Kitabı oku: «Relatos de vida, conceptos de nación», sayfa 3
Por intuitiva que parezca la propuesta de Malešević y dejando a un lado la continua confusión entre nación y Estado-nación en la que cae, su utilidad analítica es bastante dudosa. Como muy bien definieron otros dos colegas sociólogos hace poco menos de un siglo, «if men define situations as real, they are real in their consequences» (Thomas y Thomas, 1928: 572). Si descartamos asunciones normativas en virtud de las cuales un «experto» le explica a los demás si tienen razón o no en creer lo que creen, entonces deberíamos admitir que, si millones de personas piensan en una nación como real, y se comportan en consecuencia, la situación es completamente diferente a si la nación es imaginada por miles, cientos o apenas un puñado de individuos. Lo relevante está en lo que ocurre a partir de y a través de la creencia, con independencia de si las bases son reales o no.
Por otra parte, la utilización del término «identidad nacional» no implica necesariamente aceptar su carácter de «dado, normal y aproblemático», mientras que centrarse en «las organizaciones sociales y los discursos ideológicos que transforman las microsolidaridades en identidades nacionales “virtuosas”» no es ninguna vacuna contra la reificación y la confusión lingüística, pues estos problemas pueden surgir igualmente, pero ahora a partir de esos nuevos conceptos (Malešević, 2013: 175).
En este trabajo argumentamos que la ideología puede formar parte de la identidad de cada uno, pero que su equiparación o la sustitución de una por la otra no es buena opción. También partimos del supuesto, esbozado anteriormente, de que las instituciones y los discursos no tienen capacidad de acción o estatus ontológico autónomo, sino que dependen de los seres humanos que los producen y los utilizan. De esta manera, consideramos que debería ser el individuo, y no las organizaciones o los discursos, lo que debería entenderse por unidad básica en los procesos de construcción nacional.12 Esto no impide que los elementos anteriores puedan proporcionar datos sobre el funcionamiento de los nacionalismos y las identidades nacionales, pero si los separamos de los agentes reales, esto es, personas de carne y hueso, entonces acabaremos cayendo en una trampa esencialista.
Es cierto que aplicar el aserto anterior puede llevar a un peligroso individualismo metodológico si se toma una idea estable y monolítica de «individuo» y se asume un vínculo automático entre el mundo de categorías y significados de cada persona y su despliegue y desarrollo en los fenómenos sociales en los que esta participa. Es evidente que los individuos presentan cierta continuidad y unidad en términos biológicos (aunque alguien podría preguntarse si la paradoja de Teseo o paradoja del reemplazo no podría aplicarse también a sus células). Como categoría de análisis, empero, «individuo» debe ser abordado críticamente como un ente profundamente histórico de acción y conciencia, con frecuencia contradictorio.
Igualmente, poner el foco en esos «mundos personales» en relación no puede ocultar que la interacción es siempre asimétrica. Nunca se realiza con independencia de factores preexistentes e incontrolados por el individuo. Así, se puede decir que hay tantas ideas de nación como personas nacionalizadas, pero es cuando los individuos interaccionan cuando se pone de manifiesto la compatibilidad entre ellas y surgen los consensos y disensos sobre la colectividad. A veces se producen reajustes; otras, imposiciones. Por muy exitosas que sean, las interacciones nacionalizadoras nunca alcanzan la homogeneidad ni la ubicuidad. Los resultados no se separan nunca del proceso que los produce porque este nunca termina (salvo con la desaparición de la nación).
Los modelos que contemplen la identidad nacional como «algo que se tiene», una especie de jarrón que puede estar muy lleno (nacionalización exitosa/intensa), poco lleno (débil nacionalización) o vacío (nacionalización fracasada), no dejan de caer en una reificación en su sentido etimológicamente más puro. Convierten en «cosas» realidades que son procesos de continua actualización y redefinición cuya existencia se demuestra por el mero hecho de acontecer y su intensidad no tiene por qué ser inversamente proporcional a sus conflictos y tensiones internas (véase el capítulo dedicado al caso español para la formulación de la tesis de la débil nacionalización).
Si aceptamos todo lo anterior y concluimos que, de acuerdo con los mencionados «giro de la acción» y «giro cognitivista», el objetivo debería ser estudiar cuándo y cómo la nación juega un papel en esos «yoes en el mundo», entonces las experiencias vitales y su permanencia en el tiempo a través de la memoria parecen realidades más susceptibles de una verificación y abordaje empíricos. Sin embargo, veremos que tanto la experiencia como la memoria carecen de consistencia fenomenológica sin un tercer elemento, que es la articulación narrativa.
La «experiencia» entendida como «lo vivido por una conciencia» no es desde luego una noción aproblemática. LaCapra (2004: 38-39) la describe como una «caja negra», un residuo indefinido que muestra una cara objetiva y otra subjetiva. Algunos autores han disertado sobre la existencia de una experiencia pura no segmentada, completamente independiente de la acción de los individuos que la viven, y han reflexionado sobre sus relaciones con las representaciones del pasado (Ankersmit, 2012). No obstante, la posición dominante en la actualidad rechaza con claridad cualquier posible naturalización y reificación de la experiencia, e incide en que es el procesamiento cognitivo que realizan los sujetos lo que transforma los eventos/acontecimientos en experiencias (Scott, 1991; Maftei, 2013: 61).
Destacando esto y visto desde fuera de la discusión, el problema real es la posibilidad de afirmar una línea permanente de conciencia que garantice una entidad fenoménica al «yo en el mundo» (self); algo que una tiempo, mente y cuerpo; algo que garantice una continuidad mínima sin la cual el «yo consciente» y la «identidad», tal y como aquí los hemos definido, son imposibles (Dainton, 2008). Sea como fuere, «tener una experiencia» siempre significará la colocación de unos agentes, una temporalidad y unos contextos en una red de significados e intencionalidades, así como la fabricación de unas historias que, al final, constituyen el verdadero medio de creación y reproducción de la identidad (Lawler, 2014: 23-44).
Los materiales a partir de los cuales esto se realiza los aporta la experiencia procesada, restos de un pasado siempre desvanecido que constituyen la memoria. Los estudios sobre memoria tienen una larga tradición, especialmente en Francia (Halbwachs, 1994; Namer, 1987). Sabemos desde hace tiempo que la memoria no es nada parecido a una caja fuerte que almacena recuerdos, percepciones y sentimientos. La memoria es un proceso activo, continuamente llevado a cabo desde el presente de cada individuo. Incluye el recuerdo dinámico, el olvido y la transformación.
Los agentes de la memoria son los individuos, pero esta se halla imbricada en marcos colectivos de dos maneras. Primero, «gran parte de la memoria está sujeta a membresías de grupos sociales de un tipo u otro» (Fentress y Wickham, 1992: IX). De hecho, la socialización y la educación pueden transmitirnos recuerdos de cosas que no hemos vivido. Este proceso transgeneracional proporciona identidad tanto como la propia experiencia vivida.
Asumir el carácter diferencial y transformativo de la memoria lleva a la segunda forma de imbricación colectiva. En tanto que la grupalidad es inherente a los instrumentos simbólicos de interacción de los individuos –lo que aquí hemos llamado «identidad»–, cualquier procesamiento intelectual constructor de «experiencias», siquiera la más temprana y simultánea percepción, se realizará siempre desde las categorías grupales del sujeto, las cuales este no ha producido «desde cero» (Brubaker, Loveman y Stamatov, 2004).
Diferentes académicos, desde historiadores hasta psicólogos sociales, han señalado los solapamientos entre memoria, experiencia e identidad, especialmente en su dimensión colectiva y en su importancia para las representaciones del pasado (Fulbrook, 2014; Berger y Niven, 2014; Rosa Rivero, Bellelli y Bakhurst, 2000; Reicher y Hopkins, 2001). Diversos trabajos empíricos en el campo de la psicología cognitiva y la neurociencia también parecen confirmar que la manera en que el cerebro humano funciona favorece la narratividad y la grupalidad (Hirst, Cuc y Wohl, 2012).
Igualmente, la estructura interna de las memorias autobiográficas se relaciona con factores contextuales y sociales, pero esa relación no es ni mecánica ni proporcional. Así, alguno de estos estudios sugiere que los periodos vitales autobiográficamente definidos se ven más afectados por los grandes acontecimientos públicos cuando estos últimos «producen un cambio marcado y duradero en la estructura de la vida diaria» (Brown et al., 2012).
Entre las diferentes posibilidades de gestionar las historias de vida y su temporalidad, la organización de la experiencia a través de categorías nacionalizadas no puede llevarnos a tomar el atajo de hablar simplemente de «memorias nacionales». De nuevo, los peligros de reificación y nacionalismo metodológico aparecen y en algún caso, como en Nora (1993), se consuman.
Con todo, las nociones más o menos implícitas de experiencia y memoria no son algo nuevo en la reflexión intelectual sobre los fenómenos nacionales; están presentes en el «riche legs de souvenirs» de Renan (1991: 41), la «imagined community» de Benedict Anderson (1983) y los «ethnosymbolic resources of the nation» de Anthony Smith (2009), entre los cuales se halla la necesidad de unas memorias colectivas preexistentes a la nación. Incluso dentro de las posiciones clásicas del modernismo, la memoria desempeña un papel importante en cómo las élites políticas moldean el proceso de construcción nacional, puesto que estas constituirían los agentes que articulan esa memoria nacional (Fentress y Wickham, 1992: 127-137). Sin embargo, la aplicación sistemática de estas intuiciones en estrategias metodológicas específicas está aún por hacer.
Teniendo en cuenta lo anterior, de una manera u otra, las naciones serían «comunidades de recuerdo» (Erinnerungsgemeinchaften), construidas sobre «comunidades de identificación» previas, que provienen a su vez de «comunidades de experiencia» (Fulbrook, 2014: 73-83). Así, de acuerdo con lo expuesto, los vínculos entre las personas que permiten la existencia de estas «comunidades» proceden precisamente de la intersección de identidad nacional, experiencia de interacciones y memorias de esa conexión entre mundo individual y colectividad. De ello surge una «sensación de familiaridad» (Familienähnlichkeit) basada en el pasado, la cual orienta las diferentes conciencias y comportamientos en el presente, y los aproxima o separa para interacciones futuras (Bernecker, 2008: 92-93).
Nótese que el asunto importante aquí es la percepción de una estructuración lingüística de conexiones compartidas a lo largo de un tiempo –sean «alemán», «el pueblo estadounidense» o «la nación francesa»–. No lo son tanto los contenidos o temas, usualmente compuestos de mitos y estereotipos, que se utilizan para dar cuerpo a las ideas particulares de nación –«para ser verdaderamente alemán hay que hablar alemán como lengua materna», «los auténticos estadounidenses (o más bien, se diría, Americans) son gente amante de la libertad y hecha a sí misma», «ser un patriota francés implica ser laicista y republicano», etc.–. Esta dualidad entre la continuidad de las categorías y la diversidad en sus significados, entre el presente y las categorías que se utilizan para entender el pasado, es clave para entender tanto la flexibilidad como el carácter conflictivo de la nación (Hutchinson, 2005). Conviene recordar, no obstante, que los rasgos básicos de este proceso se dan también en otras «comunidades imaginadas» diferentes de la nación, como puedan ser «mujeres», «proletarios» o «afroamericanos». La única diferencia es la identidad empleada en cada caso, sea género, clase o raza.
El primer momento clave en un proceso de construcción nacional es precisamente el punto en que un número suficiente de individuos comienzan a usar la nación como categoría efectiva para sus interacciones, y por lo tanto esta empieza a ser «real en sus consecuencias» a nivel macro. Este momento crítico de la nacionalización de las categorías que utilizamos para codificar la experiencia es muy difícil de concretar empíricamente. Aunque vemos sus efectos y podemos reconstruir una cierta cronología, los sentidos de la causalidad y las vicisitudes internas no están claros. Tener en cuenta los sesgos implícitos de la «búsqueda del origen» (con su trasfondo teleológico) y que los inicios no determinan la evolución no es óbice para reconocer que los primeros momentos son importantes.
Una vez que el proceso ha comenzado, es el estudio de su supervivencia, reproducción y/o expansión a un nivel microhistórico y «desde abajo» lo que nos permite entender cómo funciona realmente. Si esto es posible, deberá pasar necesariamente por el pilar fenomenológico básico y común a la identidad, la experiencia y la memoria. Como ya hemos mencionado, los tres elementos operan conjuntamente a través de narrativas, elaboradas por los individuos desde el presente y dirigidas a ellos mismos y a aquellos con los que interaccionan, sea este contacto real o potencial (véase King, 2000).
LOS RELATOS DE VIDA COMO FUENTES
La narración, especialmente en su forma más estructurada de relato, es la forma por la que podemos acceder a la identidad de los individuos de una manera empírica. Por supuesto, no todos los sujetos producen «narrativas» ajustadas a cánones literarios. Muchos relatos personales no tienen estructura coherente, utilizan registros lingüísticos no estandarizados y en algunos casos no superan la mera acumulación de anécdotas o comentarios; sin embargo, aun así, resultan útiles como fuentes para el historiador de las identidades.
En la actualidad disponemos de metodologías cualitativas basadas en cómo hablan y qué dicen las personas cuando cuentan o escriben sobre sus vidas o sobre el mundo que han vivido (Plummer, 2001; Bertaux, 2010; Pujadas Muñoz, 1992).13 Como alternativa, las inferencias indirectas pueden ser válidas en algunos contextos (Van Ginderachter y Beyen, 2012: 10). Apelar al inconsciente o derogar lo que el sujeto dice porque «está mintiendo» o «en realidad quiere decir otra cosa» puede no ser siempre incorrecto, pero desde luego nos puede conducir a un peligroso vórtice de especulación o capciosidad.
Es cierto que algunas tradiciones de la teoría literaria no son precisamente optimistas acerca de la calificación de las narrativas personales como fuentes para la investigación histórica. La «muerte del autor» y la noción de «discurso independiente», sintonizadas con el deconstructivismo, posestructuralismo y posmodernismo, contrastan con la ingenuidad neopositivista de algunos historiadores al lidiar con estos relatos.14 Ciertamente, los historiadores de las identidades –y, en realidad, los de todo lo demás– deberían dedicarse a otro asunto si aceptan que no existe ninguna conexión entre los seres humanos y sus producciones escritas.
Contrariamente a esto, hay todo un espectro de trabajos (Marcus, 1994; Eakin, 2008; Maftei, 2013; Maynes, Pierce y Laslett, 2008; Durán López, 2002; Smith y Watson, 2010: 38-42; Rich, 2014) que, incluso criticando el «pacto autobiográfico» de Lejeune, defensor del carácter íntimo y verdadero de la auténtica autobiografía, aceptan y promueven la utilización de estas fuentes para el estudio de las identidades y sus contextos. La escritura autobiográfica es siempre la de un «yo desdoblado» que genera una «experiencia narrativa equívoca», en la que el lector no accede a quien la escribió, sino a lo evocado desde su propio «yo». Sin embargo, esto no impide que haya marcas de intencionalidad y performatividad que permanezcan, ni tampoco que la desconexión entre el contexto y el acto lingüístico sea total (Pozuelo Yvancos, 2006; cf. también el monográfico de Loureiro, 1991).
Visto en perspectiva, la utilización de historias de vida, escritas u orales, para el estudio de las naciones y el nacionalismo no es una idea nueva, especialmente cuando la nación –y sobre todo el nacionalismo– aparece en un contexto más amplio. Es el caso de la escuela sociológica polaca de Florian Znaniecki, autor, junto al estadounidense William Thomas, de The Polish Peasant in Europe and America. Esta obra, publicada entre 1918 y 1920, fue pionera en el estudio de la identidad de los migrantes a través de, entre otras cosas, su correspondencia.
En el ámbito de los estudios sobre nacionalismo ha habido algunas utilizaciones en combinación con otras fuentes y alguna incursión esporádica específica,15 pero la concretización en estudios monográficos ha venido más bien del campo de los estudios literarios.16 La mayoría de estas obras privilegian el siglo XX, se mantienen en un único contexto político, estudian un número reducido de relatos (normalmente no más de diez) y se interesan más por cómo la preocupación nacional moldea las producciones literarias –gran parte de sus sujetos son literatos e intelectuales– que por la nación en sí. En este sentido, se verá que difieren de nuestra propuesta, pero a la vez la enmarcan en un sendero que, si bien poco recorrido, ya ha sido parcialmente desbrozado.
La conceptualización de estas fuentes sigue siendo problemática. La mayoría de los trabajos citados tienden a centrarse en la «autobiografía», que normalmente definen como un género literario cuya mayor particularidad es su naturaleza híbrida entre realidad y ficción. «Memoria(s)» también se ha utilizado para escritos autobiográficos que cubren una parte específica de la vida del autor.
El más amplio de todos los términos es el de egodocumento, que ha sido definido como «a source or “document” –understood in the widest sense– providing an account of, or revealing privileged information about, the “self” who produced it» (Fulbrook y Rublak, 2010: 263). Dejando aparte la discusión sobre qué significa «información privilegiada», este concepto incluiría correspondencia, testamentos, peticiones personales a las autoridades o declaraciones judiciales.
En este trabajo utilizaremos los términos «relatos de vida», «relatos personales» o «narrativas personales» para referirnos a los egodocumentos más extensos, estructurados y elaborados (autobiografías, diarios, memorias y libros de viaje). Dejamos fuera la correspondencia, que permite una mejor reconstrucción diacrónica para un solo individuo, pero corre un mayor peligro de fragmentación y permite ofrecer menos sujetos observados para el mismo tiempo de trabajo.
A pesar de su diversidad, las narrativas personales presentan dos elementos comunes: primero, son narraciones, lo cual implica la existencia de personajes, argumento(s), tiempo(s) y espacio(s); segundo, en algún momento, en algún lugar, hubo uno o más sujetos que las elaboraron y que se presentan en una relación de identidad con el narrador, que es usualmente uno de los personajes principales. Estos dos elementos están presentes en las principales limitaciones hermenéutico-epistémicas de estos relatos: las relativas a la veracidad y autenticidad, así como la unidad, continuidad y consistencia. Posteriormente trataremos las cuestiones de representatividad e interseccionalidad.
En primer lugar, la preocupación clásica es la identificación autor-narrador. Desde luego, no se pueden descartar nombres falsos o inventados. Tampoco narraciones de eventos que nunca ocurrieron o alteraciones de cualquier elemento de la narración, de acuerdo con distintos intereses o motivaciones (o, más bien, aquello que se percibe como tales). Sin embargo, por mucho que esto ocurra, el resultado no deja de ser un producto cultural real. Los historiadores de los fenómenos nacionales pueden no necesitar esta «veracidad» entendida como «correspondencia» entre autor real, nominal y narrador, entre el mundo representado y el mundo vivido, entre lo que el autor «quería escribir» y lo que el investigador encuentra en su texto editado o manuscrito. Si fuera posible controlar la cuestión de las modificaciones a posteriori no identificables, se podría decir que, para lo que aquí buscamos, la propia representación de la realidad es ya una posición auténtica en el mundo representado, una huella de ese «filtro codificador» que nos interesa y que pone de manifiesto que las narrativas personales nunca son actos puramente individuales (Malena, 2012; Maynes, Pierce y Laslett, 2008).17 En este sentido, la preocupación por la separación existente entre lo que los sujetos piensan y sienten, por un lado, y lo que dicen o escriben, por otro, no supone realmente una destrucción de las potencialidades de las fuentes, sino más bien lo contrario.
Ciertamente, la mayoría de las veces, el nombre del productor real es menos importante que otras referencias contextuales relativas al autor y que permiten entender el relato: nacimiento y crianza, educación, condiciones materiales de vida, ideología política, etc. Algunos datos pueden deducirse (no sin riesgos) de la propia narrativa, pero otros necesitan de información externa que no siempre está disponible o es sólida. Además, la audiencia esperada tiene una influencia significativa. Obviamente, escribir una narrativa personal para publicarla y vender copias, obtener un premio o prestigio social no es lo mismo que elaborar un diario familiar para los descendientes. Las reivindicaciones de patriotismo más abundantes y declamatorias son más probables en el primer caso, mientras que el material más íntimo y privado normalmente muestra la nación de una manera más sutil y tácita, en el caso de que muestre algún tipo de identificación nacional.
Las narrativas personales tampoco son un reflejo completo, unitario y consistente de un «yo» igualmente completo, unitario y consistente, a partir del cual podamos inferir identidades directa y completamente. Está claro que los individuos siempre están «en proceso» (in the making). La vida humana es un devenir experiencial, no una situación estática. Así, nuestros recuerdos evolucionan y cambian, a la par que nuestras identidades (incluso cuando tendemos a pensar lo contrario). Como parte de este proceso, pueden producirse narrativas escritas que, en cierto modo, son fotos fijas de algo dinámico. Este contraste entre un «yo» cambiante y un texto supuestamente cerrado y permanente, entre las cronologías internas y externas, genera también un problema metodológico en la fase de reconstrucción interpretativa.
No obstante, por el momento la cuestión principal es si podemos confiar en la unidad empírica tanto del «yo» como de la narrativa. La respuesta es negativa en ambos casos, pero la clave es que esto no anula sus potencialidades gnoseológicas. Incluso dejando aparte la no menor cuestión de la autoría, es cierto que nuevas experiencias pueden acontecer, quizá produciendo nuevos cambios en nuestras identidades. Así, una narración escrita justo después de la vivencia nunca puede ser lo mismo que treinta años más tarde, cuando las líneas de fractura de la memoria, preexistentes o nuevas, han tenido más tiempo para actuar. Algo originalmente carente de sentido nacional puede nacionalizarse tiempo después. Los eventos sentidos e interpretados en términos nacionales en ese momento pueden perder esos significados y adquirir otros. Precisamente, las narrativas se utilizan para reflexionar sobre y disputar el «¿qué ocurrió?», pudiendo combinarse la nación con otras respuestas de una manera más o menos conflictiva. El problema para el investigador es que estos elementos intermedios de transformación son con frecuencia imposibles de encontrar y controlar completamente. Como indicador general, se puede decir que, cuanto mayor sea el tiempo transcurrido entre vivencia y escritura, más difícil será manejar la narrativa en este sentido.
Tal aislamiento de factores es más fácil de formular que de aplicar en casos concretos. La materialidad clásica del texto puede transmitir una idea de «cierre» o «finalización», pero la elaboración de la narrativa es un proceso en sí con múltiples variables. Los llamados «momento de la experiencia» y «momento de la escritura» no son estadios claramente delimitados, toda vez que la búsqueda de una suerte de realidad primordial, original y escondida detrás del texto no tiene sentido una vez que hemos descartado la existencia de unas nociones prístinas e inmanentes de «experiencia» e «individuo», independientes de un procesamiento intelectual consciente.18
El «momento de escritura» no tiene por qué coincidir con el fechado, si es que hay alguna manera de fechar el documento. De hecho, puede ser que ni siquiera sea «un momento», ya que el texto puede haber sido escrito por varias manos y/o en varias fases, quizás el autor lo haya revisado, los editores lo hayan «enmendado» o «corregido» para la primera edición o para ediciones posteriores, etc. Careciendo del manuscrito original, lo cual para los siglos XVIII y XIX no es raro, todos estos cambios son imposibles de contrastar con seguridad; incluso disponiendo de un original hológrafo, de un autor verificado y con fecha, no hay ninguna garantía de que no haya habido versiones previas y/o alternativas.
Por lo tanto, es mucho más importante y plausible conseguir información sobre el mundo personal y social en el que se produjo ese documento y qué modificaciones posteriores ha habido, que obsesionarse con ese tipo de detalles. Cuanto más impreciso sea nuestro control de esos factores, más arriesgada será la interpretación y más probable será la necesidad de descartar esa fuente. Dos elementos clave, aparte de la localización espacio-temporal de la escritura, son la instrucción del autor y si la narrativa se concibió para publicarse o no. En función de esto, podemos encontrar añadidos al texto puramente narrativo, como recortes de periódico, cartas, panfletos, fragmentos de discursos e incluso fotografías, estadísticas o información enciclopédica, según las épocas.
Dados estos problemas, creemos que el arreglo metodológico óptimo para el trabajo con narrativas personales lo conforma una adaptación del análisis del discurso y de la historia conceptual. El análisis del discurso cuantitativo y cualitativo utilizado en prensa o en declaraciones políticas no es directamente aplicable debido a los factores aquí expuestos, desde la imposibilidad de establecer frecuencias hasta la inseguridad sobre las dimensiones ilocutivas y perlocutivas.19 Por su parte, la historia conceptual, en sus diferentes tendencias (Begriffsgeschichte, Cambridge School, etc.), proporciona buenos instrumentos para un análisis en profundidad del significado de las palabras en su contexto e historicidad, así como una buena base para la comparación más allá de los textos canónicos de la alta cultura (véanse Müller, 2014; Fernández Sebastián y Capellán de Miguel, 2011 y 2013; Fernández Sebastián y Fuentes, 2002). Esto no la exime de problemas en la extrapolación e idealismo en sus conclusiones.
De esta manera, las categorías «nación» y «nacional» (o sus equivalentes en cada idioma) serán los objetos de análisis fundamentales en cada una de las narrativas, pero también es necesario explorar la estructura cognitiva de grupalidades en la cual están insertas. Ya Michael Billig observó cómo las estrategias deícticas, como el uso de pronombres («nosotros», «ellos»), posesivos («nuestro», «suyo») u otras expresiones («en este país», «toda la sociedad», etc.), manifiestan sistemas de pertenencia subyacentes. Por supuesto, gentilicios y etnónimos como «español», «francés» o «inglés» deben estudiarse también. Todo esto puede ayudarnos a analizar la estructura y los límites cognitivos de los entes imaginados con los que se construyen las narrativas. No obstante, también es necesario conocer los significados de las categorías colectivas, que con frecuencia son fuente de conflicto y diferenciación tanto o más que la antinomia «fuera/dentro». Estos significados están profundamente imbricados en los contextos de producción, y pueden proporcionar excelentes materiales para la historia política y sociocultural de cada periodo.
Por todo lo anterior, es evidente que el estudio de la construcción de naciones desde un «enfoque personal» a través de fuentes personales pasa por la reconstrucción historiográfica, en la medida de lo posible, de tres elementos: a) el papel de la nación en la trayectoria vital de los individuos y cómo estos la «personalizan» e inciden en el proceso general de construcción nacional (Molina Aparicio, 2013); b) la naturaleza de las «experiencias de nación», tal y como vienen definidas en Archilés (2013), así como su relación con las identidades de cada uno y los consensos y disensos en la definición de la nación, y c) la existencia o no de patrones comunes y variaciones significativas en las formas de describir la vivencia de la nación que puedan iluminar la historia política y cultural de cualquier periodo donde la imaginación nacional haya sido relevante.
Para ello existen dos polos metodológicos entre los que cada investigador puede trazar su propia estrategia: por un lado, el enfoque personal puede convertirse en biográfico: tomar uno o unos pocos individuos y reconstruir su trayectoria vital (frecuentemente usando también sus relatos de vida), con el objetivo último de conocer el papel de la nación en esa trayectoria (Núñez Seixas y Molina Aparicio, 2011; Forti, 2014; Molina Aparicio, 2015). Por otro lado, y con un espíritu más prosopográfico, el foco puede desplazarse hacia las narrativas en sí, perdiendo la profundidad y el dinamismo de la biografía, pero ganando la posibilidad de realizar muchas más observaciones y la capacidad de establecer tendencias. Este enfoque más estructural es el que asumimos en este trabajo.