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4. Tercera parte: la letra ciudad letrada resignificada desde Chile

En Chile, al igual que en el resto del continente, la escritura alfabética llegó con la hueste de conquista y se asentó en la ciudad. Junto con los conquistadores y la letra viajó un conjunto de prácticas de registro y comunicación provenientes del viejo mundo cristiano occidental, las que se adaptaron a las nuevas circunstancias, desarrollándose de formas y con tiempos diversos.

Aunque los tipos discursivos son numerosísimos, no son infinitos, ya que responden a maneras de hacer instituidas y aceptadas socialmente. Entre los que predominan en el Chile colonial, podemos mencionar la carta de relación, escrita para informar al rey de las acciones desplegadas en su nombre y pedir a cambio la retribución esperada; la historia y la crónica, para registrar hechos considerados notables, dignos de memoria, presentes o que constituían una cierta genealogía del presente; la descripción de la tierra y sus habitantes conforme a modelos que se irían afinando con el paso de las décadas hasta cristalizar en cuestionarios detallados; así como también prédicas, confesionarios, catecismos, libros parroquiales, contratos, conciertos, testamentos, inventarios, cuentas, mapas, comunicaciones epistolares y, de manera creciente, todos los actos de gobierno. Si ampliamos aún más la mirada, junto con estos escritos podemos incorporar otras modalidades fundamentales mediante las cuales se fijaron y comunicaron significados: la pintura mural y de caballete, la escultura, la vestimenta, los estandartes, las prácticas rituales y performativas asociadas a la toma de posesión, a la imposición del dominio concreto sobre el territorio y sus habitantes, y a la práctica religiosa, entre muchas otras. Estas otras formas de registro o comunicación no deben ser olvidadas, ya que guardan con la letra estrechos vínculos en su producción y, sobre todo, en su circulación y recepción.

En torno al escrito quedan implicados, en un primer nivel, aquellos que integran el pequeño mundo de los conocedores de la lectura y la escritura. Sin embargo, la literacidad alfabética no es un estatuto unívoco, es decir, no todos quienes manejan la lecto-escritura lo hacen del mismo modo ni con la misma frecuencia, ni dominan tampoco todos los modelos y formatos de su despliegue histórico específico. Por el contrario, esta cercanía, habilidad o destreza se despliega en un amplio abanico de posibilidades. Allí están los letrados formados en las universidades, conocedores además de un corpus de saber normalizado que abarca disciplinas y autores; los escribanos, notarios y amanuenses que dominan –según su pericia y estatus al interior de la institución notarial– dimensiones diversas de los protocolos del registro comercial, testamentario, judicial, administrativo y, completan, copian y pasan en limpio los documentos legales; todos quienes han aprendido las primeras letras en las escuelas parroquiales, y que conservan diversos grados de familiaridad o cotidianidad con el registro escrito, sus autoridades y sus procedimientos; y también quienes únicamente han debido consignar una rúbrica o firma en un documento ocasional; o quienes pueden leer, porque la han memorizado, alguna consigna escrita en el muro de una iglesia. Sobre todo en las primeras décadas, se trata de habilidades adquiridas en las ciudades y pueblos de la península ibérica. Con el correr de los años, esta función se traslada mayoritariamente a las instituciones creadas en América.

Pero en un segundo nivel, la letra afecta a todos quienes quedan incorporados a la sociedad colonial en construcción. Ciertamente, implica al gobernador en su relación con el virrey y la corona, al gobernador y sus lugartenientes, a los miembros de la Audiencia que tiene jurisdicción sobre el territorio, y a los cabildos y sus diversos integrantes en relación con todos los actos de gobierno. Pero también a quienes dejan consignada ante notario su voluntad o algún acuerdo entre particulares, lo hagan una vez en la vida o recurrentemente en relación con sus actividades comerciales o productivas; a los párrocos que registran bautismos, matrimonios, defunciones, pero también los bienes de la Iglesia; a todos quienes apelan a la justicia y dejan constancia de su súplica, petición o testimonio por medio de la escritura de otros; a quienes escriben cartas o guardan anotaciones sobre su quehacer económico o sus obligaciones fiscales; a quienes poseen, entre sus bienes, unos pocos o muchos libros impresos o registros manuscritos.

4.1. Actores, espacios de enunciación y prácticas de escritura

La posibilidad de la escritura está dada, en los siglos coloniales, no solo por el hecho específico de saber escribir o de saber leer en sí mismo –restringido principalmente a hombres en tanto práctica para lo público–, sino por las reglas de dicha escritura y la autorización para hacerlo tanto por mandatos específicos de informar, recopilar, registrar y recoger. Esta autorización tampoco funciona en el marco de una relación voluntaria y libre de comunicación, sino que se autoriza tanto desde instituciones sociales formalizadas en estructuras públicas reconocibles en la forma de cargos o funciones, como de instituciones que articulan las relaciones de poder jerárquicas y desiguales por definición en una sociedad de antiguo régimen: el rey autoriza al vasallo; la Real Audiencia escucha y transcribe la voz del indio, la mujer, el esclavo o el niño; y el confesor el de la mujer devota. El uso libre de la pluma no es una metáfora del uso de la escritura en relación a la articulación de un individuo moderno y una subjetividad de igual tenor, es la operación de reglas y protocolos específicos para decir. No obstante, la posesión de la tecnología de la escritura y el acceso a papeles y tiempos propios para ejercer autónomamente dicha práctica es parte de un proceso que desborda lo colonial, pero que requiere de una operación de desmontaje de lugares comunes asociados a la cultura de la letra para poder comprender cómo se producen transformaciones sustantivas en las relaciones de poder que autoriza el saber escribir y el acceso al repertorio de libros circulantes.

Vale la pena preguntarse cómo inciden las ideas hasta ahora presentadas en la constitución social de ciertas autorías y el reconocimiento de ciertos tipos de textos. Una revisión general de este corpus –ampliamente desarrollado en este volumen– permite discernir un conjunto de figuras masculinas que se reconocen a sí mismos como españoles, nacidos en diversos rincones del Imperio hispano, una parte de cuya producción permaneció manuscrita46. Sin embargo, es necesario detenerse a pensar en esas figuras de autor, pues muchas veces bajo un nombre pueden reconocerse otras voces y otras manos que encargan, mandan, validan, censuran, copian, duplican, recortan, enuncian. Allí están el propio rey, las reglas de la escritura, también el confesor o provincial de orden, el editor o impresor, el secretario, el archivo: una red de instituciones, personas y papeles que hacen posibles los escritos que han llegado hasta nosotros. Sabemos, entonces, que las llamadas cartas de Valdivia son expresión de un scriptorium de la conquista, en el que intervienen diferentes tipos textuales y actores (Ferreccio 42, 47); que circularon versiones manuscritas de crónicas y relaciones, permitiendo diversos ejercicios de reapropiación en escritos posteriores, redactados en lugares distantes; que La Araucana, escrita siguiendo una codificación prestablecida, fue a su vez modelo para otras obras que recogieron sus temas y figuras; que la Histórica relación del Reino de Chile del padre Alonso de Ovalle (1603-1651), impresa en Roma en 1647, ha de entenderse como parte de la política de consolidación de la orden jesuita en un espacio mundializado; que los testamentos, aunque siguen las prescripciones del formato, incorporan en las cláusulas sagradas y profanas la voz de los testadores, mujeres, indios, negros libres, por citar solo algunos ejemplos47. También que las noticias de la tierra que presentan los funcionarios hispanos al rey son resultado del diálogo entre agentes coloniales y actores indígenas, un diálogo que, aunque asimétrico, permite indagar en la voz de los vencidos, quienes presentan, jerarquizan o invisibilizan sus propios conocimientos sobre su entorno mediante formas aún insuficientemente estudiadas.

Se ha destacado la novedad que comportan los escritos americanos de carácter histórico-narrativo, pues conceden protagonismo a los actores de la conquista y a las particulares cualidades del territorio de las Indias y no solamente a la figura del rey.

Para el caso chileno, resulta de gran relevancia la tradición épica iniciada por Alonso de Ercilla con La Araucana (Primera parte 1569), «el primer libro compuesto sobre Chile en un contexto en el cual la imagen fundamental y primera que se tenía de Chile es que constituía dentro del Imperio Español en las Indias una frontera y desconocida tierra de guerra» (Biotti 59)48.

Las órdenes religiosas cumplen en este contexto una función fundamental. A la gobernación de Chile llegaron mercedarios, dominicos, franciscanos, agustinos y jesuitas, quienes erigieron templos en Santiago y en otros espacios urbanos y de frontera. Cumpliendo con sus reglas y el mandato regio, crearon escuelas, colegios y misiones para que asistieran niños y jóvenes. En Santiago, la Universidad Pontificia de Santo Tomás de la Orden de los Predicadores registra sus primeros graduados en 1631; allí se imparten las cátedras de teología dogmática, teología moral y artes y se otorgan los grados de bachiller, licenciado y maestro en artes, y doctor en Teología (Ramírez 107).

En estas instituciones se forman los propios sacerdotes, aunque también miembros de la élite hispana, caciques o niños huérfanos, según el caso. Acá son particularmente importantes los conventos femeninos, pues aunque acogen un número acotado de religiosas en este periodo49, resultan de gran impacto cultural, visto porcentualmente respecto de las personas que podían escribir o leer. Los conventos femeninos en particular –en clausura y encierro obligado a diferencia de las variantes de vida religiosa para los hombres– constituyeron un espacio privilegiado para el ejercicio de la lectura y la escritura de mujeres, que involucra además de diversas maneras a novicias, sirvientes, esclavas y otras educandas. La escritura conventual, a diferencia de la administrativa, permitió el ejercicio personal, individual y subjetivo de la escritura, mostrando las particularidades de una sociedad colonial en la que la rigidez de la norma paradojalmente genera espacios de libertad custodiados pero posibles50.

Las órdenes religiosas tuvieron entre sus misiones prioritarias la evangelización de la población indígena, lo que pone la cuestión de la lengua y la comunicación de la doctrina cristiana en el centro de la atención. Como expresión de la política impulsada en América por medio de las diversas órdenes y de sucesivos concilios, los jesuitas se dan a la tarea de registrar y formalizar la llamada lengua general de Chile. Expresión de esta práctica de lingüística misionera es el Arte y Gramática general de la lengua que corre en todo el Reyno de Chile del padre Luis de Valdivia, obra impresa en Sevilla en 1684, con licencia de Lima en 1606. Este libro contiene un estudio de la gramática del mapudungun y un breve apartado sobre pronunciación y ortografía, seguido de un vocabulario del mapudungun al castellano. Tan importante como lo anterior, la obra presenta un compendio de la doctrina, un catecismo breve (llamada para los rudos) y un confesionario en la llamada lengua de Chile, distinguiendo aquella que se habla en Santiago y la Imperial51. Se trata de instrumentos fundamentales para la inculcación de los preceptos y prácticas religiosas que busca imponer el catolicismo, los cuales debían enseñarse en lengua de indios, según dictaba el III Concilio Limense.

Pero este libro es solo una huella de un proceso más amplio. La presencia del mapudungun en diferentes contextos sociales y territoriales, su relevancia en ámbitos comunicativos diversos como los Parlamentos, su relación con el castellano y con otras lenguas indígenas durante este periodo, son cuestiones aún insuficientemente estudiadas52.

Decir cultura escrita, prácticas de escritura y lectura remite tradicionalmente a la cultura del libro, esto es, a la relación que se ha establecido entre circulación del conocimiento, autoridades y bibliotecas. Esta relación tiene una materialización particular en el mundo cristiano, fundamentalmente en los espacios conventuales o en las bibliotecas privadas de dignatarios y funcionarios. En los breves ejemplos que hemos mostrado, esta relación también se evidencia en la diferencia entre autores agentes de la conquista y la colonización cuyos textos circularon manuscritos y fueron impresos fundamentalmente en el siglo XIX, como los llamados cronistas de Indias, y aquellos textos que sí vieron la luz en letras de molde en el propio momento, cuyos autores fueron religiosos. Incluso para el caso de la escasa relevancia que se les ha dado a los escritos de mujeres, esta premisa también se cumple, puesto que la única mujer publicada e impresa en Lima en 1784 fue una monja, Sor Tadea García de la Huerta, autora de la Relación de la inundación del río Mapocho. La noción de biblioteca, asociada a una colección o conjunto de libros reunidos en anaqueles que los resguardan y ordenados de acuerdo con criterios temáticos o de autor, se concretó en los conventos que arquitectónicamente destinaron espacios privilegiados y centrales en la organización de la vida cotidiana de las órdenes recoletas y los conventos femeninos. La oración se asocia a lecturas específicas, así como el estudio personal para una mayor perfección espiritual.

Aún son escasos para Chile los estudios sobre las bibliotecas coloniales, puesto que ellas son todavía de propiedad de las órdenes –en tanto aquí no se dieron los procesos de expropiación anexos a las independencias como en el caso de México– y el acceso sigue siendo restringido. Un caso particular es el de la biblioteca de la Recoleta Dominica, hoy en administración de la DIBAM y por tanto accesible para la investigación, y el del Convento Franciscano en el centro de Santiago –asociado al Museo Colonial, que se encuentra en sus dependencias–, cuya biblioteca tiene gran valor por sus más de quince mil volúmenes en estanterías originales del siglo XVII, modificadas por ampliación de los repertorios. La expulsión de los jesuitas en el año 1767 –orden de gran importancia para la educación colonial por su labor gramática ya señalada, la administración de colegios y labor misionera– permitió que su patrimonio libresco quedara en custodia de la orden dominica y accesible en la biblioteca referida, así como en las colecciones públicas de la Biblioteca Nacional, donde recientemente la historiadora del arte Constanza Acuña hizo visibles los ejemplares del destacado jesuita Athanasius Kircher (2012).

En el ámbito de los conventos femeninos, de los cuales no queda marca alguna en el trazado central de la ciudad donde se ubicaron, la huella de las bibliotecas sigue siendo un enigma. Las colecciones pictóricas han tenido una actualización reciente de la mano de proyectos de restauración que han permitido conocer este patrimonio enclaustrado en museos nacionales53. Sin embargo, el conocimiento de las bibliotecas es un desafío pendiente totalmente necesario para reconstruir el campo de la circulación del libro y la constitución de una comunidad lectora. El caso del convento de dominicas de Santa Rosa de Santiago representa la riqueza de esa posibilidad, pues es material fundamental para situar la escritura del segundo escrito de monja rescatado para el caso chileno: sor Josefa de los Dolores Peña y Lillo54. Los libros circulaban fuera del convento, como lo muestra la presencia de un ejemplar de las dominicas en la Universidad de Chile, las inscripciones que los propios textos portan: devuélvase este libro a tal convento, o las recomendaciones de lecturas que las propias monjas hacían a sus conocidos o los confesores a ellas.

El estudio de las bibliotecas coloniales es un amplio campo a recorrer para el caso de Chile, que permitirá ampliar el escaso repertorio de bibliografía publicada sobre el tema y que todavía tiene en el texto pionero de Isabel Cruz (1989) su único antecedente para las bibliotecas personales. Sabemos también que en el proceso de independencia, el gesto de donar libros de las bibliotecas privadas religiosas y laicas a los nuevos espacios públicos como el Instituto Nacional (1813), la Biblioteca Nacional (1813) y la Universidad de Chile (1842), fue central para configurar la república de las letras en torno a la constitución de una bibliografía y unas bibliotecas que también acogieron los restos de las instituciones religiosas tales como la Real Universidad de San Felipe y el Colegio de San Carlos (Araya, Biotti y Prado 2013).

4.2. Cultura escrita, imprenta y públicos: el tránsito de lo colonial a lo republicano 55

Si para los siglos anteriores los documentos manuscritos son los registros privilegiados para la reconstrucción historiográfica abordada bajo criterios contemporáneos –es decir, desde la década de 1950 en adelante–, esto no quiere decir que se haya dejado de interpretar los procesos de la segunda mitad del siglo XVIII en relación con la llamada Ilustración y la circulación de las ideas en nuevos formatos de escritura impresa. De hecho, se trata de un tema de investigación actual que se estudia desde las premisas de la nueva historia cultural, en particular del libro y la lectura. Hay que decir, en primer lugar, que el libro impreso no copaba las posibilidades de configuración de un campo de la cultura escrita, tal como lo ha demostrado Ariadna Biotti en una exhaustiva revisión de inventarios (que van de 1688 a 1888) que nos muestran una amplia variedad de papeles, autores y formatos de libros en colecciones de personajes de cultura letrada en diferentes escalas (2015). No obstante, la presencia del impreso y de la imprenta como herramienta para la producción local de «ideas» es un factor que tensionó la relación de dependencia con España, en tanto efectivamente abre paso a una escena de debates –restringidos o no– con convicción respecto al uso de la razón en público, lo que permitía explicitar de un modo nuevo la opinión que se podía tener respecto del poder, de los sujetos bajo ese poder y de los llamados a hacerse del poder.

En Chile, la imprenta propiamente tal no apareció sino hasta 1812, pero en cuanto se dispuso de ella, fue utilizada en forma práctica, rápida y eficaz para reaccionar a la inesperada situación desencadenada en 1808. Ejemplo de lo expuesto se encuentra en los llamados primeros impresos chilenos, en los cuales encontramos tanto una apelación abstracta al pueblo, como una generalizada opinión negativa respecto del llamado «bajo pueblo». Mientras unos planteaban abiertamente que concebían la sociedad desigual como natural, otros le hablaban a un público sin rostro pues necesitaban a la población para combatir. Leonardo León ha sostenido, para el caso chileno, que la actitud «antipopular de la elite» es elemento significativo en las guerras de independencia: «no se puede ignorar que el trasfondo del proceso histórico que tuvo lugar durante ese período fue teñido por el terror que inspiraban a los patricios la inmensa masa de hombres y mujeres de piel cobriza que desde el anonimato hacían sentir su presencia en la escena nacional» («Reclutas…» 251).

A diferencia de los centros virreinales americanos, en el «Reino de Chile» (nombre usado tanto en impresos patriotas como realistas) la aparición de los impresos sin permisos previos fue una «explosión» ante la casi total ausencia de impresos locales en el siglo precedente56. En dicha centuria ya existía la convicción respecto a que los papeles periódicos permitían «fijar la opinión». En 1810, cuando en Chile ya se sabía de la deposición del último representante del rey –Bernardo García Carrasco–, uno de los líderes patriotas, Bernardo O’Higgins, escribía a sus amigos ingleses para conseguir una imprenta y un tipógrafo «advirtiendo que no era fácil conducir la opinión, y que la palabra por muy enfervorizada y constante no era capaz de reducir la terquedad de tantos» (Villar 11). Juan Egaña, destacado intelectual de la llamada Patria Nueva, le pidió al presidente de la Primera Junta de Gobierno, don Mateo de Toro y Zambrano, que «convendría en las críticas circunstancias del día costear una imprenta, aunque sea del fondo más sagrado, para uniformar a la opinión pública a los principios del Gobierno» (11). A fines de 1811, bajo el gobierno de José Miguel Carrera, llegó la primera imprenta manejada por tipógrafos norteamericanos.

Nuestro primer periódico –La Aurora de Chile, que inició sus actividades el 13 de febrero de 1812– fue el único de «opinión» del periodo; opinión que en realidad era la de su fundador, Camilo Henríquez. La audacia de sus planteamientos causó temores entre sus propios partidarios, los que trataron de controlar la publicación creando un reglamento de imprenta libre en agosto de 1812. Henríquez por supuesto lo ignoró y replicó publicando un discurso de Milton –de su propia traducción– sobre la libertad de prensa (Villar 14). Mantuvo esta postura hasta el último número de La Aurora, de 1º de abril de 1813. A los cinco días, también bajo su dirección, apareció El Monitor Araucano, al cual se le impuso ser el órgano difusor del gobierno: resoluciones, estado del erario y noticias de importancia.

La libertad de imprenta fue un paso de suma importancia para la constitución de un espacio público político, porque supuso no solo el comienzo de la abierta crítica a la monarquía y los valores de una «sociedad tradicional», sino que también–como señala Renán Silva– modificó radicalmente la:

esfera de la comunicación, tal como la había conocido la sociedad colonial […] es decir que no se trataba ya de informar para que se cumpliera (la orden del soberano) sino de someter a debate racional para tratar de conseguir el apoyo de las mayorías y asegurar la representación legítima de la sociedad, tal como se postula en el modelo liberal de sociedades democráticas, con todo lo que ese modelo pueda tener de ‘representación imaginaria de la sociedad’ (46).

En el «modelo chileno» se hizo tempranamente una asociación entre la imprenta y la «fijación» de la opinión pública: se concebía más para uniformar que para generar debates. Incluso la imprenta como máquina, simbólicamente, ocupó el lugar de las prácticas mismas, como si su sola presencia las instalara, al menos así lo expresa el propio Henríquez:

Está ya en nuestro poder, el grande, el precioso instrumento de la ilustración universal, la Imprenta. Los sanos principios del conocimiento de nuestros eternos derechos, las verdades sólidas, y útiles van a difundirse entre las clases del Estado. Todos sus Pueblos van a consolarse con la frecuente noticia de las providencias paternales, y de las miras liberales, y Patrióticas de un Gobierno benéfico, pródigo, infatigable, y regenerador. La pureza y la justicia de sus intenciones, la invariable firmeza de su generosa resolución llegará, sin desfigurarse por la calumnia hasta las extremidades de la tierra. Empezará a desaparecer, nuestra nulidad política: se irá sintiendo nuestra existencia civil, y las maravillas de nuestra regeneración. La voz de la razón, y de la verdad se oirán entre nosotros después del triste, é insufrible silencio de siglos (Aurora de Chile 1812).

Ahora bien, respecto a los impresos volantes, en general se ha señalado que cumplieron la misma función que los papeles periódicos, esto es, un lenguaje «para el debate, para la discusión pública, producidos en función de proyectos políticos […]

y que buscaban afectar y movilizar, según la lógica particular del impreso revolucionario» (Silva 48). Aún más cortos y no solo rodantes, sino que volantes de mano en mano, estos papeles fueron un arma poderosa para direccionar la opinión pública en situación de guerra, especialmente si se considera que eran leídos colectivamente al igual que la prensa periódica. El material al que nos referimos proviene de una colección poco estudiada57 que reúne diversos impresos, como convocatorias a elecciones58, normas, reglamentos y formularios que nos muestran la estrecha relación entre la imprenta y la organización del Estado59. Las proclamas, bandos y relaciones eran usualmente una o dos hojas sueltas de pequeño formato o folletos de no más de 20 páginas de entre 10 x 20 cm60; fáciles de distribuir, baratos y rápidos de producir, cómodos de sostener y leer, estas características permiten adscribirlos a una forma de comunicación muy común hoy, usada normalmente para distribuir información en forma masiva y para una audiencia general: el panfleto. Su objetivo –además de informar de la «actualidad»– es conseguir el apoyo de las mayorías y asegurar la representación legítima de la sociedad. En contraposición a los valores políticos del antiguo Régimen –la concordia y la ausencia de conflicto61–, la agresividad del panfleto –en forma de opúsculo difamatorio o de arenga militar– es un rasgo de modernidad: la instalación de la guerra en el lenguaje de lo político o el hacer de la guerra una forma política moderna.

Estas formas impresas, consideradas como panfletos, permitirían pensar en la conformación de un espacio público moderno desde estrategias de comunicación «coloniales» que apelaban a la «multitud». Algunos de estos impresos se titulan «proclamas», declaraciones solemnes que debían ser publicadas en alta voz para que llegase la noticia a todos y que serían una nueva modalidad de «bandos». Una diferencia entre estos y las nuevas proclamas es que ellas recurrían a las estrategias discursivas de las arengas, por lo que debemos entender que su fin era enardecer los ánimos. Este tono de arenga estaba marcado por el uso recurrente de signos gráficos de exclamación, los que muchas veces inauguran el texto. En Chile, agreguemos, arenga también significa pendencia y disputa. Las proclamas tienen por sello dar voces a una multitud en un lenguaje que, si bien solemne, transmite señales inequívocas de afecto y pasión, un género adecuado para mover los ánimos en un ambiente revolucionario. La declamación también impregna los textos, género oral que apela a la acción e instala la ficción del presente que el ánimo revolucionario reclama: cambiante, rápidamente cambiante. Opera en ellos un imaginario del tiempo como un presente móvil, que permite que «lo colonial» se articule como un referente que se observa como estanco y del cual se toma distancia.

El llamado a reconocerse como hermanos por compartir el lugar de nacimiento encarna en el término «paysano»: los de un mismo «Pays». La defensa de ese terruño se traduce como honor en defensa de lo propio, lo que alimenta la noción de Patria. Una proclama del gobierno de mayo de 1813 llamando a repeler a las fuerzas españolas provenientes del Perú, se dirige a los «paisanos y compañeros»:

La vida, el honor, los intereses del precioso suelo en que nacisteis están en vuestras manos. Su libertad, su seguridad, su dominio penden de nuestro brazo. ¿Sufriréis que un pequeño y forzado montón de soldados mercenarios del Virrey de Lima vengan a ocupar serenamente al opulento Reino de Chile, y burlarse de nuestra energía? ¡Infelices piratas! Ellos conocerán muy en breve su temerario arrojo, y que la espada en mano de un Chileno no es menos honrada que en la de los Valientes de Buenos Aires nuestros hermanos […] volveremos cubiertos de gloria al seno de nuestros compatriotas a recibir las aclamaciones de los pueblos, el premio de nuestro esfuerzos y recompensa de nuestra virtud […] Compañeros, no dilatemos el momento de la victoria: marchemos a conseguirla, y entremos en acción con un VIVA LA PATRIA62.

Por medio de los impresos volantes o de fácil manipulación, esa audiencia se podía enterar de los acontecimientos, adherirse a ellos o sentir que formaba parte de una comunidad que se conformaba en la oralidad, en la lectura en voz alta al estilo de los bandos y proclamas reales, o leída en forma de cartel pegado en los muros de las iglesias. Convocados por un llamado a viva voz, reunidos con otros pasantes, esos oyentes podían comenzar a pensarse a sí mismos como «pueblo» en un sentido religioso, es decir, como una comunidad de hermanos, habitantes del mismo terruño y con una misma fe en la Patria. Una imagen poderosa parece gobernar la escritura de los textos enunciados por un pequeño grupo independentista: voltear el rostro y alzar la voz en un llamado general a la multitud que es redimida de sus características negativas solo si demuestra fidelidad como soldadesca63. Podría plantearse como hipótesis que articular el discurso de la Patria escogiendo el territorio y la fuerza guerrera como sus pilares, permitió «resolver» el problema de la multitud como sujeto político en el espacio público, aunque no en el nivel de lo doméstico y cotidiano, pues era imposible no ver a los mestizos, negros, y mulatos que la conformaban.

En el marco de las llamadas guerras de independencia, tenemos que este conjunto de representaciones sobre la plebe se enfrenta de manera conflictiva con la necesidad de soldados y de la organización de las elecciones para enviar a los representantes a las Cortes de Cádiz. En 1811, se propuso la idea de organizar un censo, pues no se disponía de ningún dato cierto sobre el número de habitantes a ser representados en el primer Congreso. El Censo de 1813, mandado a realizar en mayo de ese año, tenía objetivos políticos claros. El formulario que se entregó para recoger la información pedía que «Cada comisionado tendrá particular cuidado de instruir a los Individuos del distrito que estas diligencias solo se dirigen a dar su representación y derechos políticos a los pueblos, y a que el Gobierno tenga datos, y noticias sobre que arreglar los objetos de utilidad publica que esta necesitando, y no para servicios, ni contribuciones»64.

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