Kitabı oku: «El jardín de los delirios», sayfa 7

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fue engendrada por gente acomodada, criada con una dieta espiritual de cultos orientales mezclada con fantasías de Hol­lywood y de Disneyland. La mente estadounidense es ya lo suficientemente amorfa sin la carga de mitos ‘biocéntricos’ provenientes de una creencia budista y taoísta en una ‘unidad’ tan cósmica que los seres humanos con toda su peculiaridad son disueltos en una forma de ‘igualdad biocéntrica’ omnicomprensiva (p. 21).66

El pensamiento ecológico –añadía– no se enriquece mezclando religiones orientales tan dispares como el taoísmo y el cristianismo, pero tampoco mezclando filosofías tan distintas como el panteísmo de Spinoza y la metafísica de un simpatizante del nazismo como Heideg­ger. Declarar, como el pontífice Naess, que los principios básicos de la ecología profunda son religiosos o filosóficos “es llegar a una conclusión notable solo por la ausencia de una referencia a la teoría social” (p. 22).67 Bookchin nunca había negado la necesidad de políticas conservacionistas, pero apostaba por una ecología menos filosófica y religiosa y mucho más apoyada en la teoría social.68

Tenía razones de sobra para poner el grito en el cielo. Antes del congreso ecologista de 1987, los grupos asociados a la revista Earth First! ya venían no solo promoviendo acciones contra las madereras y las grandes obras hidráulicas, sino que predicaban a favor de una política conservacionista radical que protegiera el Oeste americano de la presencia humana. La cosa no quedaba ahí, porque el fundador, David Foreman, afirmaba sin tapujos que para devolverle a la naturaleza sus derechos había que privar de derechos a muchos seres humanos. La clave de todo, dijo, era reducir la población humana, un problema que las grandes hambrunas y epidemias como la de la malaria, podían ayudar a solucionar, llevándose por delante a poblaciones en África (por ejemplo, en Etiopía). “Lo mejor sería dejar que la naturaleza busque su propio equilibro, dejando que la gente de allí se muera de hambre”. Ese mismo año, en mayo, Earth First! también publicó otro delicioso trabajo de Christopher Manes, bajo el pseudónimo de Miss Anne Trophy, donde decía que si la epidemia del sida no existiera, los ecologistas tendrían que inventar una. Lo ideal sería que algún patógeno acabara con el 80% de la población. O más exactamente: Mannes comparó el sida con la peste negra, y calculó que si llegaba a afectar a un tercio de la población mundial, daría un alivio inmediato a la vida salvaje en el planeta. Igual que la peste negra contribuyó a la caída del feudalismo, el sida podía poner fin al industrialismo, principal causa de la crisis ambiental.69 En noviembre Foreman volvió a declarar lo mismo: “La malaria y los mosquitos no son enfermedades ni plagas, no son manifestaciones malignas que deben ser eliminadas, sino “componentes vitales y necesarios de una compleja y vibrante biosfera […]. El sufrimiento humano derivado de la sequía y el hambre en Etiopía es una desgracia, sí, es cierto, pero la destrucción de otras criaturas y su hábitat es aún más desafortunada” (citado por Biehl, 2017: 546). La vida humana –añadía– no tiene intrínsecamente más valor que la vida de un oso grizzly; de hecho, la de un oso es más valiosa porque hay muchos menos osos pardos que humanos, y la preservación de la diversidad natural es más importante que cualquier problema humano. Un año después, en 1988, los ecologistas profundos no se anduvieron con rodeos y declararon abiertamente que estaban en contra de la civilización occidental, el humanismo y la racionalidad. Como recuerda Biehl (2017), Kirkpatrick Sale llegó a decir que no les importaban cuáles eran “los nimios arreglos políticos y sociales” que habían llevado a la crisis ecológica, ni las terribles consecuencias que las estructuras económicas tuvieran en determinadas naciones, etnias, grupos e individuos. Toda la humanidad era responsable, en su conjunto, sin distinción. No se podía perdonar a nadie porque ocupara una posición desfavorable en la escala económica. Lo único que importaba era revertir la historia, dejar de actuar sobre la naturaleza o actuar lo mínimo, no tratar de administrarla, gestionarla, ni siquiera cuidarla, sino solo venerarla “primando la intuición y la espiritualidad sobre la razón” (p. 551).70

Bookchin arremetió contra todo este tipo de ideas de un modo vehemente, beligerante, y sus críticas trajeron consecuencias.71 La corrección política empezaba a imperar en Estados Unidos y muchos trataron de despistar la atención denunciando sus formas, que a mí me parecían demasiado educadas teniendo en cuenta que los ecologistas profundos me parecían fascistas. Llamó a Foreman “montañero machista y patentemente antihumanista” y “ecodespiadado” (ecobrutalist), y a los seguidores de Earth First! racistas, supremacistas, machos chulescos, una especie de reaccionarios disfrazados de Daniel Boone. Creo que Bookchin se quedó corto y me sorprendió descubrir que cuando algunos de sus estudiantes le decían que Foreman era en el fondo un hombre estupendo, lleno de buenas intenciones, solo les dijera que podría ser una persona encantadora, pero que aun así su ideología era despreciable. Yo habría dicho al estudiante que su ideología ecológica era más peligrosa justamente por eso, porque resultaba una persona encantadora. Andy Price ha afirmado que la invectiva de Bookchin fue algo dura, pero ¿por qué debería haber sido más suave? ¿Qué más tenían que decir los ecologistas para tacharlos de locos? Los amigos de Foreman lo mismo también eran gente encantadora, pero proponían cosas espantosas. Foreman llegó a afirmar que la protección del medioambiente requería restringir la afluencia de inmigración latina (porque su afluencia no arreglaba los problemas de Latinoamérica, pero aumentaba la explotación de los recursos naturales de Estados Unidos, causaba más destrucción de zonas naturales y aumentaba la contaminación del agua y del aire)72, pero su colega el novelista Edward Abbey no se andaba con rodeos, defendía el origen centroeuropeo de Estados Unidos y predicaba abiertamente contra la presencia de latinos en Estados Unidos (sobre todo los mexicanos, a quienes tildaba de muertos de hambre, ignorantes, incultos, pobres y miserables moralmente).73 ¿Había que ser más comedido de lo que lo fue Bookchin?

El problema de las críticas de Bookchin no es que fueran encendidas, el problema es que iban al meollo del asunto y no solo concernían a los ecologistas reaccionarios, sino a buena parte de una población de mentalidad liberal que no estaba dispuesta a tolerar una nueva ola de izquierdismo y que para evitarlo sabía sacar partido de la corrección política. La ecología profunda no era el único obstáculo para una ecología social. El ecologismo liberal –dijo el propio Bookchin– también operaba como un bálsamo para tranquilizar la mala conciencia tanto de las empresas y sus abogados como de los funcionarios de administraciones públicas dedicadas al medioambiente. La ética que rige a estos grupos –dijo Bookchin– es la ética del mal menor y no la ética de un bien mayor: “un inmenso bosque es ‘compensado’ por un pequeño grupo de árboles, y un gran humedal por un pequeño santuario silvestre, supuestamente ‘mejorado’” (p. 24). De poco sirven esas políticas de compensación o de embellecimiento dentro de una economía del “crece o muere” que arrasa imparablemente con todo. Bookchin se esforzó mucho desde los ochenta tratando de demostrar que todos los problemas ecológicos son problemas sociales:

Que los problemas que enfrentan a la sociedad y la naturaleza emergen desde dentro del desarrollo social mismo –y no entre la sociedad y la naturaleza. Es decir, las divisiones entre sociedad y naturaleza tienen sus raíces más profundas en las divisiones al interior del dominio social, conflictos firmemente establecidos entre humanos y humanos […] oscurecidos por el uso vago de la palabra ‘humanidad’ (pp. 41-42).

La culpa de la crisis ecológica, pues, no la tenía la humanidad, sino un modo de producción concreto: el capitalismo industrial. Y si ese desastre tenía solución sería gracias a la humanidad, no a pesar de ella. Este argumento general era bastante más provocador que insultar a unos descerebrados ecologistas, o que otros argumentos más concretos contra el biocentrismo.74 Atribuir los desastres humanos y naturales a las multinacionales y a la economía desenfrenada y descontrolada era un argumento molesto para muchos otros sectores además de los ecologistas radicales. Para estos, los pobres eran igual de culpables que los ricos de que la madre Tierra se destruyera, pero para Bookchin la solución de problemas ambientales y la protección de la naturaleza eran inseparables de los problemas sociales y la protección de los más desfavorecidos. Bookchin se negaba, además, a concebir la relación entre naturaleza y humanidad en términos de dominio. Criticaba a los ambientalistas que querían someter a la humanidad a los supuestos dictados de la naturaleza y al hacerlo era acusado de volver a poner a la naturaleza bajo el dominio de la humanidad, cuando lo que verdaderamente defendía era un modo de organización no basado en ningún tipo de dominio, ni en uno biocéntrico ni en uno homocéntrico. Se negaba a tachar a la tecnología humana de maléfica o de intrínsecamente nociva, no echaba pestes de la civilización, ni de la historia de la humanidad. Denigrar a la humanidad, decía, era una forma de huir de los problemas que ella creaba, no una forma de afrontarlos.

Lo cierto es que a Bookchin le pasó factura arremeter contra la ecología profunda. Los verdes le acusaron de compincharse con los American Greenreds para dar un golpe y controlar el partido Verde.75 Pero Bookchin mantenía la distancia con los marxistas y con la política de partidos.76 De hecho, la organización izquierdista verde que acabó creando (Left Green Network) no se basaba solo en una ecología social, sino en un municipalismo libertario “que no tenía nada que ver con el socialismo como instrumento de dominación estatal”. Bookchin también animó a todos los anarquistas del país a unirse a ella, pero reforzando esa ala anarquista del movimiento verde no pudo impedir lo que menos deseaba, que se convirtiera en un partido tradicional. Desde 1988, algunos de sus seguidores empezaron a manifestar su descontento. Uno de ellos le pidió moderación y otro, un taoísta, prácticamente le dijo que fuera más abierto, que todas las ideas tenían algo de verdad, que la ecología profunda también era válida y que la ecología social debería quedar subsumida bajo la ecología profunda. En el propio Instituto para la Ecología Social también empezaron a pedirle que no usara tanto el término “izquierda” porque podía alejar a la gente del movimiento verde (Biehl, 2017: 554). De algún modo, Bookchin quedó varado entre dos tendencias: una convertía la ecología en una doctrina con la que hacer política de partidos; la otra, la usaba como una ideología moralizante para desplazar a la vieja política de izquierdas.

Lo que me llamó más la atención de todo esto solo lo entendí después. Bookchin no solo arremetía con argumentos políticos contra los ecologistas, sino también con una filosofía de la naturaleza que quedaba en segundo plano durante tan encendidos debates, pero que estaba ahí. La había planteado en varios libros de los sesenta y los setenta,77 pero luego la reformuló en Rehacer la sociedad. Senderos para un futuro verde y, sobre todo, en The Politics of Cosmology, donde trató de resumir los principios del naturalismo dialéctico que quiso difundir entre los verdes de Burlington desde principios de los noventa. A mí me bastaba el Bookchin reactivo, pero este otro era más idealista y romántico. Era como si contando de cierta forma la historia de la humanidad y su relación con la naturaleza, forjando una imagen donde la sociedad y la naturaleza forman un continuo, pudiera convencer a algunos de que sus principios políticos estaban basados en hechos y no solo en ideologías. Bookchin afirmaba, por ejemplo, que el equilibrio y la armonía en la naturaleza solo se obtienen por medio de la diferenciación. Si la acción de la sociedad industrial reduce la variedad natural, decía, entonces se destruye la fuerza que fomenta la unidad y la estabilidad. La ecología –decía– muestra que la naturaleza no puede interpretarse de ninguna forma jerárquica la diversidad y el desarrollo espontáneo son fines en sí mismos,78 y deben ser respetados por sí mismos, un lema que tiene su equivalente político en el municipalismo libertario, claro: el equilibrio social solo se puede obtener sobre la base de la diversidad, o sea, respetando a una multitud de comunidades espontaneas y descentralizadas. Los detalles nos llevarían muy lejos, pero no voy a entrar en ellos; se pueden seguir muy bien en la estupenda exposición de la filosofía de la naturaleza de Bookchin que ha presentado Andy Price (2012) en los cuatro primeros capítulos de su libro Recovering Bookchin.

De algunas discusiones que mantuve sobre esta filosofía de la naturaleza salí mal parado, porque a mí me parecía que era el anarquismo el que conformaba su imagen de la naturaleza y no sus principios ecológicos los que conducían al anarquismo. Pero sus seguidores no querían verlo así y me criticaban por no admitir ciertos datos que Bookchin aportaba sobre historia natural. De algún modo, yo no era capaz de ser tan dialéctico, o me negaba a serlo porque no veía claro que la ecología social tuviera que dar una definición alternativa de los términos que usaba la ecología profunda (sobre todo el concepto de diversidad). A mí me parecía peligroso decir que lo que une a la sociedad con la naturaleza en un “continuo evolutivo graduado” –decía Bookchin– es el alto grado con el que los seres humanos “que vivieran en una sociedad racional ecológicamente orientada podrían encarnar la creatividad de la naturaleza, en contraste con un criterio puramente adaptativo de éxito evolutivo. Los grandes logros del pensamiento, el arte, la ciencia y la tecnología humanos no solo sirven para monumentalizar la cultura, sirven para monumentalizar la evolución natural misma”. Tampoco me parecía adecuado afirmar que los humanos no son una amenaza para la Tierra, que pueden expresar “los mejores potenciales creativos de la naturaleza”, o que cuando son capaces de alterar racionalmente sus ambientes son una “extensión de una naturaleza plenamente autoconsciente” (2012a: 45). ¿Por qué desconfiaba de esta filosofía de la naturaleza? Es difícil de explicar, pero creo que mis reservas para aceptar la filosofía de la naturaleza de Bookchin no eran muy distintas a las que tenía para aceptar las de otros filósofos de Estados Unidos a los que había dedicado tiempo (sobre todo, John Dewey). Yo pensaba que se podía hacer ecología social sin ningún tipo de naturalismo dialéctico, e incluso que era más conveniente. Bookchin decía que las imágenes espiritualmente atractivas de la naturaleza podían ser ecológicamente engañosas y que el rechazo a la política y la tecnología eran parte del problema de la crisis ecológica y no su solución, pero yo pensaba que su propia filosofía de la naturaleza podía propiciar alguna confusión y no era necesaria para defender esas dos ideas, ni muchas otras igual de razonables.79 Me bastaba ver las consecuencias políticas negativas de las ecologías reaccionarias y también de las edificantes ecologías liberales, nada más. Y para verlas no necesitaba tener una idea más elaborada de la historia natural.80

ecología y anarquía

Según la fábula de Bookchin, en el mundo natural todo interactúa entre sí y todo se va haciendo más complejo. Las dos palabras clave de su cosmología son “variedad” y “espontaneidad”. Según el abuelo de la ecología social, la historia humana también genera formas de vida cada vez más diversas y complejas, siempre y cuando exista la suficiente libertad, claro. Esa es la otra palabra clave: “libertad”. Cuando los individuos disfrutan de ella –decía Bookchin– sus formas de ordenación política son más naturales, sus instituciones menos represivas. Los anarquistas no son enemigos de la organización, sino de la organización no espontánea. Tampoco son reacios a la unidad social, sino a la uniformidad social y a la centralización del Estado. Como la propia naturaleza, parece ser que una sociedad humana diferenciada y variable también da lugar a una totalidad armoniosa.81 Este tipo de mensajes no me atraían, como ya he dicho, quizá por razones de temperamento, aunque no creo que sea solo por eso. Por anarquista que fuera, Murray Bookchin aún admitía algún tipo de dialéctica que a mí me parecía problemática, innecesaria: ¿no es posible desarrollar una política verde radical, una ecología política, sin una concepción del cosmos?, ¿no es viable adoptar modos de producción alternativos al capitalista sin una filosofía de la naturaleza? Creo que se lo dije así a su hija Debbie durante un paseo, muchos años después, pero cuando me pidió más explicaciones no supe qué decir, o sí lo supe pero la clase de explicación que se me vino a la cabeza me pareció irrelevante. ¿Será que quienes no hemos pasado el suficiente tiempo en la naturaleza no podemos llegar a desarrollar sufi­ciente amor por ella? O quizá es lo contrario, no se trata de sentimientos: lo mismo carecemos de una facultad superior racional necesaria para conectar de un modo especial con el cosmos.

Lo curioso de todo es que no sé cómo diablos evolucionó la conversación, pero de repente estábamos hablando de lo desagradable que fue Debord con los anarquistas estadounidenses. Supongo que el asunto surgió porque Debbie observó que yo estaba estudiando unos libros sobre el urbanismo unitario y la Nueva Babilonia de Constant. Siempre he creído que el desencuentro entre Bookchin y Debord tenía que ver, sobre todo, con la cuestión de la ecología. Debbie recordaba el encuentro en París de su padre con Raoul Vaneigem y Guy Debord y, sobre todo, la carta de finales de 1967 en la que Debord ponía a parir a Murray por defender en Nueva York a Ben Morea (un pintor anarquista al que tachaba de patético) y al místico Allan Hoffman, el activista hippie al que Debord no soportaba. La relación de Murray con Hoffman era curiosa porque aunque el viejo no era nada amante de las filosofías místicas y orientales (ya lo hemos visto arriba), con Hoffman las cosas fueron distintas. Su espiritualismo y pacifismo no impidieron que Murray colaborara con él, por lo menos hasta que Hoffman se fue al campo, a la famosa comuna de Cold Mountain Farm que acabó siendo un desastre. Creo que fue durante el periodo en el que perdieron el contacto cuando Murray conoció a los situacionistas. Cuando Hoffman dejó la granja y trabajó de nuevo con Murray, este le descubrió obras de Vaneigem y Hoffman intentó desarrollar sus propias ideas sobre la revolución como la liberación de la vida cotidiana. Sin embargo, cuando Vaneigem visitó Nueva York, mandó al carajo a Hoffman, le tachó de espiritualista y le dijo que no había entendido nada del situacionismo. Vaneigem también dio esquinazo a Morea en aquella ocasión que, cabreado, escribió a Debord protestando. Debord, más cabreado aún, confirmó la excomunión de los anarcoamericanos de la internacional situacionista. Murray intentó defender a los suyos frente a Debord, pero acabó recibiendo otra bonita carta –aquella de la que hablaba Debbie– en la que tachaba a Murray de “cretino confusionista” y de “escupitajo de la asquerosa sopa comunitaria”.82 Este debate lo conocen otros y otras mucho mejor que yo, así que no voy a entrar más en él. Lo único que diré es que cuando se plantea echo de menos referencias al tema ecológico. Quizá el problema de fondo tenía que ver con dos formas de entender el urbanismo, le dije a Debbie. Su padre defendía una recuperación y reorganización radical de entornos sociales (barrios, comunidades, distritos, provincias), pero para el situacionismo eso no era suficiente porque sonaba a más de lo mismo, a reformismo disfrazado de anarcoecologismo. La geografía política del situacionismo no se basa en la reorganización del espacio, sino en algo más radical. El programa de Murray inspiraba federaciones de comunidades estables y autogestionadas. La ecología social no es un nomadismo. Como dice Biehl, Bookchin ofrecía un programa, el ecodescentralismo, mientras que “los situacionistas eran bastante más efímeros: dar paseos sin destino […] llevar el arte al tejido de la vida cotidiana, y crear ‘situaciones’ efímeras y ‘actos disruptivos’ tales como ocupaciones de edificios, manifestaciones callejeras, guerrilla teatral y grafitis. Este tipo de détournements, transformarían la vida momentáneamente, aunque no lo hicieran de manera duradera” (p. 227).83

Durante el encuentro en París los situacionistas habían calificado a Bookchin no solo de pequeño burgués y de retrógrado. También se habían mofado de su insistencia en la importancia de la ecología y se burlaban de él llamándole “Oso Smokey” (la mascota de los guardabosques estadounidenses). Se equivocaban. Bookchin tenía razón en muchos puntos, pero no por tener una filosofía de la naturaleza, sino porque vivía en el corazón del sistema capitalista y veía venir problemas que los situacionistas no lograban diagnosticar desde una forma más lírica pero demasiado abstracta. Dicen que a Bookchin le fastidiaba el lado literario y estético de los franceses, pero eso no era lo más importante. Tampoco soportaba el lado estridente de los poetas activistas de Nueva York. Era igual de gruñón con los jóvenes californianos que con los parisinos. Quizá lo que realmente chocaban eran dos formas distintas de percibir la relación entre vida social y naturaleza. Debord temía que la vida cotidiana dejara de ser un espacio libertario y se convirtiera en otro campo de la sociedad del espectáculo (como de hecho acabó ocurriendo), mientras que Bookchin tenía claro que el amor a la naturaleza y la ecología reformista no eran suficientes para frenar una ola de destrucción medioambiental y social de proporciones descomunales.

En “Teoría de la deriva” (1958) Debord insinuaba que aunque la ecología proporcionaba datos útiles a la psicogeografía (muchas veces mediante mapas y gráficos), tenía una visión muy limitada del espacio social. Servía para revelar diferenciaciones del territorio (igual que la geografía), pero demasiado estáticas en comparación con las de la psicogeografía.84 En un inédito de 1959 recogido en Ouvres (2006: 457-462), Debord hablaba más explícitamente de la relación entre psicogeografía y ecología. La ecología –decía– “parte del punto de vista de la población fija en su vecindario” y se concentra en la mejora de servicios y en la satisfacción de las necesidades utilitarias de los habitantes de un área.85 “La ecología ignora y la psicogeografía subraya”, añadía, la yuxtaposición de diferentes poblaciones en un mismo área, pues desgraciadamente muchas veces solo una parte de los habitantes es la que domina el ambiente de una zona (el distrito de Saint-Germain-des-Prés en los cincuenta le parecía un ejemplo de esto, con una población de hogares sin contacto con el ambiente burgués que parecía definir el barrio y que atrajo al turismo). La ecología “estudia una realidad urbana dada, y deduce de ello reformas necesarias para armonizar el entorno social existente”. La psicogeografía, en cambio, intenta modificar más radicalmente el entorno. La transformación de las llamadas “condiciones de vida” exige bastante más que la gestión de la habitabilidad. La psicogeografía no toma como foco de atención la reforma del hábitat ni una mejor acomodación al espacio dado, sino los deseos, las “realidades subconscientes” que sugieren, evocan y pueden llegar a producir otro espacio; disocia el ambiente de la habitabilidad, afirma Debord. O sigue pensando en la habitabilidad, si se quiere decir así, pero de otra forma, sin supeditarla a ningún tipo de territorialidad y entendiéndola más como una táctica efímera que como una planificación a largo o incluso a corto plazo. No tengo claro en qué urbanistas pensaba Debord cuando decía esto; da la sensación de que tenía en mente a administradores y gestores de servicios. En verdad, para aquellos años la mejora de la “calidad ambiental” ya era parte de mecanismos de control social ejercidos en nombre del “estado del bienestar”. Debord, obviamente, desconfiaba del lenguaje de gestión y del moralismo urbanístico. Por ejemplo, la creación de espacios de juego o entretenimiento no asegura una existencia más espontánea y creativa (menos aún, más libre…); al contrario, puede ayudar a separar aún más la esfera del trabajo de la del juego. Para Debord y los suyos la mejora del espacio de juego es lisa y llanamente una forma de expandir el alcance del funcionalismo modernista; o sea, solo puede acabar siendo otra esfera de la industria del ocio propia de una sociedad del consumo, claro. Pero para hacer frente a ese utilitarismo no parece que los situacionistas vieran necesario apelar a un naturalismo científico (ni a una “tecnología liberadora”, como la describían Bookchin y otros anarquistas estadounidenses). “No nos definimos como contrarios a la naturaleza. Estamos en contra de la ciudad moderna –decía Uwe Lausen (Debord, 2013). En otros tiempos se hablaba de la ‘jungla de las grandes ciudades’. En nuestros días difícilmente encontramos los residuos de una jungla en la normalización organizadas y el aburrimiento polícromo […] un día tendremos los encuentros que necesitamos, encontraremos aventuras en una ciudad nueva, compuesta de junglas, estepas y laberintos de un género nuevo. No tenemos nada que ver con ningún tipo de retorno a la naturaleza, igual que no hemos tenido ninguna patria que perder, ni queremos restaurar la antigua hospitalidad o los juegos inocentes”.86

Los anarcos estadounidenses tampoco tenían que ver con ningún retorno a la naturaleza, pero percibían signos de una degeneración ambiental acelerada y propugnaban un modelo de planificación sostenible. Los franceses estaban más preocupados por la vida insulsa y previsible que fomentaba la sociedad del bienestar y del espectáculo, por la desecación del deseo, mientras que los estadounidenses veían crecer un capitalismo global y brutal que desecaba el planeta.87 Para los situacionistas era necesario introducir ciertas dosis de caos en un sistema con mayor poder para controlar todos los órdenes de vida. Como decían Kotányi y Vaneigem en las tesis sobre el urbanismo unitario, la gente necesita un techo y los bloques de viviendas se lo proporcionan, y también necesita información y entretenimiento y se los da la tele que tienen dentro de sus viviendas dentro de un bloque. El llamado “desarrollo urbanístico” no les parecía más que otra forma de ampliar el control social, imponiendo una concepción funcionalista y capitalista del espacio. “El grupo rechazaba el capitalismo como un presente vacío, el socialismo como un futuro equipado solo para cambiar el pasado” (ibíd.), pero ¿qué ofrecían en su lugar? Tácticas urbanas para reintroducir lo fantástico y maravilloso en la vida cotidiana, recetas para intensificar la experiencia diaria mediante prácticas antifuncionalistas que borraran la diferencia entre lo privado y lo público, el trabajo y el juego. Para los anarquistas ecologistas, en cambio, era imprescindible desarrollar otro tipo de ordenamiento territorial, descentralizado, y fomentar un sistema alternativo de producción sostenible. Como decía Bookchin “los recursos del planeta deben ser utilizados según las necesidades de las comunidades regionales”.88

La actitud de Bookchin hacia la tecnología quizá fue demasiado optimista, pero la de Debord fue vaga, lírica y especulativa.89 Por ejemplo, afirmó que dados los niveles de concentración urbana había que eliminar los coches, pero a renglón seguido sugería que quizá bastaba restringir su uso en algunos espacios de nuevo diseño y en algunas ciudades antiguas. Lo único que se le ocurrió como medio de transporte alternativo eran helicópteros individuales, como los que usaba experimentalmente el ejercito de Estados Unidos. En su sueño tecnológico, esos pequeños helicópteros –decía– “se difundirán probablemente entre el público en menos de veinte años” (2013: 56-57).90 Debord debería haberse visto inspirado por colaboradores que supieran de ingeniería, la verdad. Y por urbanistas realistas, y no por utopistas sin mucha conciencia ambiental. Las dos crisis del petróleo, la de 1973 y la de 1979, acrecentaron la conciencia ecológica de los anarquistas estadounidenses, pero no me queda claro cómo se tomaron las cosas los situacionistas. En 1971 Debord escribió un texto para la Internacional Situacionista, dedicado a la cuestión ecológica. Es un texto desconcertante. En él acaba evocando el Mayo del 68 durante el cual –dice– no solo descendió el número de suicidios, sino también el nivel de contaminación. Durante aquella primavera se logró un “cielo limpio y hermoso, sin haberse lanzado precisamente a su asalto, porque se habían quemado algunos automóviles y a los otros les faltaba combustible para contaminar. Cuando llueva, cuando haya falsas nubes sobre París, no olviden nunca que es culpa del gobierno. La producción industrial alienada trae la lluvia. La revolución el buen tiempo” (2006: 89).

Antes de llegar a ese final tan evocador, Debord lanza ideas interesantes pero no del todo claras, como si el esmog nublara su propio pensamiento. Empieza con una declaración no tan previsible. La cuestión ambiental, dice, “está de moda […] se apodera de toda la vida de la sociedad y se la representa ilusoriamente en el espectáculo”. Más adelante añade con perspicacia: “una sociedad cada vez más enferma pero cada vez más poderosa ha recreado el mundo en todas partes […] como entorno y decorado de su enfermedad, como planeta enfermo” (pp. 75 y 79). Aquí surgen varios puntos interesantes porque asocia, correctamente, todo tipo de males con el deterioro ambiental: contaminación química en la atmósfera, contaminación del agua de ríos, océanos y lagos, contaminación acústica, acumulación de basuras –sobre todo plásticos–; pero también el aumento de natalidad, la manipulación intensiva de alimentos, la expansión urbana desmedida, el consumo de somníferos, las alergias y, muy importante, el aumento de enfermedades mentales, entre ellas unas curiosas: las de tipo neurótico y alucinatorio –decía– provocadas por la contaminación en tanto “imagen alarmante exhibida por todas partes” (p. 78). A su manera, Debord logra predecir algo esencial: el papel de los medios de comunicación en relación al problema ecológico y el desarrollo de una psique obsesionada con la calidad ambiental, pero justamente por eso más despolitizada.91 No desarrolla mucho más ese punto, lamentablemente, pero al menos se detiene en otro igual de fundamental, a saber: “Los dueños de la sociedad se ven ahora obligados a hablar de la contaminación tanto para combatirla […] como para disimularla”, afirma. Combaten el desastre de la contaminación del agua, del aire y de la tierra, porque viven “a fin de cuentas en el mismo planeta que nosotros: he aquí el único sentido en que se puede admitir que el desarrollo del capitalismo ha realizado efectivamente una cierta fusión de las clases”. Sin embargo, también necesitan disimular esa misma degeneración. El grado de nocividad y de riesgo podría convertirse en un auténtico

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