Kitabı oku: «El mediterráneo medieval y Valencia», sayfa 5
Estos aumentos están en consonancia con el movimiento de los precios en la baja Edad Media y principios de la Moderna, que, dependiendo de su expresión en moneda metálica poco elástica y de los cambios demográficos, presentan un carácter estacionario o variaciones muy modestas antes de 1800. Las series de precios relativas a Italia e Inglaterra analizadas por Malanima muestran tendencias similares: una fase de aumento hasta aproximadamente 1380; una de estabilidad o disminución desde finales del siglo XIV hasta mediados del XV y una nueva fase de inflación hasta 1600 seguida de estabilidad o descenso hasta mediados del siglo XVIII.46 Teniendo en cuenta que los cambios en el consumo de productos de primera necesidad fueron relativamente modestos, el crecimiento cuantitativo de bienes agrícolas por habitante, por tanto, fue la única forma que pudo motivar a los productores a la acumulación y a destinar cuotas cada vez más importantes de ahorro y de bienes capitales hacia la inversión o hacia una futura comercialización.
Las conclusiones de estos cálculos para la época medieval son sorprendentes: la mayor parte del crecimiento económico premoderno, hasta 1800, es anterior a 1450, con economías prósperas especialmente en los países mediterráneos (Italia y España). Desde mediados del siglo XV, la economía europea, con algunas excepciones como Inglaterra y Países Bajos, que comienzan a experimentar los procesos más intensos de crecimiento económico y de comercialización, se estanca durante 350 años, con práctica estabilización del PIB por habitante entre 1450 y 1800, el output de la fuerza de trabajo disminuye y los salarios reales se estabilizan en Italia y España. El crecimiento anterior a 1450 parece responder a dos motivos y dos etapas: en la primera, entre 1180 y 1330, la revolución comercial y urbana se caracterizó tanto por la expansión de la población como del PIB por habitante; en la segunda fase (1348-1450), el PIB per capita mejora, pero la población experimenta un descenso impresionante como también el volumen total de la producción aunque en menor medida que la población. El fuerte aumento de los salarios reales, gran indicador de las macromagnitudes de la estructura económica y espejo de los flujos de los ingresos familiares, favoreció el aumento de los niveles del rédito global entre 1350 y 1450, una mejora de la capacidad de consumo de bienes no necesarios para la subsistencia –teniendo en cuenta que la composición de los gastos ordinarios no cambió mucho– y una reducción de la participación de la agricultura en el empleo: 70% en 1450 con tendencia a disminuir en toda Europa.47
Parecidos criterios de cuantificación y resultados similares a los que obtienen Paolo Malanima y Robert Allen son los que proponen Carlos Álvarez-Nogal y Leandro Prados para el caso español, aunque con interpretaciones más discutibles al basarse en apreciaciones cualitativas más que en datos cuantitativos de salarios, consumo, rentas familiares, niveles de producción (agraria e industrial) o tasas de urbanización.48 La aplicación del método y de las categorías macroeconómicas de contabilidad, que es casi una moda de imitación para muchos historiadores de la economía, sirve a estos dos autores para proponer como hipótesis un crecimiento de la economía española y del rédito por habitante hasta 1340, que, tras una breve interrupción en la segunda mitad del siglo XIV, se mantendría hasta finales del XVI, momento en el que, aunque creció y alcanzó el nivel de ingresos per capita anterior a 1350, se estanca en un nivel bajo, que no aumentaría significativamente hasta 1820. El comportamiento de los factores y la dinámica económica a largo plazo es muy similar, por tanto, al modelo de Campbell-Allen-Malanima, pero habría que considerar las características regionales en lo que concierne a los circuitos del rédito, la utilización de los factores productivos, la difusión del crédito o el movimiento de los salarios reales, variables muy distintas según regiones y que tuvieron una importancia decisiva en el resultado final.
A largo plazo, las comparaciones entre los distintos países pueden resultar equívocas. Parece que la catástrofe de 1348 condujese a Europa, especialmente el sur europeo que era la zona que más había crecido durante los tres siglos anteriores, hacia una «trampa de equilibrio de alto nivel» que permanece hasta 1800,49 pero la «trampa» es difícil pensar que representara una crisis económica general. Según los cálculos de Malanima, la Italia centro-septentrional, aunque había reducido el PIB por habitante un 3,4% y el producto agrario global un 8% entre 1310-1340, presentaba los niveles más elevados de PIB por habitante durante la baja Edad Media: es posible que su nivel de renta se doblara entre el 1000 y el 1400 y que el PIB por habitante a inicios de 1300 (o circa 1420) fuera casi tan elevado como el de Inglaterra en 1800.50 Por su parte, Robert Allen, combinando las estimaciones del empleo con las fluctuaciones de la productividad del trabajo, ha calificado a Italia y España como las economías más prósperas, con un grado de urbanización y salarios reales más altos hasta 1500.51 Solo después de esta fecha la situación se habría invertido y, como señala Van Zanden siguiendo los conocidos esquemas de Kenneth Pomeranz, se habría producido una «pequeña divergencia» a favor de los países que bordean el Mar del Norte, que desarrollaron una economía más próspera y dinámica que los países meridionales del continente, gracias esencialmente a los cambios institucionales inducidos por el papel destacado de los parlamentos y por una mejor formación del capital humano.52
Los mismos argumentos (evolución de los salarios reales, volumen del producto agrícola, comportamiento de los precios y distribución de la población rural o urbana) han servido a los historiadores de la economía para introducir un nuevo, y particularmente interesante, indicador posible de los múltiples factores que acompañan el crecimiento cuantitativo, o la recesión, como son el movimiento y las tasas de urbanización de las diversas sociedades europeas desde el año 1000 en adelante. Respecto a la medición del crecimiento, el interés inmediato es diferenciar entre la cuota de personas dedicadas a actividades industriales o comerciales y aquellas empleadas en la agricultura dividiendo las estructuras ocupacionales de población en tres categorías: urbana, agrícola y rural no agrícola.53 Las informaciones indirectas sugieren un modesto aumento de la tasa de urbanización a partir del siglo X y conocemos bien que los niveles más altos se registran en torno a 1300, especialmente en el sur (Italia y España), seguido de un declive en el siglo XIV y de un progreso lento, estabilización más que aumento excluyendo Inglaterra, en el largo período de 1600 a 1800.54
El más complejo y fluctuante es el período 1300-1600. Paolo Malanima, revisando las series y datos de Bairoch y De Vries, muy optimistas y positivos para el siglo XIV, ofrece los siguientes resultados:55 la urbanización europea en su conjunto y el porcentaje de población urbana revelan un declive entre 1300 y 1400, especialmente sensible en Italia y España donde las epidemias golpean sobre todo las grandes ciudades densamente pobladas, seguido de un crecimiento considerable en los siglos XV y XVI. Para comprender mejor esta situación, sería conveniente separar el desarrollo urbano en sus componentes básicos e implícitos en los procesos de crecimiento o de recesión: el aumento interno de la población en los centros ya existentes en 1300, la amplitud de las redes urbanas y el aumento del número de ciudades, especialmente aquellas de tamaño medio. Stephan Epstein realizó hace algunos años un replanteamiento de la dinámica de urbanización y de las jerarquías urbanas en Italia entre finales del siglo XIV y principios del XVI.56 Constatando, como hace Malanima, un descenso neto de la urbanización para este período, Epstein argumenta que las jerarquías urbanas se hicieron más pronunciadas y polarizadas y que, si bien el número de grandes ciudades en el año 1500 era inferior al del año 1300, aumentó el de ciudades medias entre 5.000 y 10.000 habitantes. Para ambos autores, las conclusiones son concordantes: el mantenimiento o leve recuperación de las tasas de urbanización a finales del siglo XV es más fruto de la variación del número de ciudades grandes, y aumento de las menores, que del crecimiento de los centros urbanos ya existentes antes de la crisis.
Las tasas de urbanización y la estructura ocupacional de la población son indicadores representativos de muchos factores señalados en la definición del crecimiento o de la recesión y, a su vez, explican el carácter histórico de algunas magnitudes macroeconómicas. No solo muestran la proporción de actividades industriales y comerciales respecto a las agrícolas sino que también condicionan los distintos niveles de productividad del trabajo, el desarrollo de nuevos sectores económicos, los movimientos migratorios de población y la evolución de los salarios reales, la constitución de redes comerciales y, por supuesto, el papel de las instituciones y del estado en la especialización de las ciudades como «lugares centrales» del ordenamiento territorial. Según Robert Allen, en 1500, cuando alrededor de las tres cuartas partes de la fuerza de trabajo europea estaba empleada en la agricultura, los Países Bajos, Bélgica, Italia y España, con una población agrícola del 56, 58, 62 y 69%, respectivamente, tenían tasas de urbanización mayores que el resto de países. Italia y España eran también países con fuerte presencia de actividades industriales en el campo durante la Edad Media, aunque no desarrollaran significativos procesos de protoindustrialización a partir de 1500.57 Este elevado grado de urbanización bajomedieval pudo haber sido provocado por un diferencial salarial entre ocupaciones urbanas y rurales que también se corresponde con el diferencial de productividad ciudad-campo. Igualmente, una red urbana más densa, como la que tiene lugar con el aumento de ciudades menores, implica mayores cuotas de actividades industriales y comerciales, mejor integración de mercados, formación de redes comerciales más eficaces, mayor especialización del trabajo, fuerte inmigración a la ciudad y, por tanto, más amplias posibilidades de creación de rédito para el consumo.
Una contribución importante al estudio de las diversas vías del crecimiento económico de las sociedades preindustriales puede venir de la historia de la energía, en muchos aspectos conectada a la biología, a la historia ecológica y del medio ambiente y a la historia del clima. «Historia global» como ninguna otra, el actual retour de la longue durée ha hecho de la cuestión ambiental una de las claves de la reinterpretación histórica del desarrollo emplazando los acontecimientos humanos en un contexto más amplio de historia de la naturaleza.58 La orientación ecológico-económica busca la explicación de la base material y la cuantificación de la disponibilidad de energía (medio físico, agua, animales, viento, molinos) con el objetivo de reconstruir los consumos energéticos, replantear la relación entre población y recursos y analizar las formas de utilización y de reproducción de las fuentes energéticas.59 La conexión con los flujos del valor añadido del PIB por habitante, con el incremento de la productividad de la fuerza de trabajo y con la diversificación de las economías familiares y de mercado es evidente, especialmente cuando se trata de explicar el funcionamiento de las economías agrarias de las sociedades preindustriales que, paradójicamente, podían conseguir una notable eficiencia energética a pesar de las carencias de energía primaria.60 Todos los grandes cambios económicos, e incluso los diversos modelos de crecimiento, han ido ligados al consumo de energía, al descubrimiento de nuevas fuentes o a su explotación más eficiente hasta el punto de que Edward A. Wriley ha propuesto distinguir las sociedades en función del tipo de recursos energéticos empleados, lo que no significa que para comprender el crecimiento económico en la larga duración se pueda prescindir de los factores institucionales, sociales, culturales y políticos.
En esta misma dirección de distinguir entre crecimiento económico y desarrollo humano, el análisis de los niveles de vida y de las desigualdades sociales se está mostrando muy fecundo, tanto por la consistencia de los datos aportados como por los aspectos marcadamente «micro» investigados o por la relevancia teórica del enfoque.61 Con frecuencia se trata de métodos de aproximación muy refinados y de enfoques multidireccionales, que van desde los más clásicos que miden los flujos de la renta, la capacidad adquisitiva de los salarios y los precios reales, el crédito o la circulación monetaria hasta los más recientes, que miden el consumo de los individuos a través del mercado informal o del intercambio de objetos de segunda mano.62 También en las aportaciones más específicas de los arqueólogos e historiadores de la cultura material, el problema del crecimiento y la medición del desarrollo de los niveles de vida es cuestión de números, sea mediante indicadores de los índices nutricionales y antropométricos –como la longitud de los huesos y la talla de las personas o animales–, sea a través de la morfología y riqueza habitacional o de la calidad del mobiliario y de la vajilla doméstica. Aunque la convergencia de la historia económica con estas disciplinas es reciente y todavía débil, las orientaciones de la «revolución industriosa» de Jan de Vries han abierto perspectivas muy valiosas sobre las formas y bienes de consumo y sobre el papel del trabajo y de la familia en la formación y evolución de los gustos.
Las estimaciones del volumen de los salarios reales y su contribución para calcular el PIB por habitante, la estructura de la población y la productividad sectorial son más fáciles de leer a la luz de los cambios en los niveles de vida. Sabemos que los salarios reales eran bastante similares en toda Europa hasta 1500 y que los precios reales aumentaron. Christopher Dyer ha calculado que el coste de la vida se cuadruplicó en Inglaterra entre 1150 y 1325,63 de donde se puede deducir que la velocidad de la circulación monetaria aumentó más rápidamente que el volumen de bienes y servicios y que la capacidad de acumular rentas –y particularmente beneficios–, junto a la concentración del ahorro, constituía el fundamento de la demanda efectiva tanto de bienes de consumo como de bienes de inversión.64 Sabemos también, sin embargo, que los cambios en los niveles del coste de la vida y en los consumos durante la baja Edad Media y en el crecimiento premoderno fueron relativamente modestos en comparación con los más recientes, y que la composición del gasto corriente de la gran masa de población no cambió mucho de un siglo a otro.65 Carlo Maria Cipolla, Federigo Melis, Frederic Lane y otros historiadores hablan de un eventual aumento de la demanda de moneda por habitante tras la crisis de mitad de 1300, cuando la disminución del número total de personas fue compensado por una cierta estabilidad de la demanda global, por el mayor poder adquisitivo de los salarios y por la mejor calidad de vida de los supervivientes, además de por una mejora en todo lo que respecta a la evolución de los sistemas crediticios y mercantiles.
Resulta interesante señalar que capacidad –es decir, el derecho, capacidad legal o conjunto de oportunidades que tiene el individuo para aprovechar los recursos de subsistencia– es el término clave usado por Giacomo Todeschini, recordando el entitlement approach de Amartya Sen, para remarcar la amplitud de opciones y derechos de sostenibilidad material de las personas. La distinción entre crecimiento económico y desarrollo humano implica una ampliación de la capacidad de obtener los recursos necesarios para la subsistencia, desde los más inmediatos (sistemas naturales, familia o comunidad) hasta los más lejanos (como el mercado y el Estado).66 El hambre y las carestías pueden medir las variaciones coyunturales de breve duración, es decir, las crisis agrícolas estacionales llamadas «crisis de tipo antiguo» que se integraban con la dinámica estructural de larga duración, y sirven para entender las modificaciones de la demanda en el breve período.67 Pero es difícil que las carestías sirvan para caracterizar un discurso historiográfico de crisis o de recesión y tampoco estaban en condiciones de modificar el proceso de larga duración del crecimiento –o de posterior estabilización económica– del sistema en su conjunto.68 Y, como señala Amartya Sen, aunque las carestías pueden ser vistas también como casos extremos de no satisfacción de las necesidades humanas elementales, la carencia extrema que caracteriza la pobreza verdadera, en cambio, aparece realmente solo cuando se rompen al mismo tiempo todos los elementos de la cadena de sostenibilidad para el desarrollo humano y desaparece la «capacidad» (o el derecho) de opciones de las personas al acceso a los recursos económicos impidiendo la sustitución del apoyo familiar o comunitario por la sostenibilidad que proporciona el mercado o las instituciones públicas,69 lo que está directamente relacionado con los movimientos, a medio o largo plazo, de aumento de las desigualdades sociales.
Sin necesidad de recurrir a Thomas Piketty, cuando afirma que la desigualdad crece cuando la tasa de remuneración del capital es mayor que la tasa de crecimiento de la economía, podemos preguntarnos hasta qué punto las desigualdades que provocan un aumento exponencial de la pobreza han podido obstaculizar, o no, una fase larga de crecimiento.70 Capacidad, sostenibilidad y desigualdad, no incluidos en la contabilidad del PIB por parte de ningún modelo histórico-económico, son tres pilares que ponen en duda los conocidos indicadores cuantitativos –y sobre todo los sofisticados cálculos matemáticos– para medir el bienestar social. El medievalista Todeschini repite incansablemente que el verdadero desarrollo –o la ausencia del mismo– debería medirse mediante la evaluación a largo plazo de las condiciones de quienes están en situación de pobreza, exclusión o privación (gente comune, gente qualunque, malviventi, persone sospette son los títulos de sus trabajos) y mediante el incremento, o no incremento, de las desigualdades.
ALGUNAS CONSIDERACIONES FINALES
De lo anteriormente expuesto emergen una serie de conclusiones sobre la historia económica como disciplina y su aplicación al estudio de las sociedades preindustriales. Ciertos «retornos» del interés por lo económico en la investigación y por la «larga duración» como escala temporal más apropiada, incluso en perspectiva de «historia mundo», privilegian de forma clara argumentos relativos a la naturaleza y cuantificación del crecimiento y al análisis de los mecanismos internos de su funcionamiento. Una investigación común parece interesar a diversas regiones y a muchos historiadores por los niveles de ingresos, de renta o de producto interior bruto (PIB) por habitante. Con informaciones y abundantes datos sobre salarios reales, estructuras de empleo de la población, tasas de urbanización y, sobre todo, la productividad agraria y la producción total se pueden identificar situaciones muy distantes del mundo ricardo-maltusiano que hemos descrito durante años. A los estudios pioneros de los historiadores anglosajones (Bruce Campbell, Robert Allen, Jan Luiten van Zanden y otros) se añaden ahora trabajos relativos a la Europa meridional,71 todos ellos especialmente fecundos en nuevas estimaciones de posibles incrementos de la productividad agrícola basada en pequeñas innovaciones tecnológicas y en sistemas financieros, comerciales y de mercado más eficaces.
Es posible, como escribía Alain Guerreau, que «un productivismo un poco simple sea el cuadro general de esta reflexión»72 y, en muchos casos, los resultados obtenidos confirman tendencias ya descritas con datos cualitativos y estimaciones menos sistemáticas. Parece que las nuevas temáticas, metodologías y planteamientos de la historia económica hayan convertido la investigación en algo menos «histórico» y más «económico», un aspecto destacado ya por muchos historiadores que sienten la necesidad de correcciones y de una mayor crítica interna de los datos.73 Las cuestiones más polémicas se refieren al uso de las categorías de la contabilidad actual, a la aplicación en las sociedades preindustriales de recientes teorizaciones de economistas puros y a los cálculos del rédito nacional o del producto nacional bruto, familiar o por habitante, basados en el salario real. En realidad, el salario representa solo una parte del rédito familiar en estas sociedades y va siempre acompañado de otras formas de remuneración no ligadas al mercado, sobre todo las aportaciones del trabajo femenino o infantil y los ingresos provenientes de sistemas informales de retribución. Por otra parte, hasta la misma noción de «crecimiento» o de «crisis» –sobre todo la crisis bajomedieval– resulta variable e incluso limitada. Si bien el crecimiento supone un aumento de la capacidad productiva y una mejora de los sistemas de distribución y consumo, un fenómeno de incremento del rédito por habitante, resultado de una recesión demográfica más profunda que el descenso de la producción agraria, no debería ser considerado un signo de desarrollo económico. Con todo, de estos estudios emergen dos elementos básicos de gran utilidad. En primer lugar, pueden ser el fundamento para un estudio comparativo de las variables de producción, productividad y consumo entre las diversas áreas europeas, única forma de interpretar estas economías en un contexto global. En segundo lugar, constatan la existencia de aumentos significativos de larga duración en algunas regiones clave de la Europa medieval derivados de mejoras organizativas, de la intensificación del trabajo y de cambios en los sistemas productivos.
Procesos similares parecen haber tenido lugar también en el sector industrial. Stephan Epstein señaló hace años los puntos más importantes sobre este tema. En primer lugar, el rechazo del presunto carácter obstruccionista de las corporaciones artesanales –una idea muy discutida actualmente– en lo que respecta a los procesos de innovación tecnológica y al análisis del papel de los oficios en la formación de trabajadores especializados.74 Epstein remarcaba la necesidad de distinguir entre diferentes tipos de conocimiento y las diversas formas de «transmisión de saberes»,75 o de conocimientos técnicos, a través de mediaciones sociales y culturales como las migraciones de artesanos o las culturas prácticas tradicionales con vistas a la difusión de un know-how profesional. El segundo tema es el de la protoindustria, que desde hace tiempo está siendo estudiada como fenómeno de larguísima duración, que va del 1200 al 1800. El logro más interesante de las investigaciones recientes es el descubrimiento de que la protoindustrialización, es decir, la difusión de industrias en el medio rural, era un fenómeno generalizado y cíclico más que de expansión continua y que debe considerarse una respuesta a la reordenación de la población y de las economías familiares (la famosa «revolución industriosa» de Jan de Vries) más que un signo de crecimiento económico. Como es lógico suponer, no escapa a estos procesos la incidencia de los sistemas financieros y comerciales que, en virtud de una conexión más integrada entre mercados, conocen en el siglo XIII un extraordinario desarrollo de nuevas técnicas. Paolo Malanima se preguntaba si el declive de la urbanización entre 1350 y 1450 y el aumento de ciudades de tamaño medio no habría estado determinado, al menos en parte, por un aumento de las actividades manufactureras fuera de las murallas de las grandes ciudades.76 Muchos medievalistas responderían afirmativamente, lo que explica las dos fases de expansión «protoindustrial» –y sus distintos protagonistas y hasta la «pequeña divergencia» entre la Europa meridional y septentrional– que siguieron a las dos crisis de la baja Edad Media y del siglo XVII: la primera fase, propiamente medieval y que afectó en gran medida a los países meridionales (Italia, España), y la segunda, más dinámica y tardía, de los países norteuropeos.
Soy consciente de haber marginado algunos temas muy frecuentados por la historia económica de los últimos años, entre otros, la formación y función del capital humano, la circulación de modelos y de conocimientos tecnológicos (economía del saber o del conocimiento), los comportamientos y procesos decisionales de los actores económicos o una reflexión más amplia de los cambios institucionales. Todo lo que podría ser considerado «micro» para el análisis de los mecanismos internos del crecimiento y muy útil para «definir» las sociedades preindustriales, pero analíticamente diferente de las variables «macro» más idóneas para «medir y cuantificar» los cambios económicos. Al final de estas reflexiones, siento la necesidad de reafirmar que podemos, y debemos, evitar el peligro de convertir la historia económica en historia del crecimiento en vez de centrarnos en el funcionamiento de las economías del pasado: «el gran desafío del futuro –decía Bartolomé Yun– es estudiar el pasado tratando de interpretar las sociedades preindustriales en sus componentes y no solo en su mayor o menor predisposición al crecimiento».77 En el fondo, el actor principal de los hechos económicos es siempre el hombre («los hombres en el tiempo», decía Marc Bloch), que no puede ser reducido a números abstractos, con sus ansias, sistemas de valores y su propia cultura que cambian en el curso del tiempo.