Kitabı oku: «Relatos de vida, conceptos de nación», sayfa 2
3 Como en la primera versión del texto, mantengo la elección de los autores al manejar los términos «tomos» y «volúmenes», pese a las diferencias que hay entre ellos stricto sensu. Los corchetes con contenido indican añadidos. Los autores con título nobiliario se han citado, como norma general, por el nombre que utilizan en sus obras. También me gustaría indicar un uso del masculino genérico en el trabajo, por lo que, salvo indicación contraria, al decir «mis profesores» incluyo también a «mis profesoras», «mis compañeros» a «mis compañeras», etc.
ABREVIATURAS, SIGLAS Y SÍMBOLOS
ANF | Archives Nationales de France, Pierrefitte-sur-Seine, París |
BHUV | Biblioteca Històrica, Universitat de València |
BL | British Library, Londres |
BNP | Biblioteca Nacional de Portugal, Lisboa |
BRIT | británico |
BUZ | Biblioteca Universitaria, Universidad de Zaragoza |
E | élites |
F | mujeres |
FRA | francés |
HISP | español |
LSEA | London School of Economics and Political Science, Archives |
LUS | portugués |
M | militares |
ms./MS. | manuscrito |
NA | The National Archives, Kew |
NC | área no central |
NLW | The National Library of Wales, Aberystwyth |
s. f. | sin fecha |
1. MARCOS E INSTRUMENTOS ANALÍTICOS
LA HISTORIA DE LOS FENÓMENOS NACIONALES
Y SUS PROBLEMAS
La pregunta por los orígenes ha venido marcando los estudios sobre nación y nacionalismo desde su consolidación académica en la segunda mitad del siglo XX. Averiguar desde cuándo hay naciones y cómo surgieron se consideraba, en un ejercicio más o menos discreto de teleología historicista, la mejor manera de entender su naturaleza. Esta forma de encarar el problema ha condicionado profundamente el trabajo de los historiadores de los fenómenos nacionales hasta que nuevos intereses y enfoques, desarrollados mayoritariamente en los años noventa del siglo pasado en el ámbito de las Ciencias Sociales, iniciaron un proceso de renovación.1 Con todo, no es de extrañar que, en un campo tradicionalmente tan plagado de creyentes, quizás equiparable a la historia religiosa o a la clásica historia del movimiento obrero, el interés por las «raíces» o «la larga historia de la nación» que tanto atrae a los nacionalistas haya resultado tan absorbente.
Si consideramos a todos aquellos que emiten asertos sobre los fenómenos nacionales con pretensión de cientificidad, una buena forma de agrupación es la combinación de dos criterios y dos asunciones. Los criterios son claros; de las asunciones, a semejanza de una condición de verdad foucaultiana, apenas se habla explícitamente.
Los dos criterios que podríamos distinguir son la actitud del investigador hacia el objeto de estudio y la postura que toma respecto al «problema de los orígenes». Como indica José Álvarez Junco (2016: 1-52), el paso durante el siglo XX de una actitud «esencialista», frecuente en los nacionalistas y que asume la existencia de elementos inmanentes ajenos al devenir humano concreto y por lo tanto inalterables, a otra más histórica, en la que las naciones se conciben como construcciones humanas resultado de procesos potencialmente descifrables por las Ciencias Sociales, supuso una auténtica «revolución científica» en la academia.
La posición respecto a los orígenes admite numerosas clasificaciones, pero no resulta una simplificación excesiva identificar una dualidad básica. Por un lado, están aquellos para los que los fenómenos nacionales se definen por unos rasgos concretos asociados a la modernidad como tipo específico de desarrollo humano y, por lo tanto, no existen antes de ella (modernismo). Los momentos en los que colocar la separación entre lo premoderno y lo moderno varían, pero la mayoría de los autores señalan el conjunto de revoluciones que tuvieron lugar a finales del siglo XVIII y principios del XIX como momento de surgimiento o, si se quiere, de transición desde lo que ellos llaman «protonacionalismo» (Hobsbawm, 1991: 23-88) o «patriotismo étnico» (Álvarez Junco, 2001a: 31 y ss.) al «nacionalismo moderno». Este último se distinguiría por la afirmación de la comunidad nacional como soberana.2
Por otro lado, están los que de una manera más o menos frontal muestran una insatisfacción ante esta dicotomía. Los críticos del modernismo evitan el criterio de soberanía y llaman la atención sobre las continuidades, aminorando el significado de los momentos de ruptura. Así, la distinción entre una nación premoderna y otra moderna no implicaría un cambio conceptual estructural que requiriera otro término diferente, sino sería más bien una cuestión cualitativa de intensidad y transformación gradual.3
Los primeros suelen tener dificultades en dar cuenta de la evidencia empírica previa al siglo XIX y los usos de la idea de nación que hay en ella, acusando la normatividad inherente a la idea de nación soberana como única forma de nación relevante. Los segundos, frecuentemente tachados de (cripto)nacionalistas y carentes de rigor, con frecuencia son incapaces de resolver la diferenciación entre etnia y nación dado su concepto de nación tan flexible y expansivo, a la vez que suelen ser víctimas de una «ilusión de continuidad» que los lleva a proyectar la permanencia de significantes sobre los significados.
Las asunciones se alimentan de un lugar común: la primera historia de las naciones fue la historia de los nacionalistas. Imbuidos de lo mismo sobre lo que escribían, sus producciones acababan formando parte de la nación en lugar de pensarla críticamente. Ante ello hubo una reacción que expulsó a los márgenes de lo aceptable la instrumentalización política que se hacía anteriormente. Por lo tanto, que haya nacionalistas haciendo la historia del nacionalismo dentro de la academia es algo que parecería darse por superado. No obstante, la realidad es diferente y el nacionalismo académico sigue siendo un tabú. En los casos más innegables, la defensa tiende a ser acusar al interlocutor de ser otro nacionalista, solo que encubierto. El coste de esta situación es enorme; la solución resulta casi imposible, dada la naturaleza de los sistemas universitarios y el peso de los factores políticos y sentimentales.
Como derivación de esto, y de una manera deontológicamente menos espuria, con demasiada frecuencia se minusvalora la influencia del mundo privado del investigador (su educación, sus creencias e ideología, sus circunstancias personales, etc.) en sus categorías de análisis y la manera en que las utiliza. Desde luego, no se suele explicitar, pese a las continuas llamadas a la reflexividad que siempre se hacen. Esto no tiene por qué derivar automáticamente en una manipulación (tener una idea y después intentar que la realidad encaje en ella), pero es innegable que las preguntas de investigación suponen un condicionamiento en la búsqueda y ordenación de la evidencia empírica. Actuar como si en la formulación de esas preguntas hubieran operado factores exclusivamente académicos resulta ingenuo. En último término, el lector acaba aventurando una deducción de ambos elementos desde el propio texto y la información extratextual disponible.
Al final, resulta un tanto contradictorio cómo se afirma la historicidad de las naciones para desmontar el argumento «esencialista» de los nacionalistas y después se utilizan instrumentos de la filosofía o la teoría política para construir una definición de «nación» tácitamente normativa y, por lo tanto, a su manera, igualmente esencialista. Aceptar la naturaleza de los fenómenos nacionales implica asumir que tal cosa no existe sino en plural y a lo largo del tiempo. Por lo tanto, creemos que es la historia en sus diferentes subdisciplinas (historia intelectual, historia de los conceptos, historia del pensamiento político, etc.) la que mejor nos permitirá evaluar en qué medida los conceptos «nación» y «nacional» experimentaron en su utilización durante la era de las revoluciones un Sattelzeit, utilizando el concepto koselleckiano, que transformó radicalmente sus significados pese a la continuidad en los significantes.
En el sentido de esta problemática puede leerse la aportación de Philip Gorski (2000: 1450-1452), quien sostiene, a partir del caso de los Países Bajos, la posibilidad de un nacionalismo (protestante) moderno en el siglo XVII. Tal conclusión sería posible incluso aplicando los propios criterios modernistas en su análisis del concepto «nación»: un nacionalista piensa que el mundo está compuesto de naciones esencialmente distintas entre sí, que la nación de uno tiene un carácter o misión especiales y que debe ser soberana para su realización, tendiendo a equiparar las categorías nación, pueblo y Estado. Además, el nacionalismo puede encontrarse de manera trasversal en términos sociales y se caracteriza por la movilización política frente a otros fenómenos identitarios. Gorski (2000: 1460-1462) señala que más que una única historia del nacionalismo, se deberían explorar las genealogías de cada caso y cómo se invoca la nación en cada uno. Esto puede revelar situaciones muy antiguas de nacionalismo y otras que tienen menos de un siglo, comparando el discurso nacionalista como un lienzo en el que cada hilo puede tener su historia particular.
A nationalist discourse, in this schema, is simply a discourse that invokes «the nation» or its kindred categories, and what distinguishes nationalist discourses from one another is the narratives they employ (the «fibers») and the specific way in which they spin them together (into «threads»). The scholar’s job is to describe and explain the results of this process, to show how and why a particular fabric, thread, or fiber looks the way it does.
Ante este tipo de argumento, Breuilly intenta una acomodación en el esquema modernista de la evidencia que aporta Gorski. Flexibiliza la existencia de identidades nacionales y sociedades en proceso de modernización antes de finales del siglo XVIII, sociedades como la holandesa hacia 1600-1650, en las que, debido a los inicios de esa modernización temprana, habrían comenzado a darse las condiciones para el nacionalismo. Sin embargo, de existir, las identidades nacionales premodernas estarían socialmente circunscritas a las élites e ideológicamente no definidas en términos conflictuales o por una función política específica. Breuilly (2005: 83-85) añade como factor determinante que la nación, entendida como «una sociedad», se convierta en la fuente de legitimidad del poder (principio de soberanía nacional), y no sea solo un simple instrumento empleado por una autoridad ya legitimada por otras vías.
Para este autor, «perennialists have jumped from apparent national identity processes identified in fragmented discourses to construct an over-coherent idea of the nation. I will stress the need to establish processes of producing national identity which go beyond demonstrating that “nation” and cognate terms are found in texts» (Breuilly, 2005: 69). De esta forma, «the recurrence of particular words in pre-modern and modern discourses does not establish significant similarities or continuities between those sources. Similarities in the functions of the words are what matter». Breuilly no entiende «funciones» solo de manera intratextual, sino también en términos sociopolíticos. Hacer esto, el estudio de los usos de la nación y sus significados, siguiendo los criterios anteriores y pese a todos los elementos de continuidad que se quieran ver, vendría a confirmar para Breuilly (2005: 93) la tesis de la modernidad de las naciones.
Una cara diferente de este debate lo proporciona la polémica entre Joep Leerssen y Caspar Hirschi a tenor de una monografía de este último. Hirschi (2012: 47) afirma la existencia de nacionalismo (alemán) en la Baja Edad Media y el Renacimiento, derivado de la gestión intelectual de la descomposición política del Imperio romano y sus remedos en el ámbito del Sacro Imperio. Para él, una nación es una «abstract community formed by a multipolar and equal relationship to other communities of the same category (i.e. other nations) from which it separates itself by claiming singular qualities, a distinct territory, political and cultural independence and an exclusive honour».
Este autor argumenta que la intensa presencia en la documentación en alemán de los términos «nación», «nacional» y «amor a la patria» constituye la prueba del nacionalismo de sus autores. Hirschi define el nacionalismo como «the discourse that creates and preserves the nation as an autonomous value, “autonomous” meaning not subordinate (but neither necessarily superior) to any other community». Leerssen (2014a) critica esta posición y señala que Hirschi cae en un anacronismo retrospectivo, definiciones demasiado amplias y una interpretación sesgada de las fuentes, además de una escasa preocupación por todas las transformaciones posteriores y una confusión entre «tradición» y «recuperación».4
La propuesta de Leerssen coincide con Hirschi, Gorski y otros críticos del modernismo en que los procesos que dieron lugar al nacionalismo no comienzan abruptamente con la modernización política y económica de las revoluciones liberales y el industrialismo. Sin embargo, para este autor no todo discurso de exaltación o fidelidad a la nación es nacionalismo. En la línea de un etnosimbolismo matizado, Leerssen (2006: 25-81) defiende que el nacionalismo es un fenómeno propio del mundo contemporáneo, pero que se alimenta de representaciones colectivas y materiales identitarios previos, que él llama «source traditions». A través de los instrumentos de la historia cultural y los estudios literarios, en especial de la imagología (cf. Leerssen, 2007), distingue entre «pensamiento nacional» y «nacionalismo». Lo primero sería condición para lo segundo, no una manifestación inequívoca.
La base del «pensamiento nacional» está en la tendencia de los sujetos a imaginarse las colectividades a partir del contraste, de las diferencias con un «otro», con independencia de la existencia efectiva o coherencia real que tenga esa comunidad imaginada. Durante la Edad Moderna y de forma paralela a la expansión del Estado monárquico europeo, aparecen sistematizaciones de etnotipos, ya existentes de forma más o menos aislada en la Edad Media e incluso el mundo antiguo.5
La taxonomía de inspiración aristotélica evoluciona hacia una mayor densificación y complejidad de los «rasgos colectivos» de los diferentes «pueblos», «razas» o «naciones» que componen la humanidad. Así, las características que darían sentido a estas divisiones comienzan a llamarse también «caracteres nacionales». Al principio se referían al aspecto y al comportamiento, pero después se ampliaron hacia una suerte de «psicología o temperamento de los grupos», que algunos filósofos como Montesquieu vinculaban con el clima y la configuración institucional. Incluso se llegó a generar un auténtico debate intelectual sobre la relación entre los caracteres nacionales y la modernidad de las sociedades, tanto en un eje Norte/Sur dentro de Europa como Europa/resto del mundo.
La Ilustración supone la culminación de todo este proceso de ordenación y clasificación de la diversidad humana en naciones, que en Europa occidental tendían a asociarse a los Estados existentes. Este fue el primer momento en el que se superpuso comunidad política y comunidad nacional. No obstante, Leerssen (1986: 346) señala que los parámetros en los que esto se produjo responden más bien a una interpretación contemporánea del republicanismo clásico y el tribalismo primitivo. Según él, este patriotismo no es nacionalismo (por mucho que invoque una nación diferente al significado original de natio), sino una forma de «filantropía política» (amor patriae, virtus, defensa del bien público o res publica, etc.).6
El nacionalismo surgió cuando este pensamiento nacional preexistente se vio sometido a la presión de las revoluciones liberales y la expansión napoleónica. Para este autor, fue entonces cuando convergieron en una misma ideología política tres elementos: a) la soberanía popular, sobre todo en su definición rousseauniana; b) la territorialización modular de la cultura, por la que las fronteras estatales se ven también como las demarcaciones naturales y primordiales de diferenciación cultural, y c) el historicismo trascendental, que convierte los etnotipos nacionales disponibles en comunidades radicalmente discretas de esencias íntimas, precipitados de tradiciones históricas conformadas de abajo arriba (Leerssen, 2014b: 38; 2006: 71-136).
Aunque se podría decir que los tres elementos ya habían sido formulados previamente por pensadores ilustrados, para Leerssen (2013: 427) fueron algunos románticos, concretamente nacionalistas alemanes, los que, en respuesta a la invasión napoleónica, llevaron a cabo la transformación del patriotismo ilustrado al nuevo nacionalismo, de la nación como una mera colectividad de rasgos singulares o méritos alabables a la nación como esencia trascendental dotada de un «alma» o «espíritu».7
Desde la consolidación del modernismo clásico alrededor de los años ochenta, este debate sigue vivo y ha quedado configurado como una referencia común a todos los estudios sobre nación y nacionalismo. Cada especialista lo aplicaba a los casos sobre los que trabajaba, pudiendo incluso hacer aportaciones a las teorías generales desde el conocimiento local. Todas las historiografías sobre la construcción nacional del periodo que aquí consideramos están de una u otra manera influidas por él. Sin embargo, en los últimos años nuevos intereses han desplazado de la centralidad este debate y han abogado por algunos cambios de enfoque y unas alternativas metodológicas que, indirectamente, podrían permitirle salir del punto muerto en el que se halla.
LA NACIÓN DESDE EL INDIVIDUO: IDENTIDAD, EXPERIENCIA Y MEMORIA
Los cambios han venido del campo de los estudios sobre la identidad y sus conflictos. La renovación se ha fundamentado en enfoques tanto cualitativos como cuantitativos. Las investigaciones demoscópicas y el análisis cuantitativo a partir de estadísticas o discursos, el mapeo cognitivo e incluso los experimentos sociales se han asentado como opciones disponibles (Abdelal et al., 2009). Estas metodologías permiten la recolección y el procesamiento de cantidades enormes de datos y han alcanzado altos niveles de sofisticación, pero sus practicantes tienden a dar por hecho que su objeto de estudio puede formalizarse y que, de alguna manera, pueden controlar todas las variables significativas de acuerdo con su propio sistema.
Por la parte de los aparentemente menos ambiciosos enfoques cualitativos, también pueden encontrarse progresos. Basándose en la antropología, la sociología y la psicología, las entrevistas, los grupos de discusión y la observación etnográfica se están empleando con buenos resultados, pero son de escasa utilidad para historiadores cuyo periodo y objeto de estudio están más allá de las generaciones que les son contemporáneas.8 Por lo tanto, para el estudio de esos pasados más lejanos será necesario el desarrollo de vías alternativas.
Cualquiera que sea el enfoque, la situación actual parte de la consolidación de dos innovaciones teóricas. Llamaremos a la primera «giro de la acción» y la segunda, «giro cognitivista» o «cognitivo». Ninguna de ellas puede entenderse de forma ajena a los cambios intelectuales más generales ocurridos en la historia del pensamiento durante las últimas décadas (cf. Gunn, 2011).
El «giro de la acción» tiene varios orígenes, pero fundamentalmente procede de la voluntad de algunos autores marxistas, como E. P. Thompson, y algunos académicos ligados a las nuevas historias política y sociocultural, de devolver al primer plano a los sujetos históricos como entes dotados de «agency» o capacidad para actuar. Aunque originalmente esta idea se orientó más hacia la historia social de las clases «populares» (Breuilly, 2012), al final acabó significando el retorno a la habilidad de los individuos para actuar significativamente dentro de estructuras, e incluso de transformarlas a través de sus interacciones. De esta forma, las rutinas, la vida privada o el ámbito doméstico de los sujetos se convirtieron en un objeto de estudio y abrieron un espacio para la recepción y reproducción de las ideas nacionales diferente a la tradicional esfera pública (Billig, 1995; Edensor, 2002; Skey, 2011).
Desafiando o matizando la concepción «desde arriba» de los procesos de construcción nacional, basada en las élites y el Estado, se ha vuelto común hablar de «nacionalismo personal» (Cohen, 1996), «nacionalismo cotidiano» (Fox y Miller-Idriss, 2008; Goode y Stroup, 2015), «experiencias de nación» (Archilés, 2007 y 2013) y «nación desde abajo» (Molina Aparicio, 2013).9 Sería justo decir que al final el interés por las dimensiones «populares» y «ordinarias» de los procesos de construcción nacional ha evolucionado hacia una idea más amplia de «exploración de la experiencia concreta», lo cual tiene importantes implicaciones teóricas y metodológicas para el propio concepto de construcción nacional (Van Ginderachter y Beyen, 2012: 10).
Por su parte, el «giro cognitivista» se imbrica fundamentalmente en las tradiciones del análisis lingüístico, la filosofía posmoderna y secciones de la llamada «teoría crítica».10 Esencialmente, consiste en tratar el discurso y los marcos conceptuales no como medios neutrales de transmisión, sino como factores que moldean la realidad e incluso pueden crearla a través de su poder performativo. Por lo tanto, no pueden ser presupuestos, sino objetos de la investigación. En este ámbito destacan dos autores. La visión de Craig Calhoun (1997 y 2007) del nacionalismo como una «formación discursiva», «not just a doctrine, but a more basic way of talking, thinking, and acting», ha ayudado a construir la idea de que las naciones no son nada fuera de las mentes y prácticas de la gente que las encarna.
El trabajo más general de Rogers Brubaker sobre los grupos y la categorización es esencial para una crítica profunda del nacionalismo metodológico y el esencialismo implícito en la academia. Para este autor, el científico social debería ser más consciente de su posible «grupismo», que él define como «to take discrete, bounded groups as basic constituents of social life, chief protagonists of social conflicts, and fundamental units of social analysis» (Brubaker, 2004: 8). Haciendo esto, el investigador está confundiendo las «categorías de práctica» con las «categorías de análisis». Dicho de otra manera, en lugar de descomponer realmente el relato está siendo fagocitado por él.
Teniendo en cuenta todo esto, se puede decir que el desarrollo de un abordaje que dé cuenta de cómo la nación se presenta en las vidas de las personas y cómo sirve de categoría significativa para la comprensión y organización del mundo es ahora más posible que nunca. Para llevar a cabo ese «enfoque personal» de la construcción de naciones, parafraseando una expresión de Anthony Cohen, proponemos una reflexión analítico-conceptual centrada en las categorías de «identidad», «experiencia» y «memoria».
A pesar de no ser una posición unánime (Malešević, 2013: 155-179; Brubaker y Cooper, 2000), sostenemos que «identidad» es una categoría útil para el análisis de fenómenos colectivos, incluyendo los nacionales. Es cierto que también es una categoría de práctica y que «presenta una carga teórica multivalente e incluso contradictoria», lo cual le ha valido una cierta censura. Sin embargo, las alternativas propuestas en Brubaker y Cooper (2000: 5-8) –identificación y categorización, autocomprensión (self-understanding) y localización social, comunidad (commonality), colectividad y grupalidad (groupness)– parecen más explicaciones parciales internas que sustitutos completos que puedan tener éxito.
Este problema ocurre porque «identidad» incluye fenómenos diferenciados que ocurren a la vez, creando un único macrofenómeno, pero que deben ser entendidos en su carácter compuesto y múltiple a la par que interrelacionado. Como escribe Richard Jenkins (2014: 1-16) en su defensa del concepto, «saber quién es quién» incluye procesos tanto individuales («¿quién soy yo?») como colectivos («¿quiénes son ellos?», «quiénes somos nosotros»?); procesos cuyos resultados alimentan recíprocamente su propia reproducción. «Identidad» implica unos paralelismos múltiples de conjunciones entre dimensiones personales e intersubjetivas, estabilidad y dinamismo, pasado y presente, cooperación y conflicto, inclusión y exclusión.
Por supuesto, un fenómeno tan complejo tenía necesariamente que resistirse a una conceptualización clara y rápida. No obstante, cuando uno investiga el mundo social, obviamente formado por seres humanos, las simplificaciones conceptuales no resultan tan exentas de costo como hacer lo propio con expresiones matemáticas. La mayoría de las veces, la mejor opción no es el rechazo de la complejidad, sino intentar encararla tal y como se presenta. Así, para numerosos autores (Jenkins, 2014; Lawler, 2014; Grimson, 2010; McCrone y Bechhofer, 2015) «identidad» sigue siendo un concepto válido para llevar a cabo esto, pese a admitir que no siempre se maneja adecuadamente, dado su claro atractivo de «sentido común».
Aquí proponemos llamar «identidad» al conjunto de instrumentos culturales que los individuos tienen para y desarrollan en sus interacciones sociales. Aunque íntimamente relacionadas, «identidad» no es ni «cultura» ni «ideología». Ciertamente, la identidad necesita de marcos intelectuales, repertorios simbólicos e instituciones materiales y no materiales. No obstante, se refiere específicamente a cómo los individuos usan todo ello para presentarse a sí mismos y categorizar a los demás, creando un sentimiento de pertenencia como subproducto (Grimson, 2010). Por la parte de la ideología, es cierto que las identidades requieren una «visión del mundo», pero siempre como una precondición para una «visión en el mundo», donde el sujeto no es un punto de vista invisible o una voz moral que afirma cómo deberían ser las cosas, sino una pieza intrínseca y autoconsciente que filtra significados, posiciones e intenciones.
La principal herramienta identitaria son las categorías colectivas puesto que, dada la naturaleza intrínsecamente social de la interacción, el mundo humano siempre estará compuesto por grupos (Jenkins, 2014: 104-119). Huelga decir que, aunque con frecuencia estos grupos se perciben como naturales y estables, en realidad son dinámicos, conflictivos y a menudo se superponen y/o entran en contradicción debido a que los sujetos proyectan en los otros supuestos miembros del grupo sus propias expectativas. El mapa cognitivo de cada individuo, así como su utilización, cambian a través de las interacciones sociales y durante estas. La entropía es continua por el simple hecho de que cada «yo» que opera en el mundo social lleva a cabo sus propios procesos de creación simbólica de fronteras y definición dialéctica de contenidos para unas mismas categorías grupales (cf. Cohen, 2015; Bakhtin, 1981).
Evidentemente, las naciones pueden ser uno de estos grupos. Es importante insistir en que, como categorías de práctica, su naturaleza es discursiva y su elemento decisivo es (inter)subjetivo (Seton-Watson, 1977: 5; Ting, 2008). En términos de definición de trabajo podemos afirmar que los grupos nacionales se suelen entender actualmente como una combinación específica de tres factores: población, territorio e historia. En otras palabras, la imaginación nacional combina a) una demarcación espacial, b) una supuesta trayectoria colectiva y c) un conjunto de otredades estereotipadas acompañadas de la creencia moral en unos lazos de cohesión interna entre los miembros de ese colectivo.
La naturaleza de estos vínculos rara vez se discute explícitamente. Siempre se dejan grandes espacios a la ambigüedad, pero hay una tendencia clara hacia la naturalización, o sea, la presentación de sus referentes como algo real, objetivo y natural (Özkirimli, 2017: 208-209; Calhoun, 1997: 4-5). Sin embargo, sin la voluntad explícita de la afirmación como «nación», estos criterios no consiguen diferenciar completamente una nación de una etnia o cualquier otra imaginación grupal asociada a un territorio.
La identidad nacional sería aquel tipo de «yoidad» o selfhood basada en una cosmovisión nacionalizada. Al contrario que las naciones, es empíricamente estudiable a través de los individuos y sus interacciones. El nacionalismo, por su parte, consistiría en la agenda política más o menos explícita que surge cuando la nación se convierte en un eje fundamental en la vida de las personas, tan importante que incluso merecería la pena morir y/o matar por ella. No solo conceptualiza el despligue de su mundo, sino que orienta significativamente su acción de una manera proactiva y expansiva. Es en este caso cuando hablamos de «nacionalistas» y también por ello que, dado el cambio desde una mera percepción personal hacia un programa de acción estructurada, también decimos que el nacionalismo es una ideología.11 El nacionalismo no es una cultura política, sino una actitud hacia las consecuencias políticas de la forma de imaginar grupos nacionales que puede interseccionarse con cualquier cultura política contemporánea.
Por supuesto, la maleabilidad conceptual, sin estudios empíricos que pongan a prueba las propuestas, puede aguantarlo prácticamente todo. Siniša Malešević (2013: 176, 158, 168 y 167) utiliza el término «ideología» para el «relatively universal and complex social process through which human actors articulate their actions and beliefs». Este autor argumenta que «there is little empirical evidence to attest the existence of national identity either before or after modernity». Además, propone «solidaridad», «organización social» e «ideología nacional» en lugar de «identidad nacional». Esta última le resulta una «monstruosidad conceptual», atribuyéndole confusión lingüística y reificación. Para este sociólogo, «the fact that more individuals believe in the existence of something does not make it any more real than when this belief was shared by a very small minority».