Kitabı oku: «Los días ciegos», sayfa 3

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Me pidió perdón con la mano: anillo dorado, pelos negros y uñas mal recortadas.

Cuando la chica de la melena y el soldado ruso ya se habían ido de la cafetería, había empezado a caminar por los pasillos del aeropuerto sin rumbo fijo, hasta que me choqué con el hombre que no llevaba sombrero de ala ancha. Volví a no fijarme en su rostro: solo en su mano derecha y en sus zapatos. Tras topar con él agaché la vista inmediatamente, avergonzado por haber hurgado en su intimidad sin ni siquiera recordar su cara.

Me había levantado del asiento y había empezado a deambular. Debían de ser las cinco de la mañana. Me angustiaba pensar que a medida que pasaban las horas me hubiera ido separando más y más de la posibilidad de que mi gran viaje de amor tuviera un final feliz. Empezaba a tener claro que Masha estaría durmiendo plácidamente mientras yo tenía mis botas plantificadas en medio del insomnio del aeropuerto internacional de Sheremetievo, en pleno amor no correspondido.

No es lo mismo el desamor que el amor no correspondido. El primero tiene que ver con un material que se deshace lentamente, algo que se borra como una línea dibujada con tiza en la pizarra de una escuela: queda el rastro después de todos los borrados, pero cada vez más difuso y menos claro. El segundo, el amor no correspondido, traza la línea una y otra vez, cada vez con más fuerza, cada vez más clara la raya blanca sobre la superficie verde; esa línea que une los dos puntos y que no dejas de recorrer hasta casi horadar la superficie.

Y en eso andaba pensando, dándome importancia y revolcándome como un cochino en mi nostalgia, cuando me choqué con el hombre y sus zapatos.

La vida entera de alguien está en sus zapatos; suelen pasar desapercibidos, como lo sustancial. En las descripciones de los criminales jamás se habla de los zapatos. Suele hablarse del color del cabello, de la forma de la cara, del tamaño de los ojos. De la vestimenta, de si llevaba gafas o una gorra. Pero casi nunca de los zapatos. Y por tal razón allí debería buscarse una respuesta. ¿Cuántos crímenes se hubieran resuelto antes si el testigo de turno se hubiera fijado en el calzado y no tanto en lo más aparente? «Es culpable, señoría: llevaba unos zapatos marrones con unos cordones de color azul cielo». «Culpable: que le corten la cabeza». Y mazazo y a otra cosa.

Lo esencial radica en lo invisible. ¿No decía algo parecido Saint-Exupéry? Claro que él estrelló su avión en no se sabe dónde, quizá contra una montaña enorme que era lo opuesto a lo invisible, pero que sí que resultaba esencial.

Los zapatos del hombre sin sombrero de ala ancha eran negros, con un lazo estrictamente apretado en el centro. Rígido, el cordón era fino y tenía las puntas intactas; los extremos por donde a veces se escapa un hilo lo mantenían bien sujeto. Estaba todo atado y bien atado, me dije a mí mismo, al tiempo que intentaba averiguar algo de él a través de su calzado. Lo pulidos que estaban sus zapatos indicaban que, o bien eran nuevos, o bien los cuidaba mucho. Intenté ser listo, perspicaz y detectivesco.

Con la vista pegada al suelo, oí que el hombre tosió. En su tos no detecté ningún acento, ninguna peculiaridad que me dijera algo más de él.

—Excúseme —me dijo en un inglés que traduje inmediata y literalmente al español.

—No problema —le contesté yo mientras alzaba la cabeza para toparme con su rostro de cerca.

Sonreía, aunque no parecía estar riéndose de nada. Fue entonces cuando vi su mano peluda y un anillo que parecía de oro.

—¿Has perdido tú tu planeador? —me preguntó, poniendo a prueba mi inglés de aeropuerto.

—Sí, yo perder el planeador porque llegar tarde por cosas —le respondí, esbozando a mi vez una sonrisa boba.

El tipo asintió con la cabeza. En ese momento, hubiera sido perfecto que tuviera un sombrero de ala ancha, porque así se lo hubiera podido tocar con el dedo índice para despedirse cordialmente después de aquel intercambio en el lenguaje internacional auxiliar de compás de espera y pasillos de aeropuerto.

—Algo similar sucede a mí —dijo—. Yo tener esperar toda la noche por coger el próximo planeador. Es mejor a pagar otra noche en hotel.

—Sí, esto es la verdad —le respondí.

Y lo siguiente fue el silencio incómodo de la lengua internacional auxiliar cuando ya no tienes ganas de seguir tirando de los tópicos que se me pasaron por la cabeza en una sucesión fulgurante «Esto es frío», «Hay muy gente durmiendo hoy aquí», «Yo estoy español».

—Mi nombre es David. Bonito conocerte —dije finalmente.

Y el tipo asintió, como si ya lo supiera o como si le importara un bledo.

Seguimos sonriéndonos como dos bobos hasta que oímos, a cinco metros de distancia, un golpe seco. Un golpe que, tremendo y pastoril, pensé que sonaba como el ruido del amor no correspondido: seco, duro, indiferente. Sin embargo, aquel golpe había sido el sonido de un hombre muerto cayendo al suelo: seco, duro e indiferente.

El tipo que no llevaba sombrero de ala ancha se dio la vuelta con una cadencia robótica. Ambos nos acercamos a donde había caído el hombre y, para mi sorpresa, reconocí al instante de quién era ese cadáver.

7

—¿Sabes lo que es un cadáver? —me preguntó mi tío Jesús.

Yo, que sí lo sabía, porque a pesar de ser un crío ya había averiguado hacía tiempo qué era la muerte, porque sabía que la muerte era la no vida (pues así solían definirse las cosas y las personas, por su contrario, por lo que se descartaba), me encogí de hombros al intuir que aquella no era la respuesta que me iba a dar mi tío, que siempre me miraba con sus grandes gafas de sol, en las que podías ver reflejado tu propio rostro, amenazante y curvo.

—Pues viene del latín —dijo él con satisfacción mientras pulía un rayajo de su BMW, que era verde, tenía una banderita de España al lado de la matrícula y dos botines cántabros de imitación colgados del espejo interior del coche—. Del latín, como los niños —aclaró, y se rio, mi tío Jesús, que era el dueño de una funeraria que le pagaba esos coches y esas gafas de sol con las que podías ver el mundo y te veías a ti mismo desde una perspectiva completamente distinta: oscura y deforme—. Pues, según cuentan, la palabra «cadáver» surge de la unión de tres palabras, como la Trinidad, ya ves, niño. ¿Sabes qué tres palabras? ¿No? Caro data vernibus —dijo, arrastrando aquel latinajo como si estuviera descubriendo el milagro no revelado de Fátima—. Ca-dá-ver. Esto es, niño: carne dada a los gusanos —añadió, antes de escupir sobre la superficie de su cochazo para limpiar una mota de polvo casi invisible y olvidar toda erudición.

Y eso era un cadáver, algo que se daba a los gusanos; algo que en una acumulación perfecta y estudiada pagaba automóviles de importación; algo que te encontrabas tirado en el suelo de un aero­puerto del este de Europa cuando habías ido persiguiendo una historia de amor.

Reconocí el tono rojizo de su nariz. Sus ojos todavía dejaban intuir ese aire vidrioso que le debía de haber acompañado en los últimos tiempos: los tenía abiertos, como si la muerte aún pudiera pillar por sorpresa a alguien. Hacía unas horas aquel hombre me había recordado cómo podía ser de terca la realidad. Yo, que me creía un Romeo redivivo, había recordado gracias al aliento de un hombre muerto que era un estúpido.

—¿Qué pasar? —le pregunté al hombre que no llevaba sombrero de ala ancha cuando llegué a su altura.

Pero no necesitaba respuesta. Un muerto. Pasaba un muerto, que es casi todo lo que puede pasar en esta vida.

—Este hombre ser muerto —me respondió él con la mirada fija en el tipo que hacía unas horas había soltado sobre mí su aliento de vodka.

Enseguida apareció más gente alrededor del cadáver, un montón de personas que se apelotonaron a mi espalda y frente a mis ojos. Los cuchicheos se agolparon a nuestro alrededor en varios idiomas: ruso, inglés, francés, italiano, chino y algún otro que no supe reconocer. El español sonaba solo en mi cabeza, completamente aislado en el este de Europa.

El hombre que había vertido hacía unas horas la cruda realidad frente a mi cara de cordero degollado yacía a nuestros pies, como un charco que todos mirábamos sin atrevernos a cruzar por encima de él, por si salpicaba y nos mojábamos de arriba abajo, irremediablemente.

El murmullo fue creciendo, aunque yo permanecí en silencio. ¿Qué se podía decir delante de un hombre muerto que hacía apenas unas horas te había enseñado lo último que habías aprendido y lo primero que olvidarías? Otra vez comencé a pensar que todo hablaba de mí: las voces, las canciones, las miradas… Hasta los muertos hablaban de mí.

Un sonido gutural cortó poco a poco el murmullo de la gente. Cuando se hizo más evidente, arrancó de cuajo el ruido de las voces. Uno de los guardias, el más veterano, había empezado a gritar en ruso, tal vez a hablar en ruso, pero, como yo mismo había aprendido en la última semana, el ruso es un idioma que suena áspero y a gritos hasta cuando dices «te quiero».

Se había formado un círculo alrededor del muerto. En el centro: el cadáver, el soldado veterano y el soldado más joven. Era como si cada uno ocupara una posición estratégica en un escenario. Se me pasó por la cabeza que en cualquier momento el muerto se levantaría con un movimiento rítmico, saltaría por encima de los soldados y los tres empezarían a bailar al sonido de una kalinka.

Los espectadores, asombrados, romperían a dar palmas y sonreirían aliviados. Al terminar la actuación, el soldado más joven pasaría su gorro ruso, su ushanka, por entre el público, que iría dejando allí rublos, euros, dólares, yenes.

Pero no fue así.

El soldado joven acercó su oreja al pecho del muerto. Luego, el rostro a la cara. A continuación, pasó la mano sobre sus ojos, que se cerraron por última vez.

—Él ser muerto —dijo el hombre que no llevaba sombrero de ala ancha antes de salir del círculo que rodeaba al cadáver.

Fue el único que se alejó de aquel espectáculo. Los demás seguimos allí embobados con la escena. Podría habérsele tomado por un asesino que se recrea un momento en su víctima y después desaparece discretamente del lugar del crimen. Pero, como aquello era la realidad, supuse que era más bien como la famosa frase de los diarios de Kafka: «Esta mañana, Alemania ha declarado la guerra a Rusia. Por la tarde fui a nadar». Me di la vuelta y me lo encontré sentado en una silla: otra vez esperando el próximo avión que lo alejara de aquel lugar, con un vaso en una mano y un periódico en la otra.

Al cabo de un rato, cuando se había renovado aquel cuchicheo de voces (inglés, ruso, italiano, francés, chino…), aparecieron dos hombres vestidos con unos anoraks fosforitos y una camilla plegada entre las manos. En el ínterin, los dos soldados, con sus rifles en los hombros, habían comenzado a hablar con aire despreocupado. Lo hacía sobre todo el más veterano; el más joven se dedicaba a asentir y a pasear la mirada buscando algo que le interesaba más que las palabras de su compañero.

La gente aumentó el volumen de sus conversaciones: hubo quien incluso se rio; hubo otros que miraron sus teléfonos móviles; hubo gente que sacó unas fotos perfectas, a las que les pasaron ciertos filtros para amortiguar la luz demasiado intensa del lugar; un hombre tosió; una mujer cogió la mano de una anciana; un chico joven se sacó una espinilla que le había crecido cerca del labio.

Me estremeció la idea de que todos nosotros, al cabo de unos minutos, fuéramos como la frase del diario de Kafka: «Alemania ha declarado la guerra a Rusia. Por la tarde, me reí, miré mi teléfono, me hice una fotografía y filtré la luz, tosí, cogí la mano de una anciana, me saqué una espinilla muy molesta que me había crecido cerca del labio».

Un hombre ha muerto en el aeropuerto internacional de Sheremetievo.

Por la tarde fui a nadar.

Los enfermeros comprobaron de nuevo el pulso del cadáver. Y otra vez, como en la vida, lo que faltaba dijo todo lo que había que decir.

Obraron en silencio e intercambiaron tres o cuatro comentarios con los soldados. Al cabo de unos minutos, sacaron una bolsa de color negro que extendieron al lado del cadáver. El soldado más joven le enseñó a uno de los enfermeros una cartera raída que había extraído del interior de la chaqueta del muerto.

Apenas me había fijado en nada más que en su hedor a vodka y en sus ojos vidriosos. Ni siquiera me había planteado que pudiera tener un nombre. Había inferido automáticamente que estaba allí como algo que formaba parte del paisaje, como los bancos marrones o las cafeterías que abrían toda la noche. Simplemente, el típico borracho ruso vagabundo que se protege de la nieve en el interior de un lugar de paso. Hay gente que es solo el lugar que habita, pensé.

Me reproché por no haberme fijado mejor en él. Enseguida empatizaba con los perdedores y los versos sueltos, pero no lo había hecho con ese hombre. ¿Tan importante era su hedor? ¿Tan sumido estaba en mi fallida historia de amor? ¿Acaso me creía mejor que aquel tipo, que, como yo, se había extraviado esa noche en el aeropuerto de Moscú? Por ejemplo, una vez más, ¿cómo eran sus zapatos? ¿Por qué no me fijaba más en esos detalles?

Al final, lo subieron a la camilla, que se elevó sobre unas patas al cabo de un instante. Con el cadáver cubierto por la bolsa de plástico, los cuatro hombres (los soldados y los enfermeros) intercambiaron unas palabras que no fueron más que sonidos para mí. Presté atención para ver si comprendía algo, alguna palabra cazada al vuelo que recordara del poco ruso que había aprendido en los últimos días. Sin embargo, desgraciadamente, no dijeron nada que tuviera que ver con el amor, la belleza de tus ojos o tu forma de sonreír.

Me hubiera gustado saber de qué había muerto exactamente aquel hombre. Si había sido un infarto de miocardio o si había tropezado y se había golpeado contra el suelo de forma fatal; sin más: solo porque estaba borracho como una cuba y no se había tenido en pie. Pero el lenguaje y el idioma son los límites.

Me acerqué con cautela hacia donde los cuatro hombres seguían charlando. No parecían tener ninguna prisa por llevarse el cadáver.

Una vez que habían tapado el cuerpo con el plástico negro, la gente que pasaba aquella noche en el aeropuerto se había ido dispersando, de vuelta a sus maletas o a los bancos que ocupaban de tres en tres para tumbarse y echar una cabezada.

Carraspeé un par de veces para llamar la atención de los hombres. Uno de los enfermeros tenía una mano apoyada en la camilla, junto a la pierna derecha del cadáver.

Mirado con cierta perspectiva, no sé por qué lo hice. Y, sin embargo, yo, que no hablo por no molestar, no tuve otra idea que decir en voz alta con mi inglés de aeropuerto:

—¿Qué suceder? ¿Por qué morir el hombre? Este hombre. —Y señalé el cadáver.

Los cuatro tipos me observaron con cara de sorpresa y de los pocos amigos que uno puede tener cuando está trabajando a las cinco de la mañana recogiendo cadáveres. No miré mucho a los enfermeros, pues los sentía más lejanos que a los soldados, a los que había espiado en las últimas horas. Aunque ellos no eran conscientes, yo ya sabía muchas cosas de sus vidas (si bien es cierto que no eran más que conjeturas, pero ¿qué es todo lo que sabemos?). No podía considerarlos unos completos desconocidos, en especial al soldado más joven.

—Muerto hombre —me respondió el soldado veterano, con ese tono seco tan ruso que servía para decirlo todo: «eres lo más importante en mi vida; te quiero; los guisantes están sobre la encimera; quédate conmigo para siempre; el coche se ha averiado»—. Demasiado beber, incluso para un ruso.

Todos sonrieron, aunque ninguno se rio.

—¿Ser un hombre que vivir aquí? —preguntó uno de los enfermeros: pálido y flaco, con gafas y pelo moreno, con la cara chupada, la nariz morcillona.

Le agradecí la deferencia de hacerlo en inglés de pasillo de aero­puerto, para que fuéramos cinco, en lugar de que fueran cuatro.

—Ser usual del aeropuerto. A veces, cuando era frío, nosotros permitir que él dormir aquí. Solo haber una condición: no molestar los pasajeros. Y solo en la noche.

—Bueno, ahora no molestar más, este hombre —dijo el otro enfermero, el que tenía la mano apoyada en la camilla. Llevaba un gran anillo en su dedo anular, uno de esos con un sello de extraño dibujo. Alto, rubio, pálido, con una barba pelirroja poco convincente, añadió—: Ahora no más beber.

Todos volvieron a sonreír. Hasta mis labios se dejaron arrastrar por la sonrisa compartida.

—¿Qué es su nombre? El nombre del muerto hombre —pregunté.

El soldado me miró de arriba abajo, esta vez prestándome más atención, como si se fijara más en los detalles de aquel turista de paso en sus dominios. ¿Repararía en mis botas para la nieve? ¿En que podía sumergirlas en un cubo de agua sin que se mojasen, tal y como me había explicado la dependienta de la zapatería del paseo de Gracia donde me las había comprado?

Al sentirme observado de ese modo, me di cuenta de que para él aquel no-lugar sería como el despacho de mi casa para mí: el sitio donde me pasaba horas leyendo textos que habían escrito otros; a veces, tachándolos y destrozándolos; en ocasiones, acompañándolos en su vago caminar hasta el estante provisional de una pequeña librería, dispuestos la mayoría a criar polvo o a pasar desapercibidos hasta ser guillotinados en una nave industrial de la periferia. Y así, para el soldado veterano, yo debía de ser como un libro guillotinado que se pusiera a hacer preguntas en plena noche.

—Su nombre es Valeri —respondió finalmente uno de los enfermeros, al tiempo que agitaba la cartera del muerto, atada con un viejo cordel—. Él tener treinta y siete años.

8

Nadie dijo lo que resultaba obvio: era imposible que ese hombre tuviera menos de sesenta años.

Nos quedamos en silencio, mirándonos los unos a los otros, hasta que el soldado veterano le dijo algo a su compañero, que abandonó la escena tras lanzarme una breve mirada que no supe cómo diantres interpretar. Tal vez se hubiera dado cuenta de que le había estado espiando. O puede que le llamara la atención que un best-seller de tres al cuarto a punto de ser descatalogado le estuviera hablando en su propio despacho en un idioma que no era tal. O quizá sucedía que habían reparado en que, a pesar de que un borracho había muerto, ellos debían seguir protegiéndonos del terrorismo internacional.

—Bueno, nosotros ir. Nosotros tener que coger este muerto hombre a la… —apuntó el enfermero, y finalizó la frase con una palabra en ruso que no pude entender, pues no tenía nada que ver con en tus ojos azules se puede ver el mar.

—Sí —dijo en ruso el soldado veterano. Tras hacer una pausa algo teatral, añadió en el inglés de nadie y clavándome la mirada—: Es mejor que cada uno vaya atrás a su sitio.

—Sí —coincidió el enfermero de los pelos negros en los dedos—. Esto es hora.

Los enfermeros se dieron la mano con el soldado y se colgaron sus maletines de primeros auxilios al hombro.

—¿Y los calcetines? —pregunté entonces, cuando los tres hombres ya me habían empezado a dar por descartado.

—¿En shock? —dijo el enfermero de la nariz morcillona—. ¿Qué quieres tú significar? ¿Quién es con shock?

—No, no, no shock. Yo quiero significar «zapatos» —aclaré, esta vez pronunciando mejor la palabra en inglés.

El soldado negó con la cabeza.

Sin necesidad de recurrir a un idioma parcialmente compartido, suspiró y se fue de allí: otro loco que andaba suelto por aquel sitio de paso. Tal vez cuando llegara a casa se lo contaría a su mujer: esta noche, en el aeropuerto, había un hombre muerto y un tipo que preguntaba por calcetines y zapatos.

El enfermero del sello dorado sonrió para sí.

—¿Zapatos? —dijo.

—Sí, zapatos —contesté

—¿Qué pasar con zapatos? —intervino el de la nariz morcillona.

—¿Cómo ser los zapatos? Los zapatos del muerto hombre —insistí.

—¿Por qué? —me preguntó el del sello dorado—. ¿Por qué tú querer saber esta cosa?

No supe muy bien qué responder, por lo que me limité a encogerme de hombros. Uno a veces quiere saber cosas solo por saberlas, ¿no? Por curiosidad humana pura y dura, porque es mejor saber que no saber, quise decirles.

El enfermero de cara pálida correspondió a mi gesto con uno igual: se encogió de hombros. Su compañero negó con la cabeza: un turno difícil y con ese frío. Y aún tendrían que darparte a la policía, llevar el cadáver al depósito, hacer un informe, hablar con el forense sobre cómo había muerto un hombre en el aeropuerto…, o vete a saber cómo funcionaban esas cosas en Moscú. Papeleo y más papeleo, y se acercaba la hora de desayunar.

—Yo también mirar los zapatos antes —dijo el enfermero amable—. Ser curioso, esto es la verdad.

Me observó y luego buscó con la mirada la complicidad de su compañero. Se dijeron algo en ruso, pero de nuevo no pude entender una palabra, nada de quédate conmigo para siempre. El enfermero del sello dorado hizo un gesto con la mano, levantándola hacia arriba, como un yo no quiero saber nada.

Su compañero le sonrió. Estiró hacia abajo el labio inferior, curvándolo ligeramente hacia la izquierda, abrió mucho los ojos y levantó las cejas al tiempo que hacía más estrecha su nariz. Todo un dispendio gestual que pretendía justificar lo que hizo a continuación.

Me indicó con la mano que le siguiera hasta la zona de los ascensores. Nos colocamos delante del cadáver, envuelto en la bolsa de plástico negro. Durante unos instantes, por fin me di cuenta de que todo aquello era un poco extraño. Pero las cosas siempre son raras a las cinco de la mañana.

—Vámonos a ver —dijo el enfermero de rostro pálido, rompiendo por fin el silencio en el que habíamos permanecido los últimos minutos, mientras él empujaba la camilla hasta allí y su compañero caminaba detrás de nosotros, a cierta distancia—. Esto es curiosidad —añadió, y me sonrió.

—Sí, por supuesto. Esto es solo la curiosidad —coincidí yo.

Me hubiera gustado añadir algo original, tal vez alguna cosa acerca de lo que sabía de los cadáveres, esa historia de los gusanos y de mi tío Jesús, por ejemplo, pero no recordaba cuál era la palabra inglesa para «gusanos». ¿Era «verruga»? ¿Era «caliente»? ¿Era «guerra»?

El tipo se acercó al cadáver y empezó a bajar lenta y teatralmente la cremallera del plástico negro que lo cubría.

Entonces vi su rostro. Vi la ropa deportiva que llevaba por encima de la cintura; el pantalón de pana que vestía por debajo, sin cinturón. Y por fin sus zapatos, la última cosa que me había permitido no pensar en por qué estaba pasando solo aquella noche en el aeropuerto internacional de Sheremetievo.

El enfermero del rostro pálido dijo algo y sonrió.

Su compañero le acompañó en el gesto.

Más palabras en ruso.

Me fijé en el calzado del cadáver antes de que cerraran de nuevo la cremallera y los enfermeros se fueran de allí, dejándome otra vez solo, pensando en por qué le daba tanta importancia a que, la noche que debía ser la más bonita de mi vida, un hombre muerto que hacía unas horas había echado su aliento a vodka sobre mi rostro de cordero degollado vistiera unos mocasines de color marrón.

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