Kitabı oku: «Relatos de vida, conceptos de nación», sayfa 5

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15 En el espacio anglosajón, véase la reclamación de Greenfeld (1992: 23) y de Wilson (2003); en el hispánico, Andreu Miralles (2016b). Desde la historiografía italiana, también es interesante el trabajo de Rovinello (2013) sobre las «historias de familia» que fabricaban los candidatos a la naturalización en el Nápoles de principios del XIX. La obra de Maurer (1996) es impresionante por la extensión de su base empírica, pero su objeto de estudio no es exactamente el nacionalismo sino el desarrollo de los «valores burgueses» en el espacio germánico durante el siglo XVIII.

16 Steven Hunsaker (1999) y Raj Kumar (2012) se interesan por la nación desde los márgenes en América y la India respectivamente. Claire Lynch (2009) utiliza autobiografías en gaélico e inglés de escritores irlandeses para revisitar la narrativa nacional previa y posterior a la creación de la Irlanda independiente, mientras Watson (2000) hace lo propio con Indonesia y la gestión de la (pos)colonialidad.

17 Matilda Greig (2018) ha estudiado las memorias producidas por militares británicos, franceses y españoles que participaron en las guerras napoleónicas, incluyendo sus procesos editoriales. En ellos destaca el contraste del tópico del «autor accidental», ajeno al oficio literario, con la implicación efectiva que muchos de los soldados (con frecuencia oficiales) tenían en la publicación de sus obras, así como la frecuente intervención de los editores. Los veteranos de guerra constituyen un grupo bastante específico en la producción de egodocumentos que no puede generalizarse automáticamente al conjunto social. Sin embargo, sí que proporcionan una buena cantidad de evidencia empírica sobre las relaciones entre individuos y estructuras que se exploran en este capítulo.

18 A tenor de esto, se podría argumentar que no hay que confundir la narratividad como cualidad intrínseca de la memoria y de la identidad, con las narrativas personales, que son sus productos. También puede haber narrativas mudas, que nos contamos a nosotros mismos pero que no escribimos o decimos. No obstante, una aproximación histórica empírica a estas es casi (si no completamente) imposible.

19 La referencia seminal en esto es Austin (1962). Una adaptación a nuestro tema en el citado Abdelal et al. (2009). El análisis del discurso es ya una metodología clásica en este campo, especialmente aplicado a los partidos e intelectuales nacionalistas.

20 Cf. las síntesis de Bayly (2010) y Osterhammel (2015), que intentan romper los modelos clásicos y eurocéntricos. Sobre el factor militar y el aspecto de la «guerra total», Bell (2007). El autor que difundió esta idea de la Age of Revolution como momento inicial de su «largo siglo XIX» es Eric Hobsbawm (2003). Una visión general clásica en Bergeron, Furet y Koselleck (1994). Otro concepto comprensivo interesante para los casos que manejamos es el de las «revoluciones atlánticas», cultivado primero en el contexto del atlantismo durante la Guerra Fría y luego renovado por Bailyn (2005). Un estudio comparado de las revoluciones en Estados Unidos, Francia, Haití y la América Hispana en Klooster (2009). Aunque el título parezca indicar lo contrario, el libro de Fradera (2015) es más una obra de historia imperial de la ciudadanía que una historia de los fenómenos nacionales, aunque en todo caso se ha convertido en imprescindible para el conocimiento del siglo XIX.

21 Sobre este tema, Sánchez-Blanco (2013), Israel (2003 y 2011) y Munck (2013).

22 Adicionalmente y ya colocados fuera de los límites cronológicos de nuestro trabajo empírico, podrían señalarse otros conceptos: el republicano, que convive con el genético durante la Edad Antigua y la Edad Media, el democrático, el cultural y el biológico. Lo que podríamos llamar «concepto republicano» corresponde al espacio semántico de la civitas romana y la polis griega. No se ha incluido en el modelo porque en la época esta idea de colectividad no solía expresarse con el significante «nación». Además, estaba muy limitada a las experiencias de las ciudades-Estado (que luego se proyectarán hacia grupos más amplios para conformar la nación liberal) y a algunos contenidos de las corporaciones medievales y del Antiguo Régimen, muy tamizados por el desarrollo de las monarquías (por lo tanto, realidades incluidas en el concepto etnotípico politizado). El concepto democrático sería una evolución de la nación liberal, definido por la búsqueda de derechos iguales y efectivos para todos los ciudadanos. El concepto cultural, muy influido por el romántico, se correspondería con los usos que encontramos en la «cuestión de las nacionalidades» del siglo XX. El concepto biológico es el que equipara la nación a la raza en un sentido sanguíneo (por ejemplo, como en el caso del nazismo alemán). Véanse de nuevo el propio Leerssen (2006), así como Kramer (2011) y Hastings (2018).

2. BRITÁNICOS

No es extraño señalar que, pese a la agresión a las convenciones de periodización historiográfica que supone, las guerras civiles, golpes de estado y revoluciones parlamentarias que sacudieron las islas británicas durante el siglo XVII constituyan el primer episodio en la historia de la implantación del liberalismo. En el siglo XVIII se creó un verdadero Estado británico bajo el signo del parlamentarismo. La revolución e independencia de las trece colonias de Norteamérica que formarían los actuales Estados Unidos, reconocida en 1783, supuso una auténtica crisis interna en la que los colonos, angloamericanos en su mayoría, se sirvieron de la cultura política británica para volverla contra la metrópoli y elaboraron unos argumentos de «defensa contra la tiranía» que no estuvieron carentes de apoyo o al menos simpatía en la «mother country».

Señalada Inglaterra como cuna de la primera Revolución Industrial, los gobiernos británicos posteriores a 1789, mayoritariamente tories, tuvieron que manejar los problemas internos y las dimensiones europeas y globales de las guerras contra la Francia, primero revolucionaria y después napoleónica. La divisa era contención y equilibrio en Europa, consolidación estratégica y desarrollo fuera de ella. Es recurrente la observación del miedo a una invasión, que se materializó varias veces en Irlanda. La Irish Question supuso un verdadero quebranto en la política británica, con una insurrección a finales de siglo y una unión más o menos forzada en 1801. Las tensiones entre una mayoría de población católica y una élite de cultura angloprotestante (the Protestant Ascendancy) continuarán, y el conflicto pasará por varias fases durante todo el siglo XIX hasta la secesión final de la Irishness del horizonte de la britanidad (salvo parcialmente en Irlanda del Norte).

Mucho más divisivas dentro de Inglaterra fueron las tensiones internas desarrolladas en torno a los Reform movements. La reforma política se asoció al radicalismo democrático y posteriormente a las primeras organizaciones obreras. Culminó en las legislaciones whig de la cuarta década del XIX, especialmente las muy limitadas Reform Acts de 1832. Entre otras cosas, estas leyes contribuyeron a la ampliación del sufragio e iniciarían el largo y lento camino hacia la conversión del parlamentarismo británico en un sistema democrático. Para los radicales demócratas esto se presentaba como el cumplimiento del espíritu de 1688. Los reformadores sociales incidían más en nuevos abordajes del Poor Relief. Con frecuencia las protestas de raíz socioeconómica se solapaban con la lucha por la ampliación y mejora de la representación parlamentaria (cf. Masacre de Peterloo en 1819).

Los reformadores religiosos desarrollaban una larga tradición de fuerte contenido moral y no solo teológico. Especialmente importante es la vigencia en el periodo de la polémica del Non-conformism, por la que algunos cristianos protestantes rehusaban someterse a todos los preceptos de la Iglesia anglicana. Evangélicos y metodistas fueron particularmente activos a nivel social. Por supuesto, en el ámbito religioso y conectada con la cuestión de Irlanda está la «emancipación católica», o sea, la movilización efectuada por nacionalistas irlandeses, pero no solo, para el desmantelamiento de las múltiples restricciones que tenían los católicos desde el siglo XVI en las islas británicas. En algunos círculos la emancipación se presentó como una condición necesaria para la democratización general. Hubo numerosos debates y divisiones. Estos culminaron en una campaña liderada por Daniel O’Connell para poder ocupar un escaño ganado en las elecciones de 1828, lo cual pudo hacer tras el levantamiento del bloqueo regio y la publicación de la Roman Catholic Relief Act de 1829.1

Desde un punto de vista historiográfico, las islas británicas han sido utilizadas como ejemplo de identidades nacionales premodernas y de conflictos en la integración territorial, con una tensión constante en la frecuente equiparación de English y British.2 Además, son la sede de importantes centros de investigación sobre nacionalismo que han acogido a algunos de los más destacados autores (por ejemplo, Gellner, Hobsbawm, Smith o Breuilly).

La historia política del Reino Unido, con una conformación a través de la unión de reinos bajo el claro predominio de Inglaterra y un desarrollo de nacionalismos no estatales muy fuerte en los últimos años, hizo que la construcción de naciones en el mundo anglosajón pasara de ser un objeto de investigación casi ignorado a recibir una enorme atención, especialmente desde la última década del siglo XX3

Ante la problematización de la existencia de una nación británica, algunos historiadores han asumido el llamado «four nations approach»,4 calificando de «nacionales» las identidades inglesa, galesa, escocesa e irlandesa, y asumiendo el carácter plurinacional del Estado británico o proponiendo una suerte de «nación de naciones» o «nación plurinacional». En otros casos, y manteniendo un paralelismo con lo sucedido en España, se habla de identidades concéntricas, duales, o de Estado-nación compuesto.5

El acuerdo no existe ni en las cronologías más básicas: si ignorando los argumentos del epígrafe anterior asumimos el mantra gellneriano de que los nacionalismos crean las naciones y no al revés, entonces la identidad nacional irlandesa no existiría antes de la movilización del nacionalismo irlandés en la segunda mitad del XVIII. Lo mismo se aplicaría para los nacionalismos galeses, escoceses e ingleses en la segunda mitad del XIX. Por supuesto, la británica no existiría antes de las Acts of Union de 1707.6 En cambio, en otros relatos la britanidad es posterior y no previa a unas identidades nacionales que ya existirían desde la Edad Media.7

Para Liah Greenfeld es durante el periodo Tudor cuando comienza un proceso de transformación semántica que llevará a la aparición de «la primera nación del mundo», Inglaterra, y a la creación de un modelo que copiarán todos los demás. En este proceso la palabra nation, según Greenfeld antes reservada a las élites, se equiparó a people como conjunto de gobernados, lo que producía una sensación de elevación social y una suerte de significación democrática.

El correlato que supone la consideración de la colectividad como un conjunto horizontal de individuos racionales igualmente dotados de dignidad eclosionó durante la época de la «revolución inglesa» del siglo XVII, que para esta autora «was the act of political self-assertion by the nation […] and it focused on the issue of sovereignty. […] The Revolution made it clear that nationalism was about the right of participation in the government of the polity –it was about liberty, and not monarchy o religion».8

El anglocentrismo de los argumentos de Greenfeld es manifiesto y el contexto británico está ausente, pero su tesis es importante en tanto que refleja la existencia en las historiografías sobre la Inglaterra del Early Modern Period de una definición de nación según una idea más o menos implícita de la soberanía.9 Como se ha indicado anteriormente, para un modernista el caso inglés sería un ejemplo precoz de nación soberana y, por lo tanto, moderna; para un perennialista, la prueba de que los fenómenos nacionales no son producto necesario o acompasado con los procesos de modernización que han conducido al mundo actual.

Una vez producida la creación del Reino Unido, la separación entre los estudios sobre la britanidad y los de las culturas (sub)nacionales es llamativa en su escasa o incluso nula interacción.10 Linda Colley (2009) es la autora de la obra de referencia en el campo de la britanidad. Según ella, durante el periodo que va desde la unión política del Reino de Inglaterra con el de Escocia en 1707 hasta el acceso al trono de la reina Victoria en 1837, se produjo un proceso de convergencia que dio lugar a una conciencia nacional británica.11 Colley se afana en afirmar que las identidades anteriores no desaparecieron, sino que se vieron subsumidas e incluso impulsadas por el proceso, si bien no sin tensiones ni conflictos.

Grosso modo, los factores de dicho proceso fueron los siguientes. En primer lugar, la idea de que los británicos son una nación protestante formada por hombres libres, que se erige en el gendarme universal contra la servidumbre y la tiranía, incluyendo la «esclavitud papista» de los católicos. La importancia de las libertades civiles como rasgo político distintivo es recurrente en las fuentes a través de diversos medios. Un ejemplo es la letra de la canción patriótica más popular de los siglos XVIII y XIX: «Rule Britannia». Su origen está en un poema del escocés James Thomson que fue musicalizado en 1740 por el inglés Thomas Arne. La parte más conocida está en plena sintonía con algunos de los contenidos centrales del patriotismo británico del momento y reza: «Rule, Britannia! / Britannia rule the waves / Britons never never never shall be slaves». Evidentemente, del orgullo derivado de la condición de ejemplo para todas las demás naciones nace el fortalecimiento de una narrativa nacional muy construida «hacia fuera», con fuertes dosis de francofobia antes y después de la Revolución.

Segundo y como derivación del primer factor, la presentación de Gran Bretaña como una nación imperial y próspera, sin aduanas internas, luz de la civilización que muestra el camino del desarrollo.12 Para pueblos cuya incapacidad o debilidad les ha impedido librarse de los déspotas y los reyes absolutos, es potencialmente el legítimo tutor y árbitro de disputas, en virtud de esa superioridad moral, económica y/o militar. El British Army y la Royal Navy, completamente alejados de veleidades intervencionistas en la política, consiguieron convertirse en un símbolo nacional per se en el cual se integraban componentes de todas partes del país y del imperio.

Tercero, la conformación de una nueva clase gobernante realmente «británica», asociada a un único British Parliament, y en virtud de lo cual escoceses, galeses e irlandeses desempeñaban destacados cargos en la Administración imperial. En cuarto y último lugar, la conversión de la dinastía hannoveriana de origen germánico en una monarquía-símbolo unificadora, sustanciada en la familia real y la figura del rey patriota. Esto es especialmente visible en la figura de Jorge III, pero responde a una tendencia más duradera (véase Armitage, 1997).

El apogeo de estos factores durante el siglo XIX habría llevado a un periodo de auge del nacionalismo británico, potenciado por el desarrollo local del romanticismo (cf. Crocco, 2014). Su erosión o incluso desaparición en el siglo XX habría conducido a una crisis de la britanidad, agravada por la conversión en nacionalismos alternativos de esas Scottishness, Welshness y Irishness.

En lo que toca a la Englishness, para Gerald Newman (1997: 52-53 y 227) hubo un poderoso movimiento que él califica de «nacionalismo inglés». Durante el siglo XVIII tomó cuerpo por encima del patriotismo anterior, que era un mero sentimiento de lealtad hacia la tierra y sus gentes, una vaga vinculación colectiva «for King and Country» (expresión equiparable al «por el rey y la patria» del ámbito hispánico). A partir de ello cultivó contenidos importantes los años siguientes, como la Ancient Constitution de ingleses nacidos libres (free-born Englishmen), un sistema que el despotismo importado de Francia con la «invasión» del 1066 intentó eliminar («el yugo normando») y contra el que se produjo una legítima reacción en el siglo XVII. Para este autor, «la creación del nacionalismo inglés había terminado hacia 1789».

La conclusión contrasta con las tesis de Kumar (2003: 176-179), que detecta la difícil conciliación entre Colley y Newman. Según este autor, Newman confunde continuamente inglés y británico, yerra en su argumento y presenta un nacionalismo inglés dieciochesco que nunca existió. Pese al solapamiento de contenidos (por ejemplo, en la idea de libertad) y a la necesidad de resolver esta brecha de alguna manera, la distancia continúa y las relaciones entre «inglés» y «británico» siguen despertando confusión, tanto en los analistas como en el mundo analizado (Langlands, 1999).

Paralelamente a esta discusión, se hallan las historiografías sobre las identidades escocesa, galesa e irlandesa. Tampoco están exentas de nacionalismo metodológico, pero esto no les impide desarrollar sólidos argumentos contra el uso de la Britishness como marco omnicomprensivo, siempre «nacional» y armónicamente compatible con lo escocés y galés, dentro del cual estas identidades carecerían de cualquier tipo de subordinación.13

El caso irlandés, por su parte, presenta dos diferencias: por un lado, el nacionalismo irlandés fue relativamente temprano y durante el siglo XX es ya un nacionalismo de Estado, lo cual desde luego afecta a los relatos historiográficos;14 por otro lado, el llamado «conflicto de Irlanda del Norte» ha atraído enorme atención como tal, a veces perdiendo la perspectiva de sus orígenes en el periodo en el que Irlanda formaba parte del Reino Unido y la barrera simbólica entre «irlandés» y «británico» no estaba tan marcada.15

Tanto desde el problema «English/British» como desde la «Outer Britain», está claro que la dimensión identitaria de la integración territorial del Reino Unido, incluyendo los «otros internos», se ha analizado de forma paralela a los contenidos políticos de la britanidad (sobre todo, las «libertades inglesas») y a las ideas de «empire», «race» y «national character». La historiografía procedente de la «British History» analiza la britanidad como identidad nacional de una forma débilmente integrada en los debates sobre la modernidad de las naciones, pese a que desde este campo las islas británicas constituyen un recurrente ejemplo que conforma un claro objeto de discusión.

De esta forma, se ha señalado que las ideas sobre el «carácter nacional» o los «manners» colectivos de los ingleses aparecen ya en el siglo XVI, lo cual serviría de apoyo a la tesis de una identidad nacional inglesa a partir de la Reforma protestante.16 Igualmente, los observadores externos también parecen haber participado en esto, contribuyendo a pasar de una imagen de «bárbaros fanáticos regicidas» a la de un pueblo civilizado distinguido por su carácter industrioso, reservado y amante de la decencia y la domesticidad, entre otras cosas (Langford, 2002).

Dicha afirmación de la colectividad y sus características habría venido acompañada de lo que Dror Wahrman (2004) llama «the making of the modern self» (la construcción del yo moderno). Según este autor, en la Inglaterra del siglo XVIII se produjo la transformación del «antiguo régimen de la identidad», en el que los individuos se definían según su adscripción externa y corporativa, hacia un «yo moderno» dependiente de los propios sujetos de forma interna.

En ese contexto, los estudios de Kathleen Wilson sobre el papel del imperio, la raza y el género en la definición de la nación para la Inglaterra del siglo XVIII contribuyen, junto con la obra de Colley, a dibujar el panorama de fondo en el que operarán los sujetos británicos de nuestro corpus. Wilson (2003: 7-8) afirma, en la línea de nuestro concepto etnotípico, que en el siglo XVIII ya existía una idea de nación como entidad político-territorial y que esa concepción se estaba expandiendo. Sin embargo, la idea de nación como «breed, stock or race», muchas veces de inspiración bíblica, todavía estaba presente en las utilizaciones de los términos nation y national. De esta manera, «nación» podía equivaler a «raza», pero entendida como unidad básica de organización de la diversidad humana con un sentido primordialmente más cultural que biológico, diferente del racismo dominante en la segunda mitad del siglo XIX.17

La nación como instrumento taxonómico de las culturas del mundo, cada vez más entendido en términos de topografía y cronología lineales, convive e interacciona con lo que la autora llama «nociones absolutistas» de nación, esencias culturales heredadas y difíciles o imposibles de adquirir a través del contacto. Para Wilson, el segundo concepto iría tomando fuerza en los momentos de crisis política e intelectual.

Desde luego, el mundo de revoluciones liberales que comenzó en la Filadelfia de 1776, con su instrumentalización del concepto de «people» y los «derechos y libertades de los ingleses nacidos libres» (y blancos), proporcionaría una buena cantidad de oportunidades para su expansión en las mentes y las conductas de los británicos de la época.

BRITÁNICOS E INGLESES EN UN MUNDO DE NACIONES

Las narrativas británicas del corpus muestran una clara y extendida integración en los modelos de imaginación nacional del siglo XVIII, que se irán transformando durante la era de las revoluciones pero no completamente diluyendo.

Pese a que se percibe más tensión que enfrentamiento, los relatos aquí estudiados apuntan a consensos, aunque también a espacios de conflicto y heterodoxia: la definición de lo británico como un ente nacional frente a una abundante y reconocida diversidad interna, las consecuencias de creer en una relación entre el comportamiento moral y las instituciones políticas de la nación, así como los límites prácticos de una imaginación nacional tan saturada de proclamas sobre los derechos y libertades de sus nacionales, en claro contraste con las prácticas políticas en el Reino Unido de la época.

Como se ha expuesto en la revisión historiográfica, la delimitación y estructura de categorías grupales calificadas de «nación» es más compleja en el caso británico. En el Reino Unido, la tendencia a la identificación nacional exclusiva con la entidad política y a la desaparición del calificativo de «nacional» para entes colectivos interiores no se da con la intensidad de otros lugares. Los gentilicios y los macrotopónimos presentan una utilización diversa que, siguiendo los patrones generales, oscila entre la mera seña geográfica y la asociación con el término «nación» o «nacional», implicando entonces colectividades humanas entendidas como sujetos colectivos.

La existencia de lo que comúnmente conocemos como una imaginación nacional requiere no solo una idea de grupalidad. El sujeto debe operar desde una cosmovisión nacionalizada, esto es, que crea que la humanidad está dividida en naciones, y que maneje un concepto de nación como grupo de personas unidas por unas características concretas trasversales y prevalentes. A la hora de determinarlas, se observa la existencia de criterios de clara vigencia dieciochesca y a la vez elementos compatibles con el nacionalismo racista e imperialista de la era victoriana.

Así, la nación puede ser el conjunto de vasallos del rey (idea de loyalty) o habitantes de un lugar (the people of…), pero también, un «pueblo» o una «raza» con unos rasgos morales y/o psicológicos que serían aplicables a la mayoría o a todos sus miembros (lo que nosotros hemos llamado «concepto etnotípico»).18 Las naciones son entes presentes y a la vez profundamente históricos, colectividades vivas para quien habla de ellas, cada vez más indistinguibles de su esqueleto político. Ello desembocará en la idea de nación como «sociedad», dotada de una esfera pública y un Estado (nuestro concepto «etnotípico politizado»). Así, la deuda de la monarquía se califica de «national debt» y se utiliza la expresión «law of nations» para contraponerla a la «law of nature» (derecho positivo frente a derecho natural) o bien para referirse al ius gentium y a lo que hoy se llamaría derecho internacional (Fox,19 1908: 164, 199 y 252, y 1909: 207).20

Este tipo de idea del mundo como un mundo de naciones, en sus diferentes variantes, se observa en la mayoría de los relatos británicos, tanto en los escritos de finales del siglo XVIII como en los decimonónicos, aunque es verdad que el abordaje es más rico en las plumas más educadas. Es el caso del ilustrado Joseph Townsend21 (1790: 90), quien en su relato de los viajes que hizo en 1786-1787 ya muestra la típica simbiosis entre territorio, población y estructura política en las naciones estatales, los countries o nations of Europe.22 Alaba el Tratado de los Pirineos por haber establecido «the most natural of all boundaries, the ocean alone excepted, between two great commercial nations». En el pasado, los límites entre los imperios eran establecidos por los ríos, pero cuando una sociedad está «in a state of civilization», los ríos cambian su naturaleza y son considerados «by all nations as the most valuable parts of their possessions». Las montañas, en cambio, son menos cultivables y por tanto «leave a convenient space between the profitable possessions of the two adjoining nations».

Lo nacional como diferenciación humana, más próximo a los conceptos genético y etnotípico no politizado, aparece en el relato de Radcliffe23 (1795: 3, 40 y 257) sobre los Países Bajos y Alemania, en ese momento entendida como Sacro Imperio, o como difuso concepto geográfico de las zonas donde se hablaba alemán. La autora señala que todos los marinos holandeses con los que se encuentra «retain the national dress», pero que los otros hombres de Hellevoetsluis, un municipio portuario en la Holanda meridional, «differ from Englishmen in their appearance chiefly by wearing coarser clothes, and by bringing their pipes with them into the street». Para esta viajera inglesa, el hecho de que haya un tribunal en La Haya hace que la apariencia de sus habitantes sea «less national and characteristic than elsewhere».24

Algunas entradas del diario de Joseph Farington25 (1979a: 1197-1198 y 1251) nos pueden ayudar a perfilar la polisemia del concepto de nación pues, junto a esta unidad básica de división de la humanidad, se revelan variaciones más suavizadas26 y significados más graduales e introspectivos, relacionados con el patriotismo entendido como lealtad, apego, interés y/o participación en los asuntos públicos.27 El 12 de abril de 1799 recoge una conversación de la cena del día, a la que posteriormente añadirá otra, y en la que el sentimiento nacional se equipara con patriotismo:

Sir Francis Duvernois spoke of the wretched state of France. But He said under all circumstances the French are a very national people, – so He said are the English. There are now no other Countries that can be considered so. – A German is not National. The Swiss were mentioned as eminently so, He replied they had been, but that He considered as lost, – before they were conquered by the French they considered themselves as invincible from what they had formerly done, – now that pride is done away.

The most national people in Europe, said Sir Francis, are the English, – next to them the French, –and thirdly the Swiss. – The Germans, the Italians have no national feeling, – Prussians, Austrians &c only feel for those they are associated with, viz. for their neighbours, – they do not feel for the Country, – like Englishmen & Frenchmen.28

Este esquema continúa en el siglo XIX, profundizándose la idea de un mundo de naciones como grandes sujetos colectivos, importantes para la definición de los individuos y frecuentemente, aunque no siempre, dotadas de una estructura política y un brazo ejecutor, que es el Ejército y/o el Gobierno.29 En otras palabras, los conceptos etnotípicos (politizado y no politizado) continúan, pero la diferencia que se observa en estas narrativas es que la presencia de conflictos políticos de tipo interno es cada vez más intensa y su asociación con lenguajes nacionales, también.

Por el momento, conviene constatar que los relatos de soldados en las guerras napoleónicas son particularmente abundantes en la utilización del término nation para la identificación de bandos y, por tanto, la fijación de grupalidades. Los viajeros fuera de las islas británicas también tienen claro que las realidades humanas con las que entran en contacto son naciones, si bien con frecuencia no suele haber nada que nos indique un abandono de la situación dieciochesca estudiada por Wilson. En todo caso, estas experiencias sirven para significar comparativamente la propia grupalidad, casi siempre en términos positivos y de superioridad.

En el marco de su viaje por la Europa del sur de 1806, el mercader Robert Semple30 (1807, vol. 1: 6), nacido en Boston de familia lealista de origen escocés y después trasladado a Inglaterra, publica sobre sus supuestas impresiones cuando desembarca en Lisboa. Para él, los portugueses tienen «generalmente» una piel oscura y delgada, pelo negro, temperamento irascible y vengativo, son entusiastas en sus gestos en situaciones triviales. Se dice que también son indolentes, engañosos y cobardes; pero son moderados en la dieta, lo cual «may be classed at the head of their virtues, if indeed they have many more to add to it». Les gusta hablar con desprecio de los españoles, quienes Semple considera la siguiente nación más despreciable dentro de aquellas con las que estos se relacionan. Pese a estas tendencias que les atribuye, concluye que «they have no public spirit and consequently no national character. An Englishman or Frenchman may be distinguished in foreign countries by an air and manners peculiar to his nation, and which he would attempt in vain to disguise, but any meagre swarthy man may pass for a Portuguese». Por supuesto, Semple no opone una exposición similar sobre esos «modales peculiares» que distinguirían a un inglés o francés.

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