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Pedro de Oña y el criollismo poético
José Antonio Mazzotti
1. Introducción
El Arauco domado (Lima, 1596) de Pedro de Oña es un caso señero de discurso poético por la complejidad de su escritura y las posibilidades de interpretación y teorización que ofrece sobre el incipiente criollismo colonial. Se trata de la primera aparición impresa de Oña, nacido en Angol, en la frontera con la Araucanía, apenas 26 años antes. Sin embargo, Oña escribió también otros dos poemas mayores, el Ignacio de Cantabria, publicado en Sevilla en 1639, y el Vasauro, inédito hasta 1941. Entre todos, el Arauco domado sigue siendo el poema que más ricas y variadas perspectivas ofrece para analizar la dualidad criolla y el diálogo dialéctico con géneros menos prestigiosos, como la crónica, el discurso legislativo, y la temprana etnografía.
Del Arauco domado aludiré principalmente a aquellos cantos en que se expone una perspectiva criolla e inherentemente paradójica a través de tres temas. El primero es el conocimiento directo, proto-antropológico de Oña, en relación con los rituales religiosos de los araucanos, tal como se expone en el Canto II. El segundo, el de las reformas administrativas dentro del sistema de las encomiendas en el Canto III. Y el tercer tema es el episodio de la rebelión quiteña de las alcabalas de 1592-1593 en los cantos XIV a XVI. De este modo, el Arauco domado se nos revelará como formulación de una serie de perspectivas y lealtades dobles que marcan las señales de una subjetividad criolla específica y temprana.
Para comenzar, veremos que, por momentos, la voz poética se apropia de un saber sobre las moria de los nativos, lo cual implícitamente relativiza el lugar de enunciación de Ercilla en La Araucana. Este acercamiento –si bien condenatorio de las prácticas idólatras de los mapuche– le valió serias acusaciones teológicas en el juicio emprendido contra el poema y su autor en 1596.
Asimismo, además de los rasgos de historia moral que «veristamente» presenta el Arauco domado, se hará claro que Oña opina sobre la reorganización de la encomienda, la imposición tributaria del Estado metropolitano y las correspondientes protestas criollas. Es allí donde la voz poética muestra por momentos simpatías implícitas hacia personajes problemáticos, sin dejar de declarar enfáticamente su profunda lealtad a la Corona y al orden virreinal, sobre todo bajo el mando del virrey don García Hurtado de Mendoza, a quien veía como su protector y convierte en héroe supremo de la epopeya criolla.
Se recordará que la expedición de don García Hurtado de Mendoza a Chile, de 1557 a 1560, repuso el relativo orden militar perdido tras la derrota de Pedro de Valdivia y otros capitanes españoles en años inmediatamente anteriores. Don García era hijo segundo de don Andrés Hurtado de Mendoza, marqués de Cañete y virrey del Perú (1556-1560). En esa misma expedición participaría Alonso de Ercilla por año y medio entre 1557 y 1558. Asimismo, el padre de Oña, Gregorio de Oña, lucharía bajo el mando de don García, muriendo a manos de los araucanos años más tarde, en 1570, el mismo en que nacería el poeta. Don García Hurtado de Mendoza sería posteriormente virrey del Perú entre 1590 y 1596, tras heredar el título de marqués de Cañete al morir su hermano mayor. El Arauco domado de Oña está dedicado al primogénito de don García y es una versión heroica de la expedición de 1557, con prolongadas incursiones temáticas relativas a eventos dentro del término de mandato de don García a finales de siglo –como la ya mencionada rebelión quiteña de las alcabalas (1592-1593) y la llegada del corsario Richard Hawkins a las costas peruanas (1594)– en los seis últimos cantos del poema (XIV al XIX).
Es a partir de tales pasajes que me interesa plantear cómo –desde la perspectiva de esta voz criolla– la noción de caos cósmico corresponde a un ingrediente, entre otros, de su búsqueda identitaria. Me refiero a la visión centrada en su propia época con respecto a la transgresión y transformación del pactum subjectionis o pacto de sujeción de la neoescolástica, ejercidas por agentes metropolitanos en su implantación del sistema burocrático del proyecto imperial, aunque no sin marchas ni contramarchas de parte de la Corona y de algunos de sus oficiales de alto nivel.
Oña, como ya se dijo, era hijo de conquistador, y desarrolló dentro del Virreinato peruano su labor escrituraria inicial y la experiencia vital de la que parte para sus versiones de la situación y aspiraciones de su grupo. Es importante señalar esto, porque en el Arauco domado es visible una serie de focalizaciones ambiguas, conocimientos locales y posicionamientos duales sobre el ocaso de las encomiendas y sobre el tratamiento dado a los criollos que se atrevieron a protestar contra el avance del poder metropolitano, sin ser necesariamente el poeta uno de ellos.
Según se sabe, el Arauco domado fue concebido en parte como una reacción al mínimo reconocimiento que Alonso de Ercilla había tributado en La Araucana a don García Hurtado de Mendoza, durante su campaña en Chile. Ercilla le colgó al joven don García el baldón nada agradable de «mozo capitán acelerado», originalmente en el Canto XXXV en la edición de 1590, que luego pasaría a formar parte del final de los cantos añadidos en 1597 (XXXVII 70)68. La poco elogiosa referencia se debió a que en 1558 el entonces futuro autor de La Araucana estuvo a punto de ser ejecutado por orden del joven gobernador don García, por una pendencia en que desenvainó su espada durante la ceremonia de celebración por la subida al trono de Felipe II, aunque la pena fue conmutada faltando poco para su aplicación. Susto y motivos personales no le faltaban, pues, a Ercilla para opinar mal del joven gobernador.
El propio Oña se encarga de establecer una relación ambivalente con La Araucana, pues si por un lado llama a la obra «riquísima» y confiesa la dificultad de cantar las guerras del Arauco –así sea con «voz latina, hespérica o toscana» («Exordio» 20)– después del brillante ejemplo trazado por Ercilla, por el otro llama a este «apasionado», que al disminuir la figura de don García «pensó, callando así, dejar cerrada / de vuestra gloria y méritos la puerta […] dejando su pasión descerrajada» («Exordio» 18-19).
La Araucana, sin embargo, no deja de ser parte de un proyecto imperial y centralista, y no se puede decir algo muy diferente del Arauco domado, que como sabemos, es altamente lisonjero con la autoridad virreinal y, por lo tanto, con la razón y episteme dominantes. En tal sentido, la crítica de Rodríguez (1981) al poema como expresión de una «imaginación colonial» acierta en tanto a la posición política y pública de Oña, aunque reduce a una identidad plana sus alcances ambiguos y por momentos plurisignificativos en el desentrañamiento de una agencia criolla.
2. El Arauco ¿domado?: secretos desestabilizadores de la Araucanía
El Canto II del Arauco domado constituye un caso singular de diversificación de la épica. Si bien la «inalcanzable» –como el propio Oña expresa– Araucana de Ercilla ofrecía también excursos narrativos para insertar breves descripciones de rituales y costumbres nativas, muchas veces acuñadas según prestigiosos modelos textuales, el Arauco domado se explaya por esas zonas del discurso donde solo la experiencia prolongada en Indias y la interacción con la población indígena podían garantizar una información más vivaz y de mayores efectos retóricos, y por lo tanto una cierta y no indeseada credibilidad. A pesar de que Oña sigue una tradición de escritura de obvias raíces europeas, reafirmando un territorio simbólico de dominación como miembro ilustre –aunque indiano– de la república de españoles, se toma muchas libertades con el registro de la imitatio. Elabora constantemente intertextos con los poemas homéricos, la Eneida, la Farsalia, el Laberinto de Fortuna, el Orlando furioso, Os Lusíadas y la Jerusalén libertada, entre otras obras, sin olvidar la principalísima Araucana; pero es precisamente allí donde los demás autores no incursionan –especialmente donde sus bárbaros (musulmanes o indígenas en algunos de ellos) resultan imágenes arquetípicas de tradiciones reconocidas– que aparecen zonas de intersticio epistémico hábilmente explotadas por el sujeto de escritura merced a su mirada alternativa. En la sumilla del Canto II se anuncia: «algunos extraños ritos de que usan en sus invocaciones y diabólicas idolatrías». Es el único canto que está casi por completo dedicado a presentar las costumbres religiosas de los araucanos. Su inserción se justifica narrativamente porque contiene escenas de los presagios que anuncian a los nativos su próxima derrota gracias a la llegada a Chile de don García Hurtado de Mendoza liderando nuevas tropas. Sin embargo, el poema no desaprovecha la oportunidad para infiltrar sus focalizaciones localistas y reforzar el efecto de asombro producido por la pintura luciferina de los «bárbaros» antárticos.
Oña comienza su Canto II con una invocación a la Fortuna, la cual invertirá la suerte de los nativos luego de sus victorias sobre Valdivia y otros españoles. Según la voz poética, los araucanos, al no tener en cuenta los vaivenes de la arbitraria diosa, perdían la oportunidad de asimilar racionalmente los acontecimientos militares que se vislumbraban. La diosa Fortuna, tópico que alcanza una de sus expresiones máximas en el Laberinto de Fortuna (1444) de Juan de Mena, es superada por la buena vía de la Providencia en el poema castellano. Sin embargo, en el Arauco domado los nativos estaban condenados al fracaso por encontrarse en posición de «inferioridad» espiritual al no conocer los Evangelios y al prolongar el culto al demonio. Se repite así el tópico de la conquista identitaria, es decir, la salvación de las almas indígenas mediante el borramiento pleno de sus marcas de identidad, concebida como una manifestación oculta de la voluntad del demonio. El gesto es moneda corriente en los textos de la época y en distintos géneros. La autosuficiencia de los enemigos indígenas (soberbia a la que se reduce a los araucanos) motiva que Oña descargue contra ellos sus más oscuras tintas. Después de todo, los araucanos habían matado a su padre: «del que en ocio próspero sosiega / hace la diosa varia sus despojos» (II 2). La «Fortuna varia» es, pues, como la piedra de Sísifo, que no bien alcanza su cumbre cuando empieza su descenso (II 6).
En este contexto de resonancias medievalistas, la voz poética previene cualquier suspicacia sobre posibles simpatías o defensas de las creencias y prácticas religiosas de los araucanos. El desfile de casos de idolatría y «repudiable» moral que se da en el Canto II sirve para adelantar de alguna manera la propuesta de una administración más flexible y bondadosa con los indígenas convertidos (en contraste con los demonólatras) manteniendo el sistema de la encomienda, como se expresa en el Canto III. En tal sentido, la unidad temática y estructural de la obra pretende volver sobre un modelo estable, aunque, como pronto veremos, no siempre lo logra sin sinuosidades ni marcas contextuales criollistas.
Pero examinemos en qué punto la alteridad étnica le sirve al sujeto de escritura para sacar ventaja de su acceso a una información que hará no solo más verosímil su «verdad patente» (IV 14) o historia (en el sentido etimológico de histos o ‘ver’), sino también cargada de matices nuevos gracias a la heterogeneidad profunda de su medio, observado desde su cercanísimo y criollo mirador.
El Canto II continúa con la mención de algunas costumbres de agorería entre los araucanos, que practican, por ejemplo, la adivinación del futuro por el examen de animales: «hacen allá en ocultos agujeros / de torpes sabandijas escrutinio, / ministras del nefando vaticinio» (9). Esa costumbre, si era cierta, podía haber tenido correspondencia con la práctica aún frecuente en las alturas andinas de «pasar» el cuy o conejillo de Indias sobre el cuerpo de una persona enferma. Una vez abierto el animal, el curandero puede diagnosticar qué parte del cuerpo del paciente es la afectada según las marcas dejadas por la absorción del mal en las vísceras del roedor69. Si bien Oña no da más detalles ni alude a paciente alguno, la posible noticia de tal costumbre practicada por los indígenas peruanos podía haber servido de referente real a la hora de echar mano del viejo tópico de los sacrificios de animales u holocaustos, o de la adivinación por lectura de las entrañas de animales, en la épica clásica.
Al estar descontentos con el mal presagio, los araucanos ingresan a un bosque sin luz, cuya descripción recuerda la ercillesca «selva espesa / de matorrales y árboles cerrados» (30) antes de la choza del hechicero Guaticolo y la «selva de árboles horrenda» (46) como antesala de la cueva de Fitón, en el Canto XXIII de La Araucana. También recuerda la floresta cerca de Jerusalén de donde las tropas de Godofredo de Bullon no pudieron extraer más madera por estar infestada de demonios que espantaban a cualquier ser humano, según la Jerusalén libertada de Torquato Tasso (XIII y XVIII). En el bosque araucano de Oña encontramos, sin embargo, «una plácida floresta, / do nunca ofende el sol ni daña sombra» (II 11). En tal lugar, los araucanos se entregan a una fiesta en la que «con sus cantares, bailes y placeres / hicieron oblación a Baco y Ceres» (II 11), divinidades clásicas a las que más tarde se sumará Venus. La bacanal se presenta así con rasgos griegos, aunque no por eso la principal entidad invocada deja de ser nativa: «Pillán, espiritu malino» (13). Equiparado al demonio y ciertamente con los mismos rasgos del Eponamón de La Araucana, el dios local se hace propicio en tal atmósfera de abundante chicha, griterío y bailes. La presencia de tales prácticas en el poema demuestra el (interesado) conocimiento de Oña de la población nativa, conocimiento en el que, obviamente, excede a Ercilla.
Pasemos ahora a la mención de uno de los rituales más sorprendentes, que revelan la compenetración –ciertamente oblicua– del poeta con la cultura indígena. Se trata del pasaje del ibunché, ser maligno y cadáver viviente que sirve de intermediario entre un brujo y el «demonio». Así lo presenta el mirador criollo:
En esta gruta lóbrega y tremenda
do los piramidales del Titano
para poder entrar no tienen mano,
por más que por el sótano los tienda;
está sobre unas andas ¡cosa horrenda!
tendido un ya difunto cuerpo humano,
sin cosa de intestinos en el vientre,
porque su dios en él más fácil entre.
El nombre es ybunché del insepulto,
y cuando el dueño de él y de la cueva
quiere saber alguna cosa nueva
de mucha calidad y fin oculto,
con gran veneración, respeto y culto,
(que en esto el indio rudo nos las lleva)
entra por senda angosta y desmentida
para que no le sepan la guarida
(II 54-55).
Entre los críticos literarios, María Rosa Lida de Malkiel había notado –desde su magistral estudio sobre Juan de Mena en 1950– la larga tradición literaria detrás del pasaje sobre el ibunché en Oña, al que llama «la más singular reelaboración de este motivo [del cadáver hablante]». Su erudita lista de antecedentes y seguidores necrománticos se compone de Catulo y Mena, entre los primeros; Oña, Jacinto de Herrera (en su comedia Hazañas del Marqués de Cañete) y Antonio de Eslava (en su Noches de invierno), entre los segundos (505-507). Las genealogías de la estudiosa se limitan, sin embargo, a las fuentes literarias.
Poco después, en 1952, Salvador Dinamarca alude a las recopilaciones del folclore chileno hechas por Vicuña Cifuentes en su libro Mitos y supersticiones (publicado por primera vez en 1910 y sumamente ampliado en una tercera edición de 1947), pero no llega más lejos. Miguel Ángel Vega, en 1970, refiriéndose al ya citado Dinamarca, registra el pasaje del Arauco domado como el único caso de exactitud etnográfica (82). Pero como hemos visto, el conocimiento y acomodamiento de la cultura indígena parecen ser en Oña mucho más complejos de lo que la mayor parte de la crítica ha podido explorar.
Distintas versiones se refieren al ibunché como un ser deforme que habitaba encerrado por el brujo en una cueva, que tenía la cara mirando hacia atrás y le emergía un pie por la espalda (Vicuña Cifuentes 82). También, que era alimentado con carne humana y servía como instrumento para propinar daños a quien el brujo señalara. Lo más importante es quizá el hecho de que las etimologías que recoge Vicuña Cifuentes coinciden con el sentido de que el nombre ibunché se compone de ivún (‘pequeño ser’) y che (‘hombre’). Otra etimología es más específica: «ivum o ivùm, animales pequeños cuadrúpedos, o monstruos, y che, hombre, gente en general». Esta última es extraída del Diccionario araucano-español del Padre Andrés Febrés, compuesto en 1765, y apunta de manera más clara a un universo «maligno» en el que tanto el brujo como el ibunché se coaligan fuera de lo profano. El ibunché sería, por lo tanto, un «pequeño ser [humano] monstruoso», animalizado por oficio del brujo para servirse de él y ejercer su poder.
De ser cierto lo señalado por Vicuña Cifuentes en sus recopilaciones etnográficas, el ibunché de Oña puede ser el producto de un entrecruzamiento de distintas formas de rito funerario entre los antiguos nativos, sin dejar de mencionar las reminiscencias que despierta del Golem de la antigua mitología cabalística (Muñiz-Huberman 31-32). Asimismo, el pasaje recuerda las estrofas del Laberinto de fortuna (Mena, coplas 238-265) que se refieren a los hechizos de la maga de Valladolid para encontrar un cadáver que le sirviera de instrumento de transmisión de los designios infernales y las disposiciones de la Fortuna en relación con el condestable don Álvaro de Luna. Los pasajes de Mena sobre las pociones preparadas por la maga son a su vez transformaciones de la Bellum civile o Farsalia (Lucano, VI, versos 672-676), y la búsqueda del cadáver recuerda la análoga de Ericto en los campos de Tesalia para hallar «al desgraciado cadáver destinado a vivir», el cual «es colocado bajo un elevado peñasco de un hueco monte» (Lucano, versos 637-641). Como se ve, pues, el tópico del cadáver hablante en una cueva tiene también una larga tradición textual (Lida de Malkiel 505-507). De manera interesante, la estudiosa nos recuerda que el Fitón de Ercilla también tenía la capacidad de invocar a los muertos y hacerlos hablar, aunque no practicaba el ritual (XXXIII 41). Este detalle, sumamente ampliado e ilustrado por Oña con el ibunché, nos revela nuevamente la ansiedad de la voz poética por encontrar su propia autoridad discursiva mediante la autocomplacencia en la abundancia de detalles extraídos de su experiencia americana. En Oña tenemos el caso de un letrado de frontera que asume una posición de saber práctico de la tierra y de los vasallos indígenas de la Corona que indirectamente lo facultaría a un poder administrativo:
Helo sabido yo de muchos dellos,
por ser en su país, mi patria amada,
y conocer su frasis, lengua y modo,
que para darme crédito es el todo
(II 57).
3. El criollo opina sobre la encomienda
Pasando al Canto III, observemos que la alabanza de Oña sobre la moderación tributaria, el límite de edad, el alivio en las labores mineras y otras medidas en favor de los indios atribuidas a don García constituye, paradójicamente, una enumeración implícita de remedios posibles para la situación criolla. David Quint (173) observa también este punto, que sin duda aparta a Oña del latente lascasismo que se puede encontrar en algunos pasajes del poema de Ercilla70. La posición de Oña es coherente con lo que él entiende como la inmanente capacidad de los indios araucanos para convertirse en labradores súbditos bajo el control de los encomenderos «sin excesos» (Quint 174). En efecto, los abusos de los encomenderos fueron inmediatamente percibidos por don García y expresados por Oña:
¡Oh, qué desaforado desafuero
usado con los pobres naturales!
¡Oh, qué de imposiciones desiguales
en gente que era al fin de carne y cuero!
¡Oh, siempre viva hambre del dinero,
disimulada muerte de mortales,
polilla de las almas gastadora,
hinchada sanguijuela chupadora!
(III 21).
El maltrato a los indios como enfermedad social y como alimaña maligna constituye una de las metáforas más persistentes a lo largo de la obra. Es lógico, pues, que la calificación de don García como «médico tan sabio» en la estrofa siguiente –y «como sabio médico» en la estrofa 56 del Canto VIII– se convierta en la contraparte tropológica correspondiente. Vemos así que algunos de los rasgos del género arbitrista se introducen en el discurso épico, reconfigurándolo y convirtiéndose en elementos útiles para la heroificación del personaje central. Sin embargo, la condición de súbditos «rústicos» o «menores» –como catalogaba a los nativos la legislación de Indias (Ots Capdequí 24)– junto con la obligación de que se les otorgara tutela material y espiritual, favorecía a largo plazo la situación de los descendientes criollos de esos encomenderos que cumplirían con los mandatos «curadores» del médico político hispano. En este sentido, la lectura de Quint y la de otros críticos de Oña merece una discusión más contextualizada e histórica, que desentrañe la complejidad de la figura de don García a la luz de sus actitudes frente a los conquistadores viejos o baqueanos del Virreinato peruano, y en favor de sus propios colaboradores, así como a partir de un examen de la documentación legal de su momento.
Vayamos al texto. Desembarcada la expedición de don García en La Serena (también llamada Coquimbo) en abril de 1557, el gobernador evaluó la situación de los indios sometidos y encomendados, quizá como parte de una estrategia general cuyo objetivo último era atraer a los araucanos aún ajenos a la órbita cristiana y prevenir rebeliones de aquellos ya bautizados. Oña no duda en expresar sus elogios hacia don García por las reformas que aplica a la institución de la encomienda, sin abolirla. Así, el Canto III nos dice:
Mandó que de los indios que tuviese
el ávido vecino encomendero
para labrar el cóncavo minero,
el sesmo solamente se le diese;
y que éste de varones sólo fuese,
guardando al sexo tímido su fuero,
los cuales a sesenta no llegasen,
y que del sesto décimo pasasen.
Ordena juntamente que del fruto
de los veneros fértiles sacado,
también al indio el sesmo fuese dado
como en retribución de su tributo;
y que cualquier vecino al estatuto
fuese para los suyos obligado,
partiéndoles el sábado postrero
la dicha sesta parte del dinero.
(III 27-28).
Los encomenderos, entonces, no debían obligar a más de la sexta parte de sus encomendados a trabajar en las minas. Las mujeres quedaban excluidas y solo trabajarían los varones entre 16 y 60 años de edad (27). Asimismo, como compensación por su trabajo, los indios debían recibir cada último sábado del mes una sexta parte de la ganancia extraída de las minas (28). Más adelante se añade que en estas habría alcaldes para evitar abusos, y que la comida, a cargo de las mujeres, debía transportarse en mulas a fin de evitar esfuerzos e injusticias innecesarios (29). Asimismo, debía darse alimentación suficiente a los encomendados, incluyendo carne tres veces por semana (30). Como se ve, ni don García ni Oña adoptan la posición antiencomendera de Ercilla, sino todo lo contrario, tratan más bien de modificar la institución dentro de un marco de protección al indígena, pero sin socavar en lo fundamental los beneficios de los encomenderos.
Estas disposiciones no fueron en absoluto invención poética de Oña ni reparación discursiva a posteriori (casi cuarenta años después de los hechos narrados en el Canto III). Es muy posible que Oña tuviera acceso a las Tasas del licenciado Hernando de Santillán, que viajó con don García en la expedición como teniente general, cargo equivalente a lo que sería un vicegobernador. Si bien las medidas fueron anunciadas poco después de la llegada a Chile, según el poema, solo se decretaron oficialmente como ordenanzas el 20 de enero de 1559, cuando ya se habían dado las principales batallas y refriegas con los araucanos y muchos de estos se encontraban sometidos al poder español tras la muerte de Caupolicán.