Kitabı oku: «El tesoro oculto de los Austrias», sayfa 4

Yazı tipi:

– Pero fray Pedro, ¿no hay suficiente piedra en las Indias para que tengamos que llevar semejante sobrecarga en tan larga y peligrosa travesía?

– Comandante, con estos adoquines llenaremos las bodegas de vuestros galeones para ponerlos a prueba, ya que no podemos arriesgarnos a que aun tengan secuelas de su última misión, y si han de hundirse, es preferible que se vayan al fondo del mar cargados de piedra que de oro.

Antonio Alvear, militar experimentado en numerosas contiendas y herido en su orgullo porque un fraile sin conocimientos navales pusiera en cuestión los barcos de su escuadra, no quiso prolongar el debate con el astuto religioso. Más bien pensó, que sería preferible que fuera el propio tiempo el que demostrara la valía de sus navíos. Primero, superando la prueba que imponía fray Pedro, y después otras de mayor envergadura que a buen seguro tendrían que afrontar, tanto a la ida como al regreso del aventurado viaje que se disponían a iniciar.

A continuación, fray Pedro envió a uno de sus hermanos jerónimos a El Escorial para que informara al prior que todo estaba resultando según lo previsto. Después, eligió a los cinco frailes que no embarcarían, permaneciendo uno de ellos en Santander y los otros cuatro distribuidos en otros tantos puertos de la costa cantábrica previamente seleccionados.

En cada puerto esperarían el regreso de los barcos con el tesoro y tendrían dispuestos para entonces, los carromatos con sus arrieros para el transporte hacia el interior.

El 13 de marzo de 1589, partieron del puerto de Santander con dirección a las islas Canarias 15 navíos, pertenecientes a la escuadra castellana, de los 67 supervivientes de la Gran Armada.

Desde la cubierta del San Cristóbal, Fray Pedro de la Serna y el comandante Alvear, observaban juntos la aparición de la isla de Gran Canaria.

– Comandante – dijo fray Pedro -, convendréis conmigo en que el clima que rodea estas islas, es en esta época del año mucho más benigno que el que hemos dejado hace unos días en la costa cantábrica.

– Así es padre, aquí se goza de un clima suave todo el tiempo, independientemente de la estación del año en la que nos encontremos. Y un clima similar nos encontraremos cuando lleguemos a América.

Después de una semana de avituallamiento en el puerto de Las Palmas, donde hicieron la primera escala, iniciaron la travesía con rumbo al Nuevo Mundo. Para ello, se dirigieron por la misma ruta que en 1492 había seguido Cristóbal Colón, lo que les permitiría aprovechar las corrientes marinas unidas al impulso de los vientos que, hinchando las velas de las naves, les llevaría hacia su destino en el otro lado del océano.

Para algunos, incluidos los cinco jerónimos que iban a bordo, era la primera vez que realizaban una travesía de ese calibre. Otros como el propio comandante Alvear, ya habían experimentado anteriormente ese viaje y sabían de sobra los peligros que les esperaban.

* * *

Al poco tiempo de haberse constituido la Hermandad de los Custodios del Tesoro y cuando Álvaro Osorio de Cáceres ya había cumplido veinte años de edad, Isabel recibió una visita inesperada. Era noche cerrada en Madrid, cuando los repentinos golpes de la aldaba sobre la puerta principal de la vivienda, sorprendieron a la dueña de la casa en el momento en que esta procedía a retirarse a sus aposentos.

– Doña Isabel, un caballero embozado solicita una audiencia con vos – explicó la criada un tanto alterada.

– ¿Quién es el tal caballero, que osa perturbar la paz de esta casa a tan altas horas de la noche? – preguntó Isabel sin ocultar su enfado.

– No lo sé señora, no ha querido identificarse, pero ha insistido en que no tenéis nada que temer, que es persona bien conocida por vos y que quiere pediros consejo y ayuda sobre algo que afecta directamente al imperio.

– Está bien, hacedle pasar a la sala principal, y no os alejéis demasiado por si os tuviera que pedir ayuda.

El personaje misterioso, no era otro que el ministro Juan Idiáquez, quien al descubrirse, una vez que Isabel y él estuvieron a solas, pidió disculpas por la forma y la hora intempestiva a la que se había presentado.

A renglón seguido, y sin más demora, fue directamente al grano explicando que el monarca tras la derrota de la Gran Armada se había encerrado en sí mismo y era posible que hubiera caído en un cierto estado de enajenación mental.

– Recurro a vos señora por vuestra antigua cercanía al rey y por la confianza que antaño siempre os demostró, por lo que pienso que, con las ausencias desde hace años tanto de la reina Ana como de su hermana menor la infanta Juana, quizás sois la única persona que podríais hacerle reaccionar.

– ¿Acaso estáis insinuando que Su Majestad ha perdido la razón? – preguntó la dama sin ocultar cierta sorpresa.

– Sabéis de sobra cuanto respeto y admiro a nuestro soberano – respondió el ministro sin titubeos -, pero al igual que en su día, el éxito en la batalla de Lepanto infundió en él unas energías renovadas, el reciente fracaso naval de nuestra Gran Armada frente a los ingleses, lo recibió imbuido de un silencio absoluto, quedando desde entonces sumido en una melancolía impropia de su carácter.

Isabel tenía que hacer verdaderos esfuerzos para no dejar traslucir el gozo que suponía para ella, que pudiese haber algo que causara daño al poderoso Felipe II.

– Todo ello, convendréis conmigo que es de lo más natural, pues el rey también es un hombre de carne y hueso con sus sentimientos, y además poco acostumbrado a las derrotas, por lo que resulta un tanto osado por vuestra parte la supuesta enajenación mental que pretendéis atribuirle, – continuó Isabel intentando sonsacar más información al ministro.

– Pensaría exactamente igual que vos, de no ser porque tras recibir la noticia de la derrota, el rey ordenó llamar al prior de los Jerónimos y no permitió que ni Cristóbal de Moura ni yo mismo, que como sabéis siempre le hemos proferido una lealtad incuestionable y por ello somos hombres de su mayor confianza, estuviéramos presentes durante la entrevista con el prior …

– Todavía no se donde queréis ir a parar – insistió la dama.

– Permitidme señora que continúe el relato – se apresuró a intervenir Juan Idiáquez -. La reunión con el prior no concluyó sin que antes el rey solicitara papel y pluma junto con el sello real. Todo ello sin la presencia de su secretario, por lo que deduzco que entregó al prior una o varias cédulas reales cuyo contenido sólo conocen el prior jerónimo y el propio rey.

A continuación, el ministro describió como, a través de su red de informadores, había tenido conocimiento de que el 20 de enero once frailes jerónimos habían partido del El Escorial con dirección a Santander, donde algunos de ellos, embarcaron hacia las islas Canarias con una flota bien nutrida para desde allí, iniciar la travesía con rumbo a las colonias en Indias.

– No se con certeza la intención de esos frailes viajando a las Indias, pero a buen seguro que pronto regresarán.

– ¿Por qué estáis tan seguro de ello?

– Porque la Orden de los Jerónimos no se prodiga fuera de los límites de la península ibérica – concluyó el ministro esperando la reacción de la dama.

– Está bien Idiáquez, dejadme meditar sobre lo que me habéis relatado y mantenedme al corriente de cualquier novedad que se produzca en relación con nuestro rey y esos jerónimos – dijo Isabel dando por terminada la entrevista.

– A vuestro servicio para lo que ordenéis – se despidió Juan Idiáquez haciendo una profunda reverencia.

Nada más desaparecer el ministro, tan embozado y misterioso como había llegado, Isabel acompañada de su criada se dirigió al convento de los agustinos. Aunque la noche no era buena consejera para que dos mujeres solas caminasen por las calles de Madrid, la distancia que tenían que recorrer era mínima.

Al poco tiempo de haber golpeado la puerta, los ojos de un fraile agustino aparecieron al descorrer la tabla que cubría la mirilla de inspección.

– Hermano, soy Isabel Osorio de Cáceres y necesito hablar al instante con vuestro prior.

El fraile les franqueo la entrada y tras indicar a la criada que pasase a la cocina para calentarse, acompañó a Isabel hasta otra instancia para que pudiera acomodarse mientras avisaba de su presencia al padre Demetrio Ulloa.

– Me han dicho que requeríais mi presencia con urgencia – se presentó el agustino - ¿acaso necesitáis confesión?

– No padre Demetrio, ya sabéis que ayer mismo confesé todas mis faltas y cumplí la penitencia que por ellas me impusisteis – dijo con una pícara sonrisa -. Sin embargo, con respecto al servicio que os voy a pedir, deberéis guardar secreto como si de confesión se tratase.

– Soy todo oídos para lo que vuestra merced pueda requerir, y podéis contar con que mis labios permanecerán sellados en relación con lo que me confiéis.

Isabel, sabedora de la animadversión que el prior de los agustinos profesaba hacia los jerónimos, la cual era compartida aun en mayor grado por ella misma, relató al padre Ulloa las elucubraciones que previamente le había confiado el ministro real Juan Idiáquez.

El religioso escuchó con suma atención, y a continuación preguntó a Isabel si tenía alguna idea de lo que los jerónimos habrían ido a buscar a las Indias con semejante flota.

– No estoy segura, pero lo habitual es que las flotas regresen cargadas de tesoros.

– Está bien – empezó reflexionando en voz alta el padre Demetrio mientras se rascaba la barbilla -. Lo que me habéis contado podría llegar a ser de interés para ambos, pero ¿cómo creéis exactamente, que este humilde servidor podría ayudaros?

La Osorio, entrelazando los dedos de sus manos mientras caminaba en círculos, demoró unos segundos su respuesta como si estuviese meditando la misma, aunque cuando tomó la decisión de visitar al fraile, ya tenía muy clara la misión que le iba a encomendar.

– Creo que lo que necesito de vos, está perfectamente a vuestro alcance y no supondrá ninguna dificultad.

– Siendo así, decidme simplemente de que se trata.

– Tengo entendido, que existe desde hace un tiempo un convento de agustinos en Cartagena de Indias.

Una vez confirmada, por el asentimiento del padre Demetrio, la presencia de agustinos en esa ciudad, Isabel continuó con su petición.

– Bien, entonces se trata de que enviéis una misiva a ese convento en Cartagena de Indias, para que algún fraile de vuestra confianza, con la mayor prudencia y sigilo, entable relación de alguna forma con el grupo de los jerónimos una vez que allá se hayan instalado, y averigüe el propósito de la misión que el rey les ha encomendado.

– Contad conmigo señora, la prudencia y sigilo que demandáis para ello estarán garantizados.

– De lo anterior no debéis informar a nadie, excepto a mi o a mi hijo Álvaro – exigió Isabel dando por concluida la reunión.

– Se hará tal y como pedís.

El padre Demetrio Ulloa sabía que contaba en Cartagena de Indias con la persona adecuada para esa misión. La orden agustiniana había recalado hacía ya algún tiempo en la ciudad caribeña, donde tenían su propio convento. Para consolidar allí su presencia, el prior de los agustinos había enviado a su discípulo más aventajado, al cual conocía desde su época de seminarista y al que apadrinó desde el momento en que advirtió sus cualidades intelectuales.

Sin más dilación, escribió una carta a la atención del padre Paulino, con el encargo de localizar a los jerónimos lo antes posible, puesto que al recibo de la misma ya llevarían en Cartagena varios días. Sus instrucciones eran obtener, por cualquier medio, la mayor información posible sobre sus intenciones.

* * *

La flota comandada por don Antonio Alvear continuaba su travesía, y en ella fray Pedro de la Serna sufría de continuos mareos, que le llegaban a provocar nauseas y vómitos interminables hasta dejarle resecas las entrañas. Era tal el malestar, que no pasaba día en el que no desease abandonar este mundo para escapar a tan insoportable sufrimiento. La debilidad se iba apoderando de él día tras día, debido a que los continuos vómitos no le permitían alimentarse convenientemente y contribuían a su vez a una deshidratación paulatina. Por ello y para no cejar en su empeño, enviaba continuas plegarias al Señor para que le proporcionara las fuerzas necesarias para superar tanto malestar corporal y así poder completar su misión.

A pesar de los mareos de fray Pedro, lo cierto es que el grupo expedicionario llevaba varias semanas disfrutando de un clima bastante apacible, lo cual facilitaba la navegación e invitaba a la tripulación a pasar el mayor tiempo posible en cubierta.

La brisa reinante, junto con los rayos del sol iban tornando la tonalidad de las pieles de la mayoría de los tripulantes de un blanco lechoso a un bronceado oscuro. Desde cubierta, los hombres se deleitaban con los delfines que en algunos momentos acompañaban el avance de las naves, emergiendo de la superficie del agua salada y volviendo a zambullirse en la misma.

Sin embargo, un día sin previo aviso, todo cambio repentinamente. El comandante Alvear lo intuyó antes que cualquier otro tripulante, al divisar por babor la negrura de unas amenazantes nubes que, sin posibilidad de esquivarlas, se aproximaban inclementes hacia ellos.

El resto de la tripulación comenzó a ser consciente de lo que se les venía encima, cuando en el horizonte de babor observaron el espectáculo luminoso que proporcionaban los continuos relámpagos que se producían con cada rayo proveniente de las oscuras nubes, seguidos un instante después del sonido de unos truenos ensordecedores. Contando los segundos transcurridos entre cada relámpago y el trueno posterior, el comandante Alvear calculaba la distancia a la que se encontraban de la tormenta y la velocidad de avance de la misma hacia ellos. Inmediatamente comenzó a impartir órdenes, iniciándose una actividad frenética en cubierta, que derivó en terror para los hombres no habituados a la mar.

Siguiendo las instrucciones del comandante, los gavieros comenzaron a arriar velas y a amarrar fuertemente las jarcias. Idénticas operaciones se realizaban al unísono en todos los navíos de la flota, y al mismo tiempo los respectivos pilotos viraban sus correspondientes naves para recibir de proa las olas que aumentando de tamaño acompañaban a la tempestad de la que no podían escapar, ya que sabían de sobra que una gran ola que embistiera al barco por babor o estribor, provocaría con seguridad el volcamiento del mismo.

El viraje de los barcos y las numerosas carreras de hombres aterrorizados sobre una cubierta húmeda, derivaron en unos cuantos accidentes con los correspondientes heridos, comenzando así una actuación de emergencia de los médicos de cada barco, teniendo cada uno de ellos asignado un ayudante para auxiliarles en las labores de enfermería, lo cual empezó a resultar insuficiente ante la repentina llegada de heridos, por lo que en los navíos donde viajaba un fraile jerónimo, la ayuda de éste fue requerida de inmediato.

Esta situación de emergencia, provocó en fray Pedro de la Serna una reacción tal en su organismo, que en un instante se olvidó de los mareos y se presentó ante el doctor presto a colaborar en todo lo que fuere necesario. Los hombres de cubierta estaban terminando de amarrarse con jarcias, cuando las primeras gotas de agua descargadas por las nubes, acompañadas de un viento cada vez más intenso, empezaron a arreciar lateralmente con fuerza y dificultando las maniobras de los marineros.

Sin tiempo para más preparativos, rayos y truenos acompañados de inmensas olas que superaban en varios metros la altura de los barcos, empezaron a precipitarse sin compasión alguna sobre los quince navíos. En la inmensidad del océano parecían diminutos cascarones sometidos a la fuerza e inclemencia de los elementos. Las probabilidades de ser engullidos por las aguas marinas aumentaban con cada instante.

En el San Cristóbal, uno de los hombres, seguido de otro y otro más, dominados por un pánico aterrador, producto de la situación a la que estaban siendo sometidos, se desamarraron para correr a refugiarse en las bodegas del barco. En ese momento la llegada de una gran ola colocó el barco en posición prácticamente vertical, lo que hizo que los tres aterrorizados marineros se deslizasen por la cubierta del barco en dirección a la popa del mismo. A continuación, mientras el barco retornaba a su posición horizontal, la ola barrió con su corriente de agua todo lo que estuviera suelto sobre la cubierta del mismo, arrastrando con ella a los tres hombres que desaparecieron para siempre en las fauces del océano.

El comandante Alvear convenientemente amarrado, no sólo pensaba en la suerte que correría el San Cristóbal, sino también en el resto de navíos que completaban la flota bajo su mando. Debido a la magnitud del oleaje, había perdido el contacto visual con el resto de las embarcaciones. Sumido en sus pensamientos, elucubrando sobre el estado en que quedaría su flota, vio como de la nada y tras una inmensa ola, apareció uno de los barcos aproximándose hacia ellos. Ya estaban a punto de hacer contacto los palos de las dos naves, con lo que lo más probable es que ambas quedasen desarboladas, cuando el San Cristóbal se escoró hacia estribor, mientras que el otro milagrosamente se escoró hacia babor, aumentando la distancia entre las puntas de los palos de los dos navíos. Sin embargo, repentinamente se escucho un sonido motivado por el choque entre los cascos de las dos embarcaciones, que hizo que ambos navíos con todos sus tripulantes a bordo se estremecieran ante los crujidos de la madera de ambos barcos, los cuales parecían a punto de descuartizarse, con un ruido semejante a los quejidos de un animal herido de muerte. Seguidamente, se escucho un chirrido insoportable para el oído humano, producto del roce que sufrieron entre si nuevamente los cascos de los dos navíos.

Para evitar el desgarrador sonido, que producía el deslizamiento interminable de la madera húmeda de los dos cascos, el comandante Alvear presionaba con sus dedos sus oídos. En ese momento pensaba si aquello sería semejante a lo que Homero describió en La Odisea, cuando Ulises se enfrentó al canto de las sirenas en su viaje de vuelta a la isla de Ítaca. Tampoco podía evitar pensar si ambas naves, con motivo del encontronazo, habrían sufrido desperfectos que hubieran permitido la entrada de agua suficiente para hundirles para siempre en el fondo del mar.

Después de varias horas, que para algunos parecieron días, luchando para mantenerse a flote, el temporal comenzó a amainar y el comandante Alvear supo que el mayor peligro había pasado. A continuación soltó las jarcias con las que se había amarrado en el alcázar cerca del palo de mesana, siendo secundado en esa acción por todos los hombres de cubierta. La primera orden fue para el carpintero, pues quería saber si se había abierto alguna vía de agua en el casco de la embarcación, para que se taponase con urgencia y se bombease el agua que hubiese podido entrar.

Tras una revisión de urgencia, el jefe de carpinteros informó que no habían detectado deterioro alguno en el casco.

– Por suerte, mi comandante – explicaba el carpintero con una sonrisa -, esta vez ha sido más el ruido que las nueces.

– Por suerte, ¡voto a Dios! – confirmó Antonio Alvear -, porque con la embestida que hemos tenido con el otro navío lo suyo es que los dos estuviéramos ahora siendo pasto de los peces.

Tardaron un día completo en reagruparse los 15 barcos de la flota, ya que con la tempestad habían quedado totalmente dispersados. Todos ellos estaban en perfecto estado para la navegación, aunque en la mayoría había varios heridos de distinta consideración y en algunos, al igual que en el San Cristóbal, habían perdido a alguno de los tripulantes que por no estar convenientemente amarrados habían caído al agua sin posibilidad alguna de ser rescatados.

Después de la tempestad surgió un espléndido día soleado, que incitó a los hombres que se habían refugiado en el interior del barco a subir a cubierta. Fray Pedro fue el primero en aparecer y rápidamente fue al encuentro del comandante para compartir con él la buena nueva del cambio experimentado en su organismo, probablemente provocado por la propia tempestad y también por las numerosas plegarias que había dirigido al Altísimo. En definitiva, lo importante era que los mareos habían cesado y a partir de entonces estaba presto para colaborar en todos los quehaceres en los que pudiera ser útil.

– Estupendo padre – le recibió Antonio Alvear -, entonces aprovecharemos la larga travesía que aun tenemos por delante para convertiros en un auténtico hombre de mar.

El comandante empezó por explicar al fraile lo más básico, con el fin de que éste aprendiera a orientarse en la cubierta del barco.

– Mirad padre, la parte de allá al frente se llama proa, la posterior a nuestras espaldas es la popa, el lado izquierdo siempre mirando hacia la proa lo denominamos babor y este otro lado estribor. Para evitar equívocos a la hora de transmitir las órdenes, en un barco nunca escucharéis derecha ni izquierda, sólo babor y estribor.

Con el paso de los días, y viendo que el fraile resultaba ser un alumno aventajado, el comandante decidió continuar instruyéndole cada vez más. Así, durante los días que iban sucediéndose, fue enseñándole los nombres de los palos, trinquete, mayor y de mesana, así como la denominación de las distintas velas, como la de trinquete, la mayor, la de gavia, la cangreja, los juanetes, la sobremesana y los foques, indicándole cuales servían para impulsar el barco y cuales para ayudar en las maniobras de giro. También le describió las distintas partes de la cubierta, mostrándole el alcázar, el combés y el castillo de proa, para seguir con la batería de cañones allí instalada y luego descender a la batería inferior, la cual contaba con la mayoría de cañones.

Después de varias semanas, iniciaron el aprendizaje del arte de la navegación, donde fray Pedro se familiarizó con el manejo del sextante y la interpretación de las cartas náuticas. Al poco tiempo, el comandante Alvear le animó a que impartiera órdenes tanto a la marinería como a los oficiales en cuanto al rumbo que debían seguir y al izado y arriado de las distintas velas.

Por último, una vez superadas todas las pruebas satisfactoriamente, el comandante permitió a fray Pedro anotar las incidencias acontecidas diariamente en el libro de bitácora.

Tras algo más de dos meses de travesía, en la que toda la vista se había reducido a la inmensidad de un mar verdoso que confluía en la línea del horizonte con el azul del cielo, como un presagio de que se aproximaban a tierra firme, empezaron a aparecer algunas gaviotas sobrevolando los barcos. No había transcurrido una hora desde la aparición de la primera gaviota, cuando avistaron la isla de Puerto Rico. Todos los hombres que componían las tripulaciones de los 15 navíos, sintieron una emoción especial, pues sabían que aunque la muerte les había estado rondando, de momento habían superado el peligro que siempre suponía la travesía del océano.

Ingresaron en la bahía de San Juan, cuya entrada estaba protegida por los amenazantes cañones de la fortaleza del Morro, la cual divisaron por babor. Una vez que todos los navíos estaban al resguardo del puerto natural que suponía la bahía y antes de desembarcar, fray Pedro de la Serna comunicó al comandante Alvear que los galeones habían pasado la prueba de sobrecarga satisfactoriamente, por lo que podrían vaciarse sus bodegas de adoquines, los cuales deberían destinarse al empedrado de las calles de San Juan.

– Fray Pedro – dijo el comandante mirando hacia el infinito -, sabéis de sobra que no era partidario de trasportar esos adoquines en mis galeones, pero tengo que reconocer que esa carga en la bodegas, probablemente haya evitado que nos fuéramos a pique cuando en medio de la tempestad colisionamos con el otro navío.

– Querido comandante, los designios del Señor son inescrutables y todo sucede por algo, aunque a veces no alcancemos a comprender su sentido.

Los viajeros recién llegados ingresaron en la ciudad atravesando la muralla por una entrada con forma de pórtico, dejando a la derecha sobre la muralla la fortaleza Palacio del Gobernador. Seguidamente, ascendieron por una empinada pendiente hasta desembocar en la calle del Cristo frente a la catedral, para terminar accediendo a su interior.

Era costumbre de los marineros, agradecer a Dios Todo Poderoso haber llegado sanos y salvos después de una travesía tan aventurada. El propio fray Pedro ofició una misa junto con el Dean de la catedral y acompañados por sus cuatro hermanos jerónimos.

Tras el acto litúrgico, y mientras la marinería se dirigía a los burdeles de la ciudad y cuatro de los frailes jerónimos buscaban aposento en el convento adyacente a la catedral, fray Pedro y el comandante Alvear se dirigieron a la fortaleza para entrevistarse con el gobernador.

Una vez presentadas sus credenciales, solicitaron avituallamiento para la flota y notificaron que era voluntad de Su Majestad que todas las calles aledañas a la catedral fueran empedradas con adoquín español, por lo que era necesario enviar hombres y carros al puerto para descargar la piedra acopiada en las bodegas de los galeones.

El gobernador, consciente de la firmeza con la que el comandante asentía a las explicaciones del religioso, no dudó un instante en facilitar todo lo que le fue solicitado.

Durante los pocos días que permanecieron en tierra, 18 hombres de la flota fueron apresados y encarcelados en las mazmorras de la fortaleza del Morro. Inmediatamente, el comandante Alvear quiso interceder por sus hombres, por lo que se personó en la residencia del gobernador para pedir explicaciones. El primer mandatario de la isla, le comunicó que existían cargos serios contra esos hombres por los graves disturbios que habían ocasionado en la ciudad debido al estado de embriaguez en el que se encontraban, lo que había tenido como consecuencia un muerto y tres heridos graves por los que tendrían que responder ante los tribunales de justicia.

– Gobernador, permitidme que os recuerde que no andamos sobrados de hombres, especialmente para nuestra travesía de regreso, durante la cual a buen seguro tendremos que repeler el ataque de los piratas, por lo que necesitaremos marineros que no carezcan de bravura y doy fe que los que habéis arrestado no carecen de ella.

– Comandante, no me cabe duda alguna sobre la bravura de vuestros hombres, pero en este caso esa bravura ha sido mal empleada y eso, es algo que no puedo tolerar si pretendo mantener el orden y la convivencia en esta isla. No obstante, consciente como soy de la importante misión que tenéis encomendada, os facilitaré 22 hombres experimentados en enfrentamientos con los piratas, que han solicitado desde hace tiempo el retorno a la Madre Patria. Además no debéis preocuparos por su instrucción, ya que llevan mucho tiempo acostumbrados a la disciplina militar – indicó el Gobernador con una sonrisa de complacencia.

– Siendo así, que se haga justicia con los malhechores y no os quepa duda que os estoy agradecido por dotarnos con esos 22 hombres, de lo cual me comprometo personalmente a que el rey sea informado detalladamente.

En adelante y para evitar mayores disturbios, el comandante ordenó prácticas militares diarias, de forma que la tripulación de la flota estuviese ocupada y agotada al final de cada jornada, sin energías para la pendencia.

Cada mañana nada más amanecer, los hombres que no tenían que permanecer de guardia en los galeones, formaban en la explanada aledaña a la fortaleza del morro para realizar ejercicios militares bajo la dirección de distintos oficiales. También, cada día se daban cita en las murallas de la fortaleza, fray Pedro y el comandante Alvear para planificar la siguiente etapa del viaje.

– ¿Habéis observado la tonalidad de las aguas de este mar? – preguntaba el comandante.

– Ciertamente, son distintas y más variadas que las de nuestras costas – respondía fray Pedro -, aquí me atrevería a decir que he detectado siete tonalidades distintas del color verde.

– Todo se debe a la inclinación del sol y a los fondos marinos que son diferentes a los nuestros.

A pesar de que la compañía del comandante le resultaba de lo más complaciente al fraile, este último comenzaba a impacientarse debido a que la estancia en la isla se estaba alargando más de lo que él había supuesto.

Su obsesión era completar la misión que le habían encomendado, y para ello pensaba que cuanto antes abandonasen Puerto Rico, antes cumpliría su objetivo.

– Comandante, no quiero que interpretéis mal mis palabras, pues de sobra sabéis lo agradecido que os estoy, no sólo por todo lo que me habéis enseñado durante esta travesía, sino principalmente porque habéis colaborado sin menoscabo alguno con la misión que nuestro rey nos ha encomendado. No obstante - el jerónimo hizo una pausa para no herir la susceptibilidad del militar -, lo que realmente quiero decir es…

– Dajaos de rodeos e id al grano fray Pedro, pues será la única forma de que nos entendamos.

– A fuer de ser sincero comandante, he de deciros que creo que llevamos demasiado tiempo en esta isla, y ciertamente no soy capaz de entender por qué todavía no hemos partido hacia nuestro destino en la ciudad de Cartagena de Indias.

Antonio Alvear no recibió de buen grado la impaciencia de fraile, teniendo en cuenta las circunstancias en las que se encontraban.

– Voto a Dios que me sorprende que un hombre de vuestra inteligencia no sea consciente de lo que ha impedido nuestra partida.

– Voto a Dios, y que Dios me perdone por mentar su nombre en estas circunstancias, que no alcanzo a comprender los motivos que vuestra merced ve con tanta claridad.