Kitabı oku: «Relatos de vida, conceptos de nación», sayfa 4

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La necesidad de explorar estas tendencias introduce el tercer problema hermenéutico, cuya naturaleza es más básica y común a toda metodología cualitativa: ¿cómo pueden producciones individuales dar cuenta de fenómenos colectivos y cómo las identidades nacionales interaccionan con otros elementos dentro de esas narrativas? Dado el número limitado de observaciones posibles incluso optando por un enfoque no biográfico, está claro que nuestros resultados serán siempre provisionales y falsables. Teóricamente, el número potencial de narrativas sería igual o mayor que el número de individuos de un universo. Como afirma Ferran Archilés (2013: 114):

Al final, en lo que es un ejercicio de imposibilidad histórica, si pudiéramos conocer la manera como todos los individuos de un espacio y tiempo concreto narraron y se narraron a sí mismos su identidad nacional tendríamos el perfil exacto de la nacionalización, y conoceríamos cómo funcionaron todas las experiencias disponibles. Pero, en realidad, tendríamos algo parecido a una cacofonía de voces. Algunas más potentes que otras, eso sí. Sería una suerte de mapa borgiano del territorio de la nación, excesivo e inútil. Con certeza, lo único que podremos llegar a trazar son algunos de los marcos en los cuales los sujetos pudieron experimentar los procesos de nacionalización, así como algunos de los lenguajes de nación, las narrativas que elaboraron para dotarlos de sentido.

Por su parte, los sesgos derivados de la interseccionalidad –en este caso, buscar la identidad nacional por encima de todo y como si fuera un ente autónomo o siempre predominante sobre otras formas de pertenencia– constituyen un problema básico al que normalmente se dedica menos atención que a la representatividad.

Evidentemente, aquí nos encontramos con el techo de la especialización: es comprensible que un estudioso de los fenómenos nacionales busque eso y no otra cosa. El problema viene cuando no se es sensible a las relaciones que los propios individuos establecen entre sus pertenencias, entre las cuales la nación no siempre es la dominante. Lo que en realidad es ambiguo se presenta como claramente nacional y las palabras se extraen de manera descontextualizada para hacer que digan lo que conviene al investigador. Igualmente, sabemos que la multiplicidad de identidades no es acumulativa sino interseccional. «To speak autobiographically as a black woman is not to speak as a “woman” and as a “black”. It is to speak as a black woman» (Smith y Watson, 2010: 41). Dejando aparte la manipulación política, un manejo deficiente de esto puede llevar a las situaciones mencionadas. El desafío para los nationalism scholars consiste, de este modo, en analizar su tema con la profundidad y los matices necesarios, pero sin diluirlo, y evitando la desnaturalización y la sobreinterpretación.

UN CORPUS DE RELATOS DE VIDA PARA LA ERA DE LAS REVOLUCIONES

Todos los sujetos de nuestro corpus pueden adscribirse, de alguna u otra manera, a uno de los cuatro procesos de construcción nacional considerados: el británico, el francés, el español y el portugués. Cada vez que aparece un nuevo autor en el cuerpo del texto, se incluye a pie de página información biográfica y de la(s) fuente(s) asociada(s), así como las marcas estadísticas correspondientes a los grupos en los que se le ha clasificado (véase la tabla 1). Como ya se ha indicado, sus narrativas fueron elaboradas entre los años ochenta del siglo XVIII y los años treinta del siglo XIX. Se han descartado muchas memorias publicadas a partir de los años cincuenta por los ya ancianos protagonistas de la revolución liberal. Por lo tanto, en términos de procesos de memoria, el contexto no deja de ser el de la propia era de las revoluciones.

Aparte de los manuscritos, sí nos hemos servido de ediciones y transcripciones posteriores. Los casos de clara manipulación, entendiendo esta como modificaciones sustanciales realizadas por otra persona diferente al autor original, han sido sacados del corpus. Por supuesto, en muchas narrativas la seguridad sobre una modificación a posteriori no es completa, en cuyo caso se ofrecen las oportunas indicaciones.

En la práctica, no todos los sujetos son productores de narrativas escritas. Las diferencias de alfabetización, acceso a la movilidad y a los medios de comunicación, discriminación de género o clase social se han manifestado en la búsqueda de fuentes y se reflejan en las frecuencias del corpus. La representación directa de los individuos «mudos» es imposible. Respecto al resto, que va constituyendo la mayoría de la sociedad según nos acercamos al presente, la limitación en las observaciones posibles mantiene el problema.

De esta forma y en el espíritu del fragmento citado de Archilés, un corpus de narrativas nunca podrá ser completamente representativo, como no lo es ningún método de análisis social. No obstante, podemos paliar esto en la composición de una muestra que asegure la diversidad sin caer en nuevos sesgos de observación y que tienda a la distribución normal.

Teniendo en cuenta lo señalado anteriormente sobre la naturaleza y las complicaciones de otras fuentes, el hacer explícitos los criterios de composición responde más a la necesaria información que debe tener el lector sobre los posibles sesgos que a cualquier pretensión de desarrollar un tratamiento cuantitativo. En la tabla 1 puede verse un resumen de la composición de nuestro corpus, organizado por casos y después según las cuatro categorías de control fundamentales que hemos empleado.

Tabla 1.

Estructura del corpus (frecuencias absolutas y porcentajes)


Dada nuestra defensa de una perspectiva fenomenológica de la nacionalización, tendría poco sentido incluir un criterio de «intensidad de nacionalización» (dejando aparte la imposibilidad de formalizar eso). Sí nos siguen pareciendo relevantes, de acuerdo con nuestra finalidad y con lo que la historiografía ha venido tradicionalmente manejando, la pertenencia a las élites, la experiencia militar, la variable de género y la diversidad cultural territorializada.

No obstante, estos criterios tampoco son incuestionables. Pertenecer a las «élites» o a los «grupos gobernantes», conceptos que los modernistas más clásicos (Gellner, 2008; Hobsbawm, 1991) consideran el motor de los procesos de construcción nacional, es más contextual y variable de lo que parece. Un párroco de un pequeño pueblo, un recaudador de impuestos o el comandante de una guarnición fronteriza podrían considerarse «élites» («minoría selecta o rectora» según la Real Academia Española) en el marco de las poblaciones locales en las que están radicados. Sin embargo, nadie los consideraría tales en el marco del clero, la hacienda o el ejército, respectivamente. Un literato, un músico o un pintor pueden formar parte de la élite intelectual y a la vez vivir en unas condiciones materiales miserables. Los procesos de ascenso y descenso social que un individuo puede experimentar a lo largo de su vida también introducen un factor de complicación, incluso en una etapa previa a la sociedad de masas como es la era de las revoluciones.

Clasificar a alguien como «militar» es algo más simple por la necesidad de una vinculación profesional en algún momento de la vida, aunque muchos individuos de esta época tuvieron «experiencias militares» sin ser parte de un ejército durante la mayoría de su trayectoria vital. En el caso de las mujeres, el mayor problema ha sido precisamente el de encontrar narrativas, sobre todo en España y Portugal, donde el analfabetismo femenino era muy superior a las tasas del norte de Europa. Por último, la importancia que se le suele otorgar a las tensiones «centro-periferia» justifica la pregunta por el lugar de nacimiento, educación y/o socialización del individuo. En el caso del Reino Unido, se ha calificado de «área no central» todo lo que no fuera Inglaterra (pese a que esta, a su vez, tenga áreas claramente centrales y otras periféricas). En Francia, todo lo que no fuera la Île-de-France y sus aledaños. Lo mismo pasa con Portugal y Lisboa y, en España, con el centro de la península ibérica (los territorios litorales de la Corona de Castilla también se han considerado como «periféricos»).

Obviamente, otro corpus habría sido posible, incluso con los mismos criterios. Ciento setenta narrativas pueden parecer suficientes o no. Algunas no son más largas que una decena de páginas, otras ocupan miles en varios volúmenes. Algunas no cubren más de un año, otras cubren casi toda una vida. Algunas fueron redactadas el mismo día que refieren, otras relatan acontecimientos ocurridos años antes.

Las memorias y las autobiografías suelen tener un grado de reflexividad compatible con el desarrollo de un «régimen de agencia» o acción individual de tipo «moderno», si por esto identificamos a un individuo dotado de una conciencia íntima diferenciada y una capacidad de acción en el mundo autónoma. Los diarios y, en menor medida, los libros de viaje suelen proporcionar una imagen más pasiva y contextual, supuestamente asociada a un «régimen de agencia» premoderno. Aun admitiendo esta distinción, en la que podríamos reproducir gran parte de la discusión sobre el modernismo, los usos y significados de las categorías nacionales no parecen verse directamente moldeados por ella. Como veremos, de existir algún factor significativo sería el del nivel educativo y el grado de politización, lo cual está ciertamente relacionado con los procesos de modernización, pero de manera indirecta.

A menos que se indique la fuente concreta, la información bio-bibliográfica se ha extraído de los estudios introductorios de las ediciones que se citan, de los repertorios biográficos y genealógicos disponibles, así como de los diccionarios al uso, como el Diccionario biográfico español, el Dictionary of National Biography o el Gil Novales (2010). También se ha acudido a algunas obras de referencia en literatura autobiográfica en cada uno de los casos o a estudios literarios sectoriales dedicados a esta, como los trabajos de Burnett, Vincent y Mayall (1989), Palma-Ferreira (1981), Rocha (1992), Aristizábal (2012), Durán López (1997 y 2005), Tulard (1971), Lejeune (1985), Weerdt-Pilorge (2012), Petiteau (2012), Rossi (1998), Bertier de Sauvigny y Fierro (1988), Amelang (1998), Daly (2013) o Hagist (2012).

Los autores de las narrativas que se analizan en este trabajo vivieron en un mundo marcado por la revolución y la reacción, a partir del cual surgieron las condiciones definitorias de la contemporaneidad. La mezcla de los cambios más o menos radicales con numerosas continuidades, reales o recreadas, ha sido frecuentemente resumida a través de los conceptos «crisis del Antiguo Régimen» y «era de las revoluciones».20

El concepto de Ancien Régime fue, como el de Edad Media, ajeno a las personas que vivieron en aquella época. Fue una caracterización a posteriori, muy querida por aquellos que querían destruirlo y que enlaza con la influencia de los esquemas «premoderno/moderno» en el pensamiento historiográfico. Además, facilita la distorsión en la comprensión de la Europa posrevolucionaria, según la cual lo que querían y llevaron a cabo los enemigos de la Revolución habría sido simplemente «volver al Antiguo Régimen» (véase Caiani, 2017).

Por su parte, «era de las revoluciones» es muy efectivo para captar esa idea de «momento bisagra» entre la época moderna o Early Modern Times y la época contemporánea o Modern Times; sin embargo, al centrarse tanto en lo que cambia, se corre el riesgo de subestimar las continuidades respecto al mundo anterior (Mayer, 2010). Además del problema metahistórico sobre «los orígenes de la modernidad» que se le atribuye al periodo, tenemos la simple dificultad de marcar fechas de inicio y de final. Aun circunscribiéndonos a revoluciones políticas afines a la tradición liberal, no habría consenso en señalar cuál fue la primera: ¿la inglesa de 1642 o la de 1688? ¿La americana de 1776? ¿La francesa de 1789? Igualmente, ¿cuándo termina el ciclo revolucionario, que en Europa se prolonga en las oleadas de 1820, 1830 y 1848? ¿En el momento en que llega el liberalismo al poder en cada lugar? ¿Qué tipo de liberalismo? Todas las maneras de conceptualizar esta época y de sintetizarla se han enfrentado al desafío de definir lo que con diversas cronologías según los lugares llevó a las transformaciones en todos los ámbitos de la realidad humana propias del contexto temporal que sirve de marco a nuestro análisis.

Entre los siglos XVIII y XIX se produjo una intensificación sin precedentes de la globalización y la presencia europea en el mundo con diversos grados de violencia y negociación. Esto se llevó a cabo en un periodo en el que la relación entre Estados, regida hasta entonces por un principio dieciochesco de equilibrio y ciertos códigos de comportamiento militar, se vio alterada por una etapa de auténtica guerra total, iniciada por las guerras revolucionarias. Las transformaciones intelectuales vinieron marcadas por las rugosidades, eclecticismos, contradicciones y limitaciones del pensamiento ilustrado en sus vertientes radical y conservadora.21

Además, se señala que hubo cambios en la propiedad agraria encaminados a su explotación capitalista, la maduración en algunos lugares de sistemas sociales propios del mundo industrial, el cuestionamiento y después la caída del derecho divino de los monarcas como principio fundamental e incuestionable en la legitimación del poder político. También observamos la extensión de principios representativos que, en medio de amplios debates de carácter transnacional, generarían, por un lado, diversas formas de liberalismo más o menos inclusivas (entre ellos, el democrático) y, por otro, una redefinición reactiva del conservadurismo y tradicionalismo. Asimismo, se observa la pervivencia de culturas populares de raíces paganizantes, medievales y barrocas, a la par que el cosmopolitismo ilustrado daba paso a las diversas sensibilidades románticas.

Conviene tener en cuenta que todos estos cambios a nivel macro se produjeron con ritmos variables, no siempre de manera lineal y, desde luego, no progresiva. A ras de suelo, diferentes generaciones convivieron en cada momento y encararon los acontecimientos desde etapas de desarrollo vital diferentes. De forma general, se podría distinguir una primera cohorte de aquellos que ya eran ancianos o adultos maduros en el momento de las sacudidas revolucionarias. Otra generación la compondrían los adultos jóvenes y la última sería la de aquellos nacidos durante o después de la revolución, educados ya en el nuevo mundo. En conjunto, las tres generaciones cubrirían las seis o siete décadas que van desde el último tercio del siglo XVIII hasta el primero del XIX. Un vistazo al corpus revelará la inclusión de individuos de las tres. Evidentemente, las cronologías dependen de la historia política de cada espacio, las interrelaciones entre ellos y el grado de participación de cada individuo en los problemas de cada época. Por ello, cada uno de los capítulos correspondientes a los estudios de caso se iniciarán con una breve contextualización histórica, seguida de un estado de la cuestión historiográfico.

UN MODELO TEÓRICO

El modelo teórico que aquí se maneja para analizar la historia de los lenguajes de nación durante el periodo se ha elaborado a partir de dos fuentes. Por un lado, del trabajo general de Joep Leerssen (2006) y de otros autores cuyas propuestas conceptuales presentan una superación de la dicotomía moderno/premoderno (como Fernández Sebastián, 1994; Wilson, 2003; Matos, 2002). Por otro lado, de la inducción comparativa a partir de los usos en la documentación del término «nación» y sus equivalentes (véase el sexto capítulo para una profundización de la comparación). De esta forma, conviene señalar que a lo largo de la obra se alternan dos modalidades diferentes de «concepto»: la primaria responde al sentido koseckelliano de concepto como un significante, al que acompañan sus distintos significados (Koselleck, 2002: 4-6). Sin embargo, una vez recolectada la evidencia, se intenta reconstruir los conceptos en tanto que «estructuras cognitivas» que no pueden disociarse completamente de intenciones y contextos de utilización (Skinner, 1969: 48-49).

En este sentido, es importante partir de la consideración de que los regímenes semánticos no deben entenderse como marcos totalizantes que puedan etiquetar a sujetos e identificarse completamente con periodos específicos. Si en este trabajo nos hemos posicionado en contra de una práctica académica que conforma sus categorías de análisis de espaldas al mundo de categorías de práctica que analiza, encontrar una forma satisfactoria de imbricar ambos planos, o sea, dar cuenta de la complejidad sin verse atrapado en ella, no está exento de peligros.

Dado que nuestra apuesta para lidiar con esta cuestión consiste en el estudio de los usos de la categoría «nación» y sus términos equivalentes y asociados, no puede extrañar que este criterio también se utilice a la hora de interpretar las continuidades y transformaciones conceptuales comunes a los cuatro casos. Y estas permiten a su vez formular, en diálogo con la historiografía citada, una serie de tipologías conceptuales que den cuenta de la problemática sobre la modernidad de las naciones que ha sido expuesta en este capítulo.

De esta forma, en lo que concierne a la historia de la era de las revoluciones y a la transición que nos interesa explicar, distinguimos cinco conceptos de nación: el genético, el etnotípico no politizado, el etnotípico politizado, el liberal y el romántico.22 Huelga decir que estos dos últimos son los que darán lugar a las tradiciones nacionalistas que han sobrevivido hasta nuestros días. Aunque puedan coexistir sincrónicamente, se podría decir que unos tipos se construyen a partir de otros; no obstante, afirmar una linealidad causal en la evolución es problemático. Los dos primeros son claramente dieciochescos, el cuarto y el quinto pertenecen al mundo revolucionario y posrevolucionario, mientras que el tercero está en una posición intermedia. Además, hay algunos espacios semánticos de superposición entre ellos en los que se observan más variaciones y la aparición de otros significantes.

Lo que hemos llamado concepto genético de nación, entendido en su acepción de «perteneciente o relativo a la génesis u origen de las cosas» (segunda acepción del Diccionario de la Real Academia Española), es uno de los más antiguos, desde luego claramente anterior al siglo XVIII. Los sujetos del corpus lo utilizan en sentido genealógico/natalicio. Es asistemático y usualmente carente de un conjunto de rasgos derivados del encuadramiento en esa entidad colectiva. Cuando el «lugar» es stricto sensu, puede acercarse a una de las ideas continentales de «patria» (así, podemos encontrar «Milán, mi patria» o «milanés de nación»). Una variante de esto, muy querida por las corrientes clasicistas, es la proyección recreada de las antiguas provincias romanas (Hispania, Britania, Galia, Germania, Italia) como una suerte de horizonte común de pertenencia en el que nación y patria se superponían. Parece que este uso estaba muy fijado para la era de las revoluciones, pues aún entrado el siglo XIX se pueden encontrar utilizaciones que bien podrían datarse de siglos antes.

Cuando no se trata de un lugar específico (normalmente una ciudad), sino de una estirpe, el sujeto está pensando en una supuesta gens en su sentido más preciso (como en «era judío de nación» o «pertenecía a la nación de los sioux»). Es posible, y en el siglo XVIII se hacía con frecuencia, que esta idea acabe derivando en la de una nación como una gran tribu, un conjunto de personas con un supuesto antecesor común y con frecuencia racialmente diferenciadas de su entorno. Por ejemplo, la aristocracia francesa prerrevolucionaria concibiéndose como descendiente de los «francos» frente a la masa «gala» del Tercer Estado. En virtud de esto, el propio rey se proclamaba descendiente del linaje de Clodoveo pese a la práctica imposibilidad de una consanguinidad directa.

De la sistematización y concretización de esta última acepción surgió lo que llamamos el concepto «etnotípico no politizado». El papel de la Ilustración aquí fue clave. La idea de una filiación común persiste, pero el vínculo fundamental es la existencia de un «carácter nacional» atribuible a la nación en su conjunto. Con frecuencia estos caracteres son objeto de investigación u «observación científica» y, por lo tanto, potencialmente racionalizables. Como el genético, el etnotípico no politizado abunda en usos exonímicos, o sea, que el hablante está categorizando grupos «desde fuera», distintos del suyo. El concepto etnotípico introduce un factor de «agencia» (los rasgos e inclinaciones del agregado de los miembros de la nación), si bien no necesariamente dependiente de la existencia de un individuo «moderno» dotado de voluntad y personalidad diferenciadas.

El concepto etnotípico politizado surge de la intersección de los caracteres nacionales con una idea de Estado y monarquía procedente de la continua recreación del republicanismo clásico y de la teoría política medieval. Esta última alimentaba una idea de comunidad política formada por el cuerpo de los vasallos, que en puridad es jurídicamente independiente del rey, pero está funcionalmente anclado a la figura del monarca. Tal conjunto conformaría una suerte de corporación de todas las corporaciones del reino.

Cuando la nación entendida como «espíritu público», usualmente asociada a un Estado monárquico, se superpone con la soberanía popular, surge el concepto de nación propio del primer liberalismo. La nación es ahora un cuerpo de ciudadanos con derechos y deberes dotado de una «voluntad general», expresada a través de un sistema representativo y teóricamente depositario de la decisión última sobre los «asuntos públicos» (principio de soberanía nacional). Frente a esto, la nación romántica convierte al carácter nacional en un espíritu metafísico que atraviesa personas y territorios, alcanzando un estatuto de entidad y diferenciación esencial particular y genuino. Sabemos que, a medida que avance el siglo XIX, el liberalismo conservador disolverá el contenido democrático del primer nacionalismo liberal y por lo tanto empezará a desarrollarse una nación liberal «moderada» (por ejemplo, como la descrita para España en Garrido Muro, 2013, y Gómez Ochoa, 2019). De esta manera, la defensa de la nación como un sujeto independiente y propietario del Estado comenzará a expresarse de una manera mucho más restringida en términos de participación política, acercándose en la práctica a esas formas etnotípicas politizadas que los reaccionarios esgrimían ante los revolucionarios. Sin embargo, dar cuenta de los orígenes del enfrentamiento entre conservadores y demócratas durante el resto del siglo XIX queda fuera de este estudio. Por lo tanto, el «concepto liberal» de nación aquí utilizado será de forma primaria y, salvo indicación contraria, el correspondiente a su inicial desarrollo revolucionario.

1 A lo largo del desarrollo del debate clásico, la clasificación cuatripartita de Anthony Smith (modernismo, etnosimbolismo, perennialismo y primordialismo) ha tenido un enorme éxito. De entre las muchas obras de este autor, un resumen propio puede encontrarse en Smith (2009). Es también imprescindible la síntesis de Özkirimli (2017), donde se tratan los principales tipos de modernismo, desde las versiones más asociadas a las teorías de la modernización, como la de Gellner (2008), hasta las más independientes de esos modelos, como Anderson (1983). Un problema de este tipo de obras es su frecuente desconocimiento de las producciones de tradiciones no angloparlantes, como Hermet (1996), Thiesse (2001), Álvarez Junco, Beramendi y Requejo (2005), Dieckhoff y Jaffrelot (2006), Langewiesche (2012) o Mira (2005).

2 El modernismo es claramente dominante en la historiografía española. Uno de sus defensores ha sido Álvarez Junco, para quien «Ni Smith ni Llobera rechazan, por tanto, frontalmente las tesis “modernistas”. Lo que hacen es distinguir entre nacionalismos modernos y fenómenos mucho más antiguos, como las “etnias” –Smith–, las “tradiciones culturales” o los “patriotismos” –Llobera–. Vistas así, sus posiciones son compatibles con la nueva visión modernista. La principal diferencia sería que lo que ellos llaman nacionalismos no son sino patriotismos étnicos, pues no se apoyan en la afirmación de la soberanía colectiva de esas etnias sobre un cierto territorio, fenómeno característico y exclusivo del nacionalismo moderno» (Álvarez Junco, 2016: 19). Contrástese esta postura con el propio Smith (2009: 44): «if nations are formed over long periods, we might expect to be able to trace the origins of some nations, at least, well before the advent of modernity. Unless we equate the concept of the nation with the ‘modern nation’ tout court, we could entertain the idea of nations existing in the Middle Ages», o Llobera (1994: 219-220): «Nations are the precipitate of a long historical period starting in the Middle Ages», «nations pre-date modern classes» y «Nationalism stricto sensu is a relatively recent phenomenon, but a rudimentary and restricted national identity existed already in the medieval period». En esta línea, véanse también Hutchinson (2017) y Ballester Rodríguez (2018).

3 Así sería para el etnosimbolismo del mencionado Smith (2009) y los autores que este último llama perennialistas y primordialistas, como Hastings (1997) o, en un caso mucho más claro de deformación conceptual, Gat (2013). Para la crítica de este último, Álvarez Junco (2016: 20-22). Sobre las insatisfacciones ante el modernismo y la necesidad de una fase «premoderna» en la historia de los fenómenos nacionales, véase también Jensen (2016). Ideas medievales de nación en Reynolds (2005) y Hoppenbrouwers (2007).

4 La respuesta en Hirschi (2014), que fue a su vez contestada en Leerssen (2014b).

5 La definición que formula Leerssen (2006: 17) de etnotipos es «commonplaces and stereotypes of how we identify, view and characterize others as opposed to ourselves».

6 El término patria procede de la palabra latina pater (padre). La terra patria es entonces la tierra «del padre» o de los antepasados. Por lo tanto, equivale al sentido clásico de la familia o el clan, pero ya con una prefiguración territorial de límites difusos. Los ilustrados recrearán el sentido clásico-romano del término, en tanto que las élites de la República romana se consideraban descendientes de una agrupación de tribus. El pensamiento escolástico también lo utilizará, pero esta vez como una extensión del cuarto mandamiento (cf. Catroga, 2010, y Leerssen, 2006: 13-102).

7 Martin Thom (1995) elabora un argumento de transición en torno a estas mismas cuestiones, destacando el contraste entre las libertades antiguas de los ilustrados, muy inspiradas en las ciudades grecorromanas, y las libertades primitivas de las tribus germánicas, que tanto gustaban a los románticos. Sin embargo, Thom se centra más en la Francia revolucionaria como escenario del cambio que en los intelectuales alemanes después de la invasión napoleónica.

8 Hay una tradición interesante de estudios sobre nación y nacionalismo que emplea las entrevistas como fuente y comparte buena parte de los fundamentos teóricos de este trabajo. Ejemplos en Karakasidou (1997), Burell (2006), Uzun (2015) y, en otro orden de cosas, Knott (2015).

9 De forma paralela, la literatura académica sobre el Estado ha dado también un giro cultural, antropológico y experiencial: Bevir y Rhodes (2010), Bratsis (2006) y Mitchell (1991).

10 Sobre todo, el pensamiento poscolonial y el feminista, que han sido pioneros en señalar cómo las narrativas personales pueden ser espacios de negociación y resistencia (véase Bhabha, 1990).

11 No hay consenso en la distinción teórica entre identidad nacional y nacionalismo: contrástense Smith (2009), Özkirimli (2017), Calhoun (1997) y Billig (1995). Es cierto que la diferencia cualitativa que proponemos aquí es inestable y un tanto arbitraria, pero con todo consideramos que es una diferenciación que merece la pena. Una buena crítica a esta opción la plantea Malešević (2013: 176) a través de una discusión paralela sobre el concepto de «raza»: «The then-dominant view [se refiere a finales del s. XIX] that the “white race” was unique, authentic and superior to other “races” was at that time understood to be a self-evident reality. However, with the hindsight of a century or more it is commonplace to describe such views not as natural reflections of “racial identity” but simply as “racism”». No obstante, también se podrían considerar al respecto los casos de la «clase social» y el «género». ¿Acaso es lo mismo tener una identidad de clase que ser un clasista? ¿No son cosas diferentes el pensarse a sí mismo como hombre y el ser un machista?

12 Aquí tomamos «construcción nacional» o nation-building como sinónimo de formación de naciones o nation formation, pese a que hay algunos autores que emplean este último término como concepto general y reservan el primero para incidir en el papel del Estado y otras instituciones (véase Lawrence, 2005).

13 Este trabajo solo manejará material escrito en cuya creación el investigador no ha tenido ninguna participación. Sin embargo, gran parte de estas historias de vida se producen como resultado de una respuesta a una pregunta o requerimiento. Evidentemente, esto genera unas implicaciones epistémicas diferentes.

14 Por otra parte, estas fuentes tampoco se pueden descartar completamente alegando que «no son fiables» y son «demasiado subjetivas», al contrario que otras fuentes supuestamente más «objetivables». Como indicamos más adelante, para un historiador de las percepciones y las representaciones culturales, los relatos de vida son valiosos precisamente por esa naturaleza profundamente subjetiva.

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9788491347866
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