Kitabı oku: «Historia crítica de la literatura chilena», sayfa 9
Las inconsecuencias más notables y señaladas del poema tienen que ver con promesas incumplidas en la proposición introductoria. En el exordio se sostiene que el poema cantará de cosas verdaderas de las cuales el poeta es testigo o que, cuando no lo sea, evaluará la información ajena en la parte que no corresponde a su presencia en Chile. Para reforzar esto, obviamente, renuncia a la invocación de las Musas. Sin embargo, el poeta a continuación nos ofrecerá sueños de conocimiento portentoso, sueños proféticos, incluida una «profecía de España» en que los portavoces son la diosa Belona, diosa mitológica de la guerra, y la Razón, ficción personificada de la ley que rige los grandes destinos humanos. En otro momento presentará la visión del Apóstol Santiago, atestiguada por los indios. Más tarde, nos presentará mágicas revelaciones de lo distante y global en el espacio (Mapamundi) y en el espacio y el tiempo (el combate de Lepanto) en una visión de futuro, producidas ambas por el mago Fitón ante la mirada atónita del poeta.
Digamos aquí, una vez más, que sueños y milagros y mágicas revelaciones, introducidos en La Araucana, no rompen la verosimilitud de la narración para la tradición literaria ni para el lector del siglo XVI. Desde la Biblia a Freud, el sueño aparece cargado de fuerza reveladora abierta a la interpretación.
Los milagros e historias de casos fabulosos contados por el pueblo, vox pupuli, vox dei, que algunos han visto como un rasgo de medievalización de los poemas y crónicas hispanoamericanos, aparecen avalados como verdad del pueblo, dato no despreciado en la folklorización de la historiografía hispanoamericana colonial. La magia podía encontrar en Francisco de Victoria, por ejemplo, la distinción entre su efectividad como experiencia y poder que no se debía ignorar y su condena moral por ser conocimiento diabólico y por tanto repudiable. La introducción de esta variedad de formas de experiencia no rompe entonces la verosimilitud en la medida en que corresponde a las creencias ordinarias, y no desrealiza el conocimiento ni la experiencia personal.
Una inconsecuencia más aparente y de justificación poética y emblemática se da al caracterizar primeramente al pueblo araucano como un pueblo del que se dice: «Venus y Amón aquí no alcanzan parte / sólo domina el iracundo Marte»
(I, estrofa 10), mientras a continuación, antes de terminar la primera parte, aparece la materia de amor y más tarde la justificación tardía de su inclusión. Más aun, en la segunda parte de manera importante, y menos importante en la tercera, se narran series de episodios en que se representan personajes femeninos de esposas y viudas y fieles que expresan su desvelo o narran al poeta la historia de su amor o de sus vidas: Guacolda, Tegualda, Glaura, Lauca y Fresia, esta última como para recuperar la coherencia de la descripción etnográfica inicial. Esta serie describe una curva mediante la cual las mujeres araucanas son caracterizadas con manifiesto sobrepujamiento de las más grandes heroínas bíblicas o clásicas, para ponderar su fidelidad y amor. Estas historias pueden ser vistas como derivaciones secundarias de la caracterización del pueblo araucano hecha en el exordio y dispersas, luego, en otras instancias narrativas. Afirman la humanidad, la delicadeza y la racionalidad de las indias y, por extensión, del pueblo araucano.
Cuando el crítico biográfico ha sugerido la posible alusión a la frustración amorosa del poeta antes de venir a Chile –que habría causado su viaje–, está leyendo libremente estos signos étnicos con la misma actitud de Tácito en su Germania. La etnografía no se detiene en lo pintoresco o característico como haría el romántico, sino en el valor ejemplar que adquieren las virtudes del «otro» para fustigar los vicios o limitaciones de los propios. Esto es parte del tacitismo del poema. Por otra parte, la crítica no ha parado mientes, como hemos señalado, en el dato etnográfico que señala que los mapuche se hacían acompañar de mujeres en la guerra y que la frecuencia de la aparición de las figuras femeninas en las guerras de Chile se justifica de esta manera. El poeta lo señala así en el prólogo «Al lector» de la primera parte, y las representa persiguiendo a los españoles en fuga o viendo luchar y morir a sus maridos, como hemos visto. Es cierto que ello va en ocasiones acompañado del comentario cómico de que «por una viuda que lloraba diez saltaban de alegría», lo que, otra vez, resulta insólito en la epopeya y ofrece un caso más de contaminación con la épica burlesca de los italianos y tal vez la ruptura más violenta con el género épico tradicional.
Ahora bien, la contradicción fundamental que sostiene el poema y que es ideología del poeta por encima de toda otra cosa, se simboliza en la oposición del verde y el rojo. La representación de la guerra escoge episodios de brutal y sangriento desarrollo, en que la ferocidad de la lucha alcanza extremos de extraño horror. En ellos, las partes mutiladas de los cuerpos salen disparadas en todas direcciones y la sangre corre en arroyos que manchan la naturaleza indiferente. El espanto acumulado de estos hechos fatiga no solo al lector sino al poeta mismo. En esta fatiga y hastío justifica el poeta su distracción en historias de amor, de casos mágicos y prodigiosos.
Esta apoteosis de la Edad del Hierro es la que conduce al poeta a complacerse al final de haber encontrado la verdad en el suelo, el paraíso en la tierra. El poeta buscador del mito ha creído hallarlo encarnado en el mundo de los generosos chilotes. El acceso a este mundo está preparado por un rito de pasaje, por el cruce de una selva selvaggia por donde los arrojó la malicia de Tunconabala.
El abandono del paraíso encontrado devolverá nuevamente al poeta al mundo de la violencia y el rigor. Al incurrir en el desacato de D. García, es condenado a muerte, y cancelada esta condena, se le destierra; no encuentra satisfacción en el Perú; enferma en Panamá; sirve en Europa al rey sin gratificación o sin sentirse justamente remunerado. Todo ello hará desembocar la vertiente autobiográfica en la ascética decisión de dejar el canto por el llanto iluminado finalmente por la epifanía, que es revelación y transformación interior.
Tenemos en La Araucana de Ercilla un poema épico, un poema de estilo sublime. Pero un poema de estilo sublime que no excluye el estilo medio, dulce y amable de los idilios indígenas, mezclado con el serio, las más de las veces trágico; ni rehúye el estilo bajo correspondiente al tratamiento de indios bárbaros e infieles servidores del Demonio, enemigos de los españoles. En tal sentido, resultan equiparables si no peores que los franceses a que el español se opone en San Quintín, o que el turco que combate en Lepanto contra la alianza cristiana o que el portugués que disputa a Felipe su legítimo derecho a la sucesión del trono lusitano. El estilo bajo admite en el poema el tratamiento cómico de ciertos momentos de la participación de las mujeres araucanas en la guerra. Tal vez la modificación más insólita que se halla en el poema. Quedará claro que en la convergencia de los grados de seriedad y de comicidad en el tratamiento de los araucanos el mundo se hace ambiguo y la extrañeza se acentúa y se relativiza al mismo tiempo.
En atención a los géneros de decir retóricos, el poema concede marcada prioridad al discurso demostrativo como correspondiente a la alabanza y al vituperio y a un uso variado y extenso de los tópicos correspondientes. Da cabida no poco importante al discurso deliberativo en todo aquello que critica o disputa el comportamiento de los hombres y sus gobernantes. Tampoco deja de lado el discurso judicial que toma la causa del imperio y defiende el uso justo de la guerra para dirimir las situaciones en las cuales la razón no ha sido atendida. El exordio del canto XXXVII, que abre el último canto del poema, es por sí solo una exposición de los argumentos que legitiman los derechos de Felipe al trono portugués. Si nos atenemos ahora a los géneros y modos discursivos, tenemos epopeya, tragedia, comedia y sátira; biografía, autobiografía, memorias, confesión; historia, crónica, anales; etnografía; idilios, casos; hagiografía, panegírico; tratado de regimine principum, tratado político y tratado moral.
Desde el punto de vista de sus determinantes estilísticos, el poema se construye sobre la versificación única de la estrofa de octava real y del verso endecasílabo que la caracteriza. A dicho verso Ercilla introduce toda la variedad de sus cláusulas acentuales con indudable maestría, que mereció el elogio de sus contemporáneos casi exclusivamente, incapaces de comprender la novedad del poema. En un poema de la extensión de La Araucana, el esfuerzo constante del poeta consiste en barajar la monotonía de estas formas constantes con la variedad posible. Lo mismo acontece con los otros recursos estilísticos, el epíteto, la comparación, la descripción del paisaje, el retrato, los ingentes catálogos de guerreros españoles e indios, etcétera.
Para concluir, La Araucana es un poema épico singular cuya visión del mundo cristiana y providencialista sujeta a la historia y deja a los hombres a su libre albedrío, armonizando el destino social y personal e interpretando el sentido del universo en sus diversas facies.
La universalidad no excluye la particularidad, pero impone un orden y una jerarquía capaces al mismo tiempo de extranjerizar y de reconocer al otro como semejante, de rechazar y atraer. Esta ambigüedad marca y distingue al poeta y, por encima de todo, explica la percepción del otro en términos de lo extraño y admirable que le permiten coparticipar del aura heroica y sublime, y que no tiene comparación en la literatura de la época.
La Araucana es una epopeya, una obra de estilo sublime que no rehúye los otros niveles de estilo y que, más allá de esto, en una comprensión definida y singular del género sublime, que admite la inclusión de una enorme variedad de tipos de discurso y géneros de decir y toda la gama imaginable de recursos estilísticos propios de las formas más elevadas. Para quienes se envanecen con la conciencia de vivir hoy en día una época excepcional de la historia de las letras por la real o supuesta libertad con que se utilizan, cuando no se ignoran las formas preestablecidas y se rompen las aparentes normas de la literatura precedente, el conocimiento de la obra de Ercilla puede ser una lección edificante. La libertad y el genio con que Ercilla, o Cervantes, utilizaron el acervo literario heredado, culto o popular, clásico y vernáculo, debiera sacarlos del engaño. Y debiera llevarnos a todos a la convicción de que al lado de una visión estereotipada de la retórica y de la crítica, había ya en el siglo XVI, y aun mucho antes, una taxonomía razonable y un mirar con visión libre y refrescante, en particular, las admirables obras del género sublime en las cuales se admitía y a las que se caracterizaba por el empleo y la concurrencia de todos los medios literarios. Una temprana concepción, entonces, de la obra o del estilo total, en la que tradición e innovación se dan la mano. La Araucana de Ercilla lleva a cumplimiento singular esta posibilidad del género, se encierra en él y se escapa, nos trae y nos lleva, nos toma y nos deja, una y mil veces, para entregarnos, finalmente, lo que permanece y unifica lo diverso: la suprema libertad de su canto épico.
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