Kitabı oku: «Historia nacional de la infamia», sayfa 9
La idea se discutió en comités de la Cámara de Diputados dos años después, pero no se sometió a votación porque los miembros del Congreso determinaron que contradecía el artículo 7 de la Constitución, el cual garantizaba la libertad de expresión.63 En 1942, una nueva propuesta en el Congreso, que tampoco prosperó, intentaba prohibir la publicación de noticias “falseadas”.64 El presidente Alemán, preocupado por el hecho de que las mujeres y los niños leían tiras cómicas y estaban expuestos a la pornografía que a menudo las acompañaba, prohibió en 1951 la impresión y la circulación de “objetos obscenos” en cualquier medio. Esto llevó al cierre de algunas publicaciones y a acusaciones en contra de sus editores, entre ellas la revista Nota Roja, que se consideraba particularmente ofensiva por el gran tamaño de sus imágenes. Es posible que haya tenido un gran público, pues utilizaba la red de distribución de La Prensa. En 1954, con el presidente Ruiz Cortines se hicieron denuncias en contra de otros títulos.65 El argumento detrás de estos esfuerzos, que ponían énfasis en el lado negativo del alfabetismo criminal, era que la nota roja funcionaba como un manual para criminales en potencia y que su influencia en la mentes “morbosas” era tan peligrosa como estar en la cárcel.66 El Nacional eliminó su sección de noticias policiacas en 1968 por órdenes de Díaz Ordaz.67
El éxito comercial de estas publicaciones significaba que estas medidas generales difícilmente funcionarían para las publicaciones privadas y, de hecho, estas tentativas expusieron al gobierno a una crítica aún mayor. La Prensa se opuso al “cuaquerismo sentimental” con el argumento de que la buena cobertura de la prensa no siempre exaltaba a los criminales, sino que a menudo también llevaba a su captura.68 Los lectores de Querétaro, Matamoros y otras ciudades escribieron a Alarma en 1951 para pedir que les enviaran más ejemplares a sus ciudades, alentando a la revista a que “no haga caso de la propaganda de gente disque moralista […] pues muchos de nosotros los jóvenes de provincia no tenemos muchas diversiones en estos pueblos como los de la capital”.69
Intentos más discretos de contener a los periodistas se enfocaban en publicaciones y casos específicos que vinculaban noticias locales, crimen y política.70 Los jueces y las autoridades de las cárceles, por ejemplo, limitaban la cobertura de algunos casos cargados de implicaciones políticas manteniendo incomunicados a los sospechosos. Los editores protestaban ante estas medidas, pero también negociaban. La Prensa accedió a ser menos minuciosa en algunos casos y a no mostrar sangre en sus imágenes a color.71 Pero el contenido de sus reportajes era lo que más preocupaba. Los artículos acerca de pequeños errores judiciales y actos de corrupción podían ser tan preocupantes como una crítica más amplia al régimen. Esto resulta particularmente claro en el escrutinio de La Prensa por parte de las oficinas de inteligencia. Era común encontrar recortes de periódico en los expedientes sobre los movimientos de oposición reunidos por la Secretaría de Gobernación. La Dirección Federal de Seguridad (DFS), una oficina creada por Alemán en 1947 e inspirada en el FBI, vigilaba las tendencias ideológicas de los editores, tomando nota cuando publicaban un manifiesto del Partido Acción Nacional (en ese entonces un partido católico de centro), cuando denunciaban un fraude electoral o cuando se rehusaban a publicar declaraciones del Partido Comunista o de los ferrocarrileros.72 Pero los agentes de la DFS también monitoreaban asuntos que no tenían relación aparente con la política, como las actividades de dos reporteros que presionaban a las víctimas del crimen para que denunciaran la lentitud de las investigaciones policiacas. Los reporteros utilizaban el argumento (probablemente cierto) de que hacer declaraciones a la prensa ayudaría a las víctimas a conseguir justicia. Los agentes también siguieron las actividades de un corresponsal en Ixtapan de la Sal que, tras perder el soborno regular que recibía de la policía judicial del Estado de México, usaba “cualquier situación de tipo conflictivo” como pretexto para dejar mal paradas a las autoridades policiacas.73 Este espionaje un tanto aleatorio sugiere la ausencia de una estrategia única del gobierno para controlar a La Prensa. En los años sesenta, Mario Santaella, el administrador del periódico, recibía 50 mil pesos al mes de la Secretaría de Gobernación. Al mismo tiempo que los agentes de la DFS seguían al prominente columnista Manuel Buendía e incitaban conflictos dentro de la cooperativa, en las páginas del propio periódico el secretario de Gobernación Luis Echeverría publicaba de manera anónima una columna en la que difundía teorías sobre conspiraciones por parte de ambiciosos políticos y de gobiernos extranjeros detrás de los movimientos estudiantiles.74
LOS PRODUCTORES DE LA REALIDAD
Enfocarse en la censura y la cooptación no basta para entender la historia de la nota roja. El gobierno no podía hacer mucho en contra de sus eficaces formas de construir los relatos. La nota roja fue producto de una labor colectiva que le dio coherencia al género a lo largo del tiempo, entre las instituciones y las épocas políticas. Los reporteros eran fundamentales para la construcción de las historias. Entraban a la escena del crimen inmediatamente después de la policía o incluso antes que ella. El día del asesinato de León Trotsky en 1940, Eduardo Téllez Vargas de Novedades llegó a la casa en Coyoacán minutos antes que la policía porque tenía informantes en los servicios de emergencias médicas. Pudo levantar el arma homicida que utilizó Ramón Mercader para que la fotografiaran; incluso estuvo tentado, como contó en su autobiografía, a llevarse el manuscrito de un libro sobre Stalin que la víctima había estado escribiendo. Otros sucumbían a este tipo de tentación y se llevaban las pruebas. Después de todo, los reporteros estaban ahí para actuar como los ojos de los lectores: presentaban cualquier fragmento de información, por mínimo que fuera, eran testigos del interrogatorio inicial y entrevistaban a los sospechosos inmediatamente después del crimen.75 Como veremos en el capítulo 6, los periodistas eran los héroes de las novelas de detectives con mayor frecuencia que los propios detectives policiacos. Cuando bajaba la circulación, un buen reportero podía encontrar una historia —o bien inventarla— para aumentar las ventas. Para algunos de ellos, el reconocimiento podía sentar las bases de una carrera larga y exitosa. David García Salinas, por ejemplo, se inspiró en su experiencia y sus conexiones en La Prensa para escribir libros, producir programas de radio y editar publicaciones oficiales. Téllez Vargas se hizo famoso por la calidad de su trabajo para Novedades. Sin embargo, los reporteros policiacos nunca ganaban tanto dinero como algunos reporteros de la sección política, como Carlos Denegri de Excélsior.76
Los fotógrafos se volvieron más importantes en décadas posteriores. Al principio, la familia Casasola y los hermanos Mayo construyeron sus estudios vendiendo material gráfico a los periódicos, pero pronto las publicaciones comenzaron a contratar fotógrafos como empleados de tiempo completo. El reglamento interno de 1939 de La Prensa exigía que los fotógrafos pasaran a recoger sus tareas antes de las 10 a. m., volvieran con su material antes de las 6 p. m. y llamaran a las oficinas cada hora para recibir nuevos encargos a lo largo del día y de la noche. Para fines de los años sesenta, según el veterano de La Prensa Carlos Peláez Fuentes, los fotógrafos eran los que marcaban la pauta de la cobertura. Ellos notificaban a los reporteros acerca de la “información gráfica” que habían captado para que, con base en ella, pudiesen escribir un artículo, o ellos mismos reunían información cuando no se podía contactar a tiempo al reportero. Los fotógrafos, o fotorreporteros, como comenzó a llamárseles, eran a menudo los únicos representantes de los periódicos de nota roja en la escena del crimen. A su vuelta a la sala de redacción, comunicaban la información a un redactor, para que éste escribiera el texto que acompañaría la imagen.77 La mayor parte de las fotografías que traían se tomaban a la carrera, se encuadraban de manera frontal y se iluminaban con un flash directo. Dejaban poco espacio para el fondo o cualquier otro detalle, y no parecían tener ningún valor estético, al menos en comparación con la prosa a menudo florida de los reporteros y columnistas. Por ello pocos fotógrafos alcanzaron una reputación más allá de los periódicos. Entre las excepciones se cuentan Enrique Díaz y Nacho López, quienes producían “historias gráficas” o fotorreportajes, narraciones hechas a partir de una serie de imágenes de temas relacionados con el mundo del crimen y la justicia, para las revistas de interés general.78 Enrique Metinides, quien comenzó a trabajar para La Prensa desde muy joven, se dio a conocer en el medio artístico sólo después de que se retiró del periódico en 1979. Sus fotografías de gente sorprendida por la muerte o la catástrofe, ahora expuestas fuera del contexto del periódico, atraen la mirada voyerista tanto de los lectores de los años sesenta como de quienes frecuentan las galerías en esta segunda década del siglo XXI, pero si las devolvemos al contexto del periodismo, de la nota roja, podemos ver su relevancia editorial. Como ha sugerido Jesse Lerner, con López y Metinides el realismo y la espontaneidad de la fotografía criminalística se convirtió en denuncia periodística del sistema policiaco y judicial, en particular en comparación con las imágenes de archivo que ofrecían los Casasola.79
Para la mayoría anónima de los periodistas de nota roja, las condiciones no eran nada buenas. Rara vez firmaban su trabajo y se les pagaba poco. Según las cuentas internas de La Prensa, en noviembre de 1938, los reporteros y fotógrafos ganaban 300 pesos al mes, es decir, 60 pesos menos que el cajero del periódico pero lo mismo que el contador. Se les supervisaba de cerca, como a otros empleados: cada mañana, el jefe de información revisaba los periódicos del día y contaba cuántas historias importantes habían sido “ganadas” o “perdidas” ante rivales.80 La mayoría de los periodistas tenía una educación muy limitada y había conseguido su puesto tras cierta formación dentro del periódico. Si bien es posible que sus condiciones materiales hayan mejorado en el transcurso del siglo (el primer sindicato se creó en 1922 y hubo varias huelgas en toda la industria), los salarios permanecieron exiguos. Muchos reporteros tenían que arreglárselas buscando gratificaciones adicionales entre sus fuentes (en forma de pagos en efectivo, llamados “embutes”, cobrando por trabajos inexistentes, como “aviadores”), o bien recibiendo comisiones por las ventas de publicidad. Como era de esperarse, el reportero común solía tener fama de “irrespetuoso, despreocupado, indisciplinado, escéptico” y a menudo se asociaba con el vicio y la ilegalidad; los reporteros de la nota roja en particular tenían una mala reputación por su asociación cercana con la policía.81
A los reporteros no les quedaba más remedio que mantener estas relaciones. Unos cuantos detectives policiacos habían trabajado antes como periodistas mientras que, a su vez, algunos periodistas se hacían pasar por agentes de la policía para conseguir una primicia, como lo hizo Téllez Vargas para entrar al hospital donde Trotsky yacía moribundo. En la mayoría de los casos, la relación era directa. Tener contactos en la policía y los servicios de emergencia de la Cruz Roja le permitía al reportero o fotógrafo ser el primero en llegar a una escena, revisar las pruebas, entrevistar a los sospechosos, tomar objetos particularmente interesantes o arreglarlos para componer una fotografía capaz de producir una escena más elocuente, como sucedió con las botellas, los vasos, los ceniceros y la pistola que se encontraron en la casa de John Healy, donde William S. Burroughs mató accidentalmente a su esposa en 1951. Era común que los reporteros pasaran horas en las estaciones de policía esperando la próxima historia. Según el testimonio de un reportero, a principios de los años treinta, el jefe del Servicio Secreto del Distrito Federal le mostraba los casos difíciles a los periodistas que jugaban dominó en las oficinas centrales. Les pedía una “sentencia” para el sospechoso y sus agentes seguían sus consejos.82 Nunca estaba de más estar protegido por amigos en la policía. Parece que a los reporteros de la nota roja les gustaba particularmente la vida nocturna en los cabarets y otros lugares asociados con las drogas y la prostitución, el corazón del “mundo del hampa”.83 Algunos llevaban “charola” de policías y armas que les habían dado sus contactos ahí. Manuel Buendía, que comenzó su carrera en La Prensa y se volvió editor en jefe del periódico de 1960 a 1963, tenía placa y arma de fuego gracias a sus amigos en la DFS. Utilizaba la información privilegiada que le proporcionaban para su columna de Excélsior, Red Privada. Sin embargo, cuando desvió su atención hacia el narcotráfico en 1984, el arma resultó inútil y fue asesinado por miembros de la DFS.84
En la mayor pare de los casos, la relación entre los reporteros y la policía no era tan extrema. Los agentes de policía de todos los rangos tenían fuertes incentivos para mantener una conexión cercana con los periodistas, debido a que sus puestos estaban en juego; sus carreras podían verse afectadas tanto por la prensa favorable como por un “periodicazo” repentino. El inspector general de la Ciudad de México y sus subordinados directos eran designados (y podían ser destituidos) por el presidente, quien hasta 1997 también designaba al regente del Distrito Federal. Los jefes de la policía eran por lo regular miembros del ejército y no duraban mucho en su cargo. Por ello, que un “triunfo” policiaco se diera a conocer en la prensa podía ser muy valioso. Los artículos escritos por sus propias oficinas de prensa podían publicarse en los periódicos sin indicar que se trataba de anuncios pagados, pero el texto delataba sus orígenes; uno de esos artículos elogiaba la actuación heroica de los agentes frente a las multitudes peligrosas de ciertos barrios de la Ciudad de México donde “parece que a la gente le encanta ver que el policía sea víctima de cualquier desaguisado”.85 Los jefes de la policía le informaban a sus reporteros favoritos de sus planes para poner en escena un “golpe contra la delincuencia”, pero también podían pedirle a la prensa que no dijera nada acerca de sucesos que pudiesen dañar la credibilidad de la policía a ojos del público. La policía utilizaba a la prensa para condenar a los sospechosos montando imágenes en las que éste sostenía el arma, se paraba junto al botín o recreaba el crimen.86
Como representantes autodesignados del público, los periodistas podían ayudar a obtener una consignación por parte de jueces que, de otro modo, se habrían mostrado renuentes a ponerse del lado de la policía. Así como denunciaba a los policías abusivos, la nota roja externaba críticas a la debilidad y la corrupción del sistema de justicia. Sin embargo, para los reporteros había una diferencia que le daba ventaja a la policía y es que su actividad proporcionaba la materia prima para las narraciones de la nota roja, con imágenes impactantes y exclusivas, mientras que el proceso judicial resultaba menos interesante, ya que era lento, se desarrollaba en salas sin mucho drama y sin público (a partir de 1929), y bajo el control de abogados y jueces cuyo trabajo nunca era transparente. Un veredicto de culpabilidad no garantizaba el cierre de un caso, dadas las incertidumbres del sistema penitenciario. La sección titulada Cortes Penales de La Prensa ofrecía unas cuantas líneas de seguimiento a casos que los lectores podían recordar con facilidad (“los indeseables pornógrafos” o el “médico asesino”).87 Más allá de eso, se cubría poco el destino de los sospechosos tras su acusación, el momento en el que el castigo de verdad comenzaba, ya que los sospechosos a menudo esperaban su sentencia durante meses en prisiones terribles donde tenían que mezclarse con los culpables. Las sentencias también eran irrelevantes para aquellos que tenían dinero o patrocinadores poderosos. Era como si los verdaderos procesos judiciales contra el sospechoso hubiesen tenido lugar en el periódico, mientras el caso estaba bajo investigación, y el juicio oficial salía sobrando.
Los reporteros, en otras palabras, no estaban completamente subordinados al Estado. Guillermo Mellado recuerda su época como reportero en los años veinte (antes de volverse policía) como un tiempo marcado por una competencia implacable: “los reporteros policiacos sabíamos más que muchos detectives que ostentaban placas, portaban pistolones, pero que, llegado el momento, ignoraban en lo absoluto la base para hacer una investigación”. Se sentía obligado a intervenir cuando la ineptitud de la policía resultaba en un arresto arbitrario.88 Incluso en las décadas de la posguerra, cuando los directores en general adoptaron un tono acrítico hacia el gobierno, las publicaciones de nota roja continuaron cubriendo los abusos, la ineptitud y la complicidad criminal de las fuerzas policiacas en todo el país.89 Esto lo facilitaba el hecho de que numerosas oficinas de policía a menudo estaban involucradas en casos grandes, con agentes que competían en la escena del crimen y realizaban investigaciones paralelas. Los reporteros buscaban información de distintas dependencias que buscaban opacarse entre sí y los editores publicaban explicaciones rivales. Múltiples artículos acerca de un caso importante podían ser escritos por distintos autores con base en distintas fuentes. Como reconocía Téllez Vargas, para un reportero siempre era útil presentar información que pudiese contradecir la hipótesis oficial; además de satisfacer a los lectores, le ayudaba a ganarse la confianza de los sospechosos y otros informantes.90 Al ofrecer explicaciones alternas y presentar los puntos de vista de los sospechosos en forma de entrevistas, y no como parte del artículo principal, los periodistas evitaban dar la impresión de que estaban justificando el crimen.91
La compleja relación entre los reporteros, los agentes y los criminales tenía sentido a ojos de los lectores avezados. Téllez Vargas y sus colegas sabían que todo tipo de gente leía la nota roja, no porque quisiera escapar de la realidad, sino porque le ayudaba a sortear los peligros de la vida diaria en la ciudad. Esos lectores formulaban sus interpretaciones en el contexto de su propia experiencia con la policía y los sistemas judiciales. Las historias eran útiles cuando abordaban gente, situaciones y lugares peligrosos, o a agentes del Estado que victimizaban a los ciudadanos en lugar de protegerlos.92 Para estos lectores, el tono crudo o sarcástico de la nota roja no era un signo de desalmado desdén por la vida, sino, más bien, una manera de recalcar la brecha entre la justicia y la verdad acerca de un crimen.
Las noticias policiacas le ofrecían a sus lectores la versión definitiva del crimen, una parte necesaria para la vida cotidiana. Ellos le atribuían a la minuciosidad de su cobertura una cualidad casi oficial: lo que sucedía quedaba registrado ahí y viceversa. Muchas de los miles de cartas dirigidas a los presidentes mexicanos pidiendo su intervención en casos de homicidio, a menudo escritas por familiares de las víctimas, contenían recortes de periódico que documentaban tanto el crimen como la impunidad de los presuntos asesinos con una precisión y una franqueza que no figuraban en las investigaciones judiciales o policiacas. Por ejemplo, en noviembre de 1955, la viuda de Demetrio Varela, de Milpa Alta, envió al presidente Adolfo Ruiz Cortines una carta con un recorte de La Prensa. Exigía el arresto de Gregorio Silva, quien seguía libre debido a sus conexiones políticas. Incluso la policía se apoyaba en la prensa para sus investigaciones.93 Los peligros de la vida urbana (robos, suicidios, balaceras, accidentes, juergas, cadáveres encontrados o niños perdidos) se compilaban meticulosamente en la nota roja y se volvían memorables gracias al poder de las imágenes o el ingenio de los encabezados. El mismo día que La Prensa dedicó varias páginas al secuestro del hijo de Charles Lindbergh, un pequeño artículo titulado “Mató una suegra a su nuera, de disgusto” explicaba que la causa de la muerte de Maura Romero pudo haber sido un “ataque de bilis” durante una pelea con su suegra. Antes de que una autopsia pudiese determinar la causa de la muerte, María de Jesús Ramírez Romero, una mujer de edad avanzada, fue llevada a la cárcel de Belem, acusada de asesinato.94 Es probable que los lectores no consumieran muchas de estas historias en una sola sentada, sino que leyeran una o unas cuantas al día. Con el tiempo, no obstante, el efecto era poderoso: cada artículo era una observación detallada de la vida urbana que, como un collage de Polaroids de David Hockney, podía ensamblarse hasta componer una imagen grande y desordenada, pero bien enfocada.
Si entendemos la realidad como una referencia compartida por la mayoría de quienes participan en una conversación, una manera de organizar la complejidad de la vida que hace posible el acuerdo, podemos sostener que la nota roja creaba la realidad. La gente podía dudar de las promesas de los políticos, chismear acerca de los artistas o debatir sobre la pulsión competitiva de los deportistas, pero todo mundo coincidía en que se había cometido un triple asesinato en la peluquería La Flor de Oaxaca, localizada en el número 80 de la Avenida Patriotismo, la noche del 23 de abril de 1934: lo confirmaban las fotos, los informes de los testigos y un grupo de vecinos de Tacubaya afuera del lugar. Las páginas de la nota roja, aceptadas como una fiel descripción de la vida, creaban un terreno común en el que los ciudadanos podían interactuar de manera crítica con el Estado y entre sí.95 Los relativamente pocos artículos de opinión en esas secciones incluían argumentos a favor de la pena de muerte, bajo la premisa de que se necesitaba una conexión directa entre los actos y las consecuencias. Otras referencias a la política eran concretas y pragmáticas. Incluso la opinión pública era un hecho objetivo. En sus inicios, La Prensa publicaba breves sondeos acerca de lo que pensaban los “ciudadanos comunes” sobre temas de actualidad.96 La vida cotidiana de los ciudadanos comunes, su rutina y sus condiciones materiales, eran más tangibles ahí que en otro tipo de noticias. Las imágenes de accidentes de auto y ferrocarril donde las víctimas eran “gente humilde” servían como una cruda advertencia de que algo así podía pasarle a cualquiera. Percances menores (un joven aplastado por el diablito que iba empujando, la caída de una bicicleta que provocaba la muerte) eran recordatorios útiles de los peligros terrenales. Todo estaba conectado por la inacción del Estado: los reportes diarios de baches o basura en la calle aparecían junto a los anuncios de personas desaparecidas que ponían sus familiares.97
El servicio más valioso que ofrecía la nota roja era su cobertura diaria de las caras, los paraderos y los métodos de los criminales. Bajo una imagen de un tal Manuel Infante, Alarma! sugería: “Si por casualidad lo encuentra en la calle y lo invita a jugar billar, húyale porque tan sólo lo hace para esquilmarlo […] Ahora, si usted es de los ciudadanos que gustan enfrentarse a los peligros en beneficio de la gente honesta, denúncielo a la policía.”98 Las revistas y los programas policiacos de radio ponían énfasis en la utilidad social del alfabetismo criminal. El lema del programa de radio Cuidado con el Hampa era “Prevenir a la sociedad contra la delincuencia es servirla”. Cada programa describía con lujo de detalle el modus operandi de un tipo distinto de asaltante o estafador.99 Consumir esa información no era un acto de paranoia, sino una forma básica de alistarse para la vida en la ciudad. “Un estrangulador maniático anda suelto y matando! Peligro para todos!” podía sonar a una expresión de pánico, pero el artículo que le seguía contenía advertencias específicas acerca de los hoteles de mala muerte y los personajes de la noche asociados con el estrangulador.100 Las imágenes de criminales impactaban, igual que las fotos de accidentes, pero también proporcionaban información útil acerca de los peligros de la vida diaria; producían una especie de miedo metódico, quizá, pero no paranoia. En efecto, después de ver los retratos de los criminales prófugos, los lectores le escribían a las autoridades para ayudar a su captura.101
Las cartas a los editores eran parte de esta construcción de la realidad. Incluían quejas sobre contratiempos rutinarios, sobre la falta de respuesta o la deshonestidad de las autoridades. Puede que muchas de estas cartas no se hayan publicado: la sección de opinión de La Prensa le pedía a los lectores que se abstuvieran de mandar cartas, firmadas o anónimas, denunciando a enemigos personales o políticos. Columnas como Vox Populi en La Prensa registraban las demandas de los ciudadanos y la falta de respuesta de las autoridades. Para el autor anónimo de la columna, la administración adecuada de la justicia en México no era más que “un sueño”.102 Notas y artículos de opinión ahondaban en la corrupción o la ineptitud de los funcionarios de gobierno, desde los jueces hasta los policías callejeros que abusaban de sus puestos o actuaban en colusión con los criminales, pasando por la impunidad de los hombres y las mujeres acusados de crímenes. Describían a agentes de la policía que eran ladrones, asesinos, secuestradores o extorsionistas, o que golpeaban a los ciudadanos, fabricaban cargos o ganaban dinero de manera ilícita. Los artículos podían llegar a ser muy específicos acerca de los abusos y la extorsión por parte de jueces e inspectores, e incluso publicaban sus nombres para mayor vergüenza. En 1959, por ejemplo, Detectives expuso a un “influyentazo” que evadió el castigo después de matar a un inspector sanitario.103 No todas las referencias críticas a las autoridades se limitaban a descalificar; cuando se les describía en un tono benevolente, las fallas de la policía podían servir para justificar la participación de los lectores: “La policía necesita auxilio”, sostenía La Prensa cuando ofreció una recompensa para localizar a Santiago Rodríguez Silva, el asesino de Tacubaya.104
El realismo de la nota roja se definía en oposición a la banalidad de los periódicos establecidos. El lema de La Prensa era “Decir lo que otros callan”. Alardeaba de su gran número de lectores y de su habilidad para representar “toda la opinión pública de México”.105 Detective justificaba sus artículos sobre “crímenes espeluznantes” con el argumento de que todos los países civilizados necesitaban noticias policiacas y que los periódicos mexicanos se rehusaban a ofrecerla para evitar que los calificaran de “amarillos y escandalosos”.106 El lema de Alarma! era “Únicamente la verdad”. A menudo le recordaba a sus lectores el “deterioro periodístico” en el país, mientras enfatizaba que “siempre nos ha guiado la intención de hacer un periodismo limpio, útil, saneador”.107 Muchos lectores compartían estas apreciaciones: los de Nota Roja elogiaban el periódico como “la revista que más ha defendido al pueblo de México”.108 Esta habilidad para contrarrestar el silencio oficial era más notoria cuando los crímenes hacían posible que los reporteros de la nota roja penetraran en las vidas privadas de los políticos y las celebridades, revelando los vicios y la delincuencia detrás del poder.109
Los lectores avezados, a diferencia de los críticos contemporáneos, eran capaces de distinguir la búsqueda de la verdad de la nota roja de otro tipo de historias. En los años sesenta, algunas revistas comenzaron a publicar historias fantásticas. Encabezados como “Nació en Chiapas el monstruo más extraño de todos los tiempos. Los profetas antiguos, Nostradamos y la Madre Matiana lo auguraron” o “Soy agente extraterrestre. Un caso que deja boquiabierto” apelaban al humor negro de los lectores, un humor que era en sí mismo una forma de comentario crítico.110 Si bien varias de estas historias eran traducciones de tabloides estadounidenses, otras atribuían alucinaciones colectivas a la religiosidad popular mexicana. El informe de Alarma! de una niña que curaba a enfermos en Agua Dulce, Veracruz, incluía una advertencia: “Este semanario es elaborado por toda una organización periodística donde rigen los más estrictos principios de la ética profesional. Por ello, ninguna noticia se publica sin ser comprobada y aprobada por quienes dirigen nuestra revista.”111 Si se parafrasea el lenguaje hiperbólico de la nota roja, la declaración quería decir: en nuestras páginas aparecen historias increíbles junto a noticias policiacas; el lector inteligente sabe que la fantasía de las primeras no menoscaba la verdad de las segundas.
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