Kitabı oku: «Multitrauma y maltrato infantil: evaluación e intervención», sayfa 6

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CAPÍTULO 2
FUNDAMENTOS SOBRE LAS EXPERIENCIAS ADVERSAS DE LA INFANCIA Y EL MULTITRAUMA EN LA NIÑEZ

Los sistemas de protección de la niñez actualmente enfrentan un nuevo desafío conceptual, político, institucional y de intervención que establece el paradigma y las aplicaciones clínicas y en salud pública de las experiencias adversas de la infancia (ACE, por su sigla en inglés) y el multitrauma en la niñez (MTN). Hoy en día se considera que el abordaje basado en el trauma es la mejor forma de aproximarse e intervenir el maltrato infantil (MI) (Van den Pol y Manning, 2015). Este capítulo desarrolla los conceptos de las ACE y el MTN, sus bases neurobiológicas y su importancia clínica y de salud pública.

INTRODUCCIÓN A LAS EXPERIENCIAS ADVERSAS DE LA INFANCIA Y EL MULTITRAUMA EN LA NIÑEZ

El estudio pionero de las ACE fue publicado por Felitti et al. en 1998. Este estudio se diseñó con base en la experiencia clínica del médico internista Vincent Felitti, en su trabajo con personas que tenían obesidad mórbida, encontró que aunque un porcentaje de ellas mejoraban significativamente, recaían sin causa aparente. A partir de entrevistas con sus pacientes descubrió el antecedente de traumatizaciones en la niñez y, en ese grupo específico, historia de abuso sexual. Por esto, Felitti formuló la hipótesis de que el aumento de peso de esas mujeres era una forma de defenderse; así, evitaban propuestas sexuales por el cambio en su corporalidad y que sus pacientes no podían manejar (Felitti y Anda, 2009; Van den Pol y Manning, 2015). Su idea fue sencilla: las traumatizaciones en la niñez tienen efectos sobre la salud en la vida adulta.

El estudio inicial para comprobar su hipótesis se realizó en San Diego, California, entre 1995-1996, con una participación final de 8056 personas, con edades entre 19-92, media de 56.1 años, con estatus socioeconómico medio-alto y buenos niveles de educación, el 43 % había terminado algún nivel de educación universitaria y solo el 6 % no habían terminado su educación secundaria. Se resalta el tipo de población vinculada a esa investigación porque, como se expuso en el primer capítulo, los acercamientos, asociaciones y pesquisas sobre el MI suelen hacerse con poblaciones pobres.

A partir de evaluaciones clínicas y paraclínicas hechas a los participantes se determinaron los principales factores de riesgos y morbilidades de los Estados Unidos: enfermedad coronaria, diabetes, accidente cerebrovascular, cáncer, entre otras, número de consultas médicas y a salas de emergencia, uso de medicaciones, entre otras. Al mismo tiempo, se les aplicó una encuesta sobre antecedentes traumáticos antes de los 18 años, los cuales contemplan dos subtipos: el primero, sobre traumas directos recibidos como abuso emocional, físico y sexual; y el segundo, sobre disfunción en el hogar por consumo de sustancias psicoactivas o enfermedad mental en los padres o cuidadores, si la madre era violentada por su pareja o si alguno de los padres o cuidadores estuvo en la cárcel o está vinculado con la delincuencia (Felitti et al., 1998).

Con base en correlaciones estadísticas, esta pesquisa encontró que el antecedente de traumas en la niñez es frecuente y que existe una significativa asociación entre la exposición al trauma (ACE score1) y el desarrollo de comportamientos de riesgo y enfermedades en la vida adulta. El 52 % de los participantes habían sido víctima de uno o más traumas y el 6.2 % reportó cuatro o más. El evento traumático que más se menciona es la exposición al consumo de sustancias psicoactivas en el hogar (25.6 %) y el comportamiento delincuencial es el de menor prevalencia (6.2 %). Asimismo, se encontró que las traumatizaciones tienden a darse agrupadamente (Dunn et al., 2011), de tal modo que la presencia de cualquiera de estas traumatizaciones incrementa en un 80 % el riesgo de una segunda (Felitti et al., 1998).

El estudio demostró en los participantes una correlación directa entre el número de traumas y los comportamientos de riesgo y enfermedades. De esta manera, si hay cuatro o más ACE se incrementa el tabaquismo, la inactividad física, el consumo de alcohol, el uso de drogas ilícitas, la inestabilidad laboral, los comportamientos sexuales de riesgo y la prevalencia de enfermedades en la adultez como obesidad severa, depresión, ansiedad, conducta suicida, enfermedades de transmisión sexual, diabetes, bronquitis crónica o enfisema, hepatitis o ictericia, fracturas esqueléticas, cáncer, accidente cerebrovascular, enfermedad coronaria, enfermedades gastrointestinales, cefaleas, dolor crónico, problemas de aprendizaje, entre otras (Felitti et al., 1998). Posteriormente, con la participación del Center for Disease Control and Prevention (CDC) de los Estados Unidos, se adicionaron otras tres experiencias adversas a la encuesta: dos directas como negligencia física y emocional, y una sobre el entorno, referida a la separación de los padres, para completar 10 antecedentes traumáticos, 5 por cada subtipo, las cuales se conservan hasta este momento; en el estudio ya han participado 17 000 personas (CDC, 2010; AVA y NHCVA, 2013).

Este estudio fue replicado por el CDC en los Estados de Arkansas, Louisiana, Nuevo México, Tennessee y Washington, con la participación de 26 229 adultos, a quienes, además del ACE score, se les aplicó la encuesta del sistema de vigilancia de factores de riesgo comportamentales (Behavioral Risk Factor Surveillance System [BRFSS]). Se encontró que el 59.4 % de los encuestados reportaron una ACE y el 8.7 % cinco o más ACE. De nuevo, la ACE más común es el uso de sustancias psicoactivas por un miembro de la familia (29.1 %) y la menos prevalente es tener un familiar en la cárcel (7.2 %). Los porcentajes de traumatizaciones directas son maltrato verbal (25.9 %), maltrato físico (14.8 %) y abuso sexual (12.2%). Las ACE asociadas con disfunción familiar incluyen tener padres separados o divorciados (26.6 %); convivir con cuidador deprimido, con alguna enfermedad mental o suicida (19.4 %), y ser testigos de violencia doméstica (16.3 %) (CDC, 2010). Las mujeres tuvieron 50 % más de probabilidades de tener cinco o más ACE (Grasso, Greene y Ford, 2013).

El mismo diseño investigativo anterior se realizó en Hawái en 2010, con la participación de 5 928 adultos. En esta población también persiste una alta prevalencia de ACE: el 57.8 % tiene al menos una y el 8.3 % reporta cinco o más. Hay variaciones del ACE score entre distintos grupos raciales: la prevalencia de al menos una ACE es de 74.9 % para los nativos, de 63.8 % para la población blanca y de 52 % para los filipinos. Las personas que presentan una o más ACE tienen mayor probabilidad de tener mala salud (enfermedad pulmonar obstructiva crónica, ansiedad, depresión, tabaquismo, alcoholismo, limitación para las actividades físicas e insatisfacción con la vida) que quienes no. La probabilidad de enfermarse es directamente proporcional al ACE score (Ye y Reyes-Salvail, 2014).

El multitrauma en la niñez es un fenómeno mundial. El estudio BECAN, hecho en los países Balcánicos (Albania, Bulgaria, Romania, República de Macedonia, Turquía, Serbia, Croacia y Bosnia-Herzegovina), con una muestra de 42 272 niños de 11 a 16 años, estableció la prevalencia de maltrato infantil y negligencia. Mediante la aplicación de la encuesta ICAST (International Society of Child Abuse and Neglect Screening Tools) se obtuvieron las siguientes frecuencias de maltrato: psicológico (73 %); físico (65 %); abuso sexual (10 %) y negligencia (31 %). Es probable que estas prevalencias sean un poco más altas que otros promedios reportados, ya que se incluyeron formas más leves de MI (World Health Organization Europe, 2013). De cualquier modo, estas cifras demuestran la alta prevalencia del MTN.

La correlación entre MTN y la adopción de comportamientos de riesgo y enfermedades en la adultez también ha sido documentada en otros países de diferentes niveles de desarrollo. Almuneef, Qayad, Aleissa y Albuhairan (2014) en Arabia Saudita, un país considerado en vía de desarrollo, encuestaron a 931 adultos: el 23 % de ellos registró exposición a una ACE y el 32 % a cuatro o más. Esta última situación incrementa de 8 a 21 veces el riesgo de comportamientos poco saludables y de 2 a 11 veces el de tener enfermedades crónicas. A su vez, un estudio hecho en Inglaterra con una muestra representativa de todo el país (n = 3885) con edades comprendidas entre los 18-69 años también encontró una correlación directa entre el aumento del ACE score con la enfermedad cardiovascular, el cáncer, la enfermedad respiratoria crónica y la diabetes (Bellis et al., 2015).

Para la Unión Europea, uno de los aspectos más importantes de este último estudio fue haber probado que cuatro o más ACE ocasionan un incremento significativo de las cuatro enfermedades crónicas no transmisibles, que conjuntamente causan más de la mitad de las muertes en toda Europa. Es decir, se demostró la asociación entre la mortalidad temprana y la exposición al MTN. Se calcula que para los 70 años, personas con 4 o más ACE tienen el doble de mortalidad que aquellas con puntaje de 0 (Bellis et al., 2015). El CDC ha calculado que en promedio se viven 20 años menos por efectos del MTN (Academy on Violence and Abuse, 2013).

Otro aspecto relevante de dicha pesquisa, desde la perspectiva de los determinantes sociales de la salud, es que el incremento del ACE score está directamente relacionado con condiciones de carencia e inequidad. Además, cuando se hacen ajustes poblacionales por quintiles de pobreza, las diferencias en cuanto a las tasas de morbilidad y mortalidad temprana se conservan según el índice de ACE (Bellis et al., 2015). Este tipo de resultados ha permitido proponer que mejorando los patrones de relacionamiento familiar y disminuyendo el trauma asociado con el MI es posible mejorar los indicadores de salud pública sin cambiar significativamente la pobreza, que se considera más difícil de intervenir (Danese et al., 2009). Otros hallazgos significativos del estudio de Bellis et al. fueron que se encontró mayor cantidad de multitraumas en las personas más jóvenes, es decir, en aquellas nacidas después de 1969, y que el mayor reporte de MTN se presenta en las mujeres (2014).

Existe consenso en el mundo científico sobre la relevancia del MTN como condicionante de enfermedades crónicas y muerte temprana. Así, la presencia de un ACE score de cuatro o más incrementa el riesgo relativo de enfermarse en los siguientes porcentajes: diabetes (160 %), muertes intrauterinas (180 %), cáncer (190 %), cardiopatía isquémica (220 %), accidente cerebro-vascular (240 %), hepatitis (240 %), enfermedad pulmonar crónica obstructiva (260 %), depresión (460 %) y conducta suicida (1220 %). Se destaca que en cuanto a las repercusiones por carga de enfermedad, el MTN tiene mayor peso que el de todas las enfermedades mentales en conjunto. Así mismo, la OMS ha señalado que la depresión, que es el principal factor de riesgo para la conducta suicida, es la enfermedad más costosa en términos económicos para los países de ingresos medios y altos (Academy on Violence and Abuse, 2013).

Los conceptos de ACE y MTN son relevantes para la salud pública por las repercusiones sanitarias, sociales y económicas que aporta el MI como predisponente de las enfermedades crónicas y la mortalidad temprana en la adultez. Otras consecuencias atribuidas al MI y al MTN son los problemas comportamentales, las enfermedades mentales, el incremento de la delincuencia, la conducta criminal y la violencia, las discapacidades permanentes, la reducción de la calidad de vida y los bajos niveles de ingresos económicos (Fang, Brown, Curtis y Mercy, 2012).

En la actualidad, los lineamientos del neoliberalismo de mercado permean y rigen los sistemas y la administración de los servicios de salud. Por lo tanto, los estudios de los costos económicos secundarios a los problemas y patologías de salud se imponen como referentes en los cálculos de la inversión de los recursos públicos sanitarios. Los costos económicos secundarios al MI y MTN pueden calcularse por dos vías: por un lado, desde la perspectiva de la prevalencia, que usualmente calcula los gastos directos e indirectos relacionados con la presencia del MI en un año y, por el otro, desde la incidencia que calcula todos los gastos que se generan de por vida por la aparición en 1 año de los casos nuevos de MI. Para efectos del MI, ambos cálculos son relevantes (Fang et al., 2012).

Los gastos que se calculan contemplan costos de atención sanitaria, del sistema de justicia, del sistema de protección, de educación especial, por pérdida de productividad y por muertes por MI, de los cuales los de salud y productividad son los más relevantes (Academy on Violence and Abuse, 2013). Fang et al. (2012) calcularon los gastos directos e indirectos en 124 billones de dólares, por prevalencia e incidencia debido al MI en Estados Unidos en el 2008. Esta cifra incluye los gastos de los 579 000 nuevos casos estimados más 1740 por muertes. Sin embargo, el CDC hizo un ajuste de estimación de esos gastos teniendo en cuenta no solo el número de casos demostrados, como se hizo el estudio de Fang et al., 2012, sino proyectando el número de casos que realmente se presentaron; con esto, la anterior cifra se incrementó a 585 billones en 2008. Si la proyección amplía la exposición a todas las ACE, el gasto asciende a 885 billones (Academy on Violence and Abuse, 2013).

Entre los usos que se hacen de este tipo de análisis, se incluye establecer el costo-beneficio de las intervenciones, por ejemplo, si es más rentable invertir en prevención que en atención (Fang et al., 2012). Adicional a los costos de la salud para las personas, los sanitarios para los sistemas de salud y los económicos, existen muchos impactos del MI y el MTN en términos sociales, que en la práctica son muy difíciles de calcular. Dentro de estos se destaca el mantenimiento de circuitos de violencia que se dan al interior de las familias por la falta de detección e intervención y el deterioro de la calidad de vida de las personas y las comunidades. En términos económicos, este otro tipo de gastos, secundarios al MI, se ha estimado en 1 trillón por año (cálculo hecho sobre los gastos del 2008) en los Estados Unidos (Academy on Violence and Abuse, 2013).

POSICIONAMIENTO DE UN MODELO CIENTÍFICO DEL PROCESO SALUD-ENFERMEDAD DENTRO DEL CURSO DE LA VIDA

La asociación demostrada entre la exposición a ACE y MTN con comportamientos de riesgo y enfermedades crónicas en la adultez condujo a Felitti et al. en 1998 a formular una hipótesis-modelo que explica las influencias y efectos de las ACE sobre la salud en el curso de la vida. En la figura 2.1 se presenta el esquema.


Figura 2.1. Potenciales influencias de las experiencias adversas de la infancia a través del curso de la vida.

Fuente: adaptado de (Felitti et al., 1998). Traducción del autor.

La hipótesis generada expone que a partir de la exposición a las ACE se produce un daño en el desarrollo que altera los dispositivos básicos de la socialización, el manejo de la emocionalidad y las capacidades cognoscitivas; esto conduce a la apropiación de los comportamientos de riesgo previamente nombrados y a la subsiguiente aparición de problemas sociales, discapacidades y enfermedades, lo que finalmente lleva a muertes tempranas (Felitti et al., 1998).

A partir de esa fecha, el segundo bloque de la pirámide se constituyó en una extensa área de investigación dentro de las ciencias básicas y clínicas. Se empezó a comprender cómo las ACE perjudican el normal desarrollo humano durante la niñez y se analizó el funcionamiento del cerebro temprano, el desarrollo infantil y los efectos del estrés tóxico sobre la biología corporal y el comportamiento humano. Al respecto, muchos aspectos relacionados con la biología de la adversidad en la niñez han sido suficientemente probados y, por supuesto, muchos otros campos de exploración están en curso.

Se posicionó el concepto de neurobiología del maltrato infantil (Grassi-Olivera, Haag, Brietzke y Coelho, 2015) bajo la premisa de que los daños asociados al MI pueden explicarse como reacciones normales a circunstancias anormales (Academy on Violence and Abuse, 2013). Esa respuesta normal es la activación conjunta de los sistemas inmune, endocrino, cardiovascular, del comportamiento y del sistema nervioso central al estrés que generan las ACE (Grassi-Olivera et al., 2015).

En la actualidad se han propuesto tres niveles de estrés en la niñez según la posibilidad de este de facilitar el desarrollo o de producir daño, lo cual, a su vez, depende de la intensidad y duración del estímulo estresante, así como de las capacidades de respuesta. Estos tres niveles se clasifican como estrés positivo, tolerable y tóxico. Cuando se habla de multitrauma en la niñez se hace referencia al estrés tóxico (Shonkoff y Garner, 2012).

El estrés positivo se relaciona con los retos y frustraciones inherentes a la cotidianidad, son de corta duración, infrecuentes y tienen una intensidad de leve a moderada. Físicamente se expresa con una leve elevación de la frecuencia cardiaca y de la tensión arterial, así como con algunos cambios hormonales menores. Algunos ejemplos son la inhabilidad de un niño de 15 meses para expresar sus deseos, los tropiezos de un niño de 2 años al intentar correr, la preocupación por una prueba en la escuela, un encuentro deportivo o la angustia que se siente en el momento de la vacunación. Un acompañamiento amoroso y adecuado de los cuidadores primarios, que responda a través del consuelo, para tranquilizar al niño y así prevenir las posibles consecuencias de los riesgos, hacen de esas experiencias estímulos favorables para el desarrollo emocional, cognitivo y social. Es decir, el estrés positivo no es ausencia de estrés, es una exposición gradual y adecuada a este según el nivel de desarrollo y las capacidades del niño y sirve para fomentar la motivación y la resiliencia infantil (Shonkoff y Garner, 2012).

A su vez, el estrés tolerable se refiere a situaciones que superan los retos normativos de la vida, por ejemplo, la muerte de un cuidador primario o experimentar una enfermedad grave. De nuevo, la calidad del cuidado por parte de los progenitores permite que tales situaciones, aunque difíciles, puedan ser tolerables y que potencialmente también faciliten el desarrollo. En términos biológicos, la activación de los sistemas de alarma, del cerebro y de los órganos, se resuelven y recuperan satisfactoriamente (Shonkoff y Garner, 2012).

Las condiciones con el estrés tóxico son diferentes. Son situaciones persistentemente agresivas, de alta intensidad emocional y son producidas por los adultos significativos, que se supone tienen la responsabilidad de proteger al niño (Kisiel et al, 2014); por esto, los mecanismos de protección socioemocional son ausentes o insuficientes. En estos casos, la activación permanente de los sistemas de respuestas neurobiológicos al estrés se mantienen y se altera la respuesta de contra regulación, cuya función es regresar al nivel basal los neuromediadores liberados. Toda esa respuesta hormonal mediada centralmente por el cortisol y por los neurotransmisores dopamina, epinefrina y norepinefrina produce daño citotóxico a las neuronas, destruye las interconexiones dendríticas y genera daño axonal. Los mecanismos exactos mediante los cuales se producen esas alteraciones solo se conocen parcialmente. Dentro de estos se destacan los cambios epigenéticos como la metilación del ADN o la acetilación de las histonas que alteran la expresión genética sin cambiar la secuencia del ADN (Shonkoff y Garner, 2012). Así, el cerebro es el órgano que más se daña en el niño que es víctima de maltrato y violencia doméstica (Van den Pol y Manning, 2015).

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