Kitabı oku: «Klopp», sayfa 3
Klopp les contó a los ejecutivos del FSG que el fútbol «es más que un sistema», «también es la lluvia, patadas que caen desde todos lados, el ruido del estadio». Y, lo que era más importante, dijo que el estilo de juego tenía que «enchufar» al público de Anfield para que este espolease al equipo, y viceversa, en una euforia que creciese más y más, de manera cíclica.
Gordon: «La verdad, siendo del todo sincero, es que resultaba complicado encontrar alguna carencia. A lo que me refiero es: estaba del todo claro que Jürgen, como director deportivo, estaba al mismo nivel que un director empresarial o de la persona a la que elegirías para dirigir tu negocio. Y esto lo dice alguien que se ha tirado veintisiete años de su vida como inversor, relacionándose con algunos de los mejores CEOs y directores de negocio de América y Europa. En ese punto, resultaba más que obvio que estábamos ante la persona adecuada. Así que decidimos hablar de números y en ese momento Jürgen pidió abandonar la reunión».
Mientras Kosicke se quedaba para negociar sus emolumentos, Klopp paseaba por Central Park. La caminata fue más larga de lo que esperaba. Al principio, ambas partes estaban bastante alejadas en cuanto a cifras, pero, por fin, encontraron un esbozo sobre el que alcanzar un acuerdo.
Cuando Klopp regresó a Alemania, Gordon le envió un mensaje de texto. «No hay palabras para describir lo emocionados que estamos», decía. En su respuesta, Klopp se disculpó por no tener, tampoco, el vocabulario adecuado. Pero sí que conocía una palabra que resumía a la perfección sus sentimientos: «¡¡¡¡¡Guaaaaaaaaaaaaauuuu!!!!!».
EN EL JUEGO DEL PADRE
Norbert Klopp abandonó el colegio en el verano de 1940. Su padre, Karl, empleado en las granjas y viñedos alrededor de la ciudad de Kirn, en la región de Renania-Palatinado, necesitaba que el niño —único chico en una familia con cuatro menores— comenzara a trabajar.
Atender los fértiles campos del sudoeste mantuvo con vida a los Klopp durante los años más oscuros de la historia de Alemania. Cuando el sol volvió a brillar, por fin, a partir de 1945, incluso el equipo de fútbol más famoso de la región, el 1. FC Kaiserslautern, dependía también de los productos locales para poder comer. Los diablos rojos, en cuyas filas estaba la superestrella Fritz Walter, prisionero de guerra recientemente liberado, disputaban docenas de amistosos contra vecinos de los pueblos a cambio de patatas y cebollas.
Norbert Klopp quería ser futbolista. ¿Quién no querría serlo? Durante la adolescencia había alcanzado una estatura de 1,91 metros, convirtiéndose en un sólido y ágil portero. Jugaba para el equipo local, el VfR Kirn, uno de los mejores de la región, y su incipiente talento era suficiente para que lo invitasen a hacer una prueba con el Kaiserslautern en 1952. «Me quedé de piedra», le contaría después el adolescente de dieciocho años a Ulrich Rath, amigo de la familia, «estaba en el mismo campo que todos esos jugadores legendarios…». El Lautern era la realeza. Habían logrado el campeonato alemán la temporada anterior y lo volverían a ganar en 1953. Cuatro de sus jugadores —Fritz Walter, Ottmar Walter, Werner Liebrich y Werner Kohlmeyer— alzarían la Copa del Mundo en Berna, en 1954.
Por mucho talento que tuviera, Klopp no estaba a ese nivel. De regreso en el VfR Kirn, que había ascendido hasta la primera división (dividida en regiones) enfrentándose a equipos como el Lautern y el Mainz 05, no pudo sacar de debajo de los palos a Alfred Hettfleisch, el portero titular. Como portero reserva Klopp era un Vertragsamateur (amateur con contrato). Este era un estatus contractual de reciente implantación, con el cual el profesionalismo llegaba a la Alemania Occidental a todos los efectos menos en el nominal. Pero ese escaso sueldo mensual, entre 40 y 75 marcos alemanes, hacía que los jugadores dependiesen en gran manera de las primas por puntos conseguidos (entre 10 y 40 marcos). Klopp tenía pocas oportunidades de llevarse una parte de esas primas pues, por aquel entonces, no estaba permitido hacer cambios, por lo que nunca pudo debutar con el primer equipo. Continuó en el equipo de reservas jugando contra otros amateurs, por pura diversión.
Karl Klopp insistía en que el chico debía «buscar un trabajo de verdad». Norbert entró como aprendiz en Müller y Meirer, una fábrica de pequeños objetos de cuero. Cerca de la mitad de la población de Kirn, unos 5000 habitantes, trabajaba en la industria del cuero y los curtidos a comienzos de la década de los 50, al tiempo que el milagro económico alemán hacía crecer rápidamente los estándares de vida. «Un artesano del cuero ganaba entre 250 y 300 marcos al mes; por entonces era un buen trabajo», cuenta Horst Dietz, de ochenta años, que trabajaba en el mismo departamento que Norbert Klopp, sentado en la fila detrás de la de este. Cada fila estaba compuesta por tres personas: un aprendiz, un «encolador» (normalmente una mujer joven), y un artesano; y cada nave contaba con unas veinte filas supervisadas por un controlador, situado frente a ellos. Era un trabajo a destajo: cada fila producía unas 100 carteras u objetos similares cada día, trabajando desde las 7:00 hasta las 17:00, con una hora de parón para comer.
El loft de la casa de Dietz en Kirn parece un pub deportivo. Camisetas enmarcadas y trofeos de sus días como jugador del VfR Kirn se alinean en las paredes; hay una foto suya con Franz Beckenbauer, una enorme pantalla para ver partidos en directo y una genuina barra de bar. De joven vivía en el campo, mientras que los Klopp vivían en el centro de la ciudad. Durante la semana laboral, Norbert solía llevarlo a su casa a comer. «Era como mi hermano mayor. Los Klopp eran muy conocidos, aunque su vida era de lo más normal», dice Dietz. «Entre sus principios estaba el trabajo duro». Si al final del turno quedaba algún artículo sin terminar se suponía que lo terminarías en tu casa. «Intentábamos que fueran nuestras abuelas quienes lo hicieran, porque con catorce, quince años, teníamos más ganas de ir tras las chicas y de salir por las tardes», sonríe. A diferencia de Klopp, que era tres años mayor que él, Dietz sí que consiguió entrar en el equipo titular del Kirn, como delantero, jugando durante varios años en la segunda división hasta que lo dejó por un empleo en la Coca-Cola. «Norbert era muy ambicioso, siempre quería llegar a lo más alto», recuerda Dietz. «Era muy osado, y no solo en el deporte. Era un tipo carismático que, allá donde fuera, conseguía ser siempre el centro de atención. Estaba lleno de energía y resultaba muy atractivo. Se podría decir que era un Don Juan. A menudo nos tirábamos el día entero hablando de fútbol».
En 1959, Norbert Klopp se mudó a la Selva Negra, a la ciudad de Dornhan, para trabajar en la cercana fábrica de cuero de Sola. Se unió al TSF Dornhan como jugador-entrenador, ocupando una gran cantidad de posiciones. Rath cuenta que sus disparos desde fuera del área levantaban pavor. Este elegante septuagenario —pelo gris engominado, ojos de mirada lúcida— había sido también toda una promesa futbolística, jugando en el equipo regional de Württemberg hasta que una triple fractura de pierna puso fin a su carrera deportiva. Ahora es el presidente de honor del SV Glatten.
Durante una boda en Dornharn —«por aquel entonces eran celebraciones públicas, no se necesitaba invitación para acudir», cuenta Dietz— Norbert conoció a Elisabeth «Lisbeth» Reich. La hija de la dueña de una cervecera era un buen braguetazo, añade Dietz. Tras su boda, en el otoño de 1960, Norbert Klopp comenzó a echar una mano en la empresa familiar Schwanen-Bräu, dirigida por su suegra, Helene Reich. El padre de Elisabeth había regresado de la guerra con un trozo de metralla alojado en la cabeza y murió poco después. El trabajo de Klopp en Schwanen-Bräu incluía ser el Festzeltmeister, la persona a cargo de montar las carpas cerveceras en las fiestas. El hermano de Elisabeth, Eugen, se puso al frente de la compañía hasta su cierre, en 1992.
Recién cumplidos los treinta, Klopp se reconvirtió a comercial, recibiendo clases nocturnas en la cercana Freudenstadt. Su nuevo empleo, como representante de Fischer, fabricante de sistemas de fijación, le hacía viajar por todo el sur de Alemania durante la semana. Alto, tranquilo y atractivo, Klopp «había nacido para vendedor», dice Rath. «Era simpático, sociable. Todo un animador que podía contar historias de todo tipo. Era capaz de hablar en suabo a la persona que tenía a su derecha y en perfecto alemán a la que tenía a la izquierda». Según decía la madre de Jürgen, Elisabeth, su marido era todo un orador: «No le costaba nada». «Era todo un maestro de la retórica», describe Isolde a su padre.
El padre de Martin Quast, quien también es de Kirn, conocía muy bien a Norbert Klopp. Jugaron juntos al balonmano a 11. «Me contaba que Norbert siempre estaba en el centro de todo. ‘‘Allá donde iba Norbert, siempre había risas’’. Cualquiera en Kirn que tuviera un mínimo interés deportivo lo conocía y se llevaba bien con él. Eso nos suena, ¿verdad?».
Norbert Klopp estaba obsesionado con su aspecto. «Se tiraba más tiempo en el cuarto de baño por las mañanas que nosotras tres», sonríe Isolde. «Siempre parecía ir de domingo. Los pantalones de chándal eran apropiados para hacer deporte, pero en el interior de casa resultaban inaceptables. ¡Y bajo ninguna circunstancia se podían llevar fuera de ella!». Recuerda que un día Norbert llevaba a uno de sus yernos y a un amigo a ver un partido de Jürgen con el Mainz 05. Lucía una camisa blanca, corbata y un jersey amarillo de cuello en V, «un poco al estilo de [el por entonces secretario de asuntos exteriores Hans-Dietrich] Genscher». Se detuvieron en una gasolinera, momento que Norbert aprovechó para pasar revista a la absolutamente inapropiada indumentaria de sus acompañantes: «el atuendo perfecto para ver un partido de fútbol en Mainz». Incluso en carnaval insistía en ciertos códigos de vestimenta: toda la familia se disfrazaría de payasos, con Jürgen, todavía echando los dientes, montado en un carrito. El señor Klopp se planchaba sus propias camisas y les cortaba el pelo a los niños. Las cejas de su hijo formaban una barrera natural que ni un milímetro de pelo podía traspasar. No afeitarse cuando correspondía estaba, igualmente, verboten (prohibido). «Norbert, que vestía de manera inmaculada en todo momento, solía discutir a veces con Jürgen por la ropa desenfadada y el estilo deportivo de este último», dice Rath. Una de las primeras cosas que su hermano hizo en cuanto se fue de casa fue «tirar a la basura la maquinilla de afeitar y el peine», añade Isolde.
Norbert consideraba importantísimo que sus hijos fueran testigos de los momentos históricos, como la llegada del hombre a la luna o los combates de Muhammad Ali. La familia se apiñaba en torno a un pequeño televisor en blanco y negro que había en el salón, reponiendo fuerzas con té y sándwiches. Si alguno de los niños se dormía, Norbert le metía un codazo hasta lograr que se despertara.
En apenas unos pocos años desde su llegada a Glatten, Norbert Klopp se había convertido en uno de sus deportistas más importantes. Jugó en el equipo de fútbol sénior del SV Glatten hasta que cumplió los cuarenta (mientras que sus hijos recogían las latas y envases vacíos que quedaban en la banda para ganarse unos pfenninge), entrenó al primer equipo durante una temporada y estuvo en el consejo directivo. Según le fueron pesando las piernas, su pasión por el tenis fue aumentando. Norbert fue crucial en la fundación de la sección de tenis del SV Glatten, así como para la construcción de una pista de tierra. De primeras, el club alquilaba una pista de cemento en una vieja cantera de Dornharn, después de que Klopp le pagara al reticente propietario la cantidad de 50 marcos para que este permitiera el acceso a los ciudadanos de Glatten. En invierno esquiaba con Ulrich Rath. A Isolde la llamaron así por la hermana de Rath.
Cada sábado, en honor al regreso al hogar del padre, se limpiaba la casa. Sin embargo, el pequeño Jürgen siempre hacía lo posible para librarse de esas tareas, diciéndole a sus hermanas que tenía que estudiar para el colegio. «Aunque, en realidad, lo que hacía era tirarse cómodamente en su cama, con la cabeza metida dentro de un libro», dice Isolde. Sus travesuras le recordaban a Emili Lönneberga, el rubio bromista de ojos azules de los libros infantiles escritos por Astrid Lindgren.
En una foto de su primer día de colegio se le puede ver con una tirita en una rodilla. Había salido corriendo de la casa, con el típico cucurucho de caramelo en una mano, y acabó tropezando. «¿Te das cuenta?», le regañó su padre de manera cariñosa, «si no hubieras corrido tanto no habrías aparecido en la fotografía con esa tirita». En otras ocasiones se cayó de su silla, haciéndose un corte en un párpado y se chocó contra un patinete, cortándose la nariz.
«El nacimiento de Jürgen fue un gran momento para Norbert», recuerda Rath. «Por fin tenía un auténtico deportista con el que compartir sus pasiones». La presión que ejercía sobre sus hijas para que se entregasen al deporte en cuerpo y alma desapareció, casi inmediatamente, en cuanto Jürgen vino al mundo. Por fin tuvieron tiempo para dedicarse a sus propios intereses, como el ballet y la música. Elisabeth, una cariñosa y tranquila madre que decidió que sus hijos tenían que ser protestantes como ella (Norbert era católico), tuvo que hacer malabares para adaptarse a todas las actividades de sus hijos.
Norbert era el monitor personal de su hijo en fútbol, tenis y esquí, y lo sometía a un régimen ultracompetitivo. «A primera hora de la mañana, lloviera o luciera el sol, me ponía en la banda del campo, me daba la salida, dándome un poco de ventaja, y después salía corriendo hasta adelantarme», contaba Jürgen Klopp en Abendblatt, en 2009. «Aquello estaba a años luz de resultar divertido». Aquel ejercicio se repitió, semana tras semana, hasta que Klopp fue más rápido que su padre. Norbert también lo apuntó al club de atletismo para hacerle mejorar sus capacidades físicas. Además, Jürgen se tiraba horas practicando los remates de cabeza, tal cual hiciera Isolde antes que él.
A los seis años entró al equipo de categoría «E» (benjamines, menos de 11 años) del SV Glatten, puesto en marcha, nuevamente, por el entrenador Ulrich Rath en 1973. En su primer partido Jürgen recibió una entrada, dando una voltereta involuntaria y rompiéndose la clavícula por el impacto. «La semana siguiente volvió al campo, con el brazo en cabestrillo, observando con desasosiego a sus compañeros desde la banda, corriendo cada vez que un balón salía del campo, para involucrarse de alguna manera en el partido», dice Rath. «Eso mostraba el interés que sentía».
Conduciendo a su visitante unos pocos peldaños más abajo, lo adentra un poco más en la historia local. El sótano de Rath es un santuario del SV Glatten. Como no puede ser de otra manera, el lugar de honor lo ocupa el equipo infantil en el que jugaban sus dos hijos y Jürgen Klopp; su tercer hijo, el hijo de todo Glatten. A Rath le disgusta, todavía, que la prensa se refiera a Klopp como Stuttgarter: «¡Pero si apenas estuvo una semana ahí, los primeros días nada más nacer!», sacude la cabeza mientras saca una fotografía. En esta, todos tienen nueve años y aparecen celebrando la conquista de un título en un torneo regional celebrado en Pfingsten, Pentecostés. Klopp, el delantero del equipo, diría más tarde, burlándose de sí mismo, que fue el único trofeo que logró como jugador. Desde entonces, cientos de futbolistas aficionados han ganado el trofeo Klopp, pero solo unos pocos son conscientes de ello. Fue idea de Norbert Klopp, recuerda Rath, improvisar un premio para el vencedor del torneo inaugural del abierto de Glatten en 1977: cogió una de las botas de fútbol de su hijo, la pintó con espray dorado y la pegó sobre una caja de madera.
Aquel mismo año, el Stuttgarter Kicker alevín acudió a Glatten a disputar un amistoso. Los chicos de la capital de Baden-Württemberg llegaron con sus tiendas de campaña y durmieron en los bosques cercanos, donde encendieron unas hogueras para asar cerdo. Aquel momento es muy recordado por un rafting que hicieron en el Gumpen, lugar en el que se juntan los ríos Glatt y Lauter. Muchos de los jugadores del Kicker se fueron al agua, entre ellos alguien que acabaría alzando la Copa de Europa. Robert Prosinečki, el que más tarde sería medio centro creativo del Estrella Roja de Belgrado y de la selección yugoslava/croata, jugaba con los suabos por aquel entonces, aunque acabaron considerando que no era lo suficientemente bueno. Regresaría a Zagreb dos años después, con diez años de edad.
Jürgen, como la mayoría de chicos de la región, era hincha del equipo rival —y de más éxito— de los Kickers: el VfB Stuttgart. Se presentó a una prueba para la cantera de ese equipo, con poco éxito, pero le regalaron un chándal rojo, el cual portó con orgullo hasta que Stefanie se lo destrozó en un incidente con la plancha. Puede que, en un intento de intentar arreglar aquella tragedia, su abuela, Anna, le tejió una estupenda sudadera blanca con un aro rojo y un número «4» a la espalda, el número de su jugador favorito, el internacional por la República Federal Alemana Karl-Heinz Förster. Lo lucía cuando asistía al Neckarstadion con sus amigos y su familia.
Klopp admiraba la calma que exhibía el duro central cuando se encontraba bajo presión, además de su gran dedicación. «Con el tiempo nos dimos cuenta de que teníamos los mismos ídolos deportivos», cuenta Martin Quast. «Förster, un hombre de gran visión estratégica, y Boris Becker, que era puro impulso y emociones. Kloppo me contó una vez que, si no le hubiera ido bien en el fútbol, habría sido uno de los ultras que pueblan las gradas y habría hecho que le implantaran un aro rojo en el pecho». Aun así, es posible que su amor por el VfB se fuera calmando un poco con los años. A Ulrich Rath le brotan las lágrimas al recordar el día en el que Klopp, entrenador del Mainz 05, se zafó de los entrometidos miembros de la seguridad y saltó sobre una valla publicitaria en el estadio del Stuttgart, en busca del grupo que formaban sus viejos amigos llegados de Glatten, que presenciaban el partido en la Untertürckheimer Kurve. «Le dije, ‘‘Jürgen, tengo un dilema, hay dos corazones latiendo en mi pecho. Uno lo hace por el VfB, el otro, por ti’’. Él respondió: ‘‘Ulrich, eso no puede ser. Un hombre solo tiene un corazón y el tuyo late por mí’’. Todos nos reímos en aquel momento, pero creo que él lo dijo muy en serio».
Norbert Klopp era el típico padre incapaz de mantener las formas en la banda cuando lleva al niño a jugar un partido. «Jürgen tiene el carácter de su padre y la serenidad de su madre», afirma Isolde Reich. Cuando más sentía lo inflexible y riguroso que era su padre era al practicar deportes individuales. Los enfrentamientos deportivos entre los dos Klopp resultaban dolorosamente desiguales, con un Norbert incapaz de ceder un solo punto. Jürgen acababa frustrado, furioso incluso, al verse barrido de la pista por un padre que, o era incapaz, o no tenía la más mínima intención de pronunciar una sola palabra de ánimo. Ninguno de los dos disfrutaba de estas primeras sesiones, pero Klopp padre las consideraba una parte necesaria de la educación deportiva de Jürgen. Más tarde formarían pareja de dobles en el club de tenis de Glatten. Su padre estaba tan obsesionado con la victoria que, en una ocasión, se negó a abandonar la pista a pesar de estar sufriendo una terrible insolación y violentos escalofríos. Tuvo que ser Klopp hijo el que pusiera fin a aquel partido y llevara a su padre a la cama.
Esquiando, Norbert se limitaba a deslizarse montaña abajo, confiando en que el chico fuera capaz de seguir su estela. Hay un proverbio en suabo que dice «Nix gschwätzt isch Lob gnuag», la mejor alabanza es no decir nada. Norbert Klopp era la personificación de ese refrán. «Era su manera de hacer que me esforzara», contaba Klopp en una entrevista con Der Tagesspiegel. «Cuando hacía atletismo y saltos siempre decía que no saltaba lo suficientemente alto, que todavía me faltaba por cubrir el tamaño de un folio. Nunca encontraba nada bueno que decir. Su táctica resultaba más que obvia, me di cuenta muy rápido». Klopp añadía que tuvo que aprender a «leer entre líneas» para descubrir alguna traza de orgullo parental: críticas sin cesar, aprobación encubierta. «Si marcaba cuatro goles él decía que había fallado otras siete ocasiones, o empezaba a hablarme de lo bien que había jugado alguno de mis compañeros. Aun así, yo sabía que, en el fondo, estaba orgulloso de mí».
Como al acabar las clases, por la tarde, le dejaban hacer lo que quería, Klopp seguía jugando al fútbol con Hartmut e Ingo, los hijos de Rath. El más mínimo trozo de hierba se convertía en un campo y, cuando se había puesto el sol, Klopp seguía jugando en el salón, tirándose sobre un sofá deteniendo tiros, o disparando a una portería diminuta que Norbert le había instalado. «La casa estaba siempre repleta de niños. Nuestra madre malcrió a Jürgen, hacía lo que fuera porque estuviese contento», cuenta su hermana, Isolde. Para que le cambiaran la pelota de cuero por una de gomaespuma fue necesario que rompiera un par de cristales de un armario. «Jugaba todo el día, hasta que se quedaba dormido debajo de la mesa en la que cenaban, rendido por el esfuerzo», ríe Ulrich Rath.
En el polideportivo municipal utilizaban unas colchonetas azules como porterías, a falta de unas de verdad. Durante los setenta, Rath estableció una «hora deportiva» semanal para los chicos. «Hacíamos educación física, pero los chicos siempre querían jugar al fútbol», cuenta. Jürgen Klopp, al que apodaban Klopple (pequeño Klopp), solía ser el encargado de pedirle permiso a Herr Rath para jugar. «Jürgen era un buen jugador de tenis, pero siempre se sintió futbolista, en el fondo. Era rápido, dinámico y explosivo. Tenía que chutar a puerta cada balón, por mucho que alguno de los disparos se marchara desviado o muy alto. Su especialidad era el remate de cabeza. Durante unos cuantos partidos lo puse como líbero, pero no funcionó. Lo suyo era el ataque».
«Fue de lo más idílico», le contó Klopp a SWR en el 2005. «En aquel pueblo, apenas éramos cinco o seis chicos [de mi edad], y formábamos el equipo de fútbol, el de tenis y el de esquí. Fue precioso, tuve una gran infancia».
Ir al colegio no le suponía esfuerzo. Al menos, en el sentido más literal del término. Apenas tenía que cruzar la acera desde su casa para entrar en la escuela de primaria de Glatten. En tercero y cuarto, los hermanos Rath y él tenían que ir en autobús al pueblo de Neuneck, al sur. Corría un mito local, por entonces, sobre un burdel ilegal situado en el cuarto trasero de un pub. Pero todo intento de encontrar ese secreto templo rural del pecado resultó infructuoso para los fisgones escolares.
«Jürgen no es que fuera un tío puntual al 100%, pero como compañero podías confiar en él al 1000 %», cuenta Hartmut Rath, padrino de Marc, el hijo de Klopp, que nació en 1988. Cuando no estaban dándole patadas a un balón los chicos se entretenían en construir maquetas y hacer puzles. Klopp tenía «una vena artística», añade. «Tenía un gran interés cultural y escuchaba muchos vinilos y casetes de artistas del cabaret». Su favorito era Fips Asmussen, un cómico de esos que te cuentan miles de chistes por minuto y con un humor que, al principio de su carrera, era mucho más político y satírico (además de mucho más divertido). «Jürgen era genial contando chistes, hacía que todo el mundo en clase se riera. Era extremadamente popular, el alma y el corazón de la clase», recuerda Hartmut Rath.
Jürgen Klopp dice que si logró aprobar su Abitur (examen final de bachillerato) fue gracias a Hardy. Puede que sea exagerar un poco, pero Hartmut admite que su amigo —a quien se le daban de maravilla la lengua y el deporte, pero iba más flojo en ciencias— se aprovechó de estar a su lado mientras hacían los exámenes. «Por entonces era mucho más fácil copiarse», ríe el más joven de los hermanos Rath. Ambos fueron al Pro Gymnasium (escuela gramatical) de Dorfstetten, compartiendo clase desde octavo en adelante. Klopp había ido a la misma clase que Ingo Rath durante los dos primeros cursos, pero, luego, los profesores le aconsejaron que diese «una vuelta de honor» —así es como se conoce entre los escolares alemanes a tener que repetir curso—. «Tampoco es que el colegio fuera lo que más le importaba», sonríe Hartmut Rath. «Estaba mucho más interesado en el fútbol y las chicas». Pero era un buen chico, respetaba a sus profesores y casi nunca se metía en problemas. Hardy calcula que apenas pasaban por el aula de castigo una o dos veces al año.
Pero había otros pecadillos que traían consigo su propio castigo. Con catorce años Klopp y sus amigos participaron en un torneo social de fútbol. Se suponía que para poder participar había que tener cumplidos los dieciséis años; pero como Norbert Klopp era uno de los organizadores, hicieron la vista gorda con ellos. No fue su mejor torneo, lo que no evitó que se llevaran a casa el premio de los vencedores —una botella de whisky—, porque el equipo ganador no se presentó a la entrega de trofeos. Jürgen y los Rath dieron buena cuenta, fuera del recinto, de ese botín tan poco merecido: llegaron a casa hechos unos zorros.
El apodo de Klopple cambió rápidamente por el de Der Lange, el largo, en cuanto se convirtió en el más alto de la clase y el equipo. Después del décimo curso, Hardy y Klopp asistieron al Eduard-Spranger Wirtschaftsgymnasium de Freudenstadt para preparar el Abitur. Jürgen tuvo un scooter a los quince años y un par de 2CV —Ente (pato), como lo llaman los alemanes—, de esos de color rojo Burdeos. Robert Mongiatti, uno de los mejores amigos de Norbert Klopp, le arreglaba el coche frente a la casa familiar. Jürgen heredaría más tarde un VW Golf amarillo chillón que había pertenecido a su hermana Stefanie.
Un compañero de clase solía invitar a los demás a estudiar en un cobertizo aislado que tenía en el jardín. Como es de esperar, no siempre se adherían al plan de estudios. Los adolescentes organizaban fiestas en el sótano de los Rath y en el garaje de Norbert Klopp, jugando a la botella. Si los padres de alguien se ausentaban de la casa, las parejas sacaban buen provecho de los dormitorios. Aunque los detalles no están del todo claros, es bastante probable que los morreos formaran parte de los repasos de lengua. La clase de Klopp fue a la ciudad de Port-sur-Saône durante un intercambio escolar, donde solo podían hablar en francés durante las dos semanas de estancia. Los chicos se lo pasaron tan bien en Borgoña que regresarían el siguiente verano para pasar las vacaciones en un camping.
«Jürgen era quien lideraba las actividades sociales», dice Hartmut Rath. «Era extrovertido, formaba parte del grupo de teatro del colegio. Le interesaban un montón de cosas de lo más variadas, la gente decía que era muy abierto de miras». A menudo, discutía de manera acalorada sobre política con su padre, quien tenía una mentalidad mucho más conservadora.
En 1998, tres semanas antes de jubilarse, Norbert Klopp enfermó. Cáncer de hígado. Los doctores le dieron una esperanza de vida de entre tres semanas y tres meses. Aquel diagnóstico fue todo un mazazo para la familia. Norbert siempre había llevado una vida sana, activa. No fumaba. «Ese cáncer no podrá conmigo», prometió. Estaba decidido a mantenerse optimista, encontrando de gran inspiración el libro de Lance Armstrong en el que cuenta su cáncer testicular. Sus hijos lo llevaron a varias clínicas. Le fue extirpado el hígado, se lo criogenizaron y se lo reimplantaron. Vivió casi dos años más, decidido a disfrutar cada día que le quedara. «Aquello cambió ese punto de vista tan tradicional que tenía sobre las relaciones entre hombres y mujeres, se mostró más comprensivo con mis actos de rebeldía y mi búsqueda de libertad», cuenta Isolde Reich. Poco antes de su muerte, en el año 2000, un debilitado Norbert llevó a su cuerpo al límite para jugar, una vez más, un partido de tenis con su club. Fue su legado. Su victoria. Para los Klopp fue un gran consuelo ver que Norbert cumplía su último deseo.
Lo llevaron a casa, a Glatten, para que pudiera pasar allí sus dos últimas semanas de vida. Sus dos hijas se mantuvieron a su lado día y noche, turnándose para estrecharle la mano. Isolde cuenta que Jürgen lo pasó muy mal, porque sus compromisos con el Mainz no le permitían pasar tanto tiempo con su padre como le hubiera gustado. Una noche regresó a casa después de un partido y la pasó entera en la habitación de Norbert, regresando al amanecer al entrenamiento con el 05 sin apenas haber dormido.
«Mi primer tesoro en esta vida ha sido poder hacer lo mismo que mi padre habría querido hacer», diría más tarde Jürgen Klopp. «Tengo la vida con la que él soñaba. Creo que [si hubiera hecho] cualquier otra cosa, habríamos tenido un montón de roces. No creo que mi padre hubiera aceptado que me hubiera hecho florista, por poner un ejemplo. Jamás habría dicho: ‘‘Perfecto, yo seré quien te compre el primer ramo’’. No, habría pensado que estaba majara».
Tras la muerte de Norbert, Jürgen necesitaba respuestas; pero, al final, llegó a la conclusión de que «seguramente, ahí arriba, alguien tendría su plan». Su lado religioso mitiga la pena que siente porque su padre no viviera para ver los éxitos que ha cosechado como entrenador. «Estoy del todo seguro o, al menos, es lo que creo, de que él me está viendo cuando mira hacia aquí abajo.
Puede que lo que los chavales suelen entender como devoción paternal no sea, precisamente, que te estén martilleando todo el rato para que hagas las cosas siempre mejor: en el campo, en la pista, bajando laderas. Pero, cuarenta años después, Jürgen Klopp sabe perfectamente que todos esos fines de semana intentando que su hijo lo hiciera cada vez mejor, en una escala de exigencia infinita, era la «manera de mostrar cariño» que tenía Norbert. Porque el amor de un padre no se mide en palabras, ni en besos, sino en tiempo.