Kitabı oku: «Historia nacional de la infamia», sayfa 4
Para Le Bon, “conocer el arte de impresionar la imaginación de las masas es conocer el arte de gobernarlas”.49 Las implicaciones políticas de estas ideas fueron particularmente relevantes en el México de los años veinte. En manos de Moheno, hicieron de la oratoria un arma en contra del abuso del poder por parte del régimen posrevolucionario. En sus discursos ante jurados y en sus columnas periodísticas, defendía el uso de la violencia como resistencia heroica en contra de la tiranía. Como abogado en esa década, Moheno sostenía que el jurado era la representación más alta de la opinión pública —prácticamente lo mismo que había sostenido acerca del Congreso antes de 1913—. Junto con otros abogados defensores famosos, insistía en que el jurado era la única institución que podía ofrecer algo de justicia en un sistema judicial corrupto —“la única verdadera garantía de que aún disfruta el ciudadano entre nosotros”—. El jurado desbancaba a la ley escrita porque era “el resumen de la conciencia social”.50 La “justicia oficial”, después de todo, no era más que una manera de delegar temporalmente al gobierno el derecho del pueblo a buscar la justicia. La “convicción íntima” de los miembros del jurado traducía al plano de la acción pública un profundo escepticismo respecto del Estado, el cual Moheno cultivaba en discursos que hacían que las acciones de los acusados parecieran una forma de resistencia en contra de la corrupción del régimen. Mientras defendía a Alicia Jurado, que había matado a su marido, sostenía que la Revolución había provocado confusión moral e impunidad y que, como consecuencia, la justicia había perdido su autoridad; si a los asesinos de Madero y Zapata no se les había castigado, y los hombres que se habían robado los muebles del propio Moheno durante la Revolución ahora los usaban sin miedo al castigo, ¿cómo podía el jurado condenar a una mujer indefensa?51 La Revolución había sido “esta espantosa pesadilla […] estos diez años de horrible carnicería entre hermanos, durante la cual ha perecido un millón de mexicanos”.52
La defensa de la opinión pública por parte de Moheno se basaba en una concepción racista de la sociedad. Sostenía que un jurado auténticamente independiente tenía que extraerse de una lista que representara el “nivel intelectual” de la sociedad mexicana: ni los intelectuales ni los “huarachudos” ignorantes,53 y sostenía que “la única forma posible de la democracia es el gobierno del pueblo por los mejores del pueblo”.54 La decadencia del sistema judicial era resultado del mestizaje que estaba “estrangulando la república”.55 Moheno, que había vivido en Cuba y Estados Unidos durante su exilio, aludía al “salvajismo africano” de los negros en la isla, quienes, aseguraba, mataban a niños blancos y se los comían. En sus textos, elogiaba al sur de Estados Unidos, donde “la ley de Lynch autoriza cierta clase de ejecuciones populares” como protección del honor de las mujeres blancas y como una representación directa de la soberanía popular —el mismo razonamiento que había utilizado el liberal Ignacio Ramírez seis décadas antes, cuando los juicios populares se propusieron por primera vez—.56 Otros autores mexicanos compartían el punto de vista de Moheno acerca de las jerarquías sociales, una visión fuertemente marcada por preconcepciones raciales, así como su rechazo conservador de la Revolución.57 El éxito de los discursos de Moheno probablemente orilló al gobierno a eliminar la institución en 1929.58 Si bien estas ideas no condujeron a ideologías fascistas similares a las que se estaban desarrollando en otros países, en México dejaron un legado menos abierto pero más resiliente de escepticismo generalizado hacia el sistema judicial y la policía, y de tolerancia al castigo extrajudicial.
Regresando a la práctica judicial, las posibilidades para la manipulación estaban restringidas por la ley. El jurado sólo entraba en escena como el actor principal de los procesos judiciales después de escuchar estos discursos y las instrucciones del juez. Éste le proporcionaba a los miembros del jurado las preguntas sobre las cuales tenían que votar. El cuestionario seguía un orden lógico en el que una respuesta negativa a una pregunta podía evitar que se discutiera la siguiente. Las circunstancias atenuantes y agravantes, por lo tanto, se consideraban únicamente después de que el jurado había votado acerca de la culpabilidad del sospechoso. El juez tenía que evitar términos técnicos y hacer las preguntas lo más simples posible, pero a menudo las respuestas del jurado eran ilógicas: podían presentar, por ejemplo, circunstancias agravantes después de declarar que no había tenido lugar ningún crimen. Junto con las preguntas, el jurado recibía un manual con artículos relevantes sobre los códigos procesales. El juez también les daba instrucciones con el fin de preservar la integridad del proceso de decisión. Por ejemplo, al jurado se le indicaba que debía ignorar el destino que le esperaría al sospechoso de acuerdo con su veredicto. Nadie tomaba estas órdenes muy en serio y el jurado sí tomaba en consideración el castigo cuando votaba sobre los hechos del caso. Fuera de esto, no había reglas para la deliberación del jurado. El juez sólo podía entrar a su sala de reunión para esclarecer algún punto de la ley, pero sí podía presionar al jurado a llegar a un veredicto rápido, prohibiéndoles abandonar el juzgado antes de haber votado o negándose a traerles comida, a pesar de que las sesiones se programaban por la tarde y la noche. Estas tácticas, argumentaban algunos críticos, conducían a votos evidentemente erróneos como consecuencia del agotamiento.59
El papel del jurado no se limitaba a su deliberación y su voto después de la audiencia. El jurado ofrecía una perspectiva unificadora a todo lo largo del juicio, comunicándose activamente con los otros participantes y manteniendo, no obstante los argumentos de los críticos del sistema, una competencia pareja entre las partes en la búsqueda de la verdad. La mejor descripción general de la diversidad de voces que se escuchaban en los juicios por jurado durante los años veinte proviene de las memorias de Federico Sodi, El jurado resuelve, publicadas en 1961. A diferencia de su medio hermano Demetrio, quien en 1909 escribió El jurado en México, Federico alababa la institución y su caos polifónico, y no ponía mucha atención en las cuestiones jurídicas. Los grandes discursos a cargo de abogados famosos, según Sodi, “no determinaban nunca la suerte de un procesado. Un caso se ganaba o se perdía gracias a las pruebas que se ponían a la vista de los jueces del pueblo.” Más que ser el objeto de una manipulación emocional, “el instinto del jurado le hacía distinguir la verdad de la mentira con una precisión matemática […] todo por un maravilloso fenómeno intuitivo”, de modo que su opinión ya estaba formada desde antes de las observaciones finales por parte de los abogados. Así, por ejemplo, Sodi logró obtener una absolución para la sospechosa de homicidio Bernice Rush a pesar del prejuicio en contra por su nacionalidad estadounidense y su pasado como prostituta. Al cabo de unos cuantos días, los miembros del jurado comenzaron a comprenderla a pesar de su mal español, gracias a “esos pequeños elementos fugaces, por los imponderables que sólo se captan y se transmiten de espíritu a espíritu humanos”.60
Las pruebas llegaban al jurado desde distintas perspectivas. Cuatro partes interrogaban a los sospechosos y los testigos en orden: el juez, quien por lo regular trababa de respaldar los resultados de la investigación previa; el fiscal, quien contribuía al caso esperando un veredicto de culpabilidad; los abogados defensores (a menudo un equipo que podía incluir a abogados de oficio), quienes trataban de poner en duda la acusación y, a la vez, crear una historia alternativa y, por último, los abogados que representaban a la parte civil. Estos últimos eran contratados por las víctimas o la familia de una víctima de homicidio para conseguir una compensación monetaria y defender la reputación del fallecido. Se sentaban frente a una mesa sobre una plataforma junto al juez, los fiscales y los abogados defensores; participaban en los interrogatorios y también daban un discurso de cierre. Su papel podía ser importante: en el caso de María del Pilar Moreno, el representante de la familia de la víctima fue más vehemente en la exigencia de castigo que los fiscales.61 Los representantes de la parte civil también podían contribuir al tono emocional del juicio. En un caso en el que un hombre que había matado a su esposa y al hombre con el que lo engañaba conmovió al público con sus lágrimas, los parientes del amante contrarrestaron el efecto con un abogado que había sido, en opinión de Sodi, ridículo pero efectivo: “Se decía de él, probablemente por sus malquerientes, que tenía una tarifa de honorarios de tres categorías y precios diferenciados: defensa con voz lacrimosa, defensa con sollozos y defensa con llanto corrido.”62 Todos los abogados podían trabajar, en diferentes momentos de su carrera, en cualquiera de las cuatro modalidades mencionadas arriba. Así, incluso después de las peores batallas, solían tomarse un trago junto con sus adversarios, a menudo en un bar que quedaba frente al juzgado.63
Los miembros del jurado también escuchaban otras voces durante la presentación de las pruebas. Los fiscales y los abogados defensores, según Sodi, podían ser dominantes durante los discursos, pero perder el control durante los interrogatorios. Los mejores, como Moheno, reunían información acerca de los testigos antes del juicio y los sorprendían revelando datos acerca de sus vidas y preparando el terreno para las conclusiones, una narración melodramática con personajes rigurosamente delineados. La veracidad de los testimonios también se exponía durante el careo, la confrontación cara a cara entre el sospechoso y los testigos o las víctimas. El juez exigía que ambas partes conciliaran sus testimonios y las dejaba hablar libremente, sin la intervención de los abogados. El resultado no producía muchas pruebas nuevas pero sí diálogos fascinantes aderezados de insultos, acusaciones y chismes, como en un caso que involucraba a dos esposas de una víctima de asesinato, en el que cada una cuestionaba la moralidad de la otra, u otro entre dos hombres implicados en un duelo que se resistían a admitir que la causa de la disputa era la esposa de alguien más. Los sospechosos podían, por lo demás, intervenir en las discusiones e, incluso durante el interrogatorio del fiscal, daban sus propias explicaciones y emitían sus críticas de las pruebas presentadas en su contra. Los miembros del jurado también podían hacer preguntas recurriendo al juez o, como sucedió en el caso contra Rush, hacer comentarios acerca de la precisión de la traducción de su declaración.64 Los testigos también tenían un papel activo en el proceso, más allá de sus declaraciones. Este rubro incluía todo tipo de personas intrigantes, desde un enfermo mental traído del psiquiátrico hasta un famoso detective; podían dormirse mientras esperaban su turno o permanecer involucrados activamente como parte del público.65
La más disonante de estas voces era, por supuesto, la del sospechoso. Algunos de ellos tenían una presencia tan imponente que se volvieron una suerte de celebridad. Ciertas mujeres que fueron absueltas gracias al trabajo de Federico Sodi terminaron, como él mismo temía, siendo víctimas de su propia fama repentina, pero otras adquirieron reputaciones duraderas.66 El público venía a los juzgados a ver de cerca a estos personajes fascinantes. Un español acusado de asesinato, por ejemplo, atrajo la curiosidad de todo el mundo porque su apariencia no concordaba con ninguno de los estereotipos del criminal que ofrecía la ciencia. En el famoso caso del Desierto de los Leones, la imagen de una mujer de negro, cubierta por un velo, sentada junto al cráneo del hombre al que ayudó a matar y enterrar, superaba cualquier película en términos de la puesta en escena.67 Los sospechosos manipulaban al jurado, según Sodi: “Procuran hacerse simpáticos al tribunal; buscan la manera de hacer reír a sus jueces, o bien, los conmueven con relaciones sentimentales y con infortunios fingidos”; las sospechosas alquilaban niños “para poder conmover, por medio de una maternidad fingida, al sencillo y cándido jurado”. Algunos también escondían la supuesta prueba anatómica de su propensión criminal, como las orejas grandes, los brazos largos, la piel oscura o la barba rala —como buen positivista, Sodi consideraba que estos rasgos eran pruebas objetivas de tendencias criminales.68
FIGURA 1. Boletos para el jurado. Excélsior, 29 de abril de 1928, p. 6. “ELLA: Bueno, si no hay teatros, llévame esta tarde al jurado. / ÉL: No pude conseguir entradas, mujer… / ELLA: ¡Caramba!… ¿Pues dónde nos vamos a divertir?”
La puesta en escena era muy apreciada por las multitudes que asistían a los juicios por jurado. El juzgado distribuía un número limitado de boletos gratuitos, los cuales, para los casos famosos, se vendían afuera del Palacio de Justicia. La presencia física de los espectadores en la sala era perceptible; a medida que la temperatura se elevaba, los olores a sudor, alimentos, humo de cigarro y flashes podía ser sofocante. La gente chiflaba, abucheaba, lloraba, aplaudía y, en algunos casos, según Sodi, coreaba: “‘¡Absolución!’ Como las ‘porras’ de un partido de futbol.”69 Al menos en uno de los casos, examinado a continuación, los miembros del público atacaron físicamente a los sospechosos. Los que no podían entrar a la sala tenían que ser retenidos afuera por soldados, pero estos espectadores potenciales aún podían expresar su opinión desde la calle. A los abogados y los periodistas les gustaba comparar estas multitudes con los públicos que se encontraban en los teatros, en los cines baratos, los mercados callejeros o los cabarets.
En 1907, el escritor Federico Gamboa solía asistir por la mañana a los juicios por jurado para escuchar a los oradores más prometedores, antes de disfrutar de un almuerzo en el Country Club. La diversidad de públicos lo fascinaba. Gente de todos los ámbitos podía conseguir boletos y hacer sentir su presencia: desde mujeres de clase alta, burócratas de elevado rango, diplomáticos extranjeros y otra “gente decente” hasta “hampones” y todo tipo de chusma de los barrios que rodeaban la cárcel de Belem, donde estaban los juzgados de la Ciudad de México.70 Para la sensual y aburrida mujer de la caricatura de Cabral que se muestra en la figura 1, el jurado era una distracción necesaria cuando no había obras de teatro disponibles; estaba molesta porque su marido no había podido conseguirle boletos.
Para los años veinte del siglo pasado, los juicios por jurado ya tenían sus propios reporteros especializados, quienes generaron una innovadora cobertura fotográfica y narrativa. Las crónicas exhibían la intensidad dramática del escenario, la personalidad de los actores y la secuencia de los hechos, desde la escena del crimen hasta los discursos finales en la sala.71 La figura 2 captura los elementos más llamativos del caso de María del Pilar Moreno: su pequeña aunque circunspecta silueta, el apoyo de su madre, las multitudes en la calle, los rostros de los miembros del jurado, una reconstrucción del momento del disparo y los escritorios del juez, los abogados y los periodistas en la sala.72
El hecho de que los juicios por jurado fuesen un espectáculo no significa que fuesen frívolos. Las mujeres, como veremos en la próxima sección, exploraban los límites del ejercicio femenino de la violencia en defensa de la dignidad. Algunos casos se convirtieron en laboratorios vivos de la justicia y escuelas para construir el alfabetismo criminal. Los cronistas de un caso famoso en 1906 destacaron que ciertos miembros del público, entre ellos algunos estudiantes de derecho, opinaban sobre asuntos de jurisprudencia. Gamboa seguía yendo a los juicios para reunir material para sus novelas, aun si condenaba al jurado como una “imbecilidad democrática”.73 Los criminólogos observaban una variedad de personajes y situaciones criminales en un escenario que, como la cárcel, estaba inherentemente conectado con el “mundo del crimen”. Roumagnac recomendaba que aquellos que estudiasen la ciencia de la vigilancia policial asistieran a las sesiones del jurado; entre el “público que asiste a ellas […] será muy raro que no se hallen individuos del hampa y muy especialmente reincidentes”.74 El propio Roumagnac entrevistó a algunos presos, que le dijeron que asistían a los juicios no sólo para pasar el tiempo, sino también para aprender técnicas delictivas y estratagemas para evadir a los detectives. La radio, un medio que emergió a mediados de los años veinte, contribuyó a expandir el alcance de estas lecciones. Las ramificaciones políticas de los juicios por jurado, como veremos en la siguiente sección, también fueron multiplicadas por los medios y sus públicos.75
FIGURA 2. La exoneración de María del Pilar Moreno. Excelsior, 29 de abril de 1924, sec. 2, p. 1.
MARÍA DEL PILAR MORENO
El caso de María del Pilar Moreno resulta útil para entender cómo las prácticas y las discusiones relacionadas con el jurado criminal llegaron a producir narraciones perdurables. Su historia se volvió un poderoso foco de interés público en todo el país porque incorporaba varias tramas, tanto políticas como privadas. Como “tema de actualidad”, los detalles del caso circularon por todo el país de boca en boca durante varios meses. Lectores de periódicos, jueces, abogados, sospechosos, estudiantes, mujeres e incluso escritores (“todas las clases sociales”, según El Heraldo) conocían los detalles del caso y hablaban de él con emoción y conocimiento. La convergencia de un público tan diverso era consecuencia de que se trataba de una historia compleja con un significado muy rico. Las opiniones inspiradas por el asesinato y el juicio reflejaban que las concepciones en torno a la edad, el género, la privacidad y la justicia estaban cambiando de manera inesperada.76
El 10 de julio de 1922, a los 14 años de edad, María del Pilar mató al senador Francisco Tejeda Llorca fuera de su casa, en el número 48 de la calle de Tonalá, en la Ciudad de México. Dos meses antes, Tejeda Llorca había matado al padre de la pequeña, el diputado Jesús Moreno, pero había eludido una acusación criminal porque era miembro del Congreso. La acción de María del Pilar provocó inmediatas manifestaciones de apoyo y hubo celebraciones tras su absolución en abril de 1924. El resultado se debió en gran medida a la defensa de Querido Moheno, pero también ayudó a María del Pilar la propia explicación de sus motivaciones, diseminada por la prensa, un libro de sus memorias de infancia y el propio juicio. La “tragedia”, como los contemporáneos etiquetaron el caso, no habría sido tan poderosa si no hubiese tenido lugar en medio de la agitación política que en esos días asediaba al gobierno de Álvaro Obregón. La historia de María del Pilar expuso la ferocidad masculina de la política, la creciente brecha entre las instituciones judiciales y la verdadera justicia y la incertidumbre en torno al papel que debían desempeñar las mujeres en una nueva era marcada por una participación política cada vez mayor. El juicio reflejó un creciente apoyo público del uso de la violencia privada para remediar las fallas de la ley y la impunidad asociadas con la política.
Los personajes de la historia presentaban ese dilema con la severidad del melodrama. El 24 de mayo de 1922, Tejeda Llorca se encontró por casualidad con Jesús Moreno, el padre de María del Pilar, en las puertas de la Secretaría de Gobernación. Ambos estaban tratando de reunirse con el secretario Plutarco Elías Calles. Tuvieron un altercado y Tejeda Llorca, azuzado por sus amigos, que estaban sujetando a la víctima, le disparó de cerca a Moreno. Tejeda Llorca se entregó de inmediato a la policía y rindió declaración en la comisaría. Sin embargo, como diputado federal, no podía ser acusado, a menos que el Congreso lo despojara del fuero. En las semanas siguientes, María del Pilar y su madre, Ana Díaz, se reunieron con varios políticos de alto rango, incluido Calles, para pedir el arresto de Tejeda Llorca. No se podía hacer nada, les decían, debido a su inmunidad parlamentaria. Tejeda Llorca era el ejemplo de los privilegios de que gozaba una clase política de hombres violentos que parecían estar por encima de la ley. Los miembros del Congreso en particular eran objeto de desprecio, ya que el propio Congreso estaba perdiendo influencia en relación con la presidencia y como representación de la opinión pública.77 La prensa atribuyó la muerte de Moreno a la “pasión política” y las luchas electorales en el estado de Veracruz. A pesar de que ambos pertenecían al Partido Nacional Cooperatista, estaban tratando de socavar sus mutuas candidaturas para el Congreso —Moreno nuevamente para diputado y Tejeda Llorca para senador—. Los dos aseguraban tener apoyo popular, pero sabían que la bendición de Calles, el probable sucesor de Obregón, sería seguramente la que decidiría su futuro. El año siguiente, mientras tenían lugar las audiencias del juicio, una rebelión militar a favor del rival de Calles para la presidencia dentro del gabinete de Obregón, Adolfo de la Huerta, creó una seria amenaza al gobierno y magnificó las implicaciones políticas del caso. Los amigos de Jesús Moreno ahora estaban entre los delahuertistas y, durante el juicio, los abogados de María del Pilar le rindieron homenaje a algunos de los rebeldes ejecutados por el gobierno.78
Con todo, la muchacha de 14 años en el centro del caso parecía estar por encima de la política, ya que atraía la simpatía de todos los interesados en el suceso. Tras la muerte de su padre, María del Pilar reaccionó con gestos dramáticos: cuando vio su cadáver en el hospital, trató de subirse a un barandal para arrojarse a su muerte; luego abrazó el cuerpo de su padre y prometió buscar venganza. En el funeral, bajo una fuerte lluvia y frente a políticos y familiares, estalló en “gritos desgarradores” y exclamó: “¡Justicia, señor! ¡Mi padre ha sido villanamente asesinado!”79 Después de su crimen, confesó que al fin estaba en paz. Recibió flores en la comisaría, en la escuela correccional y durante el juicio; tras su absolución, salió de la sala del juzgado “pisando flores” lanzadas por la multitud que esperaba afuera del Palacio de Justicia de Belem y que detuvo el tráfico durante casi media hora.80 Gente de todo el país le escribió o la vino a ver en persona para abrazarla o besar sus manos. María del Pilar inspiraba estos sentimientos porque, después de su crimen, construyó una narrativa de su vida que exhibía su vulnerable feminidad contra la violenta disrupción de la domesticidad provocada por la política. Según sus memorias, La tragedia de mi vida (escritas con la ayuda de periodistas y publicadas en 1922, después del homicidio), a ella nunca le había dado miedo intervenir en defensa de su padre: una vez se lanzó contra los oficiales que venían a arrestarlo y en otra ocasión siguió a su madre en una larga travesía por el campo para cuidar a su padre enfermo.81
El que María del Pilar hubiese matado a Tejeda Llorca era simplemente otra demostración de su amor filial. Cuando decidió dispararle, se vistió de blanco y le ordenó a su chofer que la llevara a su iglesia favorita, la Sagrada Familia, en la colonia Roma. Su tía Otilia los acompañaba. En la calle de Tonalá, a dos cuadras de la iglesia, María del Pilar salió del coche y se acercó a Tejeda Llorca, que estaba parado en la banqueta con otros hombres. Lo tomó de la solapa y le dijo: “máteme como mató a mi padre”. Él tomó su brazo e intentó hincarla a la fuerza, pero ella logró sacar su pistola y dispararle cuatro veces. Al parecer hubo más disparos, y Manuel Zapata, un amigo de Tejeda Llorca que también había tenido que ver en la muerte de Jesús Moreno, desarmó a María del Pilar y la golpeó. Su madre llegó poco después en otro coche y la llevó a las oficinas de El Heraldo, el periódico que Jesús Moreno dirigía en el tiempo en que fue asesinado. El nuevo director del diario las acompañó a la comisaría, donde María del Pilar confesó, fue arrestada y pasó la noche en compañía de su madre.
En sus declaraciones, María del Pilar dio diferentes versiones; primero dijo que lo había hecho por venganza y luego añadió detalles que podían disminuir su responsabilidad penal. Al principio dijo que el crimen había sido premeditado y que estaba satisfecha por haber vengado a su padre; también lo hizo “por defender mi vida, por defender el honor de mi padre y por defender mi orfandad”. Pero cuando se le cuestionó acerca de los hechos del crimen, declaró que no estaba buscando a su víctima en la calle de Tonalá, que había usado su pistola porque creía que Tejeda Llorca iba a sacar la suya y que no tenía la intención de matarlo, pero que se vio obligada a jalar el gatillo por la dolorosa presión que la víctima ejerció sobre su brazo. Los testigos, sin embargo, sugirieron que todo había estado planeado; algunos habían visto, días antes del crimen, un “coche misterioso” estacionado en su calle con un hombre y dos mujeres adentro; otros declararon que vieron a un “hombre fuerte” dispararle dos veces a Tejeda Llorca mientras se tropezaba, ya herido, rumbo a su casa. La autopsia más adelante reveló que el cuerpo de Tejeda Llorca contenía una bala calibre .38, además de las balas calibre .32 de la pistola de María del Pilar. La investigación subsiguiente, sin embargo, no llevó a ningún otro arresto y las contradicciones entre las declaraciones de la acusada, las de los testigos y las pruebas físicas nunca se resolvieron.82
Los procedimientos que siguieron a la consignación de María del Pilar se enfocaron menos en los hechos que en el antagonismo entre múltiples actores. Los familiares de Tejeda Llorca demandaron a María del Pilar por 30 mil pesos, por lo que estuvieron involucrados directamente en el juicio. Más que el dinero, su objetivo era limpiar el nombre de la víctima ante la opinión pública. María del Pilar presentó el proceso como una confrontación en contra de adversarios poderosos. Cuando se le ofreció libertad bajo fianza, la rechazó, contraviniendo el consejo de su abogado y explicando que se sentía más segura en la escuela correccional. Eso implicaba que sus enemigos podían usar violencia en su contra, pero también era una manera de declarar su confianza en la justicia: más que obtener libertad sin una resolución clara, prefería esperar en prisión y dejar que el jurado decidiera su destino. El caso, sin embargo, se prolongó por casi dos años, una demora que era en sí misma una forma de castigo. María del Pilar permaneció ocho meses en la escuela, de donde salía solamente dos veces por semana para poner flores en la tumba de su padre, hasta que resultó evidente que los fiscales y el juez estaban retrasando la conclusión del juicio, y entonces se mudó de vuelta con su madre.83
El retraso le permitió a María del Pilar proponer una narración de su propia vida que abundaba en las contradicciones entre la violencia de la política y la feliz domesticidad de un hogar próspero y protector. Había estudiado con tutores privados, en el prestigioso Colegio Francés y en la Escuela Normal para Profesoras. Su padre la motivaba a aprender piano, canto y bordado, y esperaba que se volviera periodista. Le pedía a su esposa que excusara a María del Pilar de cualquier tarea doméstica que pudiese lastimar sus manos y esperaba que se vistiese bien, aunque sin ostentación. La respetabilidad de la familia estaba personificada en la casa en la que vivían en 1922. Su padre la había construido, la había llamado “María del Pilar” y había puesto las escrituras a nombre de su hija. Ella le había dicho que le gustaba la colonia Portales, un área escasamente poblada al sur de la ciudad. Los periodistas y el propio Moheno en su discurso final en el juicio describieron la casa de un modo que evocaba la dicha de la vida moderna y autosuficiente de la arquitectura estilo estadounidense y los automóviles característicos de las nuevas colonias de la Ciudad de México.84
La política, la fuente de la prosperidad que había hecho posible esta felicidad, también la amenazaba. María del Pilar y su madre a menudo le pedían a Jesús que abandonara su candidatura para el Congreso y se enfocara en el periodismo. A causa de su trabajo político había estado preso y había sido víctima de persecución, exilio, enfermedad y duelos. En los años veinte, el trabajo en el Congreso todavía implicaba riesgos considerables; en el propio recinto de la Cámara de Diputados hubo balaceras e incluso homicidios. La intriga política era probablemente la razón por la cual varios hombres enmascarados habían acechado la casa de la colonia Portales por la noche e intentado subir a la terraza de María del Pilar. Sin embargo, la forma en que María del Pilar defendió su vulnerable hogar se apartó de la feminidad que caracterizaba a las familias más respetables: disparó un pequeño rifle que había recibido como regalo, con el fin de llamar la atención hacia los intrusos. Como el rifle era demasiado endeble, su padre le dio otro que resultó demasiado pesado y luego le dio una pequeña pistola que mantenía en su buró y que terminaría utilizando para matar a Tejeda Llorca. Durante el juicio, Moheno intentó minimizar la poco femenina familiaridad de María del Pilar con las armas de fuego, ya que podía evocar criminelles passionnelles extranjeras e influir en su contra en los miembros del jurado. Pese a la estrategia de Moheno, a los admiradores masculinos de María del Pilar no les quedaba más remedio que reconocer su valiente uso de un símbolo tan viril del legado de su padre. Confiaba en que esa conexión filial le ayudaría, pues sabía que los miembros del jurado “han tenido padre o tienen hijos” y tendrían que exculparla.85