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Kitabı oku: «El Criterio», sayfa 19

Balmes Jaime Luciano
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§ XL

Precauciones

Jamas el hombre medita demasiado sobre los secretos de su corazon; jamas desplega demasiada vigilancia para guardar las mil puertas por donde se introduce la iniquidad; jamas se precave demasiado contra las innumerables asechanzas con que él se combate á sí propio. No son las pasiones tan temibles cuando se presentan como son en sí, dirigiéndose abiertamente á su objeto, y atropellando con impetuosidad cuanto se les pone delante. En tal caso, por poco que se conserve en el espíritu el amor de la virtud, si el hombre no ha llegado todavía hasta el fondo de la corrupcion ó de la perversidad, siente levantarse en su alma un grito de espanto é indignacion, tan pronto como se le ofrece el vicio con su aspecto asqueroso. Pero ¿qué peligros no corre, si trocados los nombres, y cambiados los trajes, todo se le ofrece disfrazado, trastornado? si sus ojos miran al traves de engañosos prismas, que pintan con galanos colores y apacibles formas, la negrura y la monstruosidad?

Los mayores peligros de un corazon puro no estan en el brutal aliciente de las pasiones groseras sino en aquellos sentimientos que encantan por su delicadeza y seducen con su ternura; el miedo no entra en las almas nobles sino con el dictado de prudencia; la codicia no se introduce en los pechos generosos sino con el titulo de economía previsora; el orgullo se cobija bajo la sombra del amor de la propia dignidad, y del respeto debido á la posicion que se ocupa: la vanidad se proporciona sus pequeños goces, engañando al vanidoso con la urgente necesidad de conocer el juicio de los demas, para aprovecharse de la crítica; la venganza se disfraza con el manto de la justicia; el furor se apellida santa indignacion; la pereza invoca en su auxilio la necesidad del descanso; y la roedora envidia al destrozar reputaciones, al empeñarse en ofuscar con su aliento impuro los resplandores de un mérito eminente, habla de amor á la verdad, de imparcialidad, de lo mucho que conviene precaverse contra una admiracion ignorante ó un entusiasmo infantil.

§ XLI

Hipocresía del hombre consigo mismo

El hombre emplea la hipocresía para engañarse á sí mismo, acaso mas que para engañar á los otros. Rara vez se da á sí propio exacta cuenta del móvil de sus acciones; y por esto, aun en las virtudes mas acendradas, hay algo de escoria. El oro enteramente puro no se obtiene sino con el crisol de un perfecto amor divino; y este amor, en toda su perfeccion, está reservado para las regiones celestiales. Miéntras vivimos aquí en la tierra, llevamos en nuestro corazon un gérmen maligno que ó mata, ó enflaquece, ó deslustra las acciones virtuosas; y no es poco si se llega á evitar que ese gérmen se desarrolle y nos pierda. Pero, á pesar de tamaña debilidad, no deja de brillar en el fondo de nuestra alma aquella luz inextinguible encendida en ella por la mano del Criador; y esa luz nos hace distinguir entre el bien y el mal, sirviéndonos de guia en nuestros pasos, y de remordimiento en nuestros extravíos. Por esta causa, nos esforzamos á engañarnos á nosotros mismos para no ponernos en contradiccion demasiado patente con el dictámen de la conciencia; nos tapamos los oidos para no oir lo que ella nos dice, cerramos los ojos para no ver lo que ella nos muestra, procuramos hacernos la ilusion de que el principio que nos inculca no es aplicable al caso presente. Para esto sirven lastimosamente las pasiones, sugiriéndonos insidiosamente discursos sofísticos. Cuéstale mucho al hombre parecer malo, ni aun á sus propios ojos; no se atreve, se hace hipócrita.

§ XLII

El conocimiento de sí mismo

El defecto indicado en el párrafo anterior tiene diferente carácter en las diferentes personas, por cuyo motivo, conviene sobre manera no perder jamas de vista aquella regla de los antiguos, tan profundamente sabia: conócete á ti mismo; nosce te ipsum. Si bien hay ciertas cualidades comunes á todos los hombres, estas toman un carácter particular en cada uno de ellos; cada cual tiene, por decirlo así, un resorte que conviene conocer y saber manejar. Este resorte, es necesario descubrir cuál es en los demas, para acertar á conducirse bien con ellos; pero es mas necesario todavía descubrirle cada cual en sí mismo. Porque allí suele estar el secreto de las grandes cosas así buenas como malas, á causa de que ese resorte no es mas que una propension fuerte, que llega á las demas, subordinándolas todas á un objeto. De esta pasion dominante se resienten todas las otras; ella se mezcla en todos los actos de vida; ella constituye lo que se llama el carácter.

§ XLIII

El hombre huye de sí mismo

Si no tuviésemos la funesta inclinacion de huir de nosotros mismos, si la contemplacion de nuestro interior no nos repugnase en tal grado, no nos seria difícil descubrir cuál es la pasion que en nosotros predomina. Desgraciadamente, de nadie huimos tanto como de nosotros mismos, nada estudiamos ménos que lo que tenemos mas inmediato y que mas nos interesa. La generalidad de los hombres descienden al sepulcro, no solo sin haberse conocido á sí propios, sino tambien sin haberlo intentado. Debiéramos tener continuamente la vista fija sobre nuestro corazon para conocer sus inclinaciones, penetrar sus secretos, refrenar sus ímpetus, corregir sus vicios, evitar sus extravíos; debiéramos vivir con esa vida íntima en que el hombre se da cuenta de sus pensamientos y afectos, y no se pone en relacion con los objetos exteriores, sino despues de haber consultado su razon y dado á su voluntad la direccion conveniente. Mas esto no se hace; el hombre se abalanza, se pega á los objetos que le incitan, viviendo tan solo con esa vida exterior que no le deja tiempo para pensar en sí mismo. Vense entendimientos claros, corazones bellísimos, que no guardan para sí ninguna de las preciosidades con que los ha enriquecido el Criador; que derraman, por decirlo así, en calles y plazas el aroma exquisito, que guardado en el fondo de su interior, podria servirles de confortacion y regalo.

Se refiere de Pascal que habiéndose dedicado con grande ahinco á las matemáticas y ciencias naturales, se cansó de dicho estudio á causa de hallar pocas personas con quienes poder conversar sobre el objeto de sus ocupaciones favoritas. Deseoso de encontrar una materia que no tuviera este inconveniente se dedicó al estudio del hombre, pero bien pronto conoció por experiencia, que los que se ocupaban de estudiar el hombre eran todavia en menor número que los aficionados á las matemáticas. Esto se verifica ahora como en tiempo de Pascal; basta observar al comun de los hombres para echar de ver cuán pocos son los que gustan de semejante tarea, mayormente tratándose de sí mismos.

§ XLIV

Buenos resultados del reflexionar sobre las pasiones

Cuando se ha adquirido el hábito de reflexionar sobre las inclinaciones propias, distinguiendo el carácter y la intensidad de cada una de ellas, aun cuando arrastren una que otra vez al espíritu; no lo hacen sin que este conozca la violencia. Ciegan quizas el entendimiento, pero esta ceguera no se oculta del todo al que la padece; se dice á sí mismo, «crees que ves; mas en realidad no ves; estas ciego.» Pero si el hombre no fija nunca su mirada en su interior, si obra segun le impelen las pasiones, sin cuidarse de averiguar de dónde nace el impulso; para él llegan á ser una misma cosa pasion y voluntad, dictámen del entendimiento é instinto de las pasiones. Así la razon no es señora sino esclava; en vez de dirigir, moderar y corregir con sus consejos y mandatos las inclinaciones del corazon, se ve reducida á vil instrumento de ellas; y obligada á emplear todos los recursos de su sagacidad para proporcionarles goces que las satisfagan.

§ XLV

Sabiduría de la religion cristiana en la direccion de la conducta

La religion cristiana al llevarnos á esa vida moral íntima reflexiva sobre nuestras inclinaciones, ha hecho una obra altamente conforme á la mas sana filosofía, y que descubre un profundo conocimiento del corazon humano. La experiencia enseña que lo que le falta al hombre para obrar bien, no es conocimiento especulativo y general, sino práctico, detallado, con aplicacion á todos los actos de la vida. ¿Quién no sabe y no repite mil veces que las pasiones nos extravian y nos pierden? La dificultad no está en eso, sino en saber cuál es la pasion que influye en este ó aquel caso, cuál es la que por lo comun predomina en las acciones, bajo qué forma, bajo qué disfraz se presenta al espíritu, y de qué modo se deben rechazar sus ataques, ó precaver sus estratagemas. Y todo esto, no como quiera, sino con un conocimiento claro, vivo, y que por tanto se ofrezca naturalmente al entendimiento, siempre que se haya de tomar alguna resolucion, aun en los negocios mas comunes.

La diferencia que en las ciencias especulativas media entre un hombre vulgar y otro sobresaliente, no consiste á menudo sino en que este conoce con claridad, distincion y exactitud, lo que aquel solo conoce de una manera inexacta, confusa y oscura; no consiste en el número de las ideas, sino en la calidad; nada dice este sobre un punto, de que tambien no tenga noticia aquel; ambos miran el mismo objeto, solo que la vista del uno es mucho mas perfecta que la del otro. Lo propio sucede en lo relativo á la práctica. Hombres profundamente inmorales hablarán de la moral, de tal suerte que manifiesten no desconocer sus reglas; pero estas reglas las saben ellos en general, sin haberse cuidado de hacer aplicaciones, sin haber reparado en los obstáculos que impiden el ponerlas en planta en tal ó cual ocasion, sin que se les ocurran de una manera pura y viva, cuando se ofrece oportunidad de hacer uso de ellas. Quien está en posesion de su entendimiento, de la voluntad, del hombre entero, son las pasiones; esas reglas morales las conservan, por decirlo así, archivadas en lo mas recóndito de su conciencia; ni aun gustan de mirarlas como objeto de curiosidad, temerosos de encontrar en ellas el gusano del remordimiento. Por el contrario, cuando la virtud está arraigada en el alma, las reglas morales llegan á ser una idea familiar, que acompaña todos los pensamientos y acciones, que se aviva y se agita al menor peligro, que impera y apremia ántes de obrar, que remuerde incesantemente si se la ha desatendido. La virtud causa esa continua presencia intelectual de las reglas morales, y esta presencia á su vez contribuye á fortalecer la virtud; así es que la religion no cesa de inculcarlas, segura de que son preciosa semilla que tarde ó temprano dará algun fruto.

§ XLVI

Los sentimientos morales auxilian la virtud

En ayuda de las ideas morales vienen los sentimientos, que tambien los hay muy morales, y poderosos, y bellísimos; porque Dios al permitir que sacudan y conturben nuestro espíritu violentas y aciagas tempestades, tambien ha querido proporcionarnos el blando mecimiento de céfiros apacibles. El hábito de atender á las reglas morales y de obedecer sus prescripciones, desenvuelve y aviva estos sentimientos; y entonces el hombre para seguir el camino de la virtud, combate las inclinaciones malas con las inclinaciones buenas; las luchas no son de tanto peligro, y sobre todo no son tan dolorosas; porque un sentimiento lucha con otro sentimiento, lo que se padece con el sacrificio del uno se compensa con el placer causado por el triunfo del otro, y no hay aquellos sufrimientos desgarradores que se experimentan, cuando la razon pelea con el corazon enteramente sola.

Este desarrollo de los sentimientos morales, ese llamar en auxilio de la virtud las mismas pasiones, es un recurso poderoso para obrar bien é ilustrar el entendimiento cuando le ofuscan otras pasiones. Hay en esta oposicion mucha variedad de combinaciones que dan excelentes resultados. El amor de los placeres se neutraliza con el amor de la propia dignidad; el exceso del orgullo se templa con el temor de hacerse aborrecible, la vanidad se modera por el miedo al ridículo; la pereza se estimula con el deseo de la gloria; la ira se enfrena por no parecer descompuesto; la sed de venganza se mitiga ó extingue, con la dicha y la honra que resultan de ser generoso. Con esta combinacion, con la sagaz oposicion de los sentimientos buenos á los sentimientos malos, se debilitan suave y eficazmente muchos de los gérmenes de mal que abriga el corazon humano; y el hombre es virtuoso, sin dejar de ser sensible.

§ XLVII

Una regla para los juicios prácticos

Conocido el principal resorte del propio corazon, y desarrollados tanto como sea posible los sentimientos generosos y morales; es necesario saber cómo se ha de dirigir el entendimiento para que acierte en sus juicios prácticos.

La primera regla que se ha de tener presente es no juzgar ni deliberar con respecto á ningun objeto miéntras el espíritu está bajo la influencia de una pasion relativa al mismo objeto. ¡Cuán ofensivo no parece un hecho, una palabra, un gesto, que acaba de irritar! «La intencion del ofensor, se dice á sí mismo el ofendido, no podia ser mas maligna; se ha propuesto no solo dañar sino ultrajar; los circunstantes deben de estar escandalizados; si no se tomase una pronta y completa venganza, la sonrisa burlona que asomaba á los labios de todos se convertiria irremisiblemente en profundo desprecio por quien ha tolerado que de tal modo se le cubriera de afrentosa ignominia. Es preciso no ser descompuesto, es verdad; pero ¿hay acaso mayor descompostura que el abandono del honor? es necesario tener prudencia; pero esta prudencia ¿debe llegar hasta el punto de dejarse pisotear por cualquiera?» ¿Quién hace este discurso? ¿es la razón? no ciertamente; es la ira. Pero la ira, se dirá, no discurre tanto. Sí, discurre; porque toma á su servicio al entendimiento, y este le proporciona todo lo que necesita. Y en este servicio no deja de auxiliarle á su vez la misma ira; porque las pasiones en sus momentos de exaltacion, fecundizan admirablemente el ingenio con las inspiraciones que les convienen.

¿Queremos una prueba de que quien así discurria y hablaba, no era la razon sino la ira? héla aquí evidente. Si en lo que piensa el hombre encolerizado hubíese algo de verdad, no la desconocerian del todo los circunstantes. Tampoco carecen ellos de sentimientos de honor, tambien estiman en mucho su propia dignidad; saben distinguir entre una palabra dicha con designio de zaherir, y otra escapada sin intencion ofensiva, y sin embargo ellos no ven nada de lo que el encolerizado ve con tanta claridad; y si se sonrien, esa sonrisa es causada, no por la humillacion que él se imagina haber sufrido, sino por esa terrible explosion de furor, que no tiene motivo alguno. Mas todavía: no es necesario acudir á los circunstantes para encontrar la verdad; basta apelar al mismo encolerizado cuando haya desaparecido la ira. ¿Juzgará entónces como ahora? Es bien seguro que no; él será tal vez el primero que se reirá de su enojo, y que pedirá se le disimule su arrebato.

§ XLVIII

Otra regla

De estas observaciones nace otra regla, y es que al sentirnos bajo la influencia de una pasion, hemos de hacer un esfuerzo, para suponernos por un momento siquiera, en el estado en que su influencia no exista. Una reflexion semejante, por mas rápida que sea, contribuye mucho á calmar la pasion, y á excitar en él ánimo ideas diferentes de las sugeridas por la inclinacion ciega. La fuerza de las pasiones se quebranta, desde el momento que se encuentra en oposicion con un pensamiento que se agita en la cabeza; el secreto de su victoria suele consistir en apagar todos los contrarios á ellas, y avivar los favorables. Pero tan pronto como la atencion se ha dirigido hácia otro órden de ideas, viene la comparacion, y por consiguiente cesa el exclusivismo. Entre tanto se desenvuelven otras fuerzas intelectuales y morales no subordinadas á la pasion, y esta pierde de su primitiva energía por haber de compartir con otras facultades la vida que ántes desfrutara sola.

Aconseja estos medios no solo la experiencia de su buen resultado, sino tambien una razon fundada en la naturaleza de nuestra organizacion. Las facultades intelectuales y morales nunca se ejercitan sin que funcionen algunos de los órganos materiales. Ahora bien; entre los órganos corpóreos está distribuida una cierta cantidad de fuerzas vitales de que disfrutan alternativamente en mayor ó menor proporcion, y por consiguiente con decremento en los unos, cuando hay incremento en los otros. De lo que resulta, que ha de producir un efecto saludable el esforzarse en poner en accion los órganos de la inteligencia en contraposicion con los de las pasiones, y que la energía de estas ha de menguar á medida que ejerzan sus funciones los órganos de la inteligencia.

Pero es de advertir que este fenómeno se verificará dirigiendo la atencion de la inteligencia en un sentido contrario al de las pasiones, lo que se obtiene trasladándola por un momento al órden de ideas que tendrá, cuando no esté bajo un influjo apasionado; pues que si por el contrario la inteligencia se dirige á favorecer la pasion, entónces esta se fomenta mas y mas con el auxilio; y lo que pudiese perder en energía, por decirlo así, puramente orgánica, lo recobra en energía moral, en la mayor abundancia de recursos para alcanzar el objeto, y en esa especie de bill de indemnidad con que se cree libre de acusaciones, cuando ve que el entendimiento léjos de combatirla la apoya.

Este trabajo sobre las pasiones no es una mera teoría; cualquiera puede convencerse por sí mismo de que es muy practicable, y de que se sienten sus buenos efectos tan pronto como se le aplica. Es verdad que no siempre se acierta en el medio mas á propósito para ahogar, templar ó dirigir la pasion levantada; ó que aun encontrado, no se le emplea como es debido; pero la sola costumbre de buscarle basta para que el hombre esté mas sobre sí, no se abandone con demasiada facilidad á los primeros movimientos, y tenga en sus juicios prácticos un criterio que falta á los que proceden de otra manera.

§ XLIX

El hombre riéndose de sí mismo

Cuando el hombre se acostumbra á observar mucho sus pasiones, hasta llega á emplear en su interior el ridículo contra si mismo; el ridículo, esa sal que se encuentra en el corazon y en el labio de los mortales como uno de tantos preservativos contra la corrupcion intelectual y moral, el ridículo, que no solo se emplea con fruto contra los demas, sino tambien contra nosotros mismos, viendo nuestros defectos por el lado que se prestan á la sátira. El hombre se dice entónces á sí propio lo que decirle pudieran los demas; asiste á la escena que se representaria, si el lance cayera en manos de un adversario de chiste y buen humor. Que contra otro se emplea tambien en cierto modo la sátira, cuando la empleamos contra nosotros mismos; porqué si bien se observa, hay en nuestro interior dos hombres que disputan, que luchan, que no estan nunca en paz, y así como el hombre inteligente, moral, previsor, emplea contra el torpe, el inmoral, el ciego, la firmeza de la voluntad y el imperio de la razon, así tambien á veces lo combate y le humilla con los punzantes dardos de la sátira. Sátira que puede ser tanto mas graciosa y libre, cuanto carece de testigos, no hiere la reputacion, nada hace perder en la opinion de los demas, pues que no llega á ser expresada con palabras, y la sonrisa burlona que hace asomar á los labios se extingue en el momento de nacer.

Un pensamiento de esta clase ocurriendo en la agitacion causada por las pasiones, produce un efecto semejante al de una palabra juiciosa, incisiva y penetrante, lanzada en medio de una asamblea turbulenta. ¡Cuántas veces se nota que una mirada expresiva cambia el estado del espíritu de uno de los circunstantes, moderando ó ahogando una pasion enardecida! ¿Y qué ha expresado aquella mirada? nada mas que un recuerdo del decoro, una consideracion al lugar ó a las personas, una reconvencion amistosa, una delicada ironía; nada mas que una apelacion al buen sentido del mismo que era juguete de la pasion; y esto ha sido suficiente para que la pasion se amortiguase. El efecto que otro nos produce ¿porqué no podríamos producírnoslo nosotros mismos, si no con igualdad, al ménos con aproximacion?

Balmes Jaime Luciano
Metin