Kitabı oku: «El tesoro oculto de los Austrias», sayfa 6
– Estoy segura de que te encantaría visitar Egipto y especialmente Abú Simbel, además, por lo que me ha contado mi madre eres un experto en historia, así que ya sabrás de lo que estoy hablando.
– La historia de Egipto la estudié y la disfruté en su momento, pero me gustaría poder ver in situ los vestigios de esa civilización. Y, ¿por qué no?, que me acompañaras para mostrármelo, ya que simplemente con la pasión con la que lo cuentas estoy deseando verlo – dijo Juan con cierto sonrojo.
– Veo – interrumpió Mercedes – que tenéis muchas cosas que contaros para poneros al día, así que dejaremos para otro día la visita a la Casa de los Frailes de la que te hablaré largo y tendido, por cierto ¿te sirvió lo que te mostré el otro día sobre esta casa, o necesitas volver a recorrerla?
– Por supuesto que me sirvió, ya que no es lo mismo la descripción que hacen los libros de algo, que poder verlo con tus propios ojos y más aun de la mano de una experta como usted.
– Hemos quedado en que me tutearías – insistió Mercedes tras sentirse alagada por el joven.
– Es verdad perdona, de todas formas… - hizo una pausa prolongada.
– Dime querido.
– Es que hay un tema relacionado con esta finca al que llevo muchos años dándole vueltas.
– Si te puedo ayudar, soy toda oídos – insistió intrigada la anfitriona.
Entonces, el joven relató la leyenda que había escuchado de labios de su abuelo, la cual se había transmitido en su familia de generación en generación, preservando la creencia de que existía un túnel que comunicaba la finca de la Granjilla con el Monasterio de El Escorial.
Al instante, Juan percibió una reacción de tensión y preocupación en Mercedes, que con una expresión de maldad, que hasta ese momento no se había traslucido, miraba a su hija al tiempo que ésta miraba a su madre como si ambas estuvieran intercambiando mensajes telepáticamente, hasta que Mercedes volvió su mirada inquisitiva hacia el joven.
– ¿Quién te ha contado eso y quién más lo sabe? – preguntó de forma exigente.
– Tal y como te he dicho, me lo contó mi abuelo, pero como una leyenda popular - respondió Juan queriendo quitarle importancia al percibir que, de algún modo, había inquietado a su anfitriona -, y hasta donde yo sé, mi padre también conoce esa leyenda.
– Has de saber, que es la primera vez que escucho tal cosa, lo cual me extraña porque, tanto con tu abuelo como con tu padre, he conversado en numerosas ocasiones sobre la historia de esta finca y jamás lo han mencionado.
– Bueno, en el caso de mi padre es lógico ya que él mismo no le da al tema ninguna credibilidad. En cuanto a mi abuelo, no se realmente porque no lo mencionaría, pero supongo que siendo como yo historiador, no daría mucha validez a una leyenda popular sin ningún soporte histórico.
– Esta bien, no obstante si llegases algún día a averiguar que pudiere haber algún atisbo de veracidad en ello, me gustaría que me informes antes que a nadie – solicitó Mercedes volviendo a su expresión de dama educada -, ya que no querría que empezasen a aparecer por aquí un montón de espeleólogos curiosos.
– No dudes que así lo haré – se comprometió el joven historiador.
– Bueno no os entretengo – dijo Mercedes como si de repente necesitase quedarse sola -, ir a dar un paseo que tendréis muchas cosas que contaros.
Poco después de abandonar la pareja de jóvenes la casa, Mercedes cogió el teléfono y marcó los dígitos de un número que tenía perfectamente memorizado. Al otro lado de la línea sonaba un teléfono móvil entre un grupo de frailes agustinos que se encontraban en el Monasterio del El Escorial, cuando uno de los más jóvenes percibió el sonido.
– Padre prior, creo que es su teléfono el que está sonando.
El prior, un hombre alto y fuerte que a pesar de su edad aun conservaba una figura atlética y una cabellera blanca totalmente poblada, al identificar el origen de la llamada se apartó del grupo antes de responder.
– ¿Dígame?
– Padre Servando, soy Mercedes y tenemos que vernos en privado lo antes posible.
– Esta tarde estaré confesando feligreses en la basílica del monasterio, así que acércate al confesionario y hablaremos. Pero, ¿no puedes adelantarme algo por teléfono?
– No padre, prefiero contárselo cara a cara, porque lo que le voy a revelar puede influir positivamente en nuestros intereses y necesito conocer su interpretación al respecto.
– Entonces, aquí nos vemos más tarde.
La mañana en La Granjilla con una temperatura ideal, se prestaba para que los dos jóvenes se dedicaran a pasear por la finca bordeando sus estanques, lo que aprovecharon para relatar sus respectivas experiencias universitarias en París y Madrid respectivamente. Isabel terminaba su relato con su estancia en Egipto e insistiendo una vez más en la espectacularidad de Abú Simbel.
– Y lo que hubiera sido una tragedia y una pérdida irreparable, es que con la construcción de la presa de Asuán hubiera quedado sumergido bajo las aguas para siempre, ya que con el transcurrir del tiempo nos habríamos olvidado de su existencia. Pero gracias a la pericia de unos ingenieros, consiguieron desmontar todo el templo pieza a pieza y volver a reconstruirlo sobre una bóveda de hormigón, construida fuera del alcance de las aguas, la cual forraron con todas las piedras previamente rescatadas. Y todo ello para que hoy podamos disfrutar de su majestuosidad.
Terminaba de hablar Isabel cuando llegaron a la orilla del estanque grande, donde Juan se detuvo repentinamente quedando maravillado ante la magnitud de ese lago artificial, y ello a pesar de la cantidad de veces que había tenido ocasión de contemplarlo.
– Miras el estanque – dijo Isabel sorprendida –, como si fuera la primera vez que lo ves.
Juan, aunque oía a Isabel, seguía absorto en la contemplación del paisaje que tenía delante y no era porque lo viera por primera vez, sino porque ante el relato de Isabel sobre Abú Simbel, era la primera vez que se le ocurría que quizás la entrada del famoso túnel legendario estuviera justo delante de ellos, oculta bajo las aguas del lago y fuera ese el motivo por el que nadie lo había visto, pudiendo ser esa la razón por la que con el tiempo había quedado en el olvido. Lo mismo que habría sucedido con el templo egipcio de no haber sido previamente rescatado.
– ¿Estás aquí? – preguntó Isabel agitando su mano frente a los ojos de Juan intentando reclamar su atención.
– Si perdona – respondió el joven como despertando de un sueño y dudando, sobre si debía revelar lo que se le acababa de ocurrir o esperar hasta estar más seguro -, es que…
Ante el silencio repentino de Juan, la joven volvió a insistir.
– Es que, ¿qué? – preguntó Isabel casi a punto de echarse a reír ante el estado de despiste de su acompañante.
Juan desvió su mirada hacia el rostro de Isabel, pero apenas dos segundos después volvió a desviar su atención hacia las aguas del lago.
– Es que – decidió no desvelar su posible descubrimiento -, cada vez que veo este lago me parece distinto, dependiendo del punto de la orilla en que estés situado, si lo ves en la mañana o durante la tarde, si el día es soleado o nublado y sobre todo cambia con la estación del año en que nos encontremos. En definitiva, en cualquier caso es una auténtica belleza, como tu.
En ese momento, Juan desvió su mirada desde el lago nuevamente hacia Isabel, cogió la cabeza de ella entre sus manos mezclando los dedos bajo su espeso cabello negro, para acercar sus caras lentamente y fundir sus labios en un cálido e interminable beso.
– Perdóname – dijo Juan separándose de ella -, ha sido un impulso incontrolable que no he podido evitar.
– No hay nada que perdonar – respondió ella sonriente – lo has hecho muy bien, ya veo que con tus compañeras de la facultad has aprendido algo más que historia. Además, resultas de lo más gracioso pasando de estar completamente ausente a una reacción pasional digna de una escena de película.
En ese mismo instante, se produjo un pequeño estruendo provocado por un grupo de patos que levantaba el vuelo, agitando la superficie del agua y provocando unas olas diminutas. Ello fue la causa de que ambos jóvenes salieran del ensimismamiento transitorio en el que se encontraban, producto de una atracción tan correspondida como desconocida hasta ese instante, tanto para Juan como para Isabel.
A continuación siguieron paseando, relatando Juan que estaba terminando su doctorado, lo que complementaba dando clases en la misma facultad de historia como profesor no numerario. Después, preguntó a Isabel la razón por la que había ido a estudiar a Francia.
– Ya sabes que mis padres se separaron hace varios años cuando tu y yo éramos aun niños, por eso no se si recuerdas a mi padre – comenzó Isabel.
– La verdad, es que no tengo muchos recuerdos de él – Juan se esforzaba rebuscando en su memoria -, sólo sé que siempre que venía a pescar con mi abuelo, se acercaba para preguntarnos que tal nos iba con la pesca.
– Si – dijo Isabel entusiasmada -, yo también me acuerdo de eso, porque siempre le acompañaba en esos paseos.
– Claro, tu eras la niña con trenzas, que mientras tu padre encendía una pipa y fumaba conversando con mi abuelo, tu te dedicabas a molestarme diciéndome que no era capaz de pescar nada.
– Y tu, ni te inmutabas, seguías concentrado en la pesca y ni siquiera me dirigías la palabra.
Juan, miró fijamente a Isabel sin dirigirle la palabra por unos instantes, tal y como hacía en los tiempos a los que ella se refería.
– ¿Qué, no vas a decir nada? – preguntó Isabel esperando alguna respuesta de su interlocutor.
– Si quieres que sea sincero, la verdad es que lo único que me apetecía en aquella época, era tirarte al agua. Pero comprenderás que delante de tu padre y mi abuelo nunca me atreví a hacerlo.
– Bueno, ahora no están ni mi padre ni tu abuelo, así que estando solos te puedes quitar ese trauma de la infancia tirándome al agua.
Juan miró a Isabel con una sonrisa en el rostro acompañada de una expresión cargada de ternura.
– Tranquila, que no tengo ningún trauma de la infancia y ahora en lugar de tirarte al agua me apetece más hacer otras cosas contigo.
Nada más terminar la frase, la cara de Juan se sonrojó como un tomate maduro, y sólo supo añadir que lo sentía y que no le interpretase mal.
– Te he interpretado perfectamente, porque te has explicado muy bien, así que no te hagas ahora el estrecho.
– Bueno, en todo caso disculpa, no es cuestión de estrecheces, pero hace mucho tiempo que no nos veíamos y no quiero pecar de descortés.
– Relájate – dijo Isabel haciéndole una caricia en la mejilla y agarrándole de brazo para retomar el paseo -, no has sido para nada descortés.
Continuaron caminando un buen rato rodeados de un completo silencio, alterado únicamente por el sonido de algún conejo que paralizado bajo un tomillo, repentinamente corría despavorido ante la proximidad de la pareja de jóvenes, confundiéndoles posiblemente con la presencia de un cazador.
Finalmente, Isabel decidió volver al tema de conversación donde lo habían dejado previamente.
– Aunque dices que no tienes traumas de la infancia, Joaquina me ha dicho que lo de tu abuelo te afectó bastante.
– Joaquina me conoce bien y además, tanto ella como Amalio, fueron testigos casi directos de lo que sucedió el día que mi abuelo sufrió el infarto. Si no me equivoco, ello fue a pocos metros de donde nos encontramos justo ahora.
– Perdona, no pretendía que revivieses escenas que seguramente son muy tristes para ti.
– No te preocupes, la verdad es que después de aquello lo que menos me apetecía era volver a este sitio a pescar, pero ya sabrás por Joaquina o por tu madre, que hace tan solo unos día estuve aquí pescando con mi padre.
– Y, ¿no te afectó?
– Pues no, disfrutamos de lo lindo con la pesca e incluso recordamos anécdotas del abuelo. Al final los malos recuerdos se diluyen con el paso del tiempo y sólo quedan en la memoria los buenos.
No obstante, Juan tuvo que reconocer que en muchas ocasiones extrañaba a su abuelo y le encantaría seguir disfrutando de su compañía.
– ¿Te imaginas?, si estuviera vivo podría aconsejarme sobre como enfocar mi tesis doctoral y obviamente seguiríamos disfrutando de la pesca en tu lago.
– Claro que puedo imaginármelo, pero las cosas son como son y a veces no podemos cambiarlas. Sin embargo la vida sigue y, tal y como tu mismo has dicho, lo importante es quedarnos con lo buenos recuerdos.
En ese momento, Juan pasó su brazo por el hombro de Isabel y la atrajo hacia si para darle un inocente beso en la frente.
– Sentémonos aquí – propuso Isabel aprovechando que habían llegado a una roca que se introducía como un dique en el lago y que en su parte superior ofrecía una superficie plana para poder acomodarse sentados o tumbados -, así recibiremos directamente la energía de los rayos del sol.
Juan ayudó a Isabel a trepar a la roca y cuando vio que estaba segura, volvió sobre sus pasos para coger unas cuantas piedras del camino. Escogía las que fueran del tamaño de una ciruela y siempre que fueran planas.
– ¿Se puede saber qué estás haciendo? – preguntó Isabel un tanto inquieta -, ¿no pretenderás dejarme aquí sola?
– Tranquila, que no te voy a abandonar – respondió él desde el camino que rodeaba el lago -, sólo estoy cogiendo unas cuantas piedras y ahora verás lo que pretendo con ellas.
A continuación, Juan trepó con agilidad hasta la roca en la que se encontraba Isabel medio tumbada disfrutando del astro rey, y pasó por encima de ella para llegar hasta el extremo de la roca que se sumergía en las tranquilas aguas del lago.
– ¿Estás preparada?
– No sé – respondió Isabel sorprendida -, ¿para qué tengo que estar preparada, o qué quieres que haga?
– Simplemente observa y cuenta los saltos que darán las piedras que voy a lanzar sobre el agua.
Juan se dispuso a lanzar la primera la primera piedra, flexionó las rodillas, giró la cadera y efectuó el lanzamiento. Cuando la piedra toco el agua y rebotó, Isabel empezó a contar.
– Uno, dos, tres, cuatro…
Los dos jóvenes observaron como después del cuarto rebote en el agua, la piedra se había hundido definitivamente en el fondo del lago.
– Este ha sido sólo de prueba, porque hacía mucho tiempo que no practicaba – dijo Juan acercándose hasta la posición de Isabel -, ¿estás preparada para un lanzamiento serio?
– Lanza cuando quieras.
El lanzador realizó el mismo ritual del primer lanzamiento, flexionado las rodillas y girando la cadera.
– Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis,…- fin del conteo de Isabel -, increíble, como lo haces.
– Ven, acércate y prueba por ti misma – invitó Juan tendiendo su mano -, verás que no es tan difícil.
Isabel se levantó y con pasos cortos y temerosos para no caer al agua, se fue aproximando hasta coger la mano de Juan. Éste le explicó como tenía que realizar el lanzamiento para que fuese efectivo, tratando de conseguir el mayor número de saltos sobre el agua antes de hundirse.
Tal y como le había indicado su instructor, Isabel cogió la piedra entre sus dedos pulgar e índice por la parte mas estrecha para mantener la cara plana de la misma paralela a la superficie del agua. Según le había indicado Juan, esa era la clave para que la piedra se pudiera deslizar sobre el agua y saltase en lugar de hundirse.
Con el primer intento, la piedra se escapó de los dedos de Isabel y cayó vertical y sin fuerza sobre el lago hundiéndose irremisiblemente.
– No te preocupes – dijo Juan para animarle -, eso siempre pasa la primera vez, inténtalo otra vez sin soltar la piedra antes de tiempo.
– No la he soltado intencionadamente, se me ha escapado sin más – respondió Isabel con cierta frustración.
– No te enojes, simplemente concéntrate y lanza.
Isabel flexionó las rodillas, tal y como le había visto hacer a Juan, hizo dos movimientos girando su cadera, y al tercero lanzó la piedra con todas sus fuerzas hacia el centro del lago.
– Uno – empezaron a contar los dos jóvenes al unísono -, dos, tres,…
Esperaron unos segundos para confirmar que la piedra se había hundido y entonces Isabel miró a Juan esperando su dictamen.
– ¡Fantástico!
En ese momento Isabel empezó a dar saltos de alegría para finalmente abrazarse a Juan con tal ímpetu que casi provoca la caída de ambos al agua.
– Ves como no es tan difícil.
Hicieron unos cuantos lanzamientos más, hasta que se terminó el puñado de piedras recolectado por Juan.
– Creo que deberíamos volver antes de que mi madre empiece a preocuparse. Lo estoy pasando muy bien contigo, pero quiero evitar que luego se ponga insoportable.
Cuando volvían por el camino hacia la casa, Juan sacó nuevamente el tema de los traumas de la infancia.
– Volviendo a nuestros traumas infantiles, ¿cómo te tomaste la desaparición de tu padre?
Isabel explicó, que llegó un momento en que sus padres no se entendían, según ella porque su madre sometía a una fuerte presión a su padre sobre un tema relacionado con su profesión, hasta que un día decidió marcharse, siendo algo que su madre aun no había superado y nunca le había llegado a perdonar.
– Si recuerdas, mi padre es arqueólogo y aunque mi madre intentó evitar por todos lo medios que mantuviésemos contacto alguno, lo cierto es que mi padre, gracias a la colaboración de Amalio y Joaquina, consiguió contactar conmigo periódicamente sin que mi madre se enterase. Fue él, quien me consiguió una plaza en la Sorbonne de París para que estudiase arqueología. Como podrás imaginar ha sido también él quien me incorporó a su equipo en las excavaciones en Egipto, lo de la beca es una tapadera para que mi madre no se entere de que estoy con mi padre.
– ¿Y ni siquiera sospecha, teniendo en cuenta que has estudiado la misma carrera que él?
– Al contrario, fue ella quien me animó a que estudiase arqueología y en cuanto a mi padre, ella cree que está en algún país de América por un programa relacionado con el estudio de las culturas precolombinas.
CAPITULO IV
CARTAGENA DE INDIAS – AÑO 1589
De madrugada y desde la bahía de San Juan, partieron los navíos de la escuadra castellana con sus bodegas vacías y dispuestas para ser colmadas de lingotes de oro. El día amaneció con el sol avanzando por el oriente, proyectando sus rayos sobre la popa de los barcos, que comenzaron la siguiente etapa de su viaje navegando paralelos a la costa de la isla boricua y con todas sus velas desplegadas para aprovechar el ligero viento que soplaba ese día. Ya bien entrada la mañana viraron hacia el sur manteniendo a estribor la costa para iniciar una nueva singladura surcando el mar Caribe.
El comandante y el jerónimo se encontraban juntos en el castillo de proa disfrutando de una navegación tranquila, observando las aguas del caribe en todo su esplendor.
– Pareciere que este mar es mucho más calmado que las aguas del océano atlántico.
– No creáis padre, en este mar he sido testigo de tormentas tropicales que nada tienen que envidiar a la tempestad que sufrimos hace tan solo unas semanas surcando el atlántico.
– Pues ahora da otra impresión – insistió fray Pedro -. Esto se asemeja más a un lago que a un mar.
– Dios quiera que no tengáis que cambiar vuestra percepción por propia experiencia.
– También había oído sobre este mar, que se encontraba infectado de piratas, pero hasta donde me alcanza la vista no veo tal amenaza por ninguna parte.
– Espero y deseo que no lo veáis. Es poco probable que suframos ahora el asedio de los piratas, ya que no llevamos en las bodegas tesoro alguno que ofrecerles. Otra cosa será cuando regresemos con los galeones cargados de lingotes de oro.
– ¿Creéis que nos atacarán?
– Contad con ello.
La navegación por el mar Caribe transcurrió durante todo su trayecto sin ningún incidente digno de mención, pues ningún barco pirata apareció en escena y el tiempo atmosférico permitió a toda la tripulación disfrutar en cubierta de un clima cálido, pero atenuado por una agradable brisa marina. Al amanecer del tercer día iniciaron la maniobra de entrada a la bahía de Cartagena de Indias.
Como cada mañana, desde que partieron de la isla de Puerto Rico, Antonio Alvear y fray Pedro de la Serna se reunían en cubierta. A diferencia de otros días en los que la única contemplación había sido las aguas del océano y el azul del cielo divididos por la línea del horizonte, en esta ocasión al avistar la costa de Cartagena, observaron una ingente actividad constructiva.
La flota navegaba por los canales de Boca Grande y Boca Chica, única entrada navegable a la bahía, lo que proporcionaba un mejor control y defensa de la plaza. Una de las orillas del canal de Boca Grande ofrecía un importante avance en la construcción del fuerte de la Caleta en la punta de Ícaros. Más adelante se levantaba amenazante el castillo del Boquerón que, según el comandante explicaba al religioso, debía tener por objeto la defensa del puerto interior.
Poco a poco todos los navíos fueron soltando anclas al entrar en la bahía de las Ánimas, ya que debido a sus fondos ricos en formaciones madrepóricas dificultaban la forma de atraque, teniendo que fondear los grandes navíos lejos de la ciudad y aproximarse hasta el muelle en canoas. De este modo, el comandante y el religioso arribaron a uno de los dos muelles existentes, donde les esperaba un cortejo encabezado por el gobernador, que había sido previamente anunciado por los vigías de la llegada de una escuadra compuesta por quince navíos con pabellón español y armados con potente artillería.
– Sean bienvenidas vuestras mercedes – comenzó saludando el gobernador a los recién llegados –. Será para mi un honor que compartan mi mesa para que puedan conocer y degustar los alimentos de estas tierras.
– El honor es nuestro – respondió fray Pedro al tiempo que entregaba al gobernador sus credenciales-, agradecemos vuestra invitación y así podremos aprovechar para explicaros en detalle el motivo de nuestro viaje y lo que precisamos de vuecencia.
Entre todos los congregados, visitantes y visitados, se estableció un momento de silencio para permitir al gobernador revisar las credenciales que le había entregado el jerónimo. Tras una lectura minuciosa, sin que su expresión manifestara ningún atisbo de complacencia o rechazo sobre el contenido del documento, devolvió el mismo a su propietario.
– De vuestras credenciales se advierte que hay instrucciones de nuestra Majestad Felipe II, que el Altísimo conserve muchos años, para que os facilite cuanto sea menester tengáis a bien solicitar – adelantó el gobernador.
– Así es – intervino el comandante Alvear -, y lo más urgente es que enviéis un emisario a La Habana, con instrucciones claras de que la flota que partirá hacia la madre patria con los tesoros y mercancías de México, demore su partida hasta nuestra llegada. Lo mejor para ambos, es que realicemos la travesía las dos flotas juntas.
– Contad con ello comandante – se apresuró a confirmar el gobernador – mañana al amanecer, saldrá una goleta con un mensaje que llevará las instrucciones que vos mismo podréis dictar a mi escribano, el cual será entregado en mano al Gobernador de La Habana.
La bienvenida a los recién llegados se produjo en la Plaza del Mar, la cual se había construido sobre una ciénaga, que fue cegada en 1570 con el objetivo de unir los dos muelles que habían sido construidos con veinte y treinta años de anterioridad a esa fecha, y que hasta entonces habían estado separados.
Desde allí, la comitiva se puso en marcha atravesando la plaza en la que se había instalado un mercado, donde los mercaderes ofrecían sus mercancías a una abigarrada multitud variopinta.
Podían encontrarse desde personajes de toga, hasta prestantes caballeros de capa y espada. Abundaban también tanto clérigos, como viajeros de paso hacia Nueva Granada y Perú, y como cabía esperar en Cartagena de Indias, no faltaban marineros desertores, indios, negros horros y esclavos. Todo ello confería a la ciudad la fama, bien ganada, de ser una de las ciudades más cosmopolita de la época.
De esta forma, la Plaza del Mar se había convertido en el pulmón económico de la ciudad, siendo el centro neurálgico comercial de la urbe. A esta plaza daban las oficinas reales, que como aduana construida entre 1572 y 1575 cumplían su deber impositivo sobre las mercancías descargadas. También estaban la carnicería y la taberna conocida como “Cuatro Calles”, donde se reunía la población a escuchar las noticias que llegaban desde el otro lado del océano. Pilotos y maestres, relataban unas veces historias reales y otras meras leyendas, que solían versar desde monstruos marinos en aguas encantadas, hasta peligrosos piratas, cuyo único propósito era mantener la atención de un público encantado con tales relatos.
La Plaza del Mar tenía también la función de conectividad con el resto de la ciudad, por lo que la comitiva encabezada por el gobernador y sus invitados recién llegados, se encaminó hacia la Plaza Mayor y la Plazuela del Gobernador. Adyacentes la una a la otra, constituían el segundo centro urbano donde se concentraban las sedes eclesiásticas y las principales autoridades, con la presencia de la Catedral y la Casa del Gobernador.
Al llegar a la Plaza Mayor observaron que por ella cruzaban numerosas personas, algunas de las cuales se dirigían a sus obligaciones burocráticas y otras se encontraban dictando cartas a los escribanos que se encontraban situados al cobijo de los soportales de la plaza.
Una vez en la plazuela se dirigieron directamente a las Casas del Cabildo que, emplazadas frente a la catedral, albergaban las dependencias municipales, la cárcel y la vivienda del gobernador. En esta última les esperaba un copioso almuerzo compuesto por un lado por platos de maíz y yucas, y por otro por carne de vaca y cerdo, todo ello acompañado con coles, lechugas, rábanos y berenjenas. La mesa estaba adornada por una gran bandeja repleta de las frutas más variadas, se podían encontrar desde plátanos, uvas y granadas, hasta naranjas, piñas e higos, además de un melón y una sandía abiertos en dos mitades.
El gobernador explicó a sus comensales que en esa mesa podían contemplar una representación de los productos más típicos de consumo en la ciudad, aunque la población normal no solía poder disfrutar de todos ellos, ya que mientras el maíz permanecía como producto básico de exportación y para el consumo de la flota, la yuca se había convertido en el eje de la dieta alimenticia de los cartageneros. En cuanto a la carne, continuó explicando el gobernador, la de porcino había sido la preferida originalmente, sin embargo hacía un año (en 1588) que la demanda de la población se había desviado hacia la de vacuno debido a su precio más asequible, lo cual se debía a que para la exportación era más fácil la conservación del porcino en forma de tocino o carne salada. Como comparación les indicó que mientras la carne de vaca se pagaba a 4 reales, la de cerdo costaba 16.
Mientras daban cuenta de las viandas, no dejaban de proferir halagos hacia el gobernador, no sólo por lo opíparo y variado del banquete con que les había obsequiado, sino también por la exuberancia que proporcionaba el conjunto frutícola expuesto.
Durante la sobremesa y por turnos, militar y religioso notificaron al gobernador que partirían de Cartagena cuando las bodegas de todos los galeones estuvieran repletas de lingotes de oro.
– En las próximas semanas esperamos envíos procedentes de las minas de Nueva Granada y posiblemente también de las del virreinato del Perú, los cuales colmarán con seguridad no sólo vuestras necesidades, sino también las de esta ciudad – anunció el gobernador.
– ¿Cuántas semanas se demorarán aun en llegar los envíos? – inquirió con preocupación fray Pedro.
– No puedo decíroslo con exactitud, pero por los últimos informes que he recibido, no creo que pasen más de ocho semanas sin que podáis verlos por vos mismo – respondió el gobernador.
– En ese caso – intervino Antonio Alvear -, necesitaremos aposento tanto para fray Pedro y los cuatro monjes que le acompañan, como para mis oficiales, ya que el resto de la tripulación pernoctará en los navíos.
– Ya he dispuesto que personal a mi servicio se encargue de conseguir espacios en distintas dependencias de las Casas del Cabildo para los oficiales, vos don Antonio me acompañaréis en mi residencia, y fray Pedro y sus jerónimos supongo que preferirán acomodarse en alguno de los tres conventos existentes en Cartagena.
Para información de los jerónimos, el gobernador hizo una descripción de los tres conventos empezando por el de Santo Domingo, indicando que aunque su ubicación original cuando se fundó en 1550 se encontraba en la Plaza de la Yerba, sufrió un incendio dos años más tarde.
– Gracias al patrocinio de mi antecesor como gobernador, don Pedro Fernández del Busto, en 1579 se inició la obra de su emplazamiento definitivo en la Plaza de Santo Domingo, que junto a la Plaza de los Jagueyes son las más alejadas del centro de la ciudad.
Siguió explicando el gobernador que el convento salió ganando. Primero porque los materiales con los que fue construido de nuevo le imprimieron una gran solidez, de tal forma que durante la ocupación del pirata Drake sólo sufrió algunos desperfectos. Y segundo porque la Plaza de la Yerba, donde estaba su primera ubicación, no era el lugar más adecuado para un convento, teniendo en cuenta que esa plaza era el tercer centro de actividad de la ciudad donde tenían lugar las subastas de esclavos, siendo además muy transitada, pues desde allí se accedía al puente de San Francisco para cruzar a la isla de Getsemaní.
– En esa isla precisamente – continuó el gobernador – se encuentra otro de los conventos, el de San Francisco, el cual no ha cambiado de ubicación desde que se fundó en 1555. Desde entonces había sufrido una destrucción accidental y numerosas reconstrucciones, hasta que nuevamente mi antecesor don Pedro Fernández del Busto inició las obras de cantería del edificio que finalizó en 1582. No obstante, no os recomiendo este convento, ya que don Pedro Fernández también ordenó edificar junto al mismo el matadero para evitar los malos olores en la ciudad.
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