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EL GOBIERNO DEL PUEBLO Y LA MORAL
El hombre —pensó él siempre— no cambia en su naturaleza profunda; por eso nos sirve el estudio de la historia romana. Ese hombre, que es el sujeto de la historia, es naturalmente egoísta y aprovechador; de ahí que cualquier tipo de sociedad degenere, para empezar a recuperarse cuando la degeneración ha llegado a un grado insoportable: el poder unipersonal degenera fatalmente en tiranía, contra la que los nobles se rebelan en nombre de una libertad que no es tal porque al poco tiempo se traduce en un régimen opresivo para el pueblo. Este cobra conciencia y fuerza y abate el régimen oligárquico para establecer una república popular, estructura que correspondería al ideal de Maquiavelo, pero no se mantiene: el interés personal, que Maquiavelo llama corrupción, hace degenerar esa libertad en licencia. Un ambicioso entonces aprovecha el descontento difuso para establecer en esa sociedad su dominio absoluto: y el proceso vuelve a empezar.16 “Del bien deriva el mal, del mal el bien”, dice Maquiavelo a propósito de lo mismo, en El asno de oro.17
Más lentamente fue madurando en él su idea fundamental: que el arte de conquistar, mantener y aumentar el poder no tiene nada que ver con la moral y que, por lo tanto, todos los tratados antiguos y medievales acerca de cómo debe ser el “buen príncipe” (cuyo prototipo podría ser el De regimene principum del cardenal Egidio Colonna) no tienen ningún asidero en la realidad de los hechos, que Maquiavelo llama “la realidad efectual”.18 En este terreno se ha producido el gran malentendido acerca del pensamiento de Maquiavelo, atribuible a la poca precisión con que se usa la palabra “política”.
Si limitamos su significado al “arte de gobernar”, indudablemente Maquiavelo da origen a una ciencia política basada en lo útil y completamente separada de la ética. Pero Maquiavelo no se ocupa sólo de los gobernantes. Él, que se jactaba de ser “hombre popular”, estudia, como especialista en ciencia política, no sólo a quien gobierna, sino también a quienes tratan de ser gobernados lo menos posible como, por ejemplo, la plebe romana antigua o el pueblo florentino de su tiempo. Él se considera un técnico en la materia y establece fríamente lo que debe hacer el príncipe para dominar y lo que deben hacer los pueblos para defender su libertad contra los príncipes. En esto consiste la ciencia. Pero sólo la técnica del poder está separada de la moral. La libertad, la república fundada en buenas leyes y defendida por sus ciudadanos, pertenecía —y todos los Discursos sobre la primera década de Tito Livio lo demuestran— al campo del “deber ser”, de la moralidad, porque, si el interés del príncipe comúnmente es opuesto al interés general, que es para Maquiavelo la medida de lo moral, los deseos populares coinciden casi siempre con el bien común, pues los integrantes del pueblo no tienen posibilidad de acceder al poder individualmente y por lo tanto desean naturalmente, para todos, la libertad.
El error principal de De Sanctis es justamente el de considerar que Maquiavelo justifica el poder absoluto con el interés general, cuando el escritor florentino, con la excepción del último capítulo de El Príncipe, estudia el poder absoluto sin justificarlo más que desde el punto de vista de una técnica al servicio de las ambiciones personales del príncipe, y en cambio dice explícitamente que ese poder es, en general, opuesto al bien común.
Los príncipes se mueven en el campo de la realidad efectual. El “óptimo príncipe” de Egidio Colonna pierde inevitablemente el poder; para conservarlo, tiene que observar las reglas que da Maquiavelo en su obrita: ser bueno cuando se pueda, parecerlo en cualquier caso, pero ser malo, mentiroso, incumplidor, asesino, cuando sea necesario.
Maquiavelo está orgulloso, moralmente orgulloso, de decir en voz alta la verdad y terminar con la hipocresía del “buen príncipe”. Pero, en los Discursos, dice con todas las letras que en la resistencia al despotismo está el “deber ser”.
“No el bien particular, sino el bien común engrandece las ciudades. Y, sin duda, solo en las repúblicas se cuida el bien común [...] Lo contrario sucede cuando hay un príncipe, porque en general lo que aventaja perjudica a la ciudad y lo que conviene a la ciudad lo perjudica a él.” (Discorsi sulla prima deca di T. Livio, II, 2.)
Además, considerando que el príncipe suele salir de la nobleza y, de todos modos, tiene entre los nobles los rivales que desean suplantarlo, puede interesar, como corolario, este otro pasaje: “Si se considera el fin de los nobles y de los que no son nobles, se verá en aquellos un deseo grande de dominar y en éstos solamente el deseo de no ser dominados y, por consiguiente, un mayor deseo de vivir libres”. (Ibidem, 1,5.)
LA VERDAD VIGILADA
Éstas eran las ideas de Maquiavelo cuando sobrevino la crisis política de 1512 que divide su vida en dos partes profundamente distintas, exactamente como el forzoso destierro había dividido en dos partes profundamente distintas, dos siglos antes, la vida de Dante.
La “realidad efectual” ha caído sobre el autor bajo la forma de pérdida del empleo, cárcel, tortura, confinamiento en el campo. Los caracteres del absolutismo ya no son objeto de estudio, sino de experiencia directa. Y acontece lo que Maquiavelo siente más en lo hondo: se termina la libertad de palabra.
No podemos, por eso mismo, leer El Príncipe con los mismos criterios con que leemos los ensayos sobre las condiciones políticas de Francia o Alemania, escritos en tiempos de la república, antes res pérditas.
En El Príncipe triunfa el realismo, pero es un realismo vigilado, lleno de precauciones. Y, a pesar de que esto es evidente, casi nunca se ha tenido en cuenta al juzgarlo. Maquiavelo no dice lo que no piensa, pero dice sólo la mitad de lo que piensa: la otra mitad la dice en El asno de oro, cuyos primeros cantos, por el momento, oculta cuidadosamente en un cajón. Puede que los esbirros de los Médici los hayan encontrado en el allanamiento y que en ello esté la causa de la tortura y de la posterior imposibilidad para el autor de recuperar el empleo.19
De todos modos, el descubrimiento que él había hecho, de que la historia no es una galería de ejemplos para educar a los niños, sino una ciencia implacable y de que la vida política debe ser analizada como es y no mitificada presentándola como debería ser, lo llena de orgullo. Él proclama su verdad como un desafío a la hipocresía mojigata, y latinamente llama virtuoso (porque es eficaz en su terreno, hace bien lo que hace) a César Borgia, que en los Decenales había presentado como una serpiente ponzoñosa (I, 388-408).
Este realismo lo lleva a adoptar en lo personal un criterio que se puede llamar oportunista y que conciliaba —según él, y yo no lo justifico— su interés particular de conservar o recuperar el empleo con el interés de Florencia de ser gobernada —dentro de la tragedia de la pérdida de sus libertades— lo mejor posible. Siempre fue partidario del “mal menor”. Hay varias pruebas de esta línea de conducta, además de la comparación de El Príncipe con los Decenales anteriores y El asno de oro contemporáneo. Si en El Príncipe aconseja al monarca que no mantenga las promesas cuando no le convenga, en los Discursos afirma que, donde el pueblo interviene en el gobierno y lo controla, los pactos se cumplen más fielmente que en una monarquía y que, por lo tanto, una alianza con una república es siempre más segura. (Indirectamente sugería a las potencias extranjeras que ayudaran en Florencia a la república.)20
Cuando el Papa León X, que desde Roma era, a través de sus parientes, el virtual señor de Florencia, le pidió que estructurara una nueva constitución para la ciudad, Maquiavelo le propone un curiosísimo proyecto de poder unipersonal a término, destinado a durar mientras viviera el Papa, para ser sustituido después por un régimen republicano minuciosamente descrito.21
Por otra parte él proclama legítimo el oportunismo cuando se trata del interés general. En los Discursos exalta al primero de los Brutos, quien simuló la locura para poder preparar más tranquilamente la revolución contra el rey Tarquino: “Conviene hacerse el loco, como Bruto; y bastante se hace uno el loco, alabando, hablando, viendo, haciendo cosas en contra de lo que se piensa, para complacer al príncipe”.22
Otras de las conclusiones a las que Maquiavelo estaba llegando cuando se produjo la crisis decisiva de 1512, era que la multiplicidad de pequeños estados en que Italia estaba dividida, con la secuela de las pequeñas interminables guerras internas en las que repúblicas y príncipes empleaban milicias mercenarias en su mayor parte extranjeras, debilitaba desastrosamente a la península destinándola a transformarse en dominio francés o español, a menos que, como Francia en tiempos anteriores o España en esos mismos años, se unificara. La virtual, aunque efímera unificación de Italia central, doce años antes, por parte de César Borgia, le hizo pensar que una de las ciudades-estados o uno de los príncipes italianos podían ser agentes de una unificación que, por más que se la quiera definir hoy como utopía, en ese entonces estaba en el ambiente. Cuando Julio II levantó la bandera antifrancesa con el grito de “¡Fuera los bárbaros”, se apoyaba en cierta conciencia colectiva. Hay que decir que muy pronto se reprodujo, en favor de Florencia, la circunstancia que, a principio de siglo, había favorecido a César Borgia: el vínculo de parentesco entre el eventual agente unificador y el Papa, puesto que el señor de Florencia, Juan de Médici, fue elegido pontífice con el nombre de León X, y dejó sólo nominalmente el gobierno de la ciudad en manos de su hermano Julián, y luego de la muerte de éste (1516), en las de su sobrino Lorenzo.
Esta coincidencia debió impresionar profundamente a Maquiavelo, que recordaba con qué facilidad César Borgia, apoyado interesadamente por el papado (que siempre se había opuesto a la formación de un estado unitario en la península, pero que, en esa oportunidad, por razones de parentesco, la favorecía), se había apoderado de Umbría, parte de las Marcas y Romaña, derrotando a los minúsculos señores de sus ciudades y a las milicias mercenarias de estos últimos. Ahora la situación se reproducía, pues un Médici ocupaba el trono de San Pedro. Y esta vez, en el año 1513, era Florencia, la ciudad a la que Maquiavelo amaba “más que a su alma”,23 la que se encontraba en la situación particularmente afortunada en la que se había encontrado, en 1500, César Borgia.
“EL PRÍNCIPE”, PERSONAJE TRÁGICO
El Principe, compuesto en 1513, en un momento marcado para el autor por la detención y la tortura, refleja todos esos elementos contradictorios.
La obrita consta, a mi modo de ver, de tres partes completamente distintas. La primera es la dedicatoria. No nos queda la originaria, a Julián de Médici, muerto en 1516. Tenemos, en cambio, la que Maquiavelo escribió para el sucesor y sobrino de éste, Lorenzo. Es la página más estilísticamente tradicionalista que Maquiavelo haya escrito, de períodos amplios y pesados, de acento obsequioso. Quiere hacer —dice— al príncipe de Florencia un regalo en sí humilde, pero que es el mejor que pueda ofrecer, pues es el resultado de largos años de estudios y experiencias. Luego expresa el deseo de que el destinatario “llegue a la grandeza que la suerte y sus demás cualidades le prometen”. A esta frase se limitaba la adulación característica de semejantes dedicatorias. Y no es difícil —a pesar del interés que Maquiavelo tenía en granjearse el favor de Lorenzo— descubrir una remota luz de ironía en ese haber puesto la suerte (es decir, el parentesco con el Papa) como la cualidad principal del homenajeado. Pero, aun tan limitada, esa alabanza debió pesarle.24
La segunda parte es la obra misma, con exclusión del último capítulo. De insólita brevedad, de estilo cerrado y enérgico, caracterizado por momentos por un esquematismo de tratado científico, dotado casi siempre de una pasionalidad reprimida por prudencia y por una búsqueda de imparcialidad que pareció cinismo, este libro es poderosamente unitario, porque es obra de un artista dramático, que ve la historia como una inmensa comedia o una inmensa tragedia. Y El Príncipe es un retrato, el retrato de un personaje trágico, arrastrado a cometer crímenes, a matar en sí al hombre, por la lógica férrea del poder.
No corresponde este retrato a un personaje histórico determinado, pero es coherente, pues reúne los rasgos comunes a César Borgia, Alejandro VI, Fernando el Católico Agátocles de Siracusa y muchos otros. Es un personaje trágico, sin amigos (sólo debe confiar en quien tiene un interés personal en serle fiel), más temido que amado, más preocupado por su imagen que por su ser, olvidado de sí mismo en tensión tremenda hacia los cuatro puntos cardinales, para no perderse ni un síntoma de peligro que podría ser mortal, ni el espacio huidizo de una posible conquista. Es el retrato de un jugador, absorbido y anulado por la pasión del juego, un juego en que se apuesta la vida misma vida. El adversario del príncipe en este juego es la Fortuna (con mayúscula), dueña de la mitad del destino: la otra mitad pertenece a la voluntad del hombre. Y en este sentido el príncipe es un personaje épico, porque es un luchador que está al acecho para aprovechar todos los atisbos de buena suerte y contrarrestar la mala suerte con toda la energía de su voluntad de poder.
Como buen autor dramático, Maquiavelo no puede reprimir su admiración despavorida por el personaje César Borgia cuando, encontrándose en situación sumamente desventajosa, sin armas, sin amigos, bajo la amenaza de una conspiración contra su vida, consigue rehacerse, eliminando fríamente, a traición, a todos los conjurados. Maquiavelo historiador, ciudadano florentino, hombre, había definido como la más inteligente de un conjunto de serpientes venenosas en lucha recíproca (Decenal I); Maquiavelo autor dramático ve en él a un potente personaje trágico; Maquiavelo teórico del arte de gobernar lo aplaude como prototipo del príncipe: siempre hizo lo más acertado para conquistar y mantener el poder. Cometió muchos delitos, pero no cometió delitos que para sus fines fueran inútiles. Maquiavelo da un ejemplo: el pueblo de Romaña era difícil de dominar. César Borgia mandó allí con plenos poderes a un gobernador enérgico y cruel que mantuvo el orden haciéndose odiar. Y bien: cuando el duque pensó que tanto rigor ya no era necesario, para evitar que se atribuyeran a él las crueldades pasadas, hizo que los habitantes de Cesena encontrasen una mañana al gobernador, “cortado en dos partes en la plaza, con un pedazo de madera y un cuchillo ensangrentado al lado”. El pueblo quedó —agrega el escritor— “satisfecho y estupefacto”.25
En “hacer bien lo que se hace” consiste la virtud en el vocabulario del Renacimiento, en que las palabras tienen su valor etimológico. Su raíz es Vir (hombre) y vale virilidad y, por lo tanto, según el concepto tradicional, energía, originalidad, eficacia. Entonces César Borgia, acaso el asesino de su hermano en Roma y seguramente el de sus compañeros de armas en Senigalia, que no tuvo reparo en cometer alevosos homicidios cuantas veces lo consideró conveniente a sus intereses, es un príncipe “virtuoso”, es decir, eficaz como príncipe.
La naturaleza misma del poder es demoniaca. En los Discursos sobre la primera década de Tito Livio, el escritor lo deja entender en más de una oportunidad. A propósito de la deportación de pueblos enteros por Filipo de Macedonia, dice: “Estos procedimientos son excesivamente crueles, enemigos de todo vivir no sólo cristiano, sino humano, y cualquiera debería desecharlos, eligiendo vivir como ciudadano privado y no como rey al precio de la ruina de tantos hombres. Sin embargo, quien no quiera emprender ese primer camino, que es el del bien, si se quiere mantener (en el poder), debe entrar en este mal”.26
El medio principal para obtener y conservar el poder es el engaño: “Alejandro VI no hizo nunca otra cosa, no pensó nunca otra cosa que no fuera engañar a los hombres, y siempre pudo hacerlo. Nunca hubo hombre que fuera tan eficaz en afirmar una cosa con los mayores juramentos, y que menos la pusiera en práctica. Y siempre tuvo éxito en sus engaños”. Más adelante, en el mismo célebre capítulo de El Príncipe: “Hay un príncipe en los tiempos presentes al que es mejor no nombrar (se trata de Fernando el Católico), quien no predica nunca otra cosa que paz y fe y es decidido enemigo de una y otra; y una y otra, si él las hubiera llevado a la práctica, varias veces le hubieran hecho perder la reputación y el estado”.27
Al principio de este mismo capítulo, Maquiavelo sostiene que el príncipe debe saber ser hombre cuando le convenga y, cuando le convenga, bestia, alternando, según las circunstancias, la ferocidad del león con la astucia del zorro, no manteniendo las promesas sino mientras mantenerlas dé fruto político. Estas recomendaciones, y otras del mismo tipo que forman el sistema, le han proporcionado a este librito su fama de “manual del perfecto tirano” y a su autor la caracterización completamente desenfocada de teórico de la razón de estado al servicio del poder absoluto.
EL CORAZÓN ESTÁ CON LA LIBERTAD
Hay que observar que los elogios de Maquiavelo a los peores tiranos son exclusivamente técnicos. El entusiasmo que tiembla en sus palabras cuando en los Discursos habla de las libertades republicanas, en El Príncipe falta completamente (exceptuando siempre el último capítulo), sustituido por el orgullo del pensador que dice la verdad donde los demás la ocultan y por cierta euforia estética del artista frente al personaje trágico que está moldeando. Él siente este carácter “poético” de su príncipe. Una vez, en 1525, escribiendo a Guicciardini, se firma así: “Niccolò Machiavelli, istorico, comico e tragico”.28 “Istorico” se refiere a las Storie fiorentine, que en ese entonces estaba componiendo; “Comico” al sector jocoso de su labor literaria y especialmente a La Mandrágora, que en esos días se estaba representando, y “Tragico”, evidentemente a El Príncipe, pues no hay entre sus escritos ninguna tragedia propiamente dicha.
Maquiavelo no aconseja nunca al pueblo que obedezca a su príncipe. Se comporta en este librito con la misma objetividad de que generalmente hace gala en los Discursos, donde hay un capítulo sobre el Decenvirato romano en que el autor se propone mostrar “muchos errores cometidos por el senado y la plebe en daño de la libertad y muchos errores hechos por Apio, jefe del Decenvirato, en desmedro de la tiranía que se había propuesto establecer en Roma”.29 El corazón de Maquiavelo está con la plebe y la libertad: por momentos lo dice y siempre lo deja entender. Pero, cuando se trata de la ciencia política, es decir, de la política que él por primera vez presenta como ciencia, anota diligentemente y demuestra los errores y aciertos de las partes contendientes, desde el punto de vista de los fines que cada una se propone. No es que prescinda de la moral: la moral está del lado del pueblo y de la libertad, y lo dice; pero el aspecto técnico tiene una positividad y una negatividad distintas de las del aspecto moral. Esto, en los Discursos sobre la primera década de Tito Livio. En El Príncipe prevalece la consideración técnica por dos razones: por el tema circunscrito, que admitía al pueblo sólo como contrapartida necesaria del protagonista, y por el hecho de tener la obra un carácter circunstancial, desgajada como había sido de los Discursos, porque el tema había cobrado repentina y pavorosa actualidad en Florencia. Se podría agregar una tercera razón; y es que en Florencia había desaparecido la 1ibertad de palabra, Maquiavelo acababa de ser sometido a la tortura y, por otra parte, alimentaba la esperanza, justamente gracias a sus conocimientos técnicos, de recuperar el empleo.
Pobre oportunismo, el de Maquiavelo. Oigamos las instrucciones que da a su príncipe, en el caso de que se haga dueño (como les había ocurrido a los Médici) de una ciudad acostumbrada a vivir libre, es decir, de una república. Me refiero al capítulo V, en el que el autor sostiene que la forma más segura de mantener el dominio sobre ese territorio es destruir la ciudad. Dice: “Quien se adueña de una ciudad acostumbrada a vivir libre y no la destruya, prepárese a ser destruido por ella; porque siempre tiene como refugio, en la rebelión, el nombre de la libertad y sus antiguos ordenamientos, los cuales, ni por largo tiempo que transcurra, ni por beneficios que se reciban, nunca se olvidan. Y por más que se haga, si no se dispersa a los habitantes, éstos recuerdan aquel nombre y aquellos ordenamientos y en seguida, al menor accidente, vuelven a ellos [...]”
Aquí, lógicamente, saldría a relucir el ejemplo de Florencia, que, en 1494, aprovechando la invasión de Italia por Carlos VIII, se había levantado contra los Médici. Prudentemente Maquiavelo se reprime y da un ejemplo menos ajustado, el de Pisa: “[...] como hizo Pisa después de cien años de servidumbre bajo el dominio florentino”. Eso había ocurrido en la misma ocasión y en el mismo año del otro hecho que hubiera sido más natural, pero más imprudente haber evocado y surge por asociación de ideas, como sustitutivo apresurado.30
Sigue el autor comparando esta situación con la de alguien que se haga dueño de una ciudad acostumbrada al principado, cuya dinastía se haya extinguido o haya sido eliminada violentamente. Los súbditos entonces —dice Maquiavelo— “estando por un lado acostumbrados a obedecer y por otro no teniendo más al príncipe anterior, para nombrar otro entre ellos no se ponen de acuerdo, vivir libres no saben; de modo que son más lentos en tomar las armas...” Y reafirma: “En cambio en las repúblicas hay mayor vida, mayor odio, más deseo de venganza; no los deja, ni puede dejarlos descansar la memoria de la perdida libertad: de modo que el camino más seguro es destruirlas (aquí Maquiavelo recuerda de nuevo que vive en Florencia bajo los Médici, y agrega una coma y una recomendación supletoria de último momento), o habitar en ellas”. Con este último recurso sin desarrollos, el autor trata de evitar que los Médici consideren este capítulo como una velada amenaza, pues ellos mismos eran ciudadanos de Florencia y tenían allí su palacio. Pero en este capítulo, que es un verdadero canto de libertad o muerte, la voz del Maquiavelo republicano y “popular” se hace sentir con una intensidad mayor que en los versos citados de El asno de oro.
Cierto que, en el resto de este pequeño libro, la impasibilidad del técnico indiscutiblemente domina. Pero también es cierto que El Príncipe no sirvió para que los señores de Florencia olvidaran que Maquiavelo había sido el organizador de las milicias destinadas a cooperar en la resistencia contra ello.31 Sólo más tarde, en 1520 Maquiavelo empezó a recibir algún encargo: en ese año León X le pidió ese proyecto de constitución para Florencia del que ya hablamos y que quedó en letra muerta y, más tarde aún, se le pidió que escribiera la historia de la ciudad. No era ésta, precisamente, la tarea que él deseaba, una tarea en que pudiera contribuir, no a escribir, sino a hacer historia.32