Kitabı oku: «El tesoro oculto de los Austrias», sayfa 5

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El comandante de la flota hizo acopio de toda su paciencia, templó sus nervios e hizo propósito de no emitir juramentos antes de proceder a explicar al jerónimo las razones que les retenían en Puerto Rico.

– En primer lugar, aun no se ha concluido la descarga de los adoquines de las bodegas de los dos últimos galeones, lo cual se debe a vuestra insistencia en poner a prueba mis barcos.

– De acuerdo, no os alteréis – dijo fray Pedro en un intento de conciliarse con Antonio Alvear -, asumo mi culpa en lo que se refiere a los adoquines.

– En segundo lugar – continuó el comandante mas calmado al ver la nueva actitud del monje -, estamos avituallándonos para una travesía corta hasta Cartagena, ya que quizás no os hayáis dado cuenta, pero antes de nuestra llegada a esta isla habíamos agotado prácticamente todos nuestros víveres.

– Está bien, entiendo vuestras razones y os pido disculpas por mi ignorancia al respecto. También quiero que entendáis que no quiero apuraros, pero ya sabéis que aun estamos lejos de cumplir con la misiva real que tenemos encomendada, por ello me gustaría preguntaros, ¿cuándo creéis que estaremos listo para partir de nuevo?

– No debéis preocuparos demasiado, pues si Dios nuestro Señor lo quiere y la climatología no lo impide, pasado mañana partiremos hacia nuestro próximo destino. Así que sed paciente y orad para que el astro rey siga radiante como hasta ahora y los vientos que insuflan aire en nuestras velas no se conviertan en huracanes.

Tras escuchar las ultimas frases del militar, fray Pedro se santiguó antes de responder al comandante.

– Podéis estar seguro, que todos los día pido al Altísimo que no nos abandone en esta travesía.

– No me cabe ninguna duda que oráis diariamente por todos nosotros, y ello es fundamental para el éxito de nuestra misión, pues lamentablemente y como tendréis ocasión de comprobar, no serán los elementos atmosféricos los únicos obstáculos que tendremos que sortear.

La preocupación de fray Pedro no se circunscribía al tiempo que duraría la navegación, y los problemas que se encontrarían durante la misma, sino más bien a la incertidumbre que tenía sobre si serían capaces de conseguir el tesoro que se proponían transportar hasta España en las bodegas de los quince galeones.

Tal y como había pronosticado el comandante Alvear, sólo habían transcurridos dos días desde su tensa conversación con el jerónimo, cuando la flota se dispuso a abandonar la isla boricua.

El día que abandonaron la isla, el gobernador acudió al puerto a despedir a la flota y allí hizo entrega a fray Pedro de un legajo con diferentes cartas para la corte. De esta forma los mismos navíos que habían arribado a Puerto Rico, levaron anclas para partir hacia Cartagena de Indias navegando sobre las aguas verde esmeralda del mar Caribe.

CAPITULO III

LA GRANJILLA (EL PARQUE DE LA FRESNEDA) – AÑO 2014

Despuntaba un espléndido y soleado día primaveral en la sierra de Guadarrama mientras caminaban Juan y su padre, el doctor Alejandro Ibarra, por el camino de entrada a la finca de La Granjilla cargados con sus cañas y cestas de pescar. A un lado del camino y limitando el ancho del mismo, se hallaba un muro centenario de mampostería en seco de metro y medio de altura, mientras que al otro se extendía la finca, resaltando en su superficie peñas graníticas de distintos tamaños cubiertas de musgo y liquen, así como numerosos árboles, predominando fresnos, robles y encinas.

Juan tenía una constitución semejante a la de su padre, ambos eran altos y excesivamente delgados, aunque la delgadez era más llamativa en el caso del hijo por tener una estatura superior a la de su progenitor. Alejandro tenía el cabello totalmente blanco mientras que Juan lo tenía castaño, el mismo color que mostraban los ojos de ambos. Observaban el paisaje distraídamente cuando les salió al paso el guardés de la finca.

– Buenos días, se puede saber dónde van ustedes – les interpeló el guardés con rudeza como a cualquiera que hubiera invadido una propiedad privada.

– Buenos días Amalio, ¿tanto he cambiado que ya no me reconoces? – respondió con amabilidad Alejandro deteniéndose frente al guardés y posando la mano sobre el hombro de su hijo.

– ¡Uy! Perdone doctor Ibarra, es que cada día ando peor de la vista y además al verle con este joven…- dijo haciendo una pausa mientras observaba a Juan -, hay que ver Juanito, si hace unos días no levantabas un palmo del suelo y ya eres más alto que tu padre.

– Por cierto, ¿qué tal sigue Joaquina? – continuó el doctor Ibarra interesándose por la salud de la esposa del guardés.

– Pues gracias a los remedios que usted le recetó se encuentra perfectamente, pero acompáñenme que Joaquina acaba de preparar café.

Amalio, era un hombre ya entrado en años y de estatura corta, pero aun suficientemente ágil y recio gracias a la actividad que realizaba diariamente en las labores del campo. Con dos zancadas rápidas, se adelantó para entrar en la casa y anunciar a su esposa la llegada de los dos invitados.

Nada más cruzar hacia el interior de la humilde vivienda que habitaban los guardases, tanto el padre como el hijo no pudieron disimular su deleite al percibir el aroma a café recién hecho.

– ¡Doctor! – dijo la guardesa con un gesto de admiración hacia don Alejandro – pase y siéntese que ahora mismo le pongo un café con un poquito de leche como a usted le gusta.

– Hola Joaquina – saludó cariñosamente Juan que entraba en la estancia tras su padre - , ¿habrá para mi otra taza de ese café que huele tan bien?

– ¡Pero Juanito hijo! – exclamo la mujer totalmente sorprendida - , si ya eres más alto que tu padre. Estás hecho todo un hombre, pero sigues teniendo la misma cara de niño bueno que parece que nunca ha roto un plato.

Joaquina tuvo que empinarse y Juan agacharse, para recibir un par de sonoros besos y las correspondientes carantoñas de la guardesa para expresar el inmenso cariño que sentía hacia quien había conocido siendo un niño, y que ahora se había convertido en un joven espigado.

Habían transcurrido más de diez años desde la última vez que Juan había ido a pescar a la Granjilla con su abuelo, un prestigioso profesor de historia, que murió de un infarto ese mismo día mientras sostenía la caña de pescar. Por esa razón, Juan que por entonces acababa de cumplir doce años quedó tan afectado que no había querido volver a ese lugar. Aquel suceso también influyó en la decisión de Juan de convertirse en historiador.

Desde muy pequeño comenzó a acompañar a su abuelo los días previos de preparación al día de pesca. Al amanecer se acercaban al campo, removiendo la tierra en lugares húmedos para recolectar gusarapas y lombrices rojas que Juanito se encargaba de introducir en frascos de cristal, con la tapa metálica agujereada para permitir el paso de oxígeno suficiente y así, mantener el cebo con vida hasta que se convirtiese en el alimento trampa de los peces.

Los días de pesca, el abuelo se marchaba solo por la mañana temprano, y generalmente regresaba al atardecer con la cesta llena para deleite de su nieto, que entusiasmado recibía al abuelo portador de los trofeos conseguidos.

Durante un tiempo se repitió la misma rutina, el día previo buscando conjuntamente el cebo, y al día siguiente el nieto esperando en casa a que su abuelo regresara con la pesca. Hasta que un día, al volver del campo con los frascos repletos de lombrices, un regalo del abuelo estaba esperando sobre la cama de Juan. Eran su primera caña de pescar y su cesta.

Con la emoción de su primer día de pesca, el entonces niño, prácticamente no pegó ojo en toda la noche y antes de que amaneciese, ya estaba esperando al abuelo preparado para su primera jornada como pescador.

Desde ese día en que el abuelo empezó enseñándole lo más básico del arte de la pesca, siempre fueron juntos a pescar hasta aquel fatídico día.

Juan estaba consiguiendo por primera vez más piezas que su abuelo, quien le estaba diciendo que tendrían que celebrar que con tan solo doce años el alumno había superado al maestro. Repentinamente, el viejo profesor de historia sintió un fuerte dolor en el pecho, quedándole fuerzas únicamente para decir a su nieto que corriese a casa de Joaquina y Amalio para avisarles que no se encontraba bien.

Cuando el niño regresó con Amalio, mientras Joaquina llamaba por teléfono al doctor Alejandro, el profesor Ibarra yacía sin vida junto a la orilla del lago. Era la primera vez que Juan veía una persona muerta, y tuvo que ser precisamente la persona que más quería en ese momento, lo cual provocó tal trauma en el entonces niño, que no quiso volver a pescar en La Granjilla.

Una vez más y después del tiempo transcurrido, Juan intentaba evocar la imagen de su abuelo, pero sólo alcanzaba a recordar la escena lúgubre con su abuelo inmovilizado por el efecto de la muerte y él inmovilizado también como una estatua de sal, sin emitir sonido alguno e incapaz de derramar una sola lágrima.

No era capaz de recordar como era aquel día, supuestamente siempre que iban a pescar el día era soleado, pero todas las imágenes que venían a su mente eran oscuras, como si en aquel día sólo se cerniesen sobre ellos negras nueves presagiando una terrible tormenta.

Recordaba como Amalio acomodaba el cuerpo sin vida de su abuelo, intentando encontrarle el pulso infructuosamente, justo cuando llegó el doctor Ibarra para certificar que su padre había fallecido.

Ni siquiera ahora, con aquel suceso superado, sabía Juan determinar el tiempo que estuvo contemplando el cuerpo sin vida de su abuelo, mientras era incapaz de mover un solo músculo. Sólo cuando fue confirmada la muerte por su padre, quien entonces le rodeó con un fuerte abrazo, reaccionó Juanito para prorrumpir finalmente en un llanto desconsolado.

– ¿Y qué ha sido de tu vida todos estos años? – preguntó al joven Ibarra el guardés, sin poder disimular un cierto halo de tristeza -, no sabes cuantas veces Joaquina y yo os mentamos a ti y a tu abuelo, recordando cuando veníais a pescar juntos.

Antes de que Juan respondiera, el doctor Alejandro Ibarra les puso al corriente de que su hijo se había licenciado en historia y ahora estaba trabajando en su tesis doctoral, la cual versaba sobre Felipe II y la Orden de los Jerónimos en la época de la construcción del Monasterio de El Escorial.

– Por eso después de pescar – continuó el doctor -, queremos acercarnos a la casa grande para que doña Mercedes le cuente a Juan la historia de esta finca, que es en realidad donde habitaron los primeros jerónimos, y el propio monarca algunas temporadas hasta que se construyó el monasterio.

– Pues ya verás – sentenció Joaquina dirigiéndose a Juan - como doña Mercedes te va a ilustrar sobre todo ello, porque nadie mejor que ella conoce la historia de La Granjilla.

La guardesa, cogía la mano de Juan y le daba golpecitos en el hombro, no pudiendo refrenar la predilección que siempre había sentido por ese niño, sin terminar de aceptar que ya se había convertido en todo un hombre.

– Si van a pescar, vayan por la orilla norte del estanque grande, que es donde últimamente mejor pican las carpas – recomendó Amalio -, ahora Joaquina avisará a doña Mercedes que más tarde irán a visitarla.

Después de las despedidas y parabienes habituales, padre e hijo reiniciaron su andadura por la senda del camino principal de la finca hasta llegar a un estanque pequeño desde donde se adentraron por un sendero angosto que discurría entre fresnos para desembocar finalmente en un lago conocido como el estanque grande, el cual se desplegaba en toda su magnitud, iluminado en su dimensión más larga por el primer sol de la mañana que asomaba por el este.

Mientras caminaban, Juan comentó a su padre que había encontrado a los guardeses, tal y como los recordaba desde hacía diez años.

– Es como si no hubiesen pasado los años por ellos, quizás Amalio esté un poco mas encorvado y Joaquina con algún kilo más, pero realmente se conservan de maravilla.

– Eso es por lo saludable de la vida en el campo, que proporciona más salud que cualquier medicina.

Una vez rodeada casi la mitad del perímetro del lago, llegaron al sitio que tras la recomendaciones de Amalio, habían decidido que era el idóneo para tirar las cañas y probar suerte. Dispusieron el cebo en sus respectivos anzuelos y lanzaron los sedales hacia el centro de la superficie acuática en busca de los peces, para a la sazón convertirlos en pescados.

El día resultaba de lo más esplendido, soleado pero sin provocar un calor excesivo, lo típico de un día primaveral en la sierra de Madrid. Durante esos primeros instantes de concentración en el arte de la pesca, ambos se mantuvieron en silencio, como si de un ritual previamente pactado se tratase.

Los único sonidos perceptibles eran el trino de algún pájaro, y el monótono canto de los grillos que presagiaban la llegada del calor veraniego. Transcurridos unos minutos y sin que todavía ningún pez hubiese mordido el anzuelo, Juan decidió romper el silencio que se había establecido entre ellos y aprovechar el remanso de paz en el que se encontraban para conversar con su progenitor.

– Padre, cuando venía a pescar con el abuelo me contaba siempre una historia, que con la inocencia de la niñez creí a pies juntillas, pero ahora con el paso de los años y después de todo lo que he leído en los libros de historia, me parece un tanto inverosímil.

El doctor Ibarra, tan absorto como estaba en el sedal de su caña, apenas percibió que su hijo le estaba hablando, por lo que este último tuvo que repetir lo mismo nuevamente.

– Y qué es lo que te contó el abuelo.

– Pues que Felipe II y los primeros frailes jerónimos vivieron en esta finca mientras se construía el monasterio y …

– Pues eso no tiene nada de inverosímil y además siendo historiador ya deberías haberlo comprobado – interrumpió Alejandro antes de que su hijo terminase.

– Eso ya lo sé, pero es que me dijo también que existe un túnel que comunica esta finca con el monasterio, aunque nunca me dijo donde se encuentra exactamente ese túnel. Y precisamente, la existencia de ese misterioso túnel es lo que me parece inverosímil.

– Bueno, es que eso mismo le contó a él su padre y a éste el suyo. Y así ha venido ocurriendo desde tiempo inmemorial, pasando de boca en boca, generación tras generación sin que sepamos si se trata de una historia real o simplemente de una leyenda.

– ¿Y usted cree que nosotros podríamos averiguar si ese túnel existe en realidad? – preguntó Juan intrigado.

– Mira hijo, para averiguarlo sólo hay una forma, que es localizando la entrada o la salida del túnel, porque el resto al estar bajo tierra es imposible que podamos verlo.

Juan estaba distraído meditando sobre lo que su padre acababa de decirle cuando sintió un pequeño tirón en la caña y vio como se tensaba el sedal, lo cual le hizo regresar de sus reflexiones legendarias a la realidad del hermoso entorno natural que le rodeaba. Se concentró en tirar con una mano suavemente de la caña mientras con la otra hacía girar el carrete recogiendo hilo. Repitiendo esa misma operación, poco a poco, consiguió sacar del agua la primera carpa del día.

La segunda carpa, también picó en la caña de Juan, por lo que no pudo reprimirse y lanzó a su padre una pregunta con cierto sarcasmo.

– ¿Estás seguro de que has puesto bien el cebo? – dijo mirando hacia el agua y con una leve sonrisa.

– No te vanaglories tanto, aunque parece que no has perdido tus facultades, hasta ahora has tenido simplemente más suerte que yo, pero como dice el refrán, esto no es como empieza, sino como termina, y además hasta el rabo todo es toro.

– Ya padre, pero no olvide que el refranero dice también que a quien madruga Dios le ayuda.

– Claro hijo – replicó el doctor Ibarra -, y también que no por mucho madrugar amanece más temprano.

Estaban precisamente en ese debate sobre el pozo de sabiduría que representa el refranero español, cuando Alejandro Ibarra consiguió su primera pieza, lo cual celebraron ambos con inusitada algarabía.

Tras conseguir algunas carpas más de diversos calibres, decidieron hacer un alto a media mañana para degustar un bocadillo de fiambre y empinar la bota de vino que conservaban desde los tiempos en que el abuelo iba a pescar.

Una vez que dieron cuenta de sus respectivos bocadillos y tras compartir un último trago de vino, continuaron con su rutina para pacientemente incrementar el número de piezas conseguidas.

Cuando el sol lucía en lo más alto y con sus respectivas cestas llenas de carpas, la pareja de pescadores recogió sus aparejos y con la sensación de haber gozado de una estupenda jornada matutina de pesca, se dirigieron hacia la casa grande de la finca.

Se aproximaban el doctor Alejandro Ibarra y su hijo Juan a la vetusta construcción, cuando bajo el umbral de la puerta apareció una mujer de una edad que debía rondar el medio siglo, elegantemente vestida con blusa blanca y pantalón de color pardo ajustado, que resaltaba una sensual figura que había conservado desde su juventud. Completaban el conjunto unas botas camperas y un pañuelo anudado alrededor de un esbelto cuello sobre el que descansaba la cara de una mujer madura sin apenas arrugas y con media melena perfectamente peinada.

– Mercedes, no se como lo haces pero no pasan los años por ti – dijo el doctor besando la mano de la dama en un derroche de galantería.

– Alejandro, tu tan amable como siempre - decía la señora cuando tornó la vista por encima del hombro del doctor -. Y este joven tan espigado supongo que es tu hijo, aquel niño que solía visitarnos con su abuelo después de pescar.

Juan que hasta el momento se había mantenido unos pasos detrás de su padre, se adelantó hasta la posición de éste.

– Si señora, soy Juan, el mismo niño que usted menciona – respondió el joven estrechando la mano de Mercedes.

– Bueno, acerquémonos a la mesa, ya que sabiendo que veníais nos han preparado un pequeño aperitivo para que repongáis fuerzas mientras conversamos – invitó la señora señalando una mesa circular de piedra que se encontraba en el exterior de la casa. Sobre ella había una jarra de fresca limonada, tres vasos y un par de platos con aceitunas y almendras. Todo ello, al cobijo de la sombra que proyectaba el fresno protector bajo el que se encontraban.

Mientras Mercedes llenaba los vasos de limonada y el doctor se sentaba en un banco de piedra, Juan dirigió su mirada hacia el edificio conocido como la Casa de Su Majestad, el cual construido en mampostería de granito, tenía sus esquinas reforzadas con sillares. Como tantas otras veces en su niñez, llamó la atención del joven la impresionante puerta principal, con su marco flanqueado por pilastras fajeadas sobre las que apoyaba un dintel realizado con dovelas. Por encima del dintel, resaltaba un frontón triangular, con dos florones descansando en sus extremos y una ventana situada sobre su eje.

Estaban disfrutando del aperitivo, cuando Juan explicó a su anfitriona el motivo de la tesis doctoral que estaba elaborando y manifestó, que sería un honor y una ayuda inestimable, poder contar con la información que le pudiese proporcionar la mujer que más sabía sobre la estancia de Felipe II y los jerónimos en la Granjilla.

Ante la propuesta del joven, Mercedes se levantó de su asiento y cruzando los brazos comenzó a caminar alrededor de la mesa parándose nuevamente frente a Juan para poner condiciones a su colaboración.

– Muy bien jovencito, haremos un trato – dijo mirándole fijamente a los ojos con cierto aire de misterio -. Yo te enseñaré todo lo que sé y te mostraré hasta el último rincón de este lugar, pero a cambio me mantendrás al corriente de tus conclusiones y me entregarás una copia de tu tesis.

– Si eso es todo, por mi parte no hay ningún problema, así que supongo que tenemos un acuerdo – respondió Juan levantándose a su vez y tendiendo la mano derecha a su nueva socia.

La mujer estrechó con sus dos manos la del joven y tomaron nuevamente asiento para seguir degustando el aperitivo junto al doctor que, impasible, había observado la escena del acuerdo entre su hijo y la dueña de la finca. Una vez terminada la limonada, y para empezar a poner en práctica lo acordado, la anfitriona invitó a sus dos visitantes a recorrer el interior de la casa.

– Ésta como ya debes saber – dijo Mercedes dirigiéndose al joven –, es la denominada Casa de Su Majestad, ya que es la que eligió Felipe II como su residencia en esta finca que ahora conocemos como la Granjilla, pero que en aquellos tiempos se llamaba Parque de la Fresneda.

Mercedes continuó su relato indicando que en la mansión original de los Avendaños, antiguos propietarios, el monarca decidió derribar todo el interior, respetando sólo las cuatro paredes exteriores, elevando algo más de medio metro cada una de ellas para poder construir un segundo piso y rematar el edificio rectangular con una cubierta de pizarra a dos aguas, conservándose así hasta nuestros días.

– Las malas lenguas cuentan algo que no sabrás, porque usualmente no aparece en los libros de historia – dijo Mercedes despertando aun más la atención del joven Ibarra -. Algún historiador, comenta que Felipe II adquirió esta casa para poder mantener en ella relaciones con su amante Isabel Osorio de Cáceres, la cual curiosamente es antepasada mía.

– Pues la verdad, es la primera vez que escucho algo así. Además, generalmente Felipe II aparece en los libros de historia como un personaje poco propenso a tener amoríos extramatrimoniales, y más teniendo en cuenta su apego a un catolicismo recalcitrante.

Primero recorrieron la planta baja, en la que se entretuvieron especialmente contemplando los tapices gobelinos que databan de la época en la que Felipe II adquirió la propiedad. Después ascendieron al primer piso para visitar los distintos aposentos, incluyendo los cuartos de baño, que lógicamente se correspondían con los tiempos actuales y no conservaban de su estado original más que los muros exteriores y las ventanas.

Finalmente, una vez recorridas todas las estancias, siempre atentos a las detalladas explicaciones que la anfitriona daba a sus dos invitados, regresaron al exterior de la casa.

– Bueno Juan, espero haberte sido útil. No obstante, cuando quieras o puedas vuelve otro día, sólo o con tu padre, y te mostraré la Casa de los Frailes.

– Le agradezco el “tour” que nos ha hecho por la casa y por descontado que acepto la invitación, por lo que espero volver pronto. Para entonces intentaré traerle un avance de mi tesis en la que, si me lo permite incluiré una referencia sobre la primicia que me ha contado en relación con los amoríos del rey Felipe II con su antepasada en esta finca.

Sin más dilación, padre e hijo junto con sus cestas y cañas, iniciaron el regreso por el mismo camino por el que habían llegado. Mientras regresaban a su casa, Juan comentó con su padre que le había sorprendido la amabilidad y disposición de Mercedes a colaborar con él, ya que cuando era niño le parecía una mujer poco accesible e incapaz de trasmitir algún sentimiento de cariño.

– No te fíes de las apariencias – aconsejó Alejandro a su hijo Juan -. Mercedes es una mujer de dos caras, con doble personalidad. No se si recuerdas a su marido Antonio Corrales, un prestigioso arqueólogo que finalmente, y aun teniendo que abandonar a su hija, se marchó para no volver jamás. Todos los que le conocieron, dicen que en ese abandono tuvo mucha culpa el carácter de la propia Mercedes, la cual creo que no ha sido capaz de asumirlo, y desde entonces le dan algunos arrebatos de los que nadie se entera de puertas afuera de esta finca, pero que sufren en silencio Joaquina y Amalio.

– Es decir, que sigue siendo la bruja mala del cuento, exactamente tal y como yo la recordaba. Del tal Antonio Corrales no me acuerdo mucho, a la que si recuerdo perfectamente es a la hija, se llamaba Isabel y era una niña flaca con trenzas que, cuando venía a pescar con el abuelo, siempre se acercaba hasta donde estábamos para incordiarme.

– Exactamente, Isabel es el nombre de su hija, pero hace mucho tiempo que no la veo, precisamente desde que empezó a estudiar la carrera de arqueología, siguiendo la misma vocación que su padre.

– Bueno, volviendo al tema principal de nuestra visita, supongo que te habrás dado cuenta que la tal Mercedes no ha hecho mención alguna a la existencia del supuesto túnel del abuelo.

– Es muy probable que ella jamás haya escuchado nada al respecto, o si lo sabe se lo callará, lo cual es muy propio de su carácter siniestro.

– Quizás, la próxima vez que me reúna con ella, intente tirarla de la lengua con mucho cuidado.

Juan volvió a la Granjilla dos semanas después de su última visita, pero esta vez sin los aparejos de pesca y sin la compañía de su padre. Tal y como tenía por costumbre fue directamente a la casa de los guardeses para que anunciasen su llegada a doña Mercedes.

– Hola Juanito dame un beso – requirió Joaquina dándole un efusivo abrazo y un beso en cada mejilla -. Amalio debe estar por el estanque grande, así que si vienes a pescar seguro que lo encuentras por allá.

– No, hoy no tengo tiempo para la pesca – respondió el futuro doctor en historia -. Voy directamente a la casa grande para hablar con doña Mercedes, pues tal y como me dijiste, es la que mejor puede ilustrarme sobre la historia que tuvo lugar en esta finca.

– Pues anda hijo, no pierdas tiempo y ve para allá, que hoy además de la historia te va a enseñar otra cosa – dijo Joaquina agarrándole de los hombros por la espalda y empujándole hacia el camino de la vivienda principal de la finca.

Juan sin decir nada, pero con expresión intrigada por lo que acababa de decirle la guardesa, dirigió sus pasos hacia la antiguamente conocida como Casa de Su Majestad. Al mismo tiempo Joaquina telefoneaba a doña Mercedes para anunciar la llegada del joven.

El día lucía maravilloso, entre el correspondiente a una primavera que no quiere despedirse y el de un verano que quiere entrar en escena sin más dilación. Según iba avanzando por el camino, una bandada de patos sobrevolaba sobre su cabeza con dirección a alguno de los estanques de la finca.

Del mismo modo que en la visita anterior cuando fue con su padre, Mercedes apareció bajo el umbral de la puerta principal. Esta vez, desde la distancia dedicó al joven una sonrisa, que éste no supo interpretar si era sincera o forzada.

– Juan, querido no sabes cuanto me alegra que hayas venido nuevamente – dijo la anfitriona mirándole de pies a cabeza y terminando por estrecharle en un suave abrazo acompañado de un ligero beso en la mejilla.

– Estoy encantado de estar aquí, como siempre – respondió el joven con afecto a la calurosa bienvenida –. Y no quisiera estar abusando de su confianza y hospitalidad.

– Espero que a partir de ahora me tutees, y pasa que quiero que veas a alguien – dijo Mercedes dando por terminado el protocolo de saludos.

Nada más cruzar el umbral, Juan se quedó petrificado al observar la figura que con aire cadencioso descendía por la escalera que comunicaba el hall de entrada con las estancias del piso superior.

– ¿Recuerdas a mi hija Isabel?, erais sólo unos jovencitos en la edad del pavo la última vez que os visteis.

El joven, con la boca semiabierta por la sorpresa, continuaba sin pronunciar palabra deleitándose con la imagen de aquella joven de larga melena negra ondulada, con unos minishorts blancos que contrastaban con unas piernas bronceadas y perfectamente moldeadas, sandalias tan abiertas que pareciera como si estuviese descalza y camiseta también blanca y tan ajustada que resaltaba aun más su ya prominente pecho. Según se fue acercando la joven, Juan pudo apreciar en ella su tez morena y unas facciones que le tenían turbado, hasta que la joven comenzó a hablar.

– Bueno Juan, es que después de tanto tiempo sin vernos no me vas a dar ni siquiera un beso – dijo Isabel plantándose frente al joven -, o será qué ya no te acuerdas de mi.

– Claro, claro que me acuerdo– dijo titubeando el joven dando un suave e inocente beso en el definido pómulo de Isabel-, pero es que estás muy cambiada, ¿dónde has estado todo este tiempo?

Isabel relató su estancia en la Sorbonne de Paris, donde había cursado estudios de arqueología. Después le dijo que acababa de regresar de Egipto, donde había permanecido seis meses, gracias a una beca que le habían concedido para participar en la excavación de la tumba del faraón Tutmosis III.

– Y si te has pasado seis meses metida en esa tumba, ¿dónde has conseguido ese bronceado tan estupendo?

La joven continuó explicando que durante las últimas dos semanas se dedicó a conocer algo más de Egipto y su historia, remontando el Nilo a bordo de un barco desde Luxor hasta Asuán, parando y desembarcando en determinados puntos de la orilla para visitar los distintos templos que encontraban a su paso. Así pudo conocer templos tan ancestrales como los de Karnak, Edfú o Filé.

– Mientras navegaba por el Nilo, aproveché para tomar el sol en la cubierta del barco y de ahí este color piel canela.

– ¿Qué es lo que más te ha gustado de Egipto? – preguntó Juan siguiendo el hilo de la conversación.

– Lo más impresionante, a parte de la espectacular pirámide de Keops – continuó Isabel retomando su relato como si estuviese reviviendo la escena nuevamente -, vino después de llegar a Asuán. Allí termina el crucero debido a la existencia del muro de la presa, y tras más de cuatro horas en autobús por una carretera, junto a la cual sólo se ven las arenas de un desierto interminable sometido a la acción de un sol inclemente, por fin llegamos a Abú Simbel.

Isabel hizo una descripción pormenorizada del templo de Abú Simbel. Definió con detalle sus colosales y majestuosas esculturas custodiando la entrada del templo, y cómo había sido rescatado piedra a piedra, de su lugar original, que actualmente se encontraba sumergido bajo las aguas de la gran presa. Había sido reconstruido en un lugar cercano y a una cota superior, a salvo del nivel de las aguas, para que todo el mundo pudiera seguir visitándolo.