Kitabı oku: «El jardín de los delirios», sayfa 6

Yazı tipi:

35 35 Como recuerda Ellard, la empresa Sky Factory comercializa tragaluces artificiales que proyectan imágenes o vídeos de escenas naturales, imitando la visión que uno tiene del cielo y de las copas de árboles cuando se está recostado o tumbado en el campo.

36 La “zona verde” de Schiphol tiene árboles artificiales, asientos en forma de tocón de árbol y bancos circulares con follaje en el medio. También hay una terraza al aire libre donde los pasajeros pueden sentarse en mesas de pícnic de madera con vistas a los aviones estacionados. A la vez, se proyectan imágenes de parques famosos de todo el mundo en las paredes y mariposas virtuales rodean a los pasajeros que se sientan en ciertos lugares, todo ello ambientado con sonidos de animales, timbres de bicicleta y juegos de niños. El primer jardín del aeropuerto de Changi se remonta a principios de 1980. Hoy cuenta con más de quinientas mil plantas de unas doscientas cincuenta especies. También produce unas tres mil plantas al mes en su propio vivero. Tiene un jardín de mariposas, otro de orquídeas con un estanque y un “jardín encantado” que combina flores y helechos con esculturas y luces brillantes. También cuenta con algunos jardines al aire libre, uno de cactus y otro de girasoles. Todo el sistema de jardines es cuidado por 11 horticultores y más de una centena de contratistas y proveedores externos. En 2017 abrió en la terminal 4 nuevas áreas con un bulevar de árboles, santuarios verdes relajantes y jardines de roca. Otro aeropuerto que compite por ser el más verde es el de Incheon de Seúl, que tiene siete jardines e incluye uno al aire libre con flores silvestres.

37 Véase cómo las formula Kahn en Technological Nature: “la naturaleza tecnológica es mejor que ninguna naturaleza, pero no tan buena como la naturaleza real” (p. xvi). Véanse también los capítulos 4 y 5: “A Room with a Technological Nature View” (pp. 45-64) y “Office Window of the Future?” (pp. 65-87). Aunque no está claro por qué las ventanas con vistas virtuales no tienen los mismos efectos que las ventanas con vistas reales –afirma Ellard– lo que sí está claro es que “parte de la reacción biofílica se fundamenta en las propiedades puramente visuales de las escenas naturales” (2016). El problema de las ventanas virtuales es que las distinguimos fácilmente de las reales (por el paralaje) y saber que no son reales nos impide disfrutar. Pero si la tecnología mejorara mucho quizá sus efectos serían iguales.

38 Kahn propone, además, que esa interacción hombre-naturaleza podría reducirse a lo que él llama lenguaje de la naturaleza, una serie de esquemas básicos de experiencia que redundan positivamente en los humanos. Véase el capítulo “Adaptation and the Future of Human Life” (op. cit.: 185-210). Lo más discutible de estos esquemas –creo– es que se describen como si no tuvieran un origen cultural.

39 Kahn se apoya en los trabajos de R. S. Ulrich, un autor al que yo conocía por sus trabajos sobre los efectos sanadores de los jardines en hospitales y de las habitaciones con vistas naturales, pero que también analiza respuestas biofóbicas y estrés producido en entornos naturales. Véanse los trabajos que cita Kahn (2011: 222).

40 Cuando leo a Kahn se me vienen a la cabeza comparaciones entre las nuevas formas a distancia de “tener sexo” y de –digámoslo así– “tener naturaleza”. Quizá Kahn y otros neurocientíficos dan por hecho que uno se conforma con un sustituto o un sucedáneo de algo porque no puede acceder al original, y se sorprenden al descubrir que la gente disfruta del sucedáneo tanto o más que del original, pero quizá no se hubieran sorprendido tanto si leyeran más literatura (incluida la psicoanalítica) sobre sexo.

41 Guelton insiste en que el jardín es un lugar real, un espacio pequeño, cerrado, pero conectado a un espacio enorme, sumamente abierto, la red.

42 Desconozco si desde que se cerró el Telegarden en agosto de 2004 han surgido otros jardines a distancia, pero me atrevo a preguntar algo: ¿podría realmente una tecnología de interacción mejorada favorecer un mayor nivel de biofilia? Hoy ya hay sistemas de cultivo casero a distancia (manejables desde una app) como el Seedo, una especie de neverita con iluminación y sistemas de ventilación donde se pueden cultivar vegetales, hierbas y flores. No sé qué relación con la naturaleza tienen los usuarios del Seedo, si la aman antes de comprarse el chisme, o si la aman después, tras cultivar. Kahn y los neurólogos debían estudiar el asunto. Sí sé que la gente la usa para plantar marihuana en casa. Quizá después de fumarla se sientan más cerca de ella.

43 Véase, de F. Kuo y W. Sullivan, “Environment and Crime in the Inner City: Does Vegetation Reduce Crime?” (Environment and Behaviour, 2001, 33).

44 En ciertas ciudades las clases más desfavorecidas no logran disfrutar de zonas naturales que les quedan cerca simplemente porque no disponen de tiempo para acercarse hasta ellas. Hay que recordar también que en algunas ciudades las clases pudientes no hacen uso de muchos parques públicos porque los consideran espacios donde más que estar cerca de la naturaleza se está cerca de “todo tipo” de gente. O sea, les parecen poco naturales, y muy vulgares. Estas clases pueden usar un parque público solo como pista de entrenamiento para correr, pero prefieren beneficiarse del contacto con la naturaleza en el jardín privado de una urbanización (preferiblemente con piscina y campo de golf), en una finca, en una mansión de campo, o en alguna reserva natural que visitan como turistas de élite.

45 Descubrí a Albrecht gracias a un trabajo de Nancy Tuana, “Climate Change and Place”, presentado en Madrid hace unos años. Véase de Tuana “Climate Change and Human Rights” en Handbook of Human Rights (Londres, Routledge, 2010, cap. 33).

46 Entre ellos, claro, habría que contar con el peso de las imágenes: estamos acostumbrados a ver imágenes de desastres lejanos, ajenos, o relativamente próximos. Pero no parece que eso nos haga más sensibles a ciertos problemas. Se diría que al contrario: ayuda a ignorar los signos de un desastre cercano. Si hubiera vivido lo suficiente, Sontag debería haber escrito una secuela de Ante el dolor de los demás que se llamara Ante el dolor de la naturaleza, en la que explicaría el efecto insensibilizador de las imágenes de desastres naturales. ¿Sentimos realmente algo cuando vemos la imagen de un bosque después de un incendio, o la devastación de un ciclón o de un maremoto? Probablemente también tendría que escribir añadidos a un fascinante ensayo en el que analizó por qué nos da tanto morbo observar desastres: “La imaginación del desastre” [1965] en Contra la interpretación y otros ensayos (Barcelona, Seix Barral, 1984). Desde que escribió este ensayo la proliferación de recreaciones o retransmisiones de desastres naturales ha crecido asombrosamente.

47 Para ese informe también se le pidieron las opiniones sobre el “Nature Deficit Disorder”, un término que Richard Louv introdujo en Last Child in the Woods [2005]. Capitán Swing acaba de publicar una traducción en 2018: Los últimos niños en el bosque. Salvemos a nuestros hijos del trastorno por déficit de naturaleza.

48 Lo llamo así a falta de un término mejor, pero algunas de las fuentes de recuerdo también podrían ser ficciones, incluida la literatura infantil. Albrecht alude en sus trabajos sobre la solastalgia al libro Soil and Civilization de Elyne Mitchell, que era escritora de cuentos infantiles sobre un cimarrón australiano y sus descendientes. Merecería la pena saber lo que piensan los psicólogos y los neurólogos sobre los efectos de la antropomorfización de animales en la literatura popular.

49 Pauly estudió el agotamiento de los caladeros de pesca a mediados de los noventa, véase “Anecdotes and the Shifting Baseline Syndrome of Fisheries” (Trends in Ecology & Evolution, vol. 10).

50 Con todo, este punto merecería un comentario más detallado de otras dos obras editadas por P. H. Kahn Jr. y P. H. Hasbach: Ecopsychology (2012) y The Rediscovery of the Wild (2013), publicadas en Cambridge por The mit Press. En estos trabajos se vuelven a discutir conceptos como topofilia y se proponen distintos tipos de ecoterapia y tratamientos, así como de principios de urbanismo y de diseño biofílico.

51 Una frase que me recuerda muchas historias de ciencia ficción en las que la dificultad para percibir una señal de origen extraterrestre es similar: poder discriminarla. Lo irónico es que muchas de esas señales suelen ser advertencias que civilizaciones superiores de otras galaxias nos hacen sobre nuestra gestión del planeta: “Estáis abocados al desastre, no respetáis a la naturaleza”.

52 Para otros analistas esta postura de Diamond sigue anclada en meros presupuestos éticos y en una retórica del catastrofismo que elude imperativos verdaderamente políticos. Es la posición de Daniel Tanuro, que critica a Diamond en El imposible capitalismo verde. Del vuelco climático capitalista a la alternativa ecosocialista, con prólogo y posfacio de Jorge Riechmann, (Madrid, Los Libros de Viento Sur / La Oveja negra, 2011, p. 175). Según Tanuro, Diamond solo cree en el desarrollo de empresas con mejor gestión ecológica. En su esquema “no hay necesidad de recurrir a soluciones colectivas como la nacionalización de la energía, la extensión del sector público o la gratuidad de los servicios básicos”.

Adiós a la naturaleza

No creer en la naturaleza como una totalidad armónica y equilibrada no es una pose intelectual, ni un trastorno mental. Es una forma de ver el mundo que puede entender bien alguien que haya vivido en barrios donde se crecía con una única certeza: nada es lo que parece, todo es mentira. Este sentimiento lo he compartido muy fácilmente con amigos españoles, italianos y británicos de origen obrero, gente que no se cree nada, pero que luego se comporta ante la naturaleza de forma menos ruda que los chicos de Trainspotting –recuérdese que cuando llegan en tren hasta un páramo con una colina al fondo, uno de ellos dice: “¡Mirad la inmensidad natural, el aire puro!”, pero el otro contesta: “Todo el puto aire del mundo no cambiará las cosas”.53 En cierto modo es verdad: hay que ser idiota para creer que todo el aire del mundo puede cambiar la vida de la gente. Pero también es verdad que esa falta de confianza en el futuro de la humanidad no priva necesariamente de la sensibilidad requerida para gozar de la naturaleza, o de algo parecido a ella.54

Algunos de mis prejuicios sobre la naturaleza podrían atribuirse a la simpatía que he sentido por la filosofía materialista y ciertas variedades de marxismo.55 Puede que también suenen a historicismo, culturalismo o constructivismo, y casi a cualquier doctrina que ayuda a desnaturalizar todo lo que nos parece natural.56 Ninguna de ellas, sin embargo, explica el tono y los fines de este libro, ni mi desacuerdo con ciertas filosofías de la naturaleza. Digamos que es al revés: en cierto modo, esas doctrinas confirmaron algunas de mis tendencias. No me inspiraron desencanto, sino que reafirmaron mi carácter de­sengañado, lo cual daba cierto placer.57

La actitud antinatural hacia la naturaleza puede ser resultado de una experiencia social compartida. Ser un descreído tiene mala prensa, pero no lo hace a uno necesariamente más infeliz que aquellos que sienten amor por la madre naturaleza.58 He conocido gente que no siente gran pasión por la naturaleza, pero que la respeta mucho más que los que la veneran y también la observa con más curiosidad. Creer en la Naturaleza es peor que creer en Dios. Proclamar que Dios ha muerto ya no escandaliza a nadie. Debe de ser que no era tan difícil acostumbrarnos a vivir sin él. Pero decir que “La Naturaleza ha muerto” suena muy mal. Si para salvarnos hay que volver a creer en algo que está por encima de nosotros, es mejor ayudar a que acabe el mundo. Pueden confundirle a uno con un pesimista desalentador, y no con alguien que confía en una solución social al desastre ecológico, una solución manejada por seres humanos liberados de cualquier imagen de una autoridad no humana (luego volveremos sobre este punto).

Lo admito: me cuesta pensar que haya parajes puros, inmaculados, cosas por las que no haya pasado la mano humana. Supongo que en algún momento creí que existía la naturaleza salvaje, pero fue gracias a cuentos de la selva o películas de junglas, y no gracias a libros de geografía y de biología. Menos aún gracias a alguna estancia o un viaje en plena naturaleza. Si ahora pudiera viajar hasta zonas recónditas del planeta no creo que cambiara mucho mis ideas; de hecho, hay gente que lo ha hecho, pero a la vuelta de sus viajes son más realistas, no más idealistas.59 Siguen siendo personas alegres y les fascina este mundo, aunque tienen motivos de sobra para calificarlo como una auténtica mierda. El conocimiento mata muchas ilusiones, las deja sin porvenir, ese es el problema. Viajando no se llega a estar más cerca de la naturaleza, sino más cerca de la historia universal. Por eso tantos viajeros prefieren algo distinto al conocimiento, algún tipo de creencia, una religión de la naturaleza. He conocido grandes viajeros que carecen de esa fe, pero esa falta –no hay que confundirse– no mata su curiosidad. Al contrario, la acrecienta. Uno puede aprender mucho de ellos: no van en busca de la naturaleza, pero son capaces de descubrirte cientos de cosas sobre lo que ha pasado y está pasando en la Tierra.

Sea como sea, también lo admito: dejé de creer tan pronto y hace tanto tiempo en la existencia de “lo natural” que no consigo recordar cómo me sentía antes. Supongo que es un problema parecido a tratar de recordar cómo eran las cosas cuando se creía en algo mágico, si es que se creyó en algo así en algún momento, lo cual tampoco es mi caso. He tenido amigos que se partirían de risa con lo que acabo de decir porque –por lo visto– tuvieron una relación natural con lo natural. No se acuerdan de cuándo empezaron a pensar en el mundo natural porque vivieron en zonas urbanas pero muy pequeñas y rodeadas de grandes áreas naturales, así que apenas notaban el paso de un mundo al otro, o lo notaban pero era poca cosa: un camino de cuatro kilómetros, por ejemplo, entre granjas y campos de cultivo.

Tengo que dejar claro que he pasado muy buenos momentos en el campo, la montaña y el mar, pero no estoy seguro de que fuera por estar en contacto con la naturaleza. También tenía que ver con el hecho de que disfrutaba de un día libre o estaba de vacaciones, había ido a visitar a algún amigo o me habían prestado una casa que yo no me podía permitir. Otro sentimiento compartido con esos amigos británicos de origen obrero a los que ya he mencionado: la naturaleza nos parecía interesante porque la asociábamos con la liberación de otras cosas, con la interrupción de un desagradable ritmo de vida, pero no porque de repente nos sintiéramos conectado con algo magnificente o grandioso. Si aprendimos a percibir algún tipo de grandeza no fue después de una epifanía espontánea, sino gracias a algún amigo geólogo o botánico que nos acompañó en alguna excursión, que nos transmitió su amor y su infinito conocimiento y nos contagió su curiosidad incurable. Algunos fenómenos de la naturaleza podían despertar en nosotros asombro, extrañeza, curiosidad, pero el sentimiento de conectar con algo inmenso, la sensación de formar parte del cosmos, cuando llegó, fue algo más elaborado e imposible de producirse sin haber recibido antes un grado mínimo de educación y formación. Volver al origen no era algo tan espontáneo como parecía.60

Que la naturaleza fuera algo equilibrado y armónico nunca nos entró en la cabeza. Lo percibimos antes de saber de historia natural, de catástrofes naturales, de cataclismos o de colapsos. Quizá como algunos de nosotros estábamos ya desequilibrados, no concebíamos que pudiera existir algo equilibrado. Concebíamos el cosmos a nuestra imagen y semejanza: caótico, errático, imprevisible, malogrado. Debe ser que éramos muy antropocéntricos, aunque no nos sentíamos nada céntricos, al contrario, nos veíamos descentrados, al margen de todo, o simplemente no nos veíamos. Parecíamos incapaces de imaginar un equilibrio cósmico que excluyera el mundo social (que era el único mundo que conocíamos), mientras que la gente que amaba la naturaleza era capaz de imaginar un mundo previo a una sociedad que lo había pervertido y destruido todo. Nosotros no podíamos creer en nada, excepto en un orden social menos violento, pero ellos amaban un orden que no tenía que ver con organizarse mejor como sociedad, sino con la fantasía de la huida de una sociedad intrínsecamente nociva y una vuelta a la naturaleza.

Después de leer sobre ecología era previsible que acabara simpatizando con algunos críticos de izquierda de la madre naturaleza. No toda la izquierda era así, desde luego, sobre todo si uno cambiaba de país. Los verdes alemanes me parecían más rojos que los americanos, aunque en Estados Unidos también había verdes rojos. También prosperaba un ecologismo aparentemente de izquierdas, pero que marcaba distancias con la política o que incluso la despreciaba, como si solo contribuyera a aumentar los males de la humanidad o fuera una actividad intrínsecamente malvada. En Alemania no era nada raro suponer que la crisis ambiental poseía causas sociales y que el movimiento ecologista no se podía separar de la lucha política, pero en Estados Unidos los ambientalistas parecían verlo al revés: uno tenía más conciencia ecológica cuanto más despreciaba la política tradicional. Yo era reacio a cualquier discurso espiritual sobre la naturaleza, porque era ateo a la europea, o sea, ateo resentido, y muchos discursos de reencuentro con la naturaleza me sonaban beatos aun cuando los ecologistas, como buenos estadounidenses, vivían y expresaban sus creencias de una forma campechana y poco autoritaria. Estaba estudiando ya la historia de cultos y sectas desde la época de Emerson a los hippies, pasando por Whitman, y mucha sociología de la religión, por lo que aquella puesta en escena tan espontánea del culto a la naturaleza no me cuadraba. Me parecía otra evasión de la política, así de claro. Pero como cuando uno dice eso es tachado de filisteo, disimulaba y me limitaba a tomar más datos y a observar más de cerca.

Cuando me di cuenta de que era demasiado ateo para un país así, encontré algo de consuelo en amigos socialistas judíos completamente ateos, y en una corriente de pensamiento con la que siempre me habían asociado mis colegas marxistas españoles: el anarquismo; algo absurdo, porque yo conocía poco a los anarquistas del siglo xix.61 En cambio, sí había leído a uno del siglo xx por este asunto de la madre naturaleza: Murray Bookchin. Oí hablar de su filosofía social después de visitar, por casualidad, una estación ecológica de una cooperativa en el norte de Alemania, cerca de Bremen, creo. Los españoles tratamos de hacer una tortilla que quedó espantosa, pero ese no fue el problema. Lo preocupante era que no parecíamos estar a la altura de su naturalismo. Tampoco estábamos seguros de si era una comuna, pero había indicios y no sabíamos ni movernos por la casa, porque nos habían enseñado que en casa ajena hay que estarse quieto y comportarse educadamente. Ni sabíamos cómo reaccionar cuando las mujeres eructaban o emitían ventosidades. Yo trataba de hacer todo lo mejor posible cuando me mandaban a verter basura orgánica a un montón gigante de compost negro por el que se deslizaban babosas del tamaño de una anguila. En cualquier caso, como Chernóbil reventó justo aquel año, en abril de 1986, aquella visita y otras a centros sociales me ayudaron a concienciarme de la gravedad del asunto medioambiental. Estaban bien informados y muy pendientes de la nube tóxica que se había deslizado por el norte de Europa, porque la lluvia podía estar filtrando contaminación en los terrenos de pasto, así que nadie comía lácteos (bueno, los españoles sí, porque no creíamos que aquello fuera tan grave y como andábamos mal de dinero nos comíamos todos los yogures y quesos que algunos ecologistas dejaban intactos los domingos en el centro de juventud donde parábamos, cerca de Hannover).

Cuando volví a Estados Unidos, los ecologistas me parecían diferentes, parecían más alegres y cálidos, aunque no tenía especial mérito porque allí todo el mundo es así, también los fascistas y los racistas. Entre ellos reinaba un espíritu puritano más jovial que el germánico, sobre todo los que mezclaban sus credos ecológicos con la tradición del cristianismo reformista. No eran creyentes –decían– ni pertenecían a ninguna iglesia, pero transmitían un tipo de esperanza que a mí me intranquilizaba. Me relajaba más en otros ambientes, entre marxistas de granja que podían haber tenido un pasado hippie, pero no hacían gala de él porque el panorama había cambiado mucho desde los años sesenta y setenta (a veces su pasado se dejaba entrever en los tatuajes de sus cuerpos, en el estilo de sus casas y en la laxitud de sus hábitos). Acostumbrarse a lo ecológico costaba, pero no porque se siguieran fórmulas ecologistas muy severas, sino porque uno venía de un mundo donde lo sano se asociaba con lo limpio, lo brillante y lo bien formado, y no con tomates amorfos de colores apagados, o con calabazas pálidas poco regulares. Hoy, por cierto, la industria de lo verde sabe imitar esa clase de “naturalidad”, y te cobra la fruta irregular producida regularmente mucho más cara; pero entonces, cuando yo los vi, los tomates estadounidenses eran irregulares por naturaleza. En Alemania me había impresionado el grado de organización de las cooperativas ecologistas. En Estados Unidos me impresionó menos, no porque estuvieran peor organizados, sino quizá porque su sistema era menos explícito y se evitaban sesiones de adoctrinamiento –si así son algunos marxistas, pensé entonces, cómo serán algunos anarquistas. Luego entendí que se adoctrinaba igualmente, solo que usando métodos más afectuosos.

Durante aquellos años no percibía ni presentía lo que luego se llamó “verdificación”. No se me pasaba por la cabeza que la creación de zonas verdes en un barrio disparara el mercado inmobiliario, atrajera a clases pudientes y la subida de precios acabara echando de la zona a las clases menos favorecidas.62 Aunque la gentrificación ya estaba en marcha, me llamaba más la atención la incipiente industria del turismo rural. Los amigos de la estación ecologista alemana, sin embargo, estaban mucho más preocupados por vertidos ilegales a ríos, lluvia ácida, deforestación, filtraciones de contaminantes, aditivos alimentarios, pesticidas agrícolas y energía nuclear.63

Un año después del desastre de Chernóbil, en 1987, me llegó la noticia de que Murray Bookchin había asistido a un congreso de los verdes de Estados Unidos en Hampshire College, en Amherst (Massachusetts), que tuvo mucha repercusión en la prensa porque asistieron unos dos mil activistas de 42 estados, radicales involucrados en políticas municipalistas y en organizaciones sindicalistas (en el congreso, obviamente, también se habló y discutió de imperialismo, racismo, feminismo y economía). Me contaron que durante aquel congreso surgió un debate que empujó a Bookchin a escribir Rehacer la sociedad. Senderos hacia un futuro verde ([1990] 2012a). Durante las sesiones del congreso –dijo luego el propio Bookchin– surgieron unas posturas que “podrían parecer excepcionalmente estadounidenses, pero que creo que ya han surgido o surgirán en los movimientos verdes, y quizá en los movimientos radicales en general fuera de los Estados Unidos” (p. 18). Pero ¿cuáles fueron exactamente esas posturas que alarmaron tanto al viejo Bookchin? ¿Qué queda de ellas treinta años después y cómo se han ido transformando conforme el desastre ambiental se ha agravado y globalizado?64

Según contó Bookchin, la propuesta de un joven ecologista sano y robusto de California consistió en defender la necesidad de “obedecer” las “leyes de la naturaleza”, o sea, la obligación de “subyugarse humildemente a los mandatos de la naturaleza”. No es raro que esa forma de expresarse inquietara a un espíritu libertario como el de Bookchin. Después de predicar tantos años contra todo tipo de subyugación (de unos humanos por otros), no parecía razonable fomentar otro tipo de sometimiento (la de los humanos a algo no humano). La primera respuesta de Bookchin fue clara: ese discurso ecológico no era tan distinto al de científicos, técnicos, empresarios, industriales y políticos “antiecológicos” según los cuales la naturaleza debe “obedecer” los mandatos humanos y sus leyes deben usarse para subyugarla. Para estos la naturaleza debe ser dominada por el hombre, para el joven de California el hombre debía ser dominado por la naturaleza, pero las dos visiones –decía Bookchin – “tenían algo básico en común: compartían el vocabulario de la dominación y la sujeción. Ambos puntos de vista sirven para enfrentar al ser humano contra la naturaleza, ya sea pintándolo como plaga o como amo” (p. 26). Cuando Bookchin preguntó al californiano cuál creía que era la causa de la crisis ecológica, y el joven dijo que los responsables eran los seres humanos, “la gente”. Bookchin le preguntó si de verdad creía que “la gente” y no las multinacionales, la agroindustria, las élites y los estados eran los causantes de tantos desequilibrios ecológicos. Entonces el joven le dio la vuelta al argumento de Murray: todo el mundo, incluidos los grupos oprimidos y explotados, todos, contribuyen a la sobreexplotación y la contaminación, todos devoran recursos, todos son codiciosos, “y por eso existen las corporaciones, para darle a la gente las cosas que quiere”. Bookchin se quedó a cuadros, pero no pudo discutir más con el ecologista porque este cortó la conversación y se puso a jugar al voleibol. Murray tenía sesenta y seis años y lo mismo ya no le apetecía ponerse a jugar al voleibol, así que acabó escribiendo y desarrollando más su crítica. El argumento del joven sano y deportista era curioso, era como decir que el capitalismo saca lo peor de la gente, su deseo desenfrenado, aunque no estaba claro si creía que en la gente también hay algo bueno que pueda compensar la insaciable voracidad. Quizá todo aquello era propio de la vida californiana, pero no lo parecía. Ese discurso ecológico se estaba poniendo de moda: Bookchin ya se había desesperado años antes, cuando descubrió que el ambientalismo catastrofista llegaba incluso al Museo de Historia Natural de Nueva York:

Al público se le exponía una larga serie de presentaciones, cada una con ejemplos de contaminación y alteraciones ecológicas […] y se terminaba con una instalación con un cartel asombroso: ‘El animal más peligroso de la Tierra’, que consistía en un espejo gigantesco que reflejaba al visitante humano que se paraba ante él. Recuerdo claramente a un chico negro parado ante el espejo mientras un profesor blanco trataba de explicarle el mensaje que esta arrogante exposición intentaba expresar. No había paneles con consejos de administración de las corporaciones planeando deforestar una montaña, o con funcionarios del gobierno actuando en complicidad con ellos. La exposición expresaba principalmente un único mensaje, básicamente misantrópico: la gente como tal, no una sociedad rapaz y sus ricos beneficiarios, es responsable de las perturbaciones ambientales (p. 33).65

Gracias a la abstracción de una humanidad devoradora –por tanto– quedaba oculto lo más importante: la relación entre medioambiente y relaciones sociales. Si la humanidad en su conjunto (sin distinciones) es la responsable última de los trastornos ambientales, entonces “estos dejan de ser resultados de trastornos sociales” (p. 19). O sea, las hambrunas y la pobreza no serían consecuencia de las injusticias creadas por un orden económico, sino medidas naturales de regulación, correcciones que la naturaleza impone a los seres humanos para mantener su propio equilibrio; no serían consecuencia de la explotación de recursos y de seres humanos, sino efectos de la inclemente naturaleza contra los excesos de la especie. La preocupación de Bookchin era esa: concebirse como especie puede servir para dejar de verse como seres históricos y sociales. El ecologismo no hace entender, e incluso puede impedirlo, que las hambrunas tienen que ver con intereses económicos (por ejemplo, los que obligaban a poblaciones a plantar algodón en vez de grano).

Bookchin sonaba un tanto desesperado, pero más aún cuando se dio cuenta de la influencia creciente de la llamada “ecología profunda” que el escalador y activista Arne Naess había fundado en 1973 (inspirándose en los principios ambientalistas de Rachel Carson) y a la que en 1985 Bill Deval y George Sessions habían dado un nuevo desarrollo. Defendían el llamado “igualitarismo biosférico” según el cual los seres humanos no tienen mayor derecho a la vida que los organismos no humanos, una ideología curiosa porque de llevarla adelante podía empujar no solo a ignorar las necesidades humanas sino incluso a justificar la eliminación de seres humanos (muerto el perro, se acabaron las pulgas). Cuando estos ecologistas promovían la experiencia solitaria de comunión con la naturaleza, pues, no lo hacían por lo mismo que mis conocidos, que también se perdían en bosques a solas pero no se veían a sí mismos como los nuevos primitivos ni se vestían con ropa de camuflaje e intentaban vivir solo de lo que cazaban con un arco. Durante algunas de las excursiones que disfruté con amantes de la naturaleza me encontré de todo: algunos parecían piadosos puritanos que habían sustituido el órgano de la iglesia por el sonido de las cascadas. Solo hablaban del respeto a la Madre Tierra y de que el mundo natural era sagrado. Cualquier alusión al modo de producción capitalista parecía contaminar los buenos sentimientos que inspiraban las montañas. Otros daban mucho más miedo: sus impresionantes atuendos de explorador me resultaban similares a los del paramilitarismo. Quizá me equivocaba: la ropa de montaña era barata y accesible y estaba al alcance de todas las ideologías. Pero empecé a desconfiar de caminantes muy avezados, que sabían cómo encender fuego o seguir rastros de animales. A mí no me parecían puros, buenos y sencillos como los indios que vivieron en armonía con su entorno y que ellos mentaban como modelo ecológico, sino ecologistas supremacistas. Me recordaban más bien a buscadores de recompensas o a tratantes de indios que había visto en películas, aunque los propios ecologistas se montaban una película mejor y se veían como los pobladores de un nuevo Pleistoceno. En la mayoría de las marchas me mordí la lengua. Bookchin no lo hizo. La ecología profunda, dijo,

₺367,07
Yaş sınırı:
0+
Hacim:
981 s. 3 illüstrasyon
ISBN:
9788418895852
Yayıncı:
Telif hakkı:
Bookwire
İndirme biçimi:
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre