Kitabı oku: «Johannes Kepler», sayfa 8
EL MATRIMONIO
El título presenta el libro como un Prodromus, un preludio de una serie de tratados cosmográficos. Kepler tenía toda suerte de planes adicionales, aunque solo planes, en la cabeza. Pero en primer lugar debía consumar otro proyecto importante para el corazón, su matrimonio. Se ha mencionado más arriba que ya en diciembre de 1595 le habían presentado [68] a una mujer muy apropiada para él. Kepler se enamoró enseguida. Se trataba de Barbara, la hija primogénita de Jobst Müller «zu Gössendorf», como él firmaba, propietario acaudalado de un molino instalado en la hacienda Mühleck sita en la comarca de Gössendorf, a dos horas de camino al sur de Graz. Tenía veintitrés años de edad, era hermosa y rolliza, como ilustra un retrato de medallón [69] que se ha conservado y en la actualidad pertenece al observatorio de Pulkovo, cercano a Leningrado.8 A pesar de su juventud ya había estado casada en dos ocasiones, y pocos meses antes había enviudado por segunda vez. Con dieciséis años había contraído matrimonio en Graz con el influyente ebanista áulico Wolf Lorenz, a quien brindó una hijita, Regina. Al morir este a los dos años escasos de matrimonio, Barbara no tardó en conceder de nuevo su mano a un hombre que, al igual que Lorenz, había pasado ya la juventud. Era Marx Müller, un respetable tesorero o escribano de Estiria. A pesar de la posición elevada que alcanzó ostentando cargos al servicio de esa región, la pareja no fue feliz. Él era enfermizo, trajo consigo chiquillos de un matrimonio anterior cuya mala educación resultaba notoria y, según ciertos informes, cometió algunas irregularidades en su ejercicio que se tornaron manifiestas a su muerte en 1595. El padre de Barbara, Jobst Müller, que al parecer había emigrado en otros tiempos del imperio a Estiria, era un hombre muy activo y orgulloso de sus posesiones, con gran destreza para incrementar su dinero y sus bienes con todo tipo de negocios y de transacciones. No era noble, si bien su primera esposa, la madre de Barbara, pertenecía a la familia Niedenaus.9 En cambio, dada la ambición que lo caracterizaba, pudo haber aspirado a la hidalguía. No fue él quien incorporó a su nombre el sintagma «von Mühleck» con el que los biógrafos nombran en repetidas ocasiones a Barbara, la esposa de Kepler. El primero en adquirirlo fue su hijo Michael tras la muerte del padre, Jobst Müller, en 1601. En el año 1623 Michael fue armado caballero en reconocimiento a sus servicios y los de sus antepasados al imperio y a la casa de Austria, de ahí que se le autorizara a firmar con «von» y «zu Mühleck» y a lacrar con cera encarnada. Pero, como Michael no dejó herederos legítimos varones, el título nobiliario volvió a extinguirse muy pronto. Estas relaciones, secundarias de por sí, deben aclararse porque, según la opinión más extendida, tuvieron cierto peso en la cuestión matrimonial de Kepler.
Retrato de juventud de Kepler.
Cuando Kepler se decidió a solicitar la mano de Barbara, mujer con riquezas, dos amigos de Kepler se presentaron al padre de la muchacha, Jobst Müller, en calidad de «caballeros delegados», como era costumbre, con el fin de tantear su opinión y la de la familia en relación con las pretensiones de desposorio, y para recomendar a su mandatario. Ocurrió en junio de 1596 y representaron a Kepler el médico Johannes Oberdorfer, inspector de la Stiftschule, y Heinrich Osius, antiguo profesor de dicho centro y a la sazón diácono de la iglesia del mismo [70]. Entonces, como suele continuarse el relato, el padre arrogante habría hecho depender su consentimiento de que se documentara la ascendencia noble del pretendiente. De manera que Kepler se habría desplazado a Württemberg para procurarse un documento acreditativo en la ciudad de Stuttgart, sede del gobierno ducal. Sin embargo, no hay duda de que esta información es falsa. Los motivos que llevaron a Kepler a viajar a Suabia en febrero de 1596 ya se han comentado algo más arriba. La causa inmediata fue acatar la voluntad de sus dos abuelos, ambos muy ancianos y enfermos, tal como atestigua el propio Kepler en la memoria oficial con que se disculpa por la prolongación de las vacaciones [71], y no hay ninguna razón para dudar de la credibilidad de ese informe. La importancia que adquirieron para él más tarde los otros asuntos que lo llevaron a la patria, como la impresión de su libro y la confección de su maqueta, queda patente en el hecho de que por ellos permaneció allí siete meses completos cuando solo le habían concedido dos. La adquisición del supuesto documento solicitado por Jobs Müller no guarda ninguna relación con ello. Además, no podría haber conseguido tal acreditación en Stuttgart, pues para ello habría tenido que dirigirse a Viena. ¿Y para qué iba a insistir tanto Jobst Müller en la ascendencia noble del tercer marido de su hija, cuando con anterioridad no solo había aprobado, sino que él mismo había favorecido su enlace con hombres de posición intermedia?10 No, la resistencia con que se opuso a los deseos de Kepler tenía su origen en la pobreza del pretendiente. No quería conceder la mano de su hija a un hombre que auguraba un porvenir de estrecheces en vista del puesto mal pagado y poco considerado que ocupaba como empleado de escuela, y de sus exiguos ingresos. Para el hombre acaudalado la decisión dependía de una cuestión de dinero y posesiones. Carecía del más mínimo entendimiento para el trabajo científico. Por lo demás, los pormenores de los trámites para el enlace no están del todo claros. Mientras Kepler permanecía en Suabia, sus casamenteros continuaron esforzándose para granjearse a la familia de la novia. Kepler supo que tuvieron éxito a través del catedrático Papius de Tubinga, el cual mantenía un intercambio epistolar intenso con sus viejos amigos de Graz. En esa ciudad se había dudado durante bastante tiempo de la boda del mathematici, pero ahora estaba todo bien dispuesto. La novia sería suya con toda seguridad. Solo quedaba que Kepler se apresurara a regresar a Graz. Papius aconsejó además al pretendiente, «pertrechaos en Ulm con un traje completo para vos y vuestra prometida de estopa de seda buena o, al menos, del mejor tafetán doble» [72]. Pero aún trascurrió casi un trimestre desde esas indicaciones hasta que Kepler estuvo de vuelta en Graz. A su regreso a casa se llevó un gran desengaño. Nadie lo felicitó a su llegada como él habría esperado. En lugar de eso le comunicaron de forma confidencial que había perdido a su prometida. Durante medio año había vivido con la feliz ilusión de esa boda. No está claro a qué se debió ese cambio repentino. Parece obvio que un pretendiente no debería ausentarse tanto tiempo como hizo Kepler. Descuidó forjar el hierro mientras estaba candente. Un paisano suyo de Suabia se empeñó especialmente en evitar su unión con Barbara; era el secretario territorial Stephan Speidel, muy bien considerado por el cargo que desempeñaba. Aspiraba a casar aquel buen partido con algún otro para incrementar así su propia influencia; además, deseaba ver a la mujer mejor provista [73], según escribe con franqueza el propio Kepler. Pasaron algunos meses durante los cuales el afligido maestro se fue haciendo lentamente a la idea de darle un rumbo nuevo a su vida, sin que por ello abandonara del todo la esperanza. Las gestiones continuaron. También el rector de la Stiftschule intercedió en favor de su profesor de matemáticas. Se ve que un enlace como aquel no era solo un asunto entre el novio y la novia, y tampoco se limitaba a los familiares, sino que más bien era una cuestión en la que la comunidad tomaba parte activa. Antes de desplazarse a Württemberg, Kepler ya se había comprometido con la mujer que había elegido. De modo que ahora también podía dirigirse a las autoridades eclesiásticas para que o bien lo liberaran de su promesa o bien mediaran ejerciendo su influencia sobre la novia y sus parientes. Ocurrió lo último. La autoridad de los eclesiásticos hizo mella en los implicados. Además, estos empezaban a temer el escarnio de la gente. En enero de 1597 se tomó al fin la fortaleza en un asalto colectivo [74] y el 9 de febrero se celebró la solemne promesa matrimonial, a la cual le sucedió la boda el 27 de abril del mismo año. Después de la ceremonia en la iglesia del colegio, la celebración tuvo lugar con gran pompa, siguiendo la costumbre de la época, en la vivienda donde entonces residía Barbara, la casa del señor Georg Hartmann von Stubenberg, sita en la calle Stempfergasse [75].11 Después de todo lo ocurrido es comprensible que la celebración no tuviera lugar en la casa paterna de la novia, en el bello Mühleck, como habría sido de esperar. Cabe imaginar los agrios ademanes del padre de la novia durante el convite. De los delegados que el señor Niedenaus invitó a la boda, Kepler recibió un vaso de plata valorado en veintisiete florines como símbolo de su «aprecio» [76]. Asimismo, su retribución anual se vio incrementada a petición propia [77] de ciento cincuenta a doscientos florines, ya que dejó libre su vivienda en la escuela para mudarse a la Stempfergasse.
Una semana antes de la boda el propio Kepler expuso a Mästlin en una carta en qué situación quedaría el nuevo desposado a raíz del enlace: «El estado actual de mis bienes es tal que si me llevara la muerte en el plazo de un año, nadie podría dejar tras de sí peores recursos que yo. Me veo en la necesidad de costear gastos ingentes porque aquí es costumbre organizar las bodas con todo boato. Pero es seguro que si Dios me regala con una vida algo más prolongada, quedaré ligado y encadenado a este lugar con independencia de lo que pueda sucederle a nuestra escuela. Porque mi prometida posee aquí bienes, amistades y un padre acaudalado. Según parece, dentro de unos años dejaré de necesitar un salario si así me place. Tampoco podré abandonar la región a no ser que surja alguna contrariedad bien pública o bien privada. Una pública sería, por ejemplo, que la región dejara de ser segura para un luterano o que los turcos la acosaran aún más de cerca, de quienes ya se dice que se encuentran en apresto con seiscientos mil hombres. Un infortunio personal se daría en el caso de que falleciera mi esposa. De modo que, como veis, también sobre mi suerte se cierne una sombra. Desde luego no oso pedir a Dios nada más que lo que quiera depararme en estos días» [78]. No va muy descaminado quien sospeche que a la hora de elegir esposa, Kepler no se dejó llevar en último término por la consideración de su patrimonio. El dinero siempre fue importante para él. Sabía que «quien vive en la miseria es un esclavo, y casi nadie lo es por voluntad propia». En cualquier caso, en sus comentarios anteriores se ve cómo jugó con la posibilidad de conseguir independencia externa gracias a los bienes de su esposa, una idea con la que muy fácilmente se olvida que tal libertad suele obtenerse a cambio de contraer otra dependencia aún más desagradable. Su sueño se quedó en mero sueño. La sombra de la que habla iba a oscurecer muy pronto su vida. En su registro anual anotó que la boda se celebró «calamitoso coelo» [79], bajo una configuración astral de malos augurios. Los astros anunciaban «un matrimonio más apacible que feliz, aunque dotado también de amor y delicadeza» [80].
Como en aquel tiempo, y también más tarde, Kepler siempre relacionaba la forma de ser y el destino con el cielo, pocos años después comentó en una carta el influjo que habían ejercido los astros sobre su esposa, sin llegar a nombrarla. «Considerad una persona en cuyo nacimiento los astros benévolos de Júpiter y Venus no ocupan una posición favorable. Comprobaréis que tal persona puede ser honrada y prudente, pero que tiene además un destino un poco sereno y bastante melancólico. Sé de una mujer así. La conocen en toda la ciudad por su virtud, su honestidad y su discreción. Pero es, además, ingenua y de cuerpo orondo. Sus padres la trataron con dureza desde pequeña; apenas se hubo desarrollado la casaron con un cuarentón contra su voluntad. Tan pronto como este murió, se casó con otro de la misma edad y de espíritu más vivaz; pero no era muy hombre y malgastó con enfermedades los cuatro años que vivió durante aquel matrimonio. Ella, que hasta entonces era rica, casó por tercera vez con un pobre de posición despreciable. Entonces le retuvieron su fortuna injustamente y ahora solo puede permitirse una sirvienta contrahecha. La confunden y la desconciertan en todas las tiendas. Además, pare con dificultad. Todo lo que resta de ella es por el estilo. Podéis reconocer aquí, en el espíritu, en el cuerpo y en el destino, el mismo carácter que en efecto es análogo a la posición de los astros. Sin embargo, es imposible que esa alma forjara toda su suerte, porque el destino es algo desconocido y procede del exterior» [81].
Cuando Kepler escribió estas letras su visión se había vuelto más crítica. Pero al principio se entusiasmó con el nuevo hogar y con las expectativas que ofrecía. Regina, su pequeña hijastra de siete años, también formaba parte de aquello que lo alegraba y de aquello que amaba. Había abandonado la idea de dejar Graz del mismo modo que había descartado la idea del sacerdocio. Sabía a dónde pertenecía, y su enlace con una familia distinguida y de abolengo le sirvió para consolidar aún más su posición social. Con aquella unión, la vida de Kepler también quedó vinculada a los duros acontecimientos que se produjeron en la región de Estiria, y fueron estos los que lo empujaron hacia una dirección decisiva para su producción y para el desarrollo de la astronomía, una disposición y un encauzamiento que Kepler atribuyó a la mano de Dios.
Un gran regocijo reinaba en la casa de la Stempfergasse cuando el 2 de febrero de 1598 la señora Barbara concedió a su marido un hijito al que bautizaron como Heinrich, un nombre muy usual en la familia Kepler. Las estrellas volvieron a consultarse [82], y estas auguraron lo mejor: nobleza de carácter, agilidad de cuerpo y de miembros, aptitudes para las matemáticas y para tareas mecánicas, imaginación, diligencia, etcétera. El chico sería «encantador». Una de las ideas favoritas de Kepler, el convencimiento de que al feto le influyeron los antojos y las impresiones de la madre, sale a colación cuando comenta a Mästlin que los genitales del chiquillo se habían deformado tanto que recordaban a una tortuga guisada dentro de su caparazón. ¡El guiso de tortuga era el plato preferido de su esposa!
Pero la alegría de la casa duró muy poco. El niño murió sesenta días después. «Ningún día puede aliviar la melancolía de mi esposa y solo una palabra reside en mi corazón: oh vanidad de vanidades, todo es vanidad» [83]. También Susanna, la hijita que vino al mundo en junio del año siguiente, llegó a cumplir tan solo treinta y cinco días de edad. Las tinieblas de la muerte se arremolinaron en el alma del padre afligido cuando llevó a la criatura hasta la tumba. «Si el padre no tardara en seguirla, el suceso no lo pillaría por sorpresa. Porque en Hungría han aparecido por doquier cruces de sangre sobre los cuerpos de la gente, y otros signos de sangre parecidos en las puertas de las casas, en los bancos y en las paredes (lo que la historia evidencia como señales de pestilencia generalizada). He advertido una pequeña cruz en mi pie izquierdo (creo que soy el primero en nuestra ciudad) cuyo color va pasando del rojo de la sangre al amarillo». La causa de la muerte fue la misma para ambos niños, «apostema capitis», probablemente meningitis [84].
COMIENZO DE LA CONTRARREFORMA
Estas preocupaciones familiares no fueron las únicas que pesaron sobre Kepler. En la misma carta en la que comunicaba a Mästlin la muerte de su hijito, daba también la primera noticia sobre el nuevo peligro que se avecinaba [85]. Por aquel entonces, la vida cotidiana, con sus alegrías y sus desventuras, de aquella ciudad a la que Kepler se había unido aún más a través del matrimonio, trascurría envuelta en una atmósfera de tensión que aumentaba año tras año. Tanto era así que no solo amenazaba en extremo la existencia de Kepler, sino también la vida de toda la comunidad que profesaba su mismo credo. El archiduque Fernando, que entonces contaba dieciocho años, había recibido el juramento de fidelidad de los distintos estados y había asumido el poder el 16 de diciembre de 1596, pocos meses antes de la boda de Kepler. Como ya se dijo en la introducción, después de esto comenzó el drama que, con el tiempo y la acuñación de un término espantoso, acabó conociéndose como Contrarreforma. Aunque Kepler no desempeñó un papel determinante en ella, sí se vio arrastrado hacia la catástrofe en que derivó aquel drama. Las detalladas noticias que relaciona en sus cartas de aquellos días, complementan de un modo singular las fuentes oficiales a partir de las cuales seguiremos la marcha de los acontecimientos.
De las dos tendencias que se oponían con rudeza y hostilidad en la capital estiria, el bando protestante se apoyaba en la mayoría de los ciudadanos y en los estados territoriales nobles, los cuales gozaban de ciertos derechos en asuntos militares y financieros. Los católicos obtuvieron su mayor respaldo en las figuras de los soberanos y de los jesuitas. El partido católico de restauración contaba con dirigentes diestros y experimentados en las personas de Martin Brenner y Georg Stobäus, obispos de Seckau y de Lavant respectivamente, y perseguía sus grandes aspiraciones con enorme optimismo. Por el contrario, los protestantes no mostraron la misma unidad a la hora de defender su causa, por mucho interés que pusiera cada uno de los ciudadanos perteneciente a aquella mayoría por salvaguardar con todo fervor su libertad para el ejercicio del culto. Exaltados de ambos frentes atizaron el fuego y desencadenaron incidentes escandalosos. Los protestantes elaboraron una relación de quejas que presentaron ante el emperador, el cual, sin embargo, remitió a los solicitantes al archiduque. Un episodio como aquel procuró al archiduque la ocasión perfecta para actuar en contra de sus oponentes.
En el año 1597 sus ataques se limitaron a ciertas disposiciones para casos particulares. Pero el recrudecimiento de la situación motivó que el año siguiente se produjera la primera gran sacudida. El elector viajó a Italia desde el 22 de abril hasta el 28 de junio de 1598. En el trascurso del viaje mantuvo un encuentro con el papa y visitó el milagroso santuario de Loreto. Cuentan que fue allí donde formuló el voto de devolver su patria al catolicismo. Diversos acontecimientos acaecidos durante aquel viaje, difundidos a través de rumores e interpretados de inmediato como presagios, instaron a los protestantes a esperar lo peor. «Todo tiembla», escribe Kepler, «ante el regreso del príncipe. Dicen que viene al frente de tropas italianas de refuerzo. Las autoridades municipales que profesan nuestra confesión han sido destituidas. La custodia de las puertas de la ciudad y de los arsenales se ha trasferido a los seguidores del papa. Por todos lados se oyen amenazas» [86]. Apenas había regresado el elector de su viaje cuando volvieron a producirse incidentes dolorosos. En los círculos protestantes se distribuyeron caricaturas del papa y el príncipe montó en cólera. Ordenó llamar a los dirigentes del ministerio eclesiástico y les dijo: «Despreciaríais la paz aunque yo os la ofreciera» [87]. Se efectuaron detenciones. Al mismo tiempo, los mendigos protestantes sufrieron represalias y fueron ignorados en el hospital común. Los luteranos afirmaban que les exigían elevados tributos por enterrar a sus muertos. Cuando los predicadores de la iglesia del colegio solicitaron donaciones desde el púlpito para destinarlas a un hospital y un cementerio propios, sobrevino una prohibición del elector. A esa refriega le siguió una embestida del arcipreste católico Lorenz Sonnabenter que desencadenó el golpe de gracia. Inhabilitó a los predicadores evangélicos para todo ejercicio religioso, para otorgar los sacramentos y la bendición nupcial, acogiéndose a un derecho reservado desde antiguo al arcipreste de aquel lugar si se daba el caso de que sus honorarios menguaran por causa de que otros siervos de la Iglesia ejercieran las funciones mencionadas. Con esto se puso en práctica la restitución del patrimonio y el derecho eclesiásticos, una cuestión que se venía considerando en Graz de manera teórica desde hacía ya una década. El ministerio eclesiástico se opuso con firmeza y el problema se agravó. Se apeló a la autoridad terrena. El elector explicó que no solo debía protección a los protestantes, sino también a sus propios correligionarios, y el 13 de setiembre dictó contra los delegados la orden [88] de, en el plazo de 14 días, suspender [89] a los predicadores y todas las funciones del seminario, la iglesia y la escuela evangélica tanto en Graz como en otras ciudades. En una memoria del 19 de setiembre, los delegados solicitaron la derogación del decreto. El archiduque emitió una respuesta negativa y dio orden de que la iglesia de la escuela permaneciera clausurada. El 23 de setiembre decretó que los predicadores y los docentes de la escuela abandonaran Graz en el plazo de ocho días [90] bajo amenaza de ejecución. La situación se tornó crítica. Se movilizaron tropas y parecía que se habría de llegar a una lucha abierta. Se convocó a los Estados con toda urgencia, pero solo pudo asistir una fracción de los mismos debido a inundaciones. Los delegados volvieron a solicitar la anulación del decreto de expulsión, el cual les «dolía hasta la médula». Pero en lugar de la distensión esperada, el 28 de setiembre se emitió una disposición más contundente aún. En virtud del poder del príncipe territorial, los pastores, los rectores y los empleados de la escuela recibieron la orden de «partir todos sin excepción y definitivamente, en el mismo día de hoy antes de la caída del sol, de la ciudad de Graz y de su entorno, la cual pertenece a los dominios de Su Alteza el príncipe y, a continuación, desalojar en el plazo establecido de ocho días el resto de sus territorios y, trascurridos esos ocho días, no volver a entrar en ellos so pena de pagarlo con sus cuerpos y con sus vidas» [91]. No restaba más que acatar la orden. De modo que los predicadores y los profesores, entre ellos Kepler, emprendieron la marcha aquel mismo día, siguiendo el consejo y el mandato de los delegados; unos en esta dirección, otros en aquella, camino de territorios húngaros o croatas, donde rigiera la soberanía del emperador. Como confiaban en un pronto regreso, dejaron atrás a sus esposas. Se les abonó su sueldo y, además, recibieron dinero para costearse el viaje [92]. Las esperanzas de regresar fueron vanas. Única y exclusivamente Kepler obtuvo permiso para volver a Graz, a donde llegó a finales de octubre [93].
No está claro el motivo por el que se hizo una excepción con Kepler. Este explica que regresó a Graz «por orden» de servidores del elector. Su amigo Zehentmair escribe en una carta donde alude a cierta declaración del barón Herberstein, gobernador territorial, que Kepler había sido excluido de manera expresa y desde un principio por el príncipe, y que no habría necesitado en absoluto abandonar [94] la ciudad. En la carta de recomendación que los delegados entregaron a su matemático territorial cuando dos años más tarde dejó definitivamente la ciudad, se dice, en cambio, algo distinto. Después de que también él fuera expulsado y cesado como profesor de la escuela, los delegados «a través de la intercesión más sumisa» habrían «solicitado humildemente y conseguido» del elector un «salvum redeundi conductum»12 para su persona «y que este lo autorizara a permanecer aquí como respetable matemático territorial» [95]. El esclarecimiento de los hechos verdaderos está abierto. En cualquier caso, como el decreto de expulsión era generalizado, Kepler tuvo la precaución de solicitar al príncipe que, no obstante, certificara que su labor neutral quedaba exenta, de manera que no corriera ningún riesgo si se quedaba más tiempo en la región. Su petición fue aceptada y dispuesta: «Su Alteza habrá autorizado con esto, por indulto especial, que el suplicante permanezca aquí durante más tiempo pese a la expulsión general etcétera. Pero él deberá hacer uso en todas partes de la discreción oportuna y comportarse, por tanto, sin causar ofensa, de manera que no dé lugar a que Su Alteza deniegue otra vez tal indulto» [96].
El siguiente interrogante va unido al anterior: ¿cómo es que se hizo una excepción con Kepler? A partir de la mencionada súplica presentada por los delegados cabría pensar que se distinguió entre el profesor de matemáticas y el matemático territorial, y que al último se lo autorizó a permanecer en Graz por desempeñar un cargo neutral. Pero podría no haber sido esa la única razón decisiva. Algunos biógrafos creen que los jesuitas movieron hilos en el asunto porque les habría gustado convertir a Kepler al catolicismo; otros, en cambio, lo niegan. En cualquier caso, se puede afirmar que, si Kepler hubiera sido de poca estima entre los jesuitas, también él habría tenido que acatar el decreto de expulsión. En cambio, diferentes hechos evidencian que Kepler despertaba verdaderas simpatías no solo entre los jesuitas, sino también dentro de la corte. Según le contaron, al príncipe elector lo deleitaban sus descubrimientos científicos. En alusión a su trato de favor dentro de la corte, Kepler menciona a un consejero de regimiento, un tal Manechio [97] (acaso el mismo que en distintos documentos aparece nombrado como Manicor), con quien solía tener trato. Pero queda aún otro contacto que resultó de gran trascendencia para Kepler, y debe considerarse. En el otoño de 1597, el canciller de Baviera Hans Georg Herwart von Hohenburg se dirigió a Kepler [98], por mediación de Grienberger, padre jesuita de Graz, para que le aclarara una pregunta científica [99] de la que se hablará más adelante. A partir de esta primera toma de contacto dio comienzo un intercambio epistolar que perduró durante muchos años y unió a ambos hombres muy estrechamente. El influyente canciller dio muestras de ser un ferviente protector del joven y prometedor astrónomo, y le profesó un gran afecto, al tiempo que valoró efusivamente su labor investigadora. Herwart von Hohenburg era católico acérrimo y amigo de los jesuitas. El intercambio epistolar entre él y Kepler dio comienzo justo en la época en que el duque Guillermo el Piadoso trasfirió el poder a su hijo Maximiliano, primo del archiduque Fernando. Mientras cursaban sus estudios en Ingolstadt, estos dos jóvenes habían estado bajo la tutela de Johann Baptist Fickler, el cual mantenía mucha amistad con los jesuitas y también procedía de Weil der Stadt, de una familia vinculada a la de Kepler por maridaje. Como este residía ahora en Munich, Kepler no descuidó presentarle sus respetos [100] a través de Herwart en la primera misiva que le envió, y en la que naturalmente también hizo lo propio con este último y con los jesuitas. Fickler tampoco dejó de agradecerle al punto los saludos enviados [101]. Herwart envió las cartas destinadas a Kepler a través del agente bávaro en la corte imperial de Praga, el cual las remitía a su vez al secretario de Fernando, el padre capuchino Peter Casal, y propuso a su interlocutor que siguiera la misma vía, pero a la inversa [102], para enviarle las suyas. Todas estas circunstancias favorecieron que Kepler destacara dentro del conjunto de sus compañeros de trabajo, y es comprensible que recibiera una consideración especial por parte del partido católico dirigente y que lo trataran de manera distinta al resto de profesores, los cuales carecían de aquellos contactos influyentes. Hay que subrayar también que un hermano del padre de Kepler se había vuelto católico y pertenecía a la orden de los jesuitas, aunque se sabe muy poco de él.
POSTURA DE KEPLER ANTE LOS CONFLICTOS RELIGIOSOS
Aparte de estas circunstancias externas favorables, a Kepler también le sirvió de recomendación su actitud personal. En lo más profundo de su ser era de naturaleza conciliadora. No es que evitara las discusiones y diera la razón a cualquiera con toda condescendencia. Al contrario. Le gustaban los debates y defendía sus ideas con entusiasmo. Solo que, a su entender, los medios utilizados debían ser acordes con el asunto a tratar. Lo sagrado de la religión debía abordarse, tratarse y defenderse por medios sagrados. En esta materia, el tema más serio de la conciencia, ni la presión externa, ni un acto de autoridad impuesto desde arriba debían condicionar una decisión. Del mismo modo, le parecía absolutamente indigno y ofensivo que cuando alguien defendía su convicción religiosa, se explayara difamando y ultrajando cualquier otra. Él pensaba, conversaba y actuaba según la máxima: sancta sancte.13 Por tanto, no eran las dificultades ni las desventajas externas lo que más lo atormentaba de los incidentes que presenciaba, sino más bien el profundo pesar en que se sumía su corazón a la vista de la opresión, la intolerancia, el odio, los insultos constantes. Él rogaba: «Señor, protege el espíritu inocente del joven príncipe de sus perniciosos consejeros» [103]. En una carta que envió a Tubinga veinte años más tarde, aún responsabiliza al comportamiento de los predicadores del seminario del violento ataque que acometió el bando católico contra sus correligionarios: «El comienzo de toda la desgracia en Estiria surgió sin duda cuando Fischer y Kelling pronunciaron exquisitos discursos tendenciosos y ofensivos desde el púlpito» [104]. Fue algo más que una mera falta de delicadeza que el fanático Balthasar Fischer, en su batalla contra el culto mariano, se mofara desde el púlpito de la bella representación de la Virgen del Manto Protector, desplegando su sotana y preguntando, según dice Kepler en el mismo lugar, si sería decente que las mujeres se deslizaran bajo sus faldas, y concluyendo a continuación que más impropio sería aún que se pintaran monjes bajo el manto de María [105]. En un escrito que Kepler dirigió diez años después de los acontecimientos al margrave Georg Friedrich von Baden, se aprecia una crítica semejante contra los predicadores de su propio bando: «Algunos de los profesores elegidos confunden el ejercicio de enseñar con el de gobernar, quieren llegar a arzobispos y poseen una furia inoportuna con la que lo derrumban todo; se obstinan en conseguir la protección y el poder de sus electores, y la mayor parte de las veces los conducen hacia peligrosos precipicios. Esto es lo que ha traído desde hace tiempo la ruina a Estiria. A menudo nos habrían podido enviar a Estiria gente en verdad más discreta y ejemplar, o en las universidades se habría podido enseñar a los estudiantes el modo y la vía para moverse en lugares tan peligrosos sin dañar la conciencia, y para mostrar la necesaria sabiduría de la serpiente, de modo que los dirigentes de una fe diferente no se alarmen» [106]. Está claro el reproche hacia sus antiguos profesores de Tubinga, desde donde aún retumbaban en sus oídos apelativos como «feroz hombre-lobo, anticristo, puta babilónica» con que solían referirse por allí al papa, del mismo modo que Mästlin ve ahora la obra del demonio en las actuaciones de Fernando. «Ya vemos», escribe Mästlin en respuesta a las noticias de Kepler, «con qué cólera furibunda aguijonea el diablo a los enemigos de la Iglesia de Dios, como si pretendiera devorarlos por completo» [107]. Cómo contrasta con esto el talante de su antiguo alumno, el cual comenta de sí mismo en anotaciones puramente privadas de aquellos días: «Yo soy justo y ecuánime con los seguidores del papa, y aconsejo la misma equidad a todos» [108]. No obstante, se equivocó si llegó a creer, como casi afirman las declaraciones citadas, que en Graz habrían dejado tranquilos a los seguidores de la Confesión de Augsburgo solo con que se hubieran contenido en sus provocaciones. Desde su posición de poder, Fernando habría encontrado igualmente algún camino para llevar a cabo su plan de reinstaurar la religión católica en Estiria. Tuvo que desencadenarse en tierras alemanas una guerra de treinta años, con todos sus horrores y devastaciones atroces, para que aflorara la evidencia de que no se puede ni debe someter la libertad de conciencia a base de coacciones e imposiciones externas. No hay duda de que tal evidencia aún no se ha impuesto del todo en nuestros días.14