambulló. Los primeros en descubrirla fueron los griegos, quienes, siguiendo un rasgo característico de su labor intelectual, fundaron la ciencia de la armonía, la cual pasó a formar parte de las matemáticas y ocupó un lugar central en su sistema educativo. Aunque no sea con plena justicia, la tradición atribuye este mérito a la figura de Pitágoras. En el diálogo Timeo, Platón expuso su teoría de la armonía e intentó establecer una escala musical ideal mediante especulaciones fantásticas basadas en los cuatro primeros números. En ella solo aceptó como consonancias propias la octava, la quinta y la cuarta, y a partir de ellas trató de definir a priori las consonancias impropias de tonos enteros y de semitonos. Kepler recibió especial estímulo de Proclo, un autor neoplatónico al que ya en aquellos años estudiaba con entusiasmo. Sintió que le hablaba el alma cuando leyó en él: «Las matemáticas son las que mejor contribuyen a la observación de la naturaleza, en tanto que revelan la estructura bien ordenada de pensamientos a partir de la cual se creó el todo… y [las matemáticas] presentan los elementos primordiales simples en toda su estructura armónica y proporcionada con la que también fue creado el cielo en su totalidad tomando en sus partes individuales las mismas formas que aparecen en dicha estructura» [145]. La teoría antigua de la armonía fue trasmitida fundamentalmente por Boecio, el famoso hombre de Estado y filósofo en la corte del rey ostrogodo Teodorico. Durante la Edad Media su obra sobre la música tuvo una importancia para la enseñanza de la armonía casi comparable a la que adquirió el Almagesto de Tolomeo para la astronomía. Desde la época de Boecio, la armonía se enseñó en el cuadrivio junto a las materias de astronomía, geometría y aritmética.

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