Kitabı oku: «Historia nacional de la infamia», sayfa 3
Primera parte
Espacios
1. Una sola mirada al escenario del crimen
La justicia y la publicidad en el espejo de los jurados criminales
Entre 1869 y 1929, la capital mexicana albergó la institución que mejor ha encarnado las posibilidades y los límites de la búsqueda de la verdad en el crimen: el sistema de jurados en los juicios penales. Un grupo de residentes de la ciudad, de sexo masculino y seleccionados al azar, tenía el poder de decidir sobre los hechos en casos de delitos graves. Los abogados y los jueces mantenían un papel prominente en el proceso y las voces de los testigos y los sospechosos también se escuchaban durante las audiencias públicas, pero la decisión sobre la justicia estaba básicamente en manos de unos cuantos hombres de bien que, al carecer de cualquier tipo de interés directo en el conflicto en cuestión, votaban con base en su conciencia y, de ese modo, representaban a la opinión pública. A pesar de las constantes críticas que recibían por parte de juristas y otros expertos, los jurados populares, como se les llamaba con frecuencia, funcionaron con suficiente transparencia e independencia como para alcanzar una autoridad considerable. Para los años veinte del siglo pasado, la institución había alcanzado la cúspide de su influencia, pero fue abolida en 1929 mediante un decreto presidencial que reemplazó el código penal del Distrito Federal. A partir de entonces los procesos criminales siguieron un sistema inquisitorial, idéntico al establecido en otras jurisdicciones, que mantenía la mayor parte del trabajo de los fiscales y los jueces fuera de la mirada pública. Las razones por las que se abolió el sistema de jurados, como veremos, fueron a la vez políticas y jurídicas. En todo caso, a partir de 1929, el proceso penal se volvió completamente opaco para los ciudadanos comunes.
Durante los años veinte, los juicios por jurado eran reconocidos en la esfera pública como los lugares donde distintos actores presentaban narraciones y explicaciones del crimen a una amplia variedad de públicos. Los casos famosos movilizaban el creciente poder de los periódicos y la radio, y eran particularmente fascinantes para sus audiencias, porque exponían la subjetividad de aquellos actores al escrutinio inquisitorio del público y, simultáneamente, canalizaban la crítica al régimen posrevolucionario.1 Los juicios por jurado funcionaban como telón de fondo de influyentes debates sobre la feminidad y, a su vez, contribuían a la transformación del papel de la mujer en la vida pública —si bien, como veremos, no necesariamente de un modo que las empoderara—. Los juicios por jurado fueron un lugar clave para la construcción del alfabetismo criminal y catalizaron el surgimiento de públicos que harían frente al problema de la violencia y la impunidad en las décadas posteriores. Los estudios de los jurados criminales en otros países enfatizan su papel como espacios de la esfera pública en los que es posible explorar muchos temas además de la justicia: las emociones, los roles de género, la privacidad o la cuestiones raciales. Estos juicios se parecían al teatro y, en efecto, resulta tentador verlos como un escenario en el que una variedad de interesantes tramas y papeles se representaban en forma de melodrama. Las expectativas cambiantes de las mujeres en relación con lo violento y lo doméstico se ponían en juego en este teatro. En México, sin embargo, los juicios por jurado eran también el escenario principal para la búsqueda de la verdad y la justicia. Múltiples actores, desde los abogados y los propios sospechosos hasta el público y los periodistas, participaban en debates contenciosos, mientras los miembros del jurado evaluaban las versiones rivales.2 Los agentes del Estado tenían sólo un limitado control del proceso. El resultado fue el surgimiento de un escepticismo duradero con respecto a la ley. Observar la forma de operar de esta clase de juicios más allá de la estructura del melodrama muestra cómo las mujeres y los adversarios políticos del gobierno también podían utilizarlos para cuestionar su subordinación.
Tras una breve historia de los juicios por jurado y su contexto político, este capítulo describirá su operación recurriendo a los testimonios de sus defensores y de sus detractores. Parecería que estos juicios no tenían nada de serenos o balanceados: los debates entre los abogados acerca de un caso particular podían ser tan mordaces como las disputas acerca de la forma en que funcionaba la institución. La pregunta básica que dividía esas opiniones era si los miembros del jurado podían ser manipulados fácilmente mediante viles recursos emocionales o intereses ocultos, o si eran los custodios de una institución verdaderamente democrática. La segunda parte del capítulo abordará un caso famoso que marcó el cénit de la influencia del juicio por jurado en la esfera pública, cuando en 1924 una muchacha fue absuelta tras asesinar a un político. La tercera parte estudiará la caída de la institución, tras el juicio en 1928 del asesino del presidente electo, en un veredicto que se alcanzó en el contexto de la presión política, el conflicto religioso y el interés obsesivo de los medios. Estos dos casos ejemplifican otro legado perdurable de los juicios por jurado: la justificación abierta, por parte de ciertos miembros de la sociedad civil, de la justicia informal y el castigo extrajudicial como las mejores maneras de lidiar con las limitaciones del Estado.
HISTORIA Y ESTRUCTURA
Los juicios por jurado, establecidos tras el medio siglo que siguió a la Independencia, un periodo marcado por la guerra civil y la invasión extranjera, prometían una forma ilustrada de abordar los conflictos que todavía asolaban a la nación en todos los niveles de la vida pública y privada. El ministro de Justicia Ignacio Mariscal y otros liberales que propusieron esa institución la identificaban con la democracia y el progreso, y ofrecían una genealogía prestigiosa: el jurado era una invención de la Antigüedad clásica, perfeccionada por el pueblo inglés, codificada por la Revolución francesa y adoptada por Estados Unidos.3 En México, el Congreso Constituyente de 1856, convocado por una coalición liberal, debatió la idea de incluir jurados criminales en la nueva Constitución y faltaron sólo dos votos para lograr su aprobación. Tras la guerra civil con los conservadores (1857-1861) y la invasión francesa que impuso la última monarquía (1861-1867), el mismo grupo de liberales volvió a insistir en la idea. Esta vez establecieron juicios por jurado en el Distrito Federal por medio de una ley que propuso Mariscal, que el Congreso aprobó casi por unanimidad y que el presidente Benito Juárez firmó en abril de 1869. Como un espacio en el que los ciudadanos comunes podían, al menos en teoría, intervenir directamente en el proceso de la justicia, el “jurado popular” parecía ser una animada expresión de la soberanía popular.4 Había un antecedente mexicano que Mariscal evitó reconocer. Desde la década de 1820 y hasta 1882, con algunas interrupciones debido a la inestabilidad política, se había juzgado mediante jurados a los periodistas. En 1869, sin embargo, Mariscal trató de no dar la impresión de que los jurados criminales tendrían las mismas fallas que los jurados de prensa, que muchos consideraban caóticos y predispuestos a favor de los sospechosos.5
Los partidarios del jurado creían que podía enseñarle a la población a afrontar complejas situaciones éticas y políticas y, al mismo tiempo, redimir un sistema de justicia que carecía de autoridad. Benjamin Constant, una fuerte influencia para los primeros liberales mexicanos, sostenía que el jurado era un pilar de la gobernanza porque canalizaba el interés de los particulares en la ley.6 El jurado era valioso porque le permitía a los ciudadanos ordinarios no sólo hacer cumplir la ley, sino también trascenderla, utilizando su sentido común para llevar a cabo una función básica de la opinión pública en su papel clásico de juzgar la reputación de las personas. A pesar de que sólo se les pedía decidir acerca de los hechos de un caso, los miembros del jurado llevaban más lejos su sentido común, apropiándose de las emociones del juicio y adoptando una perspectiva negativa de la ley cuando pensaban que era defectuosa. Los miembros del jurado en los casos criminales ponían su conciencia por encima de la letra de la ley y las instrucciones de los jueces. Para ese prócer liberal que fue Guillermo Prieto, el exceso de orientación de las autoridades alteraba la esencia del jurado y lo convertía en una mera rama del sistema judicial.7 Si la educación podía conducir a la injusticia, la ignorancia era una virtud.
Y la ignorancia no era difícil de conseguir. Para 1869, la legislación penal era todavía un revoltijo de códigos coloniales, leyes nacionales y normas tradicionales. La turbulencia y la guerra civil habían vuelto a los magistrados vulnerables a la corrupción, a las presiones políticas o, en el caso de los jueces de los tribunales inferiores, a la inexperiencia. Los liberales argumentaban que sólo la participación directa de los ciudadanos podía remediar tal “podredumbre judicial”.8 La naturaleza democrática del jurado le ayudó a ganarse el amplio apoyo que consiguió desde el inicio, como testimonio de las dificultades de las que el país acababa de salir airoso. Escribiendo desde El Monitor Republicano, “Juvenal” sostenía que el pueblo tenía que reivindicar el poder de juzgar: “No deleguemos en manos del poder —exhortaba— […] facultades que con tanto trabajo, que merced a tantos esfuerzos, hemos podido quitarle.” Mariscal sostenía que el jurado era un nuevo derecho del pueblo mexicano: como una representación del pueblo, el jurado prevendría la politización de la justicia y otros abusos de poder.9
Más que un derecho, el jurado era una expresión de la soberanía popular, una representación directa de la voluntad popular por medio de la conciencia de los particulares. El ideólogo liberal Ignacio Ramírez explicó que “el pueblo soberano” era el juez por antonomasia, del mismo modo en que lo había sido en la plaza pública de la Antigüedad y en ese momento lo era en Estados Unidos.10 Según la ley de 1869, no podía apelarse en contra de los veredictos del jurado si nueve de once de sus miembros estaban a favor de una condena. Una mayoría simple era suficiente para obtener un veredicto, aun si éste conducía a la pena de muerte. En los años siguientes, los críticos vieron en esta autoridad tan amplia una aberración provocada por el idealismo. Reformas posteriores le dieron a los jueces la autoridad para escuchar apelaciones en contra de la decisión del jurado en caso de un error de procedimiento, pero mantuvieron la excepción cuando el voto era casi unánime. La premisa era que sólo los ciudadanos particulares podían ser honestos y estar libres de la influencia del dinero y del poder que tan fácilmente corrompía a los funcionarios públicos. Cada miembro del jurado decidía desde el subjetivo ámbito de sus convicciones, donde no tenía que rendirle cuentas a nadie, con excepción, quizá, de dios.11 Así, por ejemplo, incluso si a un miembro del jurado se le pedía votar acerca de los hechos del caso, tenía la libertad de emitir su fallo con base más bien en su valoración de la moralidad de la acción del sospechoso. A diferencia del juez, al “aplicar la ley moral que cada hombre lleva en su conciencia”, el miembro del jurado estaba por encima de la letra de la ley y las intenciones del legislador.12
La letra de la ley, sin embargo, era equívoca con respecto a las obligaciones del jurado. La preguntas que le hacía el juez se restringían a hechos concretos (“¿J. Jesús Rodríguez Soto, es culpable de haber privado de la vida a Marcos Tejeda Soto, infiriéndole la lesión descrita en el certificado médico respectivo?”, o “¿La muerte de N. fue debida a la peritonitis determinada por la herida?”).13 No obstante, cuando los miembros del jurado comenzaban a deliberar, debían jurar: “¿Protestáis desempeñar las funciones de jurado sin odio ni temor y decidir, según apreciéis en vuestra conciencia y en vuestra íntima convicción, los cargos y los medios de defensa, obrando en todo con imparcialidad y firmeza?”14 Más allá de esa demanda subjetiva, la ley no imponía regla alguna para el modo en que los miembros del jurado debían llegar a sus decisiones. Después de todo, la autoridad del jurado residía en la conciencia individual de cada uno de sus miembros: lo que importaba no era su inteligencia ni su conocimiento, sino su creencia sincera en el valor moral de las acciones del sospechoso.15
Desde el inicio, el juicio por jurado provocó resistencia por parte de ciertos sectores de la profesión jurídica. Al principio, los abogados podían ver el beneficio de un sistema que aumentaba la imparcialidad de los jueces. Antes de que a los jurados se les asignara la tarea de decidir sobre hechos concretos, los jueces tenían que llevar a cabo el doble papel de fiscal y mediador, reuniendo pruebas y luego dictando la sentencia. El jurado popular, así como la oficina fiscal especial creada para complementar su tarea, le dejarían al juez el trabajo de coordinar el proceso y decidir sobre asuntos relacionados con la ley, lo cual le permitiría conservar su imparcialidad. Pero a medida que la profesión jurídica creció en tamaño y especialización, algunos comenzaron a hacer comentarios críticos de dicha “mejora democrática” en la administración de la justicia.16 Así, a la ley de 1869 le siguieron decretos y legislaciones que reflejaban un creciente escepticismo. El Tribunal Superior del Distrito Federal propuso eliminar los jurados criminales desde 1880. En lugar de eliminarlos, el código de procedimientos penales de 1881 para el Distrito Federal redujo el alcance del jurado a crímenes con una sanción de más de dos años de prisión. Un nuevo código de procedimientos de 1894 limitó aún más los delitos sobre los cuales los jurados podían decidir y expandió el papel de los jueces. Más delitos, como la bigamia, se excluyeron en 1902, y en 1907 el trabajo de los jurados quedó restringido a delitos con sanciones de más de seis años de prisión; también se exceptuaron casos que involucraran duelos, adulterio y ataques a funcionarios públicos. Durante esos años, otros estados que también habían tenido jurados criminales los abolieron.17 Poco antes de la Revolución, los juristas auguraban que el jurado popular tenía los días contados. Sin embargo, el Primer Jefe Venustiano Carranza incluyó el jurado popular en su proyecto para una nueva Constitución a fines de 1916 y en esa oportunidad los diputados constituyentes lo aprobaron.18 Las regulaciones para el Distrito Federal se mantuvieron vigentes hasta 1929, cuando se aprobó un nuevo código penal. La posibilidad de recurrir a jurados en lugar de jueces permaneció en la Constitución hasta 2008, pero únicamente para unos cuantos delitos, como la traición y la difamación.
Los críticos del sistema de jurados se mostraban pesimistas acerca del ciudadano promedio y su capacidad para expresar la voluntad popular. Para Santiago Sierra, la ilusión de “nuestra experiencia democrática” había consagrado una institución que era un reflejo mediocre y efímero de la justicia.19 Cuarenta años después, otro porfirista, Francisco Bulnes, sostenía que la autoridad del jurado debía restringirse porque “no merecemos justicia, porque no la merece el que no sabe hacerla”.20 Bulnes describía el jurado en México como una mala parodia de modelos augustos: “Los veintiséis hombres justos de la pudibunda Inglaterra, primitivos representantes solemnes del pueblo en sus actos de justicia, se transformaron en México en doce léperos que felicitaban a los violadores por los buenos cueros que habían disfrutado, se mofaban de los maridos víctimas de escandalosos adulterios, admiraban el honor exquisito de los matadores de sus concubinas o de mujeres públicas, ardían de entusiasmo con el heroísmo de los rijosos, la astucia de los asesinos madrugadores, las estratagemas de los ladrones”.21 Sin embargo, la acusación más coherente en contra del jurado vino del prominente abogado Demetrio Sodi, un jurista que adquirió considerable influencia y riqueza durante el porfiriato. Sodi publicó El jurado en México en 1909, en el que promovía la eliminación del juicio por jurado, cuyo fin creía inminente: la mayor parte de los estados ya lo habían abolido, estableciendo “procedimientos más acordes con el progreso científico del derecho criminal”.22 El libro se hacía eco de la crítica positivista en contra del liberalismo, pero enfatizaba la perspectiva de que la profesión jurídica ya había adquirido un mayor prestigio para ese momento. Sodi sostenía que el jurado no era una institución democrática —¿cómo podía serlo, si las listas las producían los funcionarios de gobierno de manera arbitraria?— y descartaba la idea de que los jurados fueran necesarios debido a las fallas de la institución judicial. Incluso si la mayoría de los jueces carecían de una educación de calidad, los defectos del jurado eran de tal magnitud que abolirlo era una mejor opción. Con base en su larga experiencia judicial, Sodi combinaba las citas habituales de autoridades legales con anécdotas insólitas de juicios por jurado reales. Al enumerar las muchas maneras en las que la justicia podía ser socavada, señalaba que uno de los peligros más grandes eran las argucias y la retórica de los abogados, “porque los jurados deciden por impresión y no por íntima convicción”.23
Los informes de frecuentes irregularidades en el juzgado respaldaban las peticiones de abolir los jurados populares. Los espectadores en la sala trataban de influir en el jurado con sus escandalosas reacciones a los discursos y los testimonios. En algunos casos se descubrieron sobornos y amenazas. Los miembros del jurado a menudo apresuraban sus conclusiones, sin darse tiempo de sopesar las pruebas con seriedad. Los abogados recurrían a la sofistería o se tomaban atribuciones que no les correspondían. Las acusaciones más fuertes a los juicios por jurado surgieron a partir de unos cuantos casos particularmente escandalosos en los que los jurados exoneraron a sospechosos de crímenes graves como el homicidio. A pesar de que los periódicos cubrían la mayor parte de estos acontecimientos como algo rutinario, algunos ejemplos parecían particularmente indignantes y dieron pie a las primeras solicitudes de abolir la institución o suspender temporalmente las garantías constitucionales. Se escribieron obras inspiradas en esas injusticias y hubo una amplia cobertura de exoneraciones particularmente lamentables porque eran resultado de votos del jurado que contradecían las pruebas. Incluso ante las múltiples confesiones de un sospechoso, como sucedió en el caso de Felipe Guerrero, acusado de asesinato en 1895, los jurados no siempre emitían un veredicto de culpabilidad. Para los críticos, la conclusión era simple: el tipo de gente que servía en los jurados era egoísta y por lo tanto simpatizaba con el criminal, o bien era tan crasa y vulgar que no lograba ver la aberración del crimen.24
Estos argumentos pasaban por alto el hecho de que, en muchos casos, la exoneración se apoyaba en contundentes pruebas y de que, en otros, los veredictos de culpabilidad conducían a la pena de muerte.25 De acuerdo con una cuenta realizada en 1929 por unos jueces que presidían juicios por jurado, de 260 casos, 70 por ciento resultó en sentencia de culpabilidad, 5 por ciento había sido de “veredictos absurdos, principalmente por defectos de acusación” (en los que los fiscales solicitaban severos castigos por delitos menores) y, el resto, exoneraciones por “delitos de orden pasional”.26 Las cifras, a pesar de ser parciales, contrastaban favorablemente con los datos reunidos en 1880, cuando los jurados en una pequeña muestra de casos absolvieron a más de 70 por ciento de los acusados.27 La mejoría, sostenían los periódicos, era resultado de su cobertura, que había vuelto más transparente la operación del juicio. Hasta la selección del jurado podía volverse un evento público, al punto de que los periódicos mostraban nombre y retrato de los elegidos.28
El perfil social de los miembros del jurado era la razón principal por la cual los abogados profesionales se oponían a este sistema. Según la ley de 1869, los jurados se componían de once miembros. No había requisitos de ingresos, pero se exigía de sus miembros “No ser empleado, ni funcionario público, ni médico en ejercicio, ni tener otra ocupación que impida disponer con alguna libertad del tiempo sin privarse del jornal o sueldo necesario para su subsistencia.”29 Sólo tenían que ser, explicaban los legisladores, hombres de “buenas costumbres y buen sentido común”.30 Así pues, las exclusiones se basaban en el estatus social, no en la ideología. Los analfabetas quedaban excluidos, al igual que los artesanos y, más tarde, aquellos que estuviesen por debajo de cierto nivel de ingresos. Lucio Duarte, dueño de una pulquería, logró que lo excusaran de su obligación de ser jurado “por carecer de los conocimientos que deve [sic] tener la persona que desempeñe tal comisión”.31 Los extranjeros con tres años de residencia y los antiguos partidarios del Segundo Imperio, a quienes en otras instancias se consideraba traidores, podían ser incluidos —después de todo, solían ser hombres educados, de clase alta—. En 1880, el liberal moderado Santiago Sierra abogó por un jurado más pequeño “pero bien elegido entre ciudadanos que reunieran ese conjunto de cualidades que constituyen la honorabilidad”.32 Una reforma de 1891 a la ley redujo a nueve el número de miembros del jurado y estableció que debían ganar cien pesos al año o tener una profesión.33
Antes de cada juicio, los nombres de los miembros del jurado se extraían al azar de una lista de “personas caracterizadas” en cada barrio, recopilada por las autoridades municipales.34 En la práctica, el perfil social de los miembros del jurado estaba determinado por el proceso de selección de los nombres en la lista. Muchos ciudadanos pedían que se les excluyera por motivo de enfermedad, ignorancia, sordera, vejez u otras razones. Los que tenían amigos en el gobierno podían ser borrados fácilmente. El resultado eran listas arbitrarias, incompletas y no actualizadas, que a menudo incluían a personas inexistentes. Según un juez, esto causó “graves inconvenientes, que poco a poco, destruye[ro]n y enerva[ro]n la institución de Jurados”.35 Los jurados, decían sus críticos, incluían a gente con poca educación, comerciantes, inmigrantes españoles de baja calaña y motivados por el interés, e incluso a borrachos. Demetrio Sodi denunció la existencia de “miembros del jurado profesionales”, también conocidos como “coyotes” o “milperos”, que conocían muy bien los procedimientos legales. Eran “vagos” que se las ingeniaban para ser seleccionados en los jurados con el fin de recibir el pequeño estipendio que correspondía a la tarea. Su truco era adivinar el resultado que el juez deseaba, de modo que los “seleccionaran” de nuevo.36 Veinte años después, los periódicos seguían ridiculizando a los miembros del jurado que se vendían al mejor postor, que no representaban “la ingenuidad limpia y espontánea del ciudadano humilde”, sino más bien la astucia de personajes urbanos superficialmente educados que buscaban aprovecharse de los intersticios de un sistema defectuoso. Al convertir el servicio en el jurado en un oficio, pervertían los objetivos de la institución y hacían posible una “sentina amenazadora donde la corrupción hierve y burbujea”.37 La corrupción podía jugar a favor o en contra de cualquiera de las partes. En 1929, los miembros de un jurado en un caso de asesinato vinieron juntos desde Iztapalapa; eran, según El Universal, “indios” enviados por un cacique. Durante un receso de las sesiones en el juzgado, almorzaron con un empleado de la defensa que les dijo cómo votar.38
Un vistazo al resto de los participantes en los juicios sugiere que en efecto había otros actores que podían socavar esa expresión de la soberanía popular que era el jurado. Los jueces controlaban el proceso de los juicios antes de la audiencia pública final. Estaban a cargo de la fase de investigación inicial del proceso, que consistía en reunir todas las pruebas en un archivo escrito. Las audiencias públicas ante el jurado comenzaban con la lectura por parte del secretario del juzgado de la acusación del fiscal y del contraargumento de la defensa, con una monotonía tal, que dormía tanto a los miembros del jurado como al público. Luego los sospechosos respondían preguntas y se le presentaban pruebas adicionales al jurado. Durante esta fase, según la ley, el juez “puede hacer cuanto estime oportuno para el esclarecimiento de los hechos: la ley deja a su honor y conciencia el empleo de los medios que puedan servir para favorecer la manifestación de la verdad”.39 El juez era el actor más activo y poderoso en el proceso judicial, el que interrogaba y reñía a los sospechosos si sus declaraciones contradecían cualquiera de las pruebas existentes o si decían no recordar los hechos. Según Carlos Roumagnac, un observador avezado del mundo del crimen y las prisiones, los jueces actuaban bajo el supuesto de que el sospechoso era culpable y dejaban de lado “la calma, la imparcialidad, y en muchos casos hasta la piedad, que […] deben ser las principales características del verdadero juez”.40 Los jueces perdían parte de su poder en la siguiente fase del juicio, cuando el fiscal y el abogado defensor resumían el caso utilizando todas sus herramientas retóricas. Ése era el momento en el que todos ponían atención y en el que la retórica adquiría un papel central, porque los abogados defensores hábiles podían voltear a los miembros del jurado y al público en contra del fiscal.41
Los abogados desplegaban las herramientas de la retórica y la emoción personal, socavando la estructura del proceso establecido por la ley. El código le indicaba a los fiscales que debían limitar sus conclusiones a “una exposición clara y metódica de los hechos imputados al acusado”, sin citar autores ni leyes, y le permitía al abogado defensor hablar “con toda libertad sin más prohibición que la de atacar a la ley, a la moral o a las autoridades, o injuriar a cualquiera persona”.42 En la práctica, sin embargo, había un margen de libertad considerable. Si bien el juez podía detener los discursos si éstos transgredían estos límites, los abogados utilizaban una variedad de recursos para influir en los miembros del jurado. Algunos comenzaban con bromas. Los fiscales citaban a criminólogos para poner énfasis en las características evidentemente criminales del sospechoso. Ambas partes desplegaban “las figuras retóricas de relumbrón y los golpes escénicos” en los que la inspiración literaria cobraba mayor prioridad que los hechos.43 Pero la defensa era la que realmente podía recurrir al arte para suscitar emociones y motivar la empatía de los miembros del jurado hacia los sospechosos. Provocar los mismos sentimientos hacia las víctimas era más difícil, pues resultaba más sencillo imaginar la venganza que el sufrimiento.
La habilidad para movilizar la sentimentalidad por encima de la ley volvió muy populares a ciertos abogados defensores. Eran oradores talentosos a quienes se veía como artistas cuyo trabajo tenía relevancia política. El más conocido de ellos era Querido Moheno. Abogado y miembro del congreso durante el porfiriato, Moheno abogó por un régimen parlamentario y fuertes restricciones a los derechos al voto con el fin de garantizar una transición pacífica tras el fin de la benévola dictadura del envejecido Díaz. Esto significó, en los escritos de Moheno, un papel dominante para la opinión pública, a la que definió como la voz de los sectores más educados de la sociedad. Durante la guerra civil que comenzó con el golpe en contra del presidente Francisco I. Madero en 1913, Moheno se unió al gabinete del general Victoriano Huerta y tuvo que salir del país con el triunfo de la Revolución. Volvió en 1920, aparentemente renunciando a la política, para trabajar como periodista y abogado defensor en la Ciudad de México. Durante esa década, sus discursos, algunos de los cuales duraban varias horas, se elogiaban como obras de arte, mientras que sus columnas en el periódico arremetían en contra del régimen posrevolucionario. Era tan popular, que el público le aplaudía desde antes de que comenzara a hablar y los oyentes celebraban la conclusión de sus discursos con “Gritos, aplausos, llanto, manos que se extremecían [sic], todo confundido en el homenaje al gran tribuno”; incluso lo llevaban en hombros, a pesar de su peso considerable.44 Sus éxitos en el juzgado a menudo se interpretaban como victorias políticas. Los diputados oficialistas en el congreso se referían a él como “el cínico de Querido Moheno, que no conforme con haberse manchado con el crimen del huertismo, todavía así quiere mancharse con su complicidad en todos los crímenes de las mujeres prostitutas de la Ciudad de México”.45 Moheno utilizaba todos los recursos de la oratoria para persuadir a los miembros del jurado de votar a favor de la exoneración, al combinar los preceptos básicos de la retórica clásica con una astuta manipulación de las emociones del público.
Moheno compartía las ideas del sociólogo político Gustave Le Bon acerca de las masas. Por ello, hacía del juicio por jurado la pieza angular de una teoría política más amplia acerca del papel de las emociones y la violencia en la vida pública. Le Bon, admirado tanto por los porfirianos como por los revolucionarios, sostenía que las multitudes podían ser estudiadas y manipuladas como organismos vivos. Las describía como impulsivas, simplistas, autoritarias y conservadoras. Los jurados eran sólo una variedad particular de esas masas y, como tales, los influía más la imaginación que el razonamiento o las pruebas. Le Bon ofrecía unas cuantas reglas para influir en los jurados: explotar su tendencia a ser indulgentes con los delitos que por lo regular no los afectan, modificar el discurso según las reacciones del jurado y dirigirse a aquellos que aparenten ser los líderes del grupo.46 El Universal tradujo esto al contexto mexicano: “Un jurado es una colectividad. Y una colectividad no obra por razones, sino por sentimientos. A una colectividad nada ni nadie la convence; pero antójase hasta cierto punto fácil conmoverla. Y conmoverla es vencerla, anonadarla, aun con riesgo de la justicia.”47 Desde esta perspectiva, las emociones podían ser un fundamento legítimo para los veredictos; se asumía que los miembros del jurado simplemente canalizaban el juicio de la opinión pública. Esto obviamente contradecía el modelo de la verdad racional, lógica, que se suponía caracterizaba las investigaciones judiciales. Pero funcionaba como parte de las estrategias retóricas de Moheno. A menudo se rehusaba a fundar su defensa en detalles factuales; argumentaba que el destino de sus clientes “no ha de resolverse por esas minucias sino por los grandes hechos y las grandes generalizaciones”.48