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El mundo olmeca

Entre los ríos Coatzacoalcos y el Tonalá, para colindar con los mayas de Comalcalco, en la planicie costeña y lindando con las estribaciones de la Sierra Madre oriental, en el país del Hule, allí situaban el Paraíso, los informantes de Sahagún:

“Y así decían que en el paraíso terrenal que se llamaba Tlalocan había siempre jamás verdura y verano”.

La superárea

Con la agricultura, el hombre de México alcanza una fase superior en su desarrollo. El cultivo básico es la triada de plantas: maíz, frijol y calabaza. Las aldeas crecen, igual que las “necesidades espirituales”. En este periodo formativo en donde se sientan las bases “de la más destacada creación del genio humano” conocida por Mesoamérica, Nigel Davis observa los rasgos característicos: centros ceremoniales, sacrificios humanos, los códices pintados, un calendario religioso especial y el juego de pelota ritual.

Con otras palabras, el maíz, la tradición compartida y una historia igualmente común, forman también esa base cultural de Mesoamérica y, pese a los contrastes regionales y las transformaciones que acentúan las diferencias de desarrollo social, político y económico, se establece un diálogo que no siempre es homogéneo, apuntan López Austin y López Luján. Estos nexos, añaden, sufren los vaivenes de los grandes procesos históricos.

La entrada a este “superárea” de Mesoamérica, se hace de la mano del maíz, pero no se sabe cuándo, cómo ni dónde los cazadores y recolectores nómadas “se civilizaron y se convirtieron en agricultores establecidos y cuándo comenzaron las diversas culturas indígenas a tomar forma y a desarrollar sus características individuales”, escribe Miguel Covarrubias. En el Arte indígena de México y Centroamérica, Covarrubias afirma: “las grandes civilizaciones del pasado y la vida misma de millones de mexicanos de hoy, tienen como raíz y fundamento al generoso maíz”.

El poeta Ramón López Velarde habla de la patria mexicana y apunta que “tu superficie es el maíz”. Eric Thompson recuerda la prosperidad que les da el maíz a los mayas para levantar sus pirámides y templos porque tienen “un místico amor por el maíz” y se someten a ese “gran programa” constructor “en que la jerarquía vivía empeñada. Porque es obvio que para el labrador todas aquellas construcciones estaban encaminadas a conciliar a los dioses del cielo y la tierra, y que en el poder de tales seres estaba la protección de sus campos de maíz”. Ahí está también la leyenda de la creación de los cinco soles, en los días prehispánicos. En efecto, dos son los dioses que alternativamente crean las diversas humanidades que pueblan el mundo: Quetzalcóatl, el benéfico, el descubridor de la agricultura y la industria, y Tezcatlipoca, el todopoderoso, multiforme y ubicuo; el dios nocturno, patrono de los hechiceros. El combate entre ambos es la historia del universo.

Tezcatlipoca es el primer dios que hace el sol y se da al mundo. Los primeros hombres son gigantes que no cultivan la tierra y se alimentaban de bellotas, frutas y raíces. Más tarde, el día 4 Lluvia, –según el calendario maya– los hombres se alimentan ya de una semilla llamada acecentli, o maíz de agua, pero es hasta la creación del Quinto Sol, cuando los hombres domestican el teosique y lo convierten en maíz. En este proceso evolutivo, los hombres pasan de la barbarie a la civilización, de las bellotas al maíz. En estas dos versiones sobre el origen del maíz, el hombre y la civilización, cambian de papel los distintos personajes, desaparecen unos y entran en escena otros. En Chilam Balam de Chumayel, uno de los libros célebres de los mayas, se dice: el nacimiento de la primera gracia divina (la primera semilla de maíz), ocurrió cuando era infinita la noche, cuando aún no había dios. El maíz no había recibido el don divino y estaba solo, dentro de la noche, cuando no había cielo ni tierra. El maíz permanecía oculto bajo una montaña. El antiguo Chac, dios del trueno, hizo pedazos la roca y el maíz nació libre, creció.

Es una incógnita el lugar donde se cultiva el maíz, pero su origen puede estar en la frontera de Chiapas o Guatemala, según Nicola Kuehne Heyder y Joaquín Muñoz Mendoza. El sistema agrícola que se usa es el de “quema y roza” y el de “esquejes”. El primero es el más importante: se corta y quema el monte antes de sembrar. Pero la tierra se agota pronto y obliga al campesino a buscar nuevos terrenos. El sistema de “esqueje” consiste en tener una parcela en cultivo y otra en barbecho; se requiere un terreno con clima tropical lluvioso, muy utilizado en la región del golfo de México.

Se denomina Mesoamérica al territorio de México por el Norte, desde el Río Pánuco hasta el río Sinaloa, en el Occidente, Guatemala, Belice, Honduras, El Salvador, Nicaragua y Costa Rica. La frontera sur mesoamericana se extiende desde el Puerto Limón, en el Mar Caribe, hasta el golfo de Nicoya, en el Pacífico, cruzando el lago de Nicaragua. Estos son sus límites, hacia finales del segundo milenio antes de nuestra era. Es un “foco intelectual y artístico” de la civilización que significa en América , “lo que en el Valle del Nilo para África, el archipiélago Egeo para Europa y el Valle del Río Amarillo para el Asia Oriental”, apunta Miguel Covarrubias. Es la culminación del proceso llamado Preclásico (entre 2000 a 100 años a.C.) hasta el punto de ser considerada “una civilización”. Paul Kirchhoff reconoce a las sociedades que la integran como “cultivadores superiores”. Eduardo Matos Moctezuma estima por su parte que el concepto de Mesoamérica “es sinónimo de la presencia de un modelo de producción” a partir de los olmecas que se extiende hasta llegar, en el siglo XVI “a los límites establecidos por Kirchhoff ”, ya citados.

En resumen, Mesoamérica se divide en cinco grandes regiones: la costa del golfo de México, donde moran en distintas épocas, olmecas, totonacas y huastecos. La oaxaqueña, habitada por zapotecas y mixtecos; la maya, la del Altiplano Central, donde viven teotihuacanos, nahuas y otomíes; y la de occidente, ocupada por tarascos y diversos pueblos que habitan Colima, Nayarit, Jalisco y Sinaloa.

A esta “superárea” le dan distintos calificativos que se complementan, haciendo hincapié en “factores medioambientales“, “formaciones socioeconómicas” que dan un “sentido dinámico”, la relación “dialéctica” entre el altiplano y la costa y el paso de una cultura de agricultores a una cultura urbana. La superárea perfila durante su historia un nuevo modelo de producción basado en la agricultura y en el tributo, al pasar de la etapa de cazadores-recolectores, a la sociedad agrícola igualitaria, hasta la sociedad agrícola-militarista estatal, tal como lo plantea Paul Kirchhoff.

Hay, sin embargo, una “duda razonable”: algunos historiadores explican la región como una “superárea cultural” o “una división metodológica”. Ignacio Bernal cree que tiene una base cultural común y una historia paralela, pero poca unidad racial y lingüística. Conforme se eleva el nivel cultural en Mesoamérica, se limita el área y se distingue de sus vecinos. Se hablan lenguas muy distintas, dieciséis de acuerdo con las familias lingüísticas. Sólo de la lengua maya, existen estas derivaciones, por citar unas cuantas: huasteco, cotoque, maya yucateco, lacandón, mopán, chol, chontal, tzeltal, tzotzil, tojolabal, mam, chuj, kanjobal, kekchí, pokonchí, ixil, quiché, cakchiquel, pokoman, rabinal, tzutuhil, aguacateca, o chorti.

El tipo físico de los pobladores, no mongoloide, tal vez pertenece a los primeros emigrantes asiáticos, tienen cabeza y nariz alargada, cabellera lisa, estatura alta con piernas largas y delgadas (semejantes a los actuales tarahumaras, pimas o yaquis, del norte de México, los otomíes y los de lengua tzeltal y tzotzil en las tierras altas de Chiapas). Migraciones tardías, de rasgos mongoloides “mucho más pronunciados” según Nicola Kuehe y Joaquín Muñoz, se subdividen en dos grupos, los más adaptados a la montaña, de cabeza ancha, piernas cortas, tórax ancho con un aspecto macizo y los que se adaptan a las Tierras Bajas, de cabeza ancha y pequeña, que ofrecen dos variantes, una de osamenta pequeña y grácil, nariz ancha como su cabeza –totonacas y huastecos de Veracruz– y otra variante, de tipo pequeño, cuerpo macizo, cabeza ancha, nariz grande y aguileña, característica de los individuos de habla maya. Estos rasgos se combinan con el pliegue ocular mongoloide. Es el vestigio de la herencia que deja el lejano antepasado asiático.

Nicola Kuehe y Joaquín Muñoz señalan que en Mesoamérica se llegan a hablar unas 260 lenguas aproximadamente. Algunas de ellas tenían una sintaxis polisintética, es decir, “expresan los conceptos mediante palabras largas y compuestas”, como en el náhuatl. Otras en cambio son analíticas, elaborando sus conceptos “disponiendo las palabras cortas en una cuidadosa secuencia, como la maya”.

A pesar de este mosaico lingüístico y de tan distinto origen, con el transcurso de los siglos, es capaz de “crear una unidad cultural fundada en torno al cultivo del maíz”. Austin y Luján señalan que comparten “una tradición, independiente de influencias extracontinentales, hasta el siglo XVI”. Así, el sedentarismo agrícola y la irrupción europea “son los límites temporales de Mesoamérica” hasta desaparecer como tradición cultural autónoma a partir de 1521 d.C. Por tanto, entre esos siglos (2500 a.C. a 1521 d.C.) se esbozan grosso modo tres fases en Mesoamérica: el Preclásico (entre 2000 a 100 a.C.), el Clásico (100 a 900 d.C.) y Posclásico (900 a 1521).

Este vasto territorio y su medio ambiente tan entreverado impone a sus habitantes cierto comportamiento ecológico. Abarca todos los climas y sólo para recalcar, como se ve a lo largo de esta historia, recordemos el peculiar trazado de los ríos: en el caso de la costa del Pacífico tienen un recorrido muy corto y caen al mar desde gran altura –el Lerma recorre 430 kilómetros y desciende 1.500 metros–, en la Costa del Golfo las lluvias son cuantiosas y ofrecen más bien un problema por exceso que por su escasez. Mesoamérica iba aproximadamente, hasta el momento de la conquista, de los 25o a los 10o latitud norte y de mar a mar en la mayor parte de su extensión. Así acotado incluye valles fríos y elevados, bosques tropicales y lluviosos, amplias planicies costeras, llanuras extensas, tierras árida unas y otras ricas en corrientes y depósitos de agua. La naturaleza no ofrece “una vida fácil al hombre mesoamericano” y contribuye al “problema” del agua, uno de los motivos de sus expresiones artísticas y religiosas. La obsesión por el agua se refleja en su vida cotidiana y en el calendario religioso. “Llegaron al extremo de concebir su espiritual paraíso como un lugar pletórico de agua, con abundancia de aves acuáticas y exóticos follajes, al que llamaron Tlalocan”, recuerdan Nicola Kuehe y Joaquín Muñoz.

La historia mesoamericana y sus tres fundamentos (tradición básica, la dualidad local-regional y la “acción globalizadora” de los “protagonistas”) se fortalecen a lo largo de los siglos hasta que, según Austin y Luján, la parte de los “protagonistas” se considera “una fuerza uniformadora”. Así, olmecas, teotihuacanos, toltecas y mexicas, difunden creencias, instituciones, conocimientos, estilos y modas, pero “implantan sistemas” y no siempre para establecer relaciones simétricas sobre los pueblos incluidos en su radio de influencia. Por tanto, además de propiciar el desarrollo de un modelo del que ellos mismos son prototipo, “inhibieron con su acción la potencialidad económica y creativa de los afectados”. Favorecen semejanzas y también diferencias: “Las sociedades que ingresaban en sus sistemas tenían que responder a los papeles específicos que les correspondían en el orden introducido”.

Esta superárea se divide en cinco, –lingüísticas, étnicas, históricas y geográficas–, según sus características: Occidente-Norte, Centro de México, Oaxaca, Golfo y Sudeste. Los escenarios histórico-cultural cambian según las épocas, pero la clasificación resulta útil para una realidad tan extensa y variada, en donde, incluso –es obvio–, coexisten varios grupos étnicos, no necesariamente subordinados unos a otros. La pluralidad étnica es así al menos en la última fase de la historia prehispánica. Sonia Lombardo y Enrique Nalda coinciden en la visión de un México antiguo desmembrado, con pueblos en pugna constante –visión justificable si se consideran solamente los acontecimientos durante la conquista española–. Habría entonces que ajustarla, pues no es fácil que se concilie con la de la tolerancia requerida para la coexistencia de etnias diferentes.

Y lejos de verse como “espectadores pasivos”, los mesoamericanos creen ser integrantes plenos del orden cósmico. Su preocupación por asignar a cada individuo un lugar en el universo es, sin duda, “la principal contribución al importante desarrollo de la astronomía mesoamericana”.

Entre esos pueblos antiguos, los mexica imponen formas de vida y estilos, apoyados en un poderoso aparato militar. Dominan y cobran tributos a lo largo y ancho de un amplio territorio, salvo algunos pueblos aislados –Tlaxcala y el mundo tarasco, entre ellos–. Así, los conquistadores españoles reconocen a la capital mexica, Tenochtitlán, como “el mayor centro mesoamericano de poder y de acumulación de riquezas y, por tanto, el objetivo final de su empresa de conquista”. A los mayas, sin embargo, les cuesta más sojuzgarlos. La fecha de 1521 es el límite de la realidad mexica, pero el último rincón de Mesoamérica no colonizada es Tayasal, en territorio maya: subsiste libre hasta 1697.

El golfo de México

La tierra del jaguar

Dividido en tres épocas el periodo histórico denominado Preclásico (2200 a.C. a 200 d.C.), es el Preclásico Medio (1200 a.C. a 400 a.C.) y especialmente el Preclásico Tardío (400 a.C. a 200 d.C.), el que más nos interesa. En la etapa intermedia aparecen las diferencias sociales y alcanza sus primeros efectos espectaculares entre los olmecas del área del golfo de México: se observa entre los individuos de una misma comunidad en la complejidad de sus tumbas, en la riqueza de las ofrendas, en las representaciones iconográficas y en la importancia que adquieren los bienes de prestigio, “sobre todo cuando son de procedencia foránea”. El ocaso del mundo olmeca corresponde a la época tardía: aumentan los asentamientos humanos, alcanzan una gran complejidad y se convierten en enormes centros de poder rodeados de aldeas, satélites estructurados por orden de importancia. La pugna entre las cabeceras genera conflictos bélicos para zanjar rivalidades por el control comercial y político.

El vocablo “olmeca” se deriva del término náhuatl olmécatl, que significa “habitante de la región del hule o del caucho”. Esta designación mantiene su vigencia hasta los tiempos mexicas para nombrar a los pobladores costeños de la región donde prolifera el árbol del hule.

En la base de este mundo olmeca se generan las futuras culturas de Mesoamérica. Algunos autores creen posible que al mismo tiempo que la cultura olmeca, habrían podido florecer otras culturas. Brian Hamnett recuerda que, al parecer, los olmecas nunca formaron un gran imperio, pero su organización política y sistema religioso, su comercio a larga distancia, su astronomía y su calendario, alcanzan una gran complejidad. Su grupo lingüístico es el mixezoque, relacionado con las lenguas mayas. La influencia olmeca se encuentra en Mesoamérica central y meridional, pero su influjo político es sobre todo, la zona del golfo de México, el sitio donde se origina esta cultura. “Es tal la belleza del arte olmeca que muchos investigadores se han inclinado por los estudios estilísticos e iconográficos, dando menos importancia a los aspectos económicos y sociales”, afirman López Austin y López Luján.

De las costas del golfo surge una civilización semi urbana en una región húmeda. A pesar de esas condiciones, los vestigios de piedra y la cerámica permanecen para determinar el grado de su avance cultural. Unos autores dudan a la hora de determinar dónde se inician los adelantos: en el Altiplano del Valle de México (Copilco, Zacatenco, Cuicuilco, Ticomán) o en las costas. Ignacio Bernal se pregunta si éstos son los indicios originarios de la cultura madre de México y de Mesoamérica. ¿Son los olmecas los precursores de esta cultura? Se resume que sí, lo son.

Austin y Luján creen que la hipótesis “muy arraigada” de la influencia directa a partir de un único foco “ha perdido adeptos recientemente” (1996) y que en poco tiempo se ha pasado de hablar de una cultura madre a concebir muchas culturas hermanas. Según Christine Niederberger, citada por ambos, el radiocarbono “no permiten sostener la existencia precoz de lo olmeca en un sólo foco cultural”; por el contrario, a partir del siglo XIII a.C. se observa una sincronía en el surgimiento de las manifestaciones simbólicas y estilísticas olmecas. Es patente en sitios muy lejanos a la costa del golfo, “en los cuales se produjeron con materias primas locales obras cuya calidad artística va mucho más allá de las simples copias provinciales”. Por tanto, según Niederberger, en 1200 a.C. se gesta la primera cultura panmesoamericana, cuya evidencia más tangible es el llamado estilo olmeca. “Éste fue un proceso de maduración cultural simultáneo de numerosas etnias que habitaban un vasto territorio geográficamente diverso”.

Si esto es cierto, Austin y Luján creen que podría suponerse que las sociedades del área del Golfo, “conocidas en sentido estricto como olmecas”, serían, por su particular desarrollo sociopolítico, “el caso más evolucionado de la cultura que caracterizó el Preclásico Medio”. Y así, en esta fase, proliferan cacicazgos con diferentes niveles de desarrollo “aunque todos con un alto grado de centralización política, una organización social jerarquizada, una especialización técnica y artística nada despreciable, y un ceremonialismo complejo y compartido”.

Este mundo se desenvuelve en las partes bajas del sudeste de México, Veracruz (la zona de los ríos Papaloapan, Coatzacoalcos y Tonalá), Tabasco y Chiapas (cuencas del Grijalva y Usumacinta). Miguel León Portilla sitúa la zona olmeca en torno a unos 200 kilómetros, en una faja aproximada de sesenta kilómetros de ancho, entre los ríos Tonalá y Coatzacoalcos e innumerables pantanos. Bernal da una extensión geográfica y cultural de 18.000 metros cuadrados. Para toda la región, la población se estima en 350.000 habitantes. La altura máxima entre aquellos pantanos supera los quinientos metros, en el área de Los Tuxtlas. Los poblados se construyen en islas y aprovechan los niveles del agua, arriba y abajo, para dar pie a una irrigación natural, fertilizadas por el limo. La planicie es de aluvión y no hay rocas. Al entorno se le conoce como “la cultura de La Venta” (civilización de escultores) por el lugar de los hallazgos, San Lorenzo (1200 a 900 a.C.), La Venta (900 a 600 a.C.), y Tres Zapotes. Las tres regiones y en distintas épocas, imponen un estilo y una cultura. Tres Zapotes se levanta sobre una cuenca pantanosa de los ríos Papaloapan y San Juan. Los olmecas construyen ahí 50 edificios y numerosos monumentos de piedra de unas 30 toneladas. Sorprende que en los pantanos, sin roca a la mano, la cantera más próxima está a 240 kilómetros de distancia. Hamnett cree que las cabezas de basalto proceden de los volcanes en erupción. El más representativo de los monumentos en la región es la gigantesca cabeza de piedra, de la que sólo se conocen dieciséis. Se ignora si representan guerreros o dioses y cuál es su significado. Unos creen que son “gobernadores deificados”.

La Estela C, que se descubre en Tres Zapotes, “relativamente sencilla, es muy importante: muestra la fecha “de estilo maya” más antigua que se conoce, llamada Cuenta Larga. Indica el 3 de septiembre del año 31 antes de la era, la segunda fecha más temprana después de la Estela 2, hallada en Chiapa de Corzo (Chiapas), el 8 de diciembre del año 36 a.C.

Ignacio Bernal describe a sus habitantes: “Se trata de gente de cuerpo sólido y bajo, con tendencia a la gordura, de cabeza redondeada con cara mofletuda, de ojos oblicuos y ancha y la boca de labios y comisuras hundidas, con fuertes mandíbulas. En las esculturas el cuello desaparece enteramente o es muy corto. Esta gente logró el extraordinario avance que creó Mesoamérica y su civilización”. Son los primeros en construir centros ceremoniales a gran escala. Sus modestos edificios de madera y barro son de este tipo y tienen “una planificación intencional”. Son un tanto indefinidas sus construcciones, según Bernal, pero la planificación de La Venta sugiere, por incipiente que sea, la estructura que toman después las grandes ciudades del Altiplano, entre ellas, la futura Teotihuacán. En el Preclásico Medio, una de sus obras “con sentido realista” más significativa es el llamado “luchador” de Santa María Uzpanapa, labrado en piedra.

En este entorno lacustre y selvático, Marcia Castro Leal apunta que los olmecas tienen que vivir con los animales de los que se sirven para su subsistencia pero también representan un peligro: los reptiles peligrosos, insectos ponzoñosos o animales como el cocodrilo y el jaguar “se imponían por su presencia o se convirtieron en símbolos de las fuerzas de la naturaleza”. Los hombres unen los rasgos del jaguar a la figura humana “como producto del concepto religioso que concebía a este animal como el ancestro del hombre”. El jaguar representa las fértiles profundidades del inframundo, “región donde surgía todo aquello que tuviera vida y, por tanto, símbolo de la tierra misma”. Hay una encarnación hombre-animal, y son según Bernal, “animales humanizados”. Austin y Luján apuntan que mediante el arte se particulariza un panteón complejo. Las deidades adquieren formas fantásticas que conjugan rasgos humanos y animales. El cocodrilo, el tiburón, la serpiente, el ave rapaz, pero sobre todo el jaguar, son sus modelos. “Muchas veces bastan elementos anatómicos esquematizados –fauces, alas, garras, cejas, manchas de piel– para aludir a estos seres”.

Sin duda aquí se bosqueja en este periodo uno de los aspectos de mayor relevancia de la historia de México: el mito de uno de los dioses más extraordinarios y complejos de Mesoamérica: Quetzalcóatl, la serpiente emplumada, que se expande por toda la superárea y se repite de mil formas. En efecto, el jaguar tiene un significado especial porque vive en la jungla y el pantano, caza de día y de noche; por tanto, abarca tierra, agua y aire, luz y oscuridad al mismo tiempo. Se le representa volando “con un pasajero humano o jaguares alados que cargaban la tierra a lomos”. La serpiente, por su parte, vive en los árboles y tiene cresta en la frente: ataca por arriba “y no desde abajo, combinada las propiedades de la tierra y el cielo y acabó simbolizada como la serpiente de los cielos, precursora de la serpiente emplumada de Teotihuacán, con los atributos de la lluvia y el viento”.

Bajo los ojos de los olmecas, puntualizan Austin y Luján, la superficie terrestre es concebida como un plano definido por cuatro puntos extremos y un centro que es el eje del mundo. Se personifica como un ser mítico con una hendidura en forma de v en la cabeza. De ella emerge una planta de maíz, símbolo polivalente del poder real y del árbol cósmico que comunica el cielo con el inframundo. Los otros cuatro puntos del plano tienen forma semejante; son las columnas restantes del cosmos. El esquema de los cinco elementos se repite en el cielo con la figura de la cruz de San Andrés.

Los olmecas como miembros de un ámbito cultural desaparecen en el Preclásico Tardío (400 a.C. a 200 d.C.). Sin embargo su influencia se esparce como el viento, incontenible, desde los pantanos del golfo, a los cuatro puntos cardinales y con ella, la cultura y el mundo de Quetzalcóatl, convertido en dios, con especial incidencia en las culturas mexica y maya.

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