Kitabı oku: «Historia nacional de la infamia», sayfa 7
Las apelaciones de Toral y Acevedo fueron denegadas y Toral fue ejecutado el 9 de febrero de 1929. Frente al batallón de fusilamiento, gritó: “Viva Cristo Rey”, como había hecho su amigo Agustín Pro momentos antes de su muerte dos años atrás. Las balas interrumpieron la voz de Toral. Su entierro suscitó manifestaciones y disturbios, y, mientras la furia de la resistencia cristera siguió activa, continuaron los intentos de asesinato, el siguiente en contra del presidente Portes Gil el mismo día de la ejecución. En lugar de servir como un ejemplo de la buena administración de justicia, el juicio dejó un legado duradero como una muestra de abuso del poder, una mancha en la legitimidad del sistema de justicia.159 Toral fue recordado en corridos, aunque no fue objeto de culto póstumo como Miguel Agustín Pro. Décadas más tarde, Jorge Ibargüengoitia y Vicente Leñero utilizaron los registros del juicio en sendas obras de teatro para reflexionar acerca del autoritarismo que se estableció en esa época, en forma de un régimen para el cual las palabras no tenían ningún significado de cara al poder. Escrita en 1962, El atentado de Ibargüengoitia retoma el juicio de 1928 como el clímax de una comedia histórica que se burla del discurso de justicia del régimen posrevolucionario. Todos los actores asumen que hubo una conspiración en la que estaban involucrados la abadesa y Pepe para matar al presidente electo Borges, y ven el juicio como un mero escenario teatral para una sentencia predeterminada.160 La obra de Leñero, El juicio, consiste en fragmentos de transcripciones del juicio de 1928. Por medio de la voz de sospechosos, abogados y testigos, la historia se presenta en toda su ambivalencia ominosa. Toral, Acevedo y otros hombres y mujeres acusados de conspirar en contra de Obregón y Calles alegan que la violencia es un derecho que pueden ejercer en defensa de su religión; los investigadores del gobierno utilizan la tortura como un elemento normal de su labor; los fiscales construyen su caso en términos de realpolitik. Las voces amenazantes que irrumpieron en la sala del juzgado el 5 de noviembre permanecen, en la obra de Leñero, anónimas y en la oscuridad: su poder, al igual que la verdad acerca del crimen, es irrefutable. La obra se montó por primera vez en 1971, cuando el público podía conectar fácilmente la opacidad que rodeaba la historia del juicio de Toral con el autoritarismo violento del régimen contemporáneo del PRI.161 Ambas obras reflejan otra lección histórica de la sala de sesiones de San Ángel en noviembre de 1928: ya sea como tragedia o como farsa, el juicio por jurado de Toral y Acevedo fue un episodio lleno de ambigüedades, sórdido, que tuvo muy poco que ver con la justicia.
CONCLUSIONES
Los mexicanos educados siempre vieron el jurado criminal con malos ojos. Su desconfianza articulaba ideas porfirianas acerca de la incapacidad de los mexicanos comunes y corrientes para dar forma a la democracia, así como su falta de integridad. Federico Gamboa se salía de sus casillas: “¡Qué errores tan hondos son, a mi juicio, el famoso jurado y el no menos famoso sufragio universal!”162 Incluso Querido Moheno, que le debía a los juicios por jurado cualquier dosis de buena reputación que le quedara después de la Revolución, declaró que los jurados estaban en manos de gente inferior a la que sólo le interesaba el dinero. Si se tomaba al jurado como “índice del sentimiento colectivo en materia de moral”, razonaba El Universal, entonces “tenemos que lamentar un tremebundo descenso en el nivel ético de la sociedad mexicana”.163 Estos puntos de vista se basaban en gran medida en el melodrama y la retórica que parecía dominar los casos más famosos. Los sospechosos inevitablemente se convertían en los personajes principales, pero otros actores —víctimas, testigos, abogados, jueces y periodistas— también desempeñaban sus papeles como personajes con un claro, aunque no siempre positivo, valor moral; los jurados y los públicos constituían una especie de coro que juzgaba la historia que se desarrollaba ante ellos por su valor estético y moral. Los intercambios entre todos estos actores eran emocionalmente intensos y el escenario estaba cargado de ecos de otras historias. El melodrama, en otras palabras, ofrecía una serie de papeles y una estructura narrativa que tanto los actores como el público adoptaban. Incluso los críticos compartían un criterio estético: el jurado representaba “una teatralidad de baja estofa” en la que el problema no era tanto la estructura dramática, sino la mala calidad de las actuaciones y el guión.164
Sin embargo, el histrionismo de algunos abogados conservadores y la violenta feminidad de algunas sospechosas notables eran únicamente la parte más visible del proceso. El variado reparto de personajes y los caprichos de los miembros del jurado que utilizaban sus votos para absolver socavaron el control de la profesión jurídica sobre la justicia. Voces sin experiencia podían cuestionar al gobierno y a los expertos en la esfera pública. La diversidad de actores involucrados en los juicios por jurado era el rasgo característico de la influencia de la institución en la vida pública y la fuente principal de la exasperación de sus enemigos. Quizás el más prominente de estos actores, y la causa de la ansiedad de los analistas, era un puñado de mujeres que habían sido catapultadas al centro de la vida pública precisamente por sus crímenes. Habían recurrido a la violencia para defender su honor, su familia o su religión, y no tenían empacho en contar su historia una vez que se sentaban en el banquillo de los acusados. El prominente lugar que ocuparon brevemente gracias a estos juicios cuestionaba las ideas patriarcales acerca del silencio de las mujeres y la domesticidad que les correspondía. Sin embargo, en su esfuerzo por evitar su condena, tuvieron que adoptar los aspectos menos amenazantes de la feminidad moderna. Los usos sociales de la ley, en otras palabras, podían cuestionar las convenciones, o bien apuntalar el conservadurismo. Desde la perspectiva actual, leer estos juicios como simples melodramas, espectáculos con un reparto limitado de personajes contrastantes, impide comprender la magnitud de aquellos usos sociales de la ley.
A lo largo de seis décadas, la trayectoria del jurado en la Ciudad de México reflejó una profunda transformación de las nociones acerca de la justicia. La institución vio la luz muy poco después de una época de lucha civil y los partidarios del jurado esperaban que fomentara la transparencia en el proceso judicial. Mientras que esta creencia básica persistió en los años siguientes, en realidad el efecto de los jurados criminales fue más bien difuso, borroso en cuanto a los detalles y a menudo moralmente ambiguo. En los años veinte, después de otra guerra civil, la institución alcanzó su mayor influencia en la esfera pública. Pero a ojos de abogados y políticos, el jurado también parecía minar el respeto por la ley y politizar la justicia. Como ha mostrado este capítulo, no pudo haber sido de otra manera: el jurado criminal puso en práctica una idea popular de justicia anclada en el escepticismo republicano hacia el Estado. En el nivel más básico, el jurado era un bastión en contra de los abusos del gobierno porque le daba a la opinión pública un papel tangible en su gobernanza. Una premisa del alfabetismo criminal en México era que, en el tortuoso camino que lleva de la verdad a la justicia, resultaba legítimo tomar algunos atajos, aun si éstos violaban la ley. Los defectos de los juicios por jurado eran tan sólo el aspecto más visible de la descomposición general del sistema de justicia: había sospechosos, testigos y abogados con todo tipo de calidad moral, y el melodrama difícilmente podía dejar ver estas sutiles diferencias. Para los años veinte, se había generalizado la desconfianza hacia el sistema judicial entero. Luis Cabrera, un intelectual clave del carrancismo, decidió en esos años volver a la práctica jurídica porque necesitaba trabajo. Sin embargo, debido a la corrupción que veía en los juzgados, le preocupaba el “nivel moral” que, reconocía, era culpa de los propios abogados.165 Los jurados sobornables, los “milperos” descritos por los Sodi, eran sólo un síntoma de esa corrupción. Para el final de la década, el viejo escepticismo hacia el sistema judicial se estaba convirtiendo en decepción. El juicio de Toral y Acevedo fue solamente la gota que derramó el vaso.
El jurado criminal se abolió en 1929 mediante un decreto presidencial que reemplazó el código penal del Distrito Federal de 1871 con uno nuevo, marcado por una fuerte influencia positivista. El comité que redactó el nuevo código explicó que el jurado sería reemplazado por “una comisión técnica, integrada por psiquiatras, psicólogos y otros elementos científicos, que sentencie dentro del espíritu de las nuevas modalidades del derecho penal”.166 La ciencia sería capaz de entender mejor el crimen que el sentido común. Ésta había sido la opinión de los críticos porfiristas del jurado, incluido Demetrio Sodi, pero no pudo ponerse en práctica debido a la coyuntura política. La historia de Toral había revelado el daño potencial que un caso de alto perfil podía hacerle a los esfuerzos gubernamentales por controlar un cuerpo político enardecido. El municipio del Distrito Federal había sido eliminado a fines de 1928, lo cual reforzó el control de la presidencia en el gobierno de la capital. Ahora los jueces tenían un dominio absoluto sobre la investigación y la sentencia; las audiencias ya no eran eventos públicos. La opacidad que durante mucho tiempo se asoció con los procedimientos penales de rutina ahora se instaló en la parte más visible del sistema; el melodrama le cedió el paso a otras formas narrativas.167
La abolición de los juicios por jurado marcó el fin de una era. Después de 1929, los actores continuaron tomando atajos en la búsqueda de justicia: los prisioneros y las víctimas recurrieron a la intervención presidencial, los policías a la ley fuga y casi todos aceptaron que los artículos de la prensa eran fuentes más confiables para conocer la verdad que las sentencias. La intervención de la opinión pública en asuntos relacionados con los delitos y la justicia ya no tendría lugar en el marco institucional del sistema de jurados, sino en el espacio virtual de las noticias policiales, que se examinará en el siguiente capítulo. Sin embargo, ésta no era una estructura sostenible para mantener la presión sobre el sistema de justicia o sobre la policía. Un efecto paradójico de esta transformación del escepticismo en decepción fue la aceptación de la violencia extrajudicial como sustituto del castigo legal. Moheno articuló la teoría y otros la pusieron en práctica: los sentimientos del pueblo mexicano, los jurados o sus públicos, podían canalizarse como violencia e intolerancia en nombre de la justicia. Esto explica sus invocaciones llenas de admiración por el linchamiento en Estados Unidos. Esta teoría no se expresó frecuentemente como tal en los años siguientes, pero sí permaneció latente en las apologías de la ley fuga que figuraron en la prensa y la literatura tras la desaparición del sistema de jurados.
La memoria del jurado criminal mantuvo su influencia en las ideas y las representaciones del crimen y la justicia de otras maneras. Tan pronto fue abolido, periódicos y libros comenzaron a conmemorarlo con cierta nostalgia. Hubo rumores y discusiones sobre su restablecimiento, pero las resonancias negativas de sus excesos melodramáticos prevalecieron sobre cualquier argumento en su favor. Para el criminólogo Francisco Valencia Rangel, su retorno sólo habría atizado el mórbido interés por las noticias policiales que invadieron los puestos de periódico tan pronto el jurado desapareció. El jurado sobrevivió como un tropo de la cultura popular. Inspiró comedias, algunas de ellas sobre casos famosos, como el de María del Pilar Moreno, y escenas de cine satíricas, en las que el escenario creado por los juicios por jurado seguía siendo útil para hablar de un modo crítico acerca de la justicia.168 Como se verá en el siguiente capítulo, las noticias policiales asimilaron este legado, en particular la idea de la justicia como producto de la participación de múltiples actores en un sistema que era defectuoso, pero que al menos le ofrecía a la gente la oportunidad de hacerse escuchar.
2. No pisar los charcos de sangre
La nota roja y la búsqueda pública de la verdad
Las revistas y los periódicos policiacos, con sus imágenes de crímenes y criminales, sus estridentes encabezados y sus sangrientas fotografías comenzaron a ser parte importante del paisaje de la Ciudad de México desde los años veinte del siglo pasado. Se desplegaban y vendían en lugares prominentes para atraer a lectores dispuestos a escaparse unos minutos del ajetreo de la vida cotidiana. La nota roja llego a ser el género periodístico con más lectores en el país y su estilo, el más reconocible. Los encabezados utilizaban juegos de palabras, daban voz a la indignación moral y sintetizaban crímenes en términos brutalmente directos, mediante los cuales describían a las víctimas y a los delincuentes de maneras tan sardónicas como memorables: “El plomero que mató a un zapatero durante una absurda riña” o “Asesinó al compadre por reclamarle un sombrero”.1 Los voceadores gritaban los encabezados de la primera plana y los periódicos de nota roja llegaban a todos los rincones de la ciudad apenas horas después de los hechos; movían la información más rápido que cualquier otro medio de comunicación. El sospechoso del asesinato de tres mujeres en una peluquería ocurrido en 1934 fue arrestado a las 5:30 p. m. y, “A las diecinueve —alardeaba La Prensa— habíamos inundado de ejemplares con el llameante titular: ‘Capturado’ a toda la capital y sus más lejanos suburbios.”2
A finales de los años veinte, las innovaciones periodísticas en las noticias policiacas alimentaron a un público amplio y comprometido. Los relatos de casos famosos que atraían a decenas de miles de lectores fueron en un principio extensiones impresas de los dramas de gran relevancia que se dirimían en los juicios criminales por jurado, pero sobrevivieron como una forma narrativa durante décadas después de 1929. Reporteros, editores y fotógrafos desarrollaron un lenguaje efectivo para contarle historias a un público ávido y crítico. Los criminales, en particular los asesinos, también llegaban a ese público por medio de entrevistas y confesiones. Después de todo, los periodistas y los criminales eran más creíbles que los jueces o los detectives a la hora de revelar los detalles de un crimen. Con el tiempo, las autoridades, molestas por el escrutinio de la nota roja pero incapaces de restringirla, comenzaron a apropiarse de sus recursos comunicativos, usándolos en este caso para difundir su propia perspectiva. Para los años sesenta, la nota roja se había establecido prácticamente como un apoyo moralizador de la policía, con un mayor énfasis en las imágenes que en la narración y una visión aplanada de los sospechosos. En el proceso, se perdió mucho del tono crítico y comprometido que había marcado su era inicial, su edad de oro.
Los reportajes en torno a los delitos, tema central de la cobertura noticiosa, servían como contexto para difundir puntos de vista críticos sobre el Estado. Al examinar la producción de la nota roja, su contenido y sus interpretaciones del crimen de finales de los años veinte a los años cincuenta del siglo pasado, es posible recuperar un capítulo central del desarrollo de la esfera pública en México. La nota roja fue una forma de periodismo altamente política, aun si su postura es difícil de clasificar en términos ideológicos. Estas publicaciones, gracias al éxito económico que hacía posible su autonomía, podían presentar pruebas objetivas de la ineptitud y la corrupción de los funcionarios e incentivar la participación de los lectores en los asuntos de orden público. Los crímenes provocaban una condena unánime, pero también creaban personajes fascinantes y reforzaban el respaldo de la violencia extrajudicial por parte del público. Sin embargo, el papel de la nota roja no se limitaba a la moralidad; las noticias policiacas transmitían una percepción compartida de la realidad, moralmente convincente y relevante para la vida diaria: era la enciclopedia diaria del alfabetismo criminal.
El enfoque que propongo cuestiona las interpretaciones predominantes que conciben la nota roja como un género periodístico menor en función de su contenido desagradable y vulgar. Las historias del periodismo en México la pasan por alto y la mayor parte de ellas se concentran en las luchas entre los filisteos del oficio y los heroicos defensores de la prensa libre, crítica y culta, en particular a raíz del ataque del presidente Luis Echeverría a la independencia de Excélsior en 1976.3 Desde esta perspectiva, sí se admite que la nota roja elevó el número de lectores de diarios, pero no se le considera como un vehículo para la consolidación de la democracia. Dicho desdén recuerda los puntos de vista académicos con respecto a los medios de comunicación masivos de México en general, como si estuvieran desprovistos de mérito intelectual y hubieran sido cooptados por un Estado poderoso. A mediados del siglo XX, el gobierno sí ofrecía apoyo económico y acceso político a cambio de la lealtad de los grandes periódicos, al tiempo que los editores cultivaban una relación cercana con presidentes y ministros, y se abstenían de criticar la venalidad del régimen. Los reporteros de la nota roja eran cercanos a la policía, de modo que se convirtieron en el ejemplo más vil de la pobreza ética del periodismo. Este tipo de conclusión es efecto de un achatamiento de la perspectiva histórica: para los años sesenta, la asociación entre prensa y Estado en efecto había incorporado a la nota roja, que había perdido mucha de la independencia crítica que tenía.4
Los comentaristas veían la innegable popularidad de la nota roja como una patología social, más que como parte de la historia intelectual del país. Carlos Monsiváis señaló las profundas raíces del “morbo intenso sobre los crímenes”5 de los lectores mexicanos. Durante la segunda mitad del siglo XIX, diversas publicaciones baratas, impresos en hojas sueltas y periódicos llamados “prensa de a centavo”, transmitían historias sangrientas a un amplio público semialfabetizado. Los grabados de José Guadalupe Posada se han vuelto icónicos y a menudo se describen como una versión temprana de la nota roja. Estas publicaciones eran artesanales en su factura y en el número de impresiones. A pesar de que contenían una mezcla de crímenes sangrientos y sucesos fantásticos similares a los de los tabloides de la segunda mitad del siglo XX, los estudios recientes proponen interpretar la prensa popular del siglo XIX más bien como un género satírico que amplió el número de lectores y transmitió mensajes políticos mediante un astuto uso de imágenes y de lenguaje vernáculo.6 No obstante este linaje, los puntos de vista más comunes siguen caracterizando a la nota roja como un medio semejante a la pornografía, que desde su nacimiento había apelado a un morboso sentimentalismo, o como un conjunto de historias insignificantes para evadirse de la vida diaria, que carecían de estructura o cualquier relación significativa con la realidad. Para editores como Félix Palavicini, fundador de El Universal, no tenía nada de malo reírse del dolor de los demás. Según Eduardo Téllez Vargas, decía que la sección policiaca era “la página de sociales de nuestro pueblo”. Palavicini afirmaba en broma que, cuando la gente humilde la leía, encontraba motivos para celebrar: “Fíjate que raptaron a mi ahijada y ya tenemos boda segura” o “ya mataron a mi compadre y no fuimos a su entierro…”.7 Los estudios de la nota roja se han enfocado en su contenido gráfico, lo cual ha afianzado aún más su similitud con la pornografía, ya que las fotografías de mujeres semidesnudas que ilustraban las páginas de algunas publicaciones eran cada vez más frecuentes. Para Monsiváis, el género satisface una “‘voluptuosidad’ de los acercamientos visuales a lo horripilante”, mientras que sus encabezados hacen “un saludo simbólico a la moral”. Paradójicamente, él y otros también usaron la nota roja como un archivo de ejemplos reales de la miseria, la violencia y la indiferencia hacia la vida que, desde su punto de vista, mantenía a México en un estado de retraso.8
Reconsideraciones recientes de las noticias policiacas en México les reconocen este papel culturalmente productivo, no así su valor periodístico. Los académicos y los artistas ahora identifican las conexiones entre la nota roja, el arte y la literatura, así como su influencia transformadora en el periodismo de los diarios en general. A partir de los años treinta del siglo XX, como ha señalado Ricardo Pérez Montfort, los periodistas en México “valoraban positivamente aquel mundo urbano marginal” de las ciudades y, en consecuencia, expandieron los temas de sus crónicas y reportajes.9 Poniendo de cabeza las premisas culturales de la modernidad, estos comentaristas sugieren que la sangre y la vulgaridad expresan una estética de “lo ordinario” y celebran los rasgos patológicos de la cultura urbana que el nacionalismo y las élites habían intentado sanear.10 Un ejemplo famoso, aunque seguramente apócrifo, de la poética de la nota roja era un verso de una canción del grupo de rock Botellita de Jerez: “Siguiola, atacola, golpeola, violola y matola con una pistola”.11 Los enfoques literarios que examinan los faits divers y otras formas de noticias policiacas suelen burlarse del tono casual y el sinsentido de los encabezados (“Quería divertirse y le destrozaron el rostro a botellazos”), aunque también los reconocen como inspiración de ciertos autores. El escritor José Revueltas comenzó su carrera como periodista en El Popular, donde escribía en la sección de nota roja. Otro autor, Max Aub, se inspiró en el lenguaje sintético de los encabezados de La Prensa para sus Crímenes ejemplares. “Lo maté porque me dieron veinte pesos para que lo hiciera”, se lee en uno de sus epigramas.12 Más recientemente, artistas como Teresa Margolles y el colectivo SEMEFO han recurrido a la capacidad que tiene la estética de la nota roja para conmocionar al público en performances e instalaciones, aunque suelan reproducir los mismos puntos de vista desdeñosos acerca del consumo popular del tipo de noticias que se describen arriba.13
En contraste con estos puntos de vista, las páginas siguientes evitarán incurrir en cualquier tipo de juicio normativo. Yo no defino la nota roja por la calidad vulgar de su contenido ni por su inclinación a convertir las vidas privadas en objeto de escrutinio público, como sucede en los tabloides estadounidenses.14 Lo que le daba coherencia al género en México era la forma en la que las historias se desplegaban y narraban, y la manera en la que la nota roja interactuaba con los lectores. La nota roja era la expresión periodística del antiguo interés por el crimen que inspiró a Posada y a otros cronistas populares. Para mediados del siglo XX, el género conectó ese interés con la realidad objetiva de un sistema judicial y policiaco poco fiable. Por medio de imágenes y textos, la nota roja se convirtió en el cimiento del alfabetismo criminal. A diferencia de la prensa de a centavo, su producción ya no era artesanal, sino el centro de un negocio rentable. No vendía miedo o pornografía, o por lo menos no sólo eso: le presentaba a un público de lectores críticos la realidad de violencia e impunidad que definía la vida urbana.