Kitabı oku: «Historia crítica de la literatura chilena», sayfa 8
61 Ver Peire, Jaime. La Iglesia que no miramos. El taller de los espejos. Iglesia e imaginario, 1767-1815. Buenos Aires: Claridad, 2000.
62 Proclama del Exmo. Gobierno. Paysanos y compañeros. Abril de 1813. El desembarco de Pareja en San Vicente fue el 13 de marzo de 1813. Firman Portales-Prado-Infante. Sin pie de imprenta. 18 x 25 cm. Archivo Central Andrés Bello, Colección Edwards, sección primeros impresos chilenos, tomo I, p.1. Doc: 2043/2, folio 18, p.7.
63 Igual estrategia ha sido descrita por Veronique Hébrard para el caso venezolano: la milicia como requisito para ser reconocido como ciudadano con derecho a voto, derecho que no tenían los jornaleros ni las personas sin renta (2002).
64 Formulario con que deben hacerse los apuntes de cada individuo para pasarlos después al plan general del distrito en el recenso de la población del reyno. Archivo Central Andrés Bello, Colección Edwards, sección primeros impresos chilenos, tomo I, p. 3: 2038/2.
65 Estos eran iglesias, conventos, casas de hospicio y de pobres, cárcel con presos y presas, hospitales, casa de expósitos y huérfanos, fábricas y molinos.
66 Gazeta Ministerial de Chile, Nº45, Santiago, sábado 20 de junio de 1818. Archivo Central Andrés Bello, Colección Edwards, sección primeros impresos chilenos.
67 En los libros de bautismos y matrimonios de la Parroquia de Pumanque, valle central de Chile, entre 1827 y 1891 aparecen estas distinciones. Sin embargo, en los expedientes matrimoniales, se hace distinción por ingresos en el pago de licencias (1ª, 2ª y 3ª clase), y se encuentran en algunos argumentos de oposición de los padres el que sean de diferente calidad, especialmente, jornaleros o «dependientes».
Épica y testimonios de la conquista
Épica
Introducción
Stefanie Massmann
La Araucana es, sin duda alguna, el texto sobre Chile más conocido de la época colonial. Las ediciones y traducciones que se sucedieron sin pausa desde su primera publicación hablan de su enorme popularidad y de su extendida influencia. Esta no fue solo inmediata, como lo muestra la serie de poemas épicos que le sucedieron y que son su imitación o respuesta; también se reconoce en su carácter referencial para la construcción de un sentimiento nacional una vez alcanzada la independencia, y en la atracción que ejerce hasta el día de hoy en las representaciones e imaginarios sobre el pueblo mapuche.
La fecunda producción de poemas épicos durante los siglos XVI y XVII (Pierce 11 y ss.) se ha atribuido, en primer lugar, a la expansión del Imperio Español, pues sería el género más apropiado para cantar la gesta hispana y los hechos heroicos de los conquistadores. También se ha destacado la difusión de los poemas épicos clásicos –una traducción al español de la Eneida fue impresa en Toledo en 1555, y otra de La Farsalia de Lucano, hacia 1530- y la publicación del Orlando furioso (1532) de Ludovico Ariosto, que apareció en español en 1549 (Lerner 9, Piñero Ramírez 165-66).
Del mismo modo, se ha repetido con frecuencia que el territorio del sur de Chile, golpeado por la incansable resistencia mapuche, es particularmente sensible a un cierto «carácter épico» a la vez que histórico: desde José Toribio Medina, siempre de gran influencia, y la conocida sentencia de Marcelino Menéndez Pelayo –«[t]oda primitiva literatura de Chile, así en los poetas como en los historiadores y los arbitristas, no existe más que por la guerra de Arauco, y no habla más que de los araucanos» (Menéndez Pelayo VI)–, hasta autores más recientes, como Gilberto Triviños (1994), se suele destacar esta dimensión épica no solo en los poemas, sino que también en crónicas y cartas.
Lo cierto es que durante el Renacimiento español la épica culta fue un género de gran prestigio, especialmente valorado por el público más culto y conocedor de los modelos clásicos. Se trata de poemas narrativos de estilo grave y sublime que buscan la imitatio de modelos célebres, que presentan las hazañas de un héroe y que, en el caso de los poemas de tema americano, privilegian el carácter histórico. Si bien Virgilio era el origen inevitable, las variaciones del género y la influencia de obras que innovaron en temas y estilos fueron cambiando su fisonomía. Los antecedentes más relevantes de la épica renacentista española son la Farsalia de Lucano, que relata hechos de un pasado reciente, y los modelos italianos: el contenido cristiano de la Gerusalemme liberata (1581) de Torquato Tasso y, más importante, el Orlando furioso de Ludovico Ariosto, que innova en la incorporación de temas amorosos y utiliza la octava real, estrofa indiscutida en la poesía épica española (Vila 2003, Piñero Ramírez 170).
Los tres artículos que siguen trabajan sobre el poema de Ercilla y lo que Avalle-Arce llamó el «ciclo épico de las guerras de Chile» (43-44). Este ciclo comparte con la épica de tema americano el relatar hechos del pasado reciente e incorporar sucesos, paisajes y personajes novedosos para el marco de la tradición europea. Tal como señala José Leandro Urbina, los poemas del ciclo épico chileno se caracterizan por reponer la centralidad del motivo religioso y del tema bélico histórico. En el caso de Ercilla, el autor había sido partícipe de algunos de los acontecimientos narrados y aparece representado en el poema, lo que constituye un hecho de gran relevancia. La falta de distancia temporal tiene como consecuencia, por un lado, la necesidad de representar fielmente los hechos históricos realizados por los españoles, de modo que la autoría se exponía a las críticas cuando ello no se cumplía a satisfacción de algún lector. También explica, al menos en parte, la representación idealizada del guerrero indígena, que no tiene una contraparte en los soldados españoles; se trata de una brecha que no es ni temporal ni geográfica pero sí cultural con respecto a los «araucanos».
Con frecuencia se destaca la impronta ideológica de los poemas épicos de tema americano: exaltan a un imperio (o a una familia), afirman su fidelidad al monarca y elogian a una nación. Asimismo, como señala José Leandro Urbina, los poemas contribuyen a la formación de la identidad peninsular imperial al equiparar al conquistador con las clases aristocráticas y heroicas de la tradición épica clásica. Ello no se realiza, sin embargo, sin fisuras, lo que da sustento a las lecturas que ponderan, por ejemplo, las críticas de Ercilla a la conquista y la idealización de los «araucanos» en su poema –como anota Cedomil Goic en su artículo sobre Ercilla– o destacan la expresión de una subjetividad criolla en Arauco domado (1596) de Pedro de Oña, como podemos leer en el artículo de José Antonio Mazzotti.
Obras citadas
Avalle-Arce, Juan Bautista de. La épica colonial. Navarra: Ediciones Universidad de Navarra, 2000.
Lerner, Isaías. «Introducción». En Ercilla, Alonso; Lerner, Isaías (editor). La Araucana. Madrid: Cátedra, 2002.
Menéndez-Pelayo, Marcelino. Antología de poetas hispano-americanos. Tomo IV. Madrid: Real Academia Española, 1928.
Pierce, Frank. La poesía épica del Siglo de Oro. Traducción de J.C. Cayol de Bethencourt. Madrid: Gredos, 1961.
Piñero Ramírez, Pedro. «La épica hispanoamericana colonial». En Íñigo Madrigal, Luis (coordinador). Historia de la literatura hispanoamericana. Tomo I. Época colonial. Madrid: Cátedra, 2008.
Quiñones Goergen, Juana. «Retrato del colonizado: explorando las formas de la diversidad cultural en la épica temprana de América Latina». Calíope: Journal of the Society for Renaissance and Baroque Hispanic Poetry 4 (1998): 258-69.
Vilà, Lara. «La épica española del Renacimiento (1540-1605): propuestas para una revisión». Boletín de la Real Academia Española. 83; 287 (2003): 137-150.
La Araucana de Alonso de Ercilla
Cedomil Goic
Alonso de Ercilla es el poeta épico español más notable del Siglo de Oro. Nació en Madrid el 7 de agosto de 1533 y murió en la misma corte, el 29 de noviembre de 1594. Sirvió como paje del príncipe Felipe, se educó en la corte y más tarde acompañó al príncipe en sus viajes europeos y estuvo presente en la boda de Felipe y María Tudor en Londres, en 1554. Dos años después, obtuvo licencia para viajar a Indias acompañando al recién designado gobernador de Chile, Jerónimo de Alderete. Este murió en Nombre de Dios, y Ercilla continuó el viaje a la Ciudad de Los Reyes. Desde allí acompañó al gobernador García Hurtado de Mendoza –hijo del virrey del Perú– en su viaje a Chile. Con la expedición de don García llegó por mar en 1557, tocando en La Serena y Concepción. Ercilla permaneció en Chile entre 1557 y 1560. Durante este período inició la composición de su poema en medio de la agitada vida de campaña «escribiendo muchas veces en cuero por falta de papel, y en pedazos de cartas, algunos tan pequeños que apenas cabían seis versos, que no costó después poco trabajo juntarlos» («Prólogo del autor»).
Después del viaje a las nuevas tierras australes, en 1558, un incidente personal puso fin, con el destierro, a su estancia chilena. En 1560 llegó al Callao y obtuvo un puesto como gentilhombre de la compañía de lanzas y arcabuces en Lima. Viajó enseguida a Panamá con el deseo de sumarse a la expedición contra Lope de Aguirre, pero enfermó y debió permanecer allí hasta 1562, año en que regresó a España. Sirvió en varias embajadas de Felipe II en Europa, algunas importantes, otras odiosas. Murió en Madrid, a los 61 años de edad, en 1594 (Medina 1948). Publicó la primera parte de La Araucana en 1569 (Madrid: Pierres Cosin), que alcanzó tres ediciones antes de la publicación de la primera y segunda parte de La Araucana (Madrid: Pierres Cosin 1578). Al menos cinco ediciones de las dos primeras partes se publicaron antes de la tercera parte de La Araucana (Madrid: Pedro Madrigal 1589).
Algo después se publicará la edición que contiene la primera, segunda y tercera partes de La Araucana (Madrid: Pedro Madrigal 1589). En vida del autor se publicarán cinco ediciones de esta y una de la tercera parte, compuesta de treinta y cinco cantos. La edición póstuma de La Araucana (Madrid: Licenciado Castro 1597) es la primera en presentar los treinta y siete cantos con que se conoce el poema en las ediciones modernas. La crítica textual mantiene una cuestión abierta sobre la edición póstuma del poema. Entre las ediciones modernas debe destacarse la edición monumental (1910-1928) de José Toribio Medina, y las ediciones anotadas más recientes de Marcos A. Morínigo e I. Lerner (Madrid: Castalia 1979) y de Isaías Lerner (Madrid: Cátedra 1993).
La Araucana es el poema épico histórico español más importante del Siglo de Oro, cuyas raíces se asientan por un lado en la épica italiana de Ariosto y por otro en la historia de la conquista de Chile. Su impacto generó ciclos de poemas épicos en la literatura chilena colonial en las obras de Pedro de Oña, Arauco domado (Lima 1596); Diego de Arias Saavedra, Purén indómito (Leipzig: A. Frank’sche Verlag-Buchhandlung/Paris: A. Franck 1862), manuscrito de varias manos publicado por D. Barros Arana; y el anónimo, Las guerras de Chile (Santiago: Imprenta Ercilla 1888), manuscrito publicado por J.T. Medina. También generó un ciclo cortesano con los poemas épicos relacionados con la conquista de la Nueva España.
El poema comienza de un modo insólito diciendo no lo que va a cantar, sino lo que no va a cantar, y lo hace efectuando una clarísima conversión del exordio del Orlando Furioso de Ariosto. La obra de Ercilla canta, en el sentido clásico del género épico, las hazañas memorables de los españoles que sometieron a los indios en las guerras de Arauco; pero canta también la extrañeza singular y admirable del pueblo araucano. Lo hace, sin embargo, por una razón que beneficia su primer objetivo: «pues no es el vencedor más estimado / de aquello en que el vencido es reputado» (Canto I, segunda estrofa).
De entrada, tiene el poema una duplicación de sus objetivos. Satisface la necesidad épica de contar cosas nunca antes dichas y constituye, a la vez, una significativa ampliación del género, una innovación que proyectará su originalidad, como hemos dicho, sobre la poesía y la crónica hispanoamericanas. La innovación consiste en cantar atrayendo a la fama a representantes de un mundo bajo comprendido como de bárbaros e infieles. En los prólogos «Al lector» de la primera y de la segunda partes, Ercilla se siente movido a justificar esta modificación del género que no canta solo al vencedor sino también al vencido, no solamente al héroe cristiano sino al antihéroe bárbaro y extranjero. Estará claro que para hacerlo debe modificar los esquemas de oposiciones binarias, reducir la extrañeza y la extranjería y aproximar a los araucanos a sus semejantes y a la humanidad en general. Esta proposición épica en la cual se afirman los dos polos de la oposición, reduciendo la extrañeza del enemigo y acentuando lo admirable, es un modelo empleado por la literatura manerista en Hispanoamérica bajo la directa sugestión o incitación de Ercilla y su poema (así, por ejemplo, Garcilaso en sus Comentarios reales de los incas).
Las consecuencias derivadas de la doble proposición del poema son dos: por una parte dará lugar a la construcción narrativa de la guerra de Arauco en sus series de batallas y períodos diferentes hasta la recuperación de los territorios previamente conquistados; por otra, dará lugar a una amplificación etnográfica del pueblo araucano que comienza con la minuciosa descripción de la organización de los indios en el exordio del poema, e irá desenvolviéndose en la narración de elecciones, batallas, duelos, idilios, asambleas, juegos, muestras militares, mágicas visiones e historias fabulosas.
Las guerras de Chile constituyen la unidad de acción del poema, la de una acción que es una y de magnitud. Su desarrollo completo se desenvuelve en dos etapas que se ciñen a la forma de la crónica. Primero, la de Nueva Extremadura bajo el gobierno de Pedro de Valdivia, seguido del cambio de fortuna, la muerte, la ruina y sus consecuencias ulteriores, que abarcan toda la primera parte del poema; seguida de la transición de Francisco Villagra, con que se remata esa primera parte. La segunda etapa es la del gobierno de don García Hurtado de Mendoza, que abarca las dos últimas partes del poema. La variedad de los capitanes o gobernadores no afecta a la unidad de acción, sino a la significación de los cambios de Fortuna y de mundo.
La primera etapa, mezcla de epopeya, crónica y tratado moral, traza una curva completa con propósito, proceso para realizarlo y triunfo final. Lo hace, sin embargo, en los términos negativos de un mundo al revés. Las razón es que habiendo los españoles dominado a los araucanos –que nunca antes habían sido sometidos–, la falta de prudencia y la codicia del gobernador Valdivia y de los españoles en general produce como consecuencia la rebelión de los indios. La Providencia hace de los araucanos los verdugos o instrumentos del castigo que impone a los españoles. La serie de batallas que se desarrolla tiene entonces la forma de castigo cada vez más vergonzoso en cuidadosa graduación. Las batallas de Tucapel, Elicura, Andalicán y Concepción se suceden con agravada vergüenza de los españoles, marcada especialmente por la figura de un viejo y de doña Mencía de Nidos, quienes enrostran su cobardía a los fugitivos. Los indígenas, por su parte, ensoberbecidos por sus victorias, amenazan perseguir a los invasores hasta España: «entrar la España pienso fácilmente –dice Caupolicán– y al gran Emperador, invicto Carlo, / al dominio araucano sujetarlo» (VIII, 16). Cuando se va a producir el asalto de La Imperial, una aparición celeste marca el cambio de Fortuna; a la vez, un oráculo indígena confirma malos augurios. De aquí en adelante los españoles intentan tomar la iniciativa en Concepción, primero, y en Río Claro luego, para finalmente sorprender a Lautaro en Mataquito. Con la derrota y muerte de Lautaro se cierra esta parte.
El castigo divino está completo. La gracia ha retornado a los españoles. Con la restitución de la gracia se termina esta parte y queda corregida la inversión de los roles de los protagonistas. La curva de esta acción se somete a la concepción providencialista que ve a Dios como conductor de la historia, activa las relaciones entre víctimas y verdugos, y crea la atmósfera épica de cercanía entre los hombres y lo divino.
La segunda y tercera partes representan la guerra por la recuperación de las ciudades y los territorios perdidos y el restablecimiento del orden en el mundo. El operador de este acontecimiento es don García Hurtado de Mendoza. En su caracterización se dan todos los rasgos hagiográficos que van a distinguir los panegíricos futuros de don García en la literatura de la época, comenzando con el Arauco domado de Pedro de Oña. El arribo a Chile de don García está marcado por los signos celestes y por la perfección, sabiduría y éxito de sus acciones. A partir de este instante, la comprensión de las cosas se ciñe a la interpretación religiosa de la historia como campo de batalla de dos ejércitos: el divino y el infernal.
Desde el punto de vista de la crónica de los indios, el ciclo que comienza con la elección –para reemplazar al antiguo gobernante Ainavillo–, se completa con la muerte de Caupolicán. La narración del asunto araucano se suspende cuando se va a proceder a la elección de su sucesor.
Doblemente queda suspendida la acción por el abandono de la perspectiva escogida cuando un conflicto personal del poeta y don García cancela la imagen perfecta del gobernante virtuoso. El poeta no silenció realmente a don García (acusación de Pedro de Oña en el Arauco domado), pero dejó incompleta la crónica de su gobierno y lo denostó en términos de «mozo capitán acelerado». Será el estruendo de otra guerra –con metalepsis característica del poema– lo que, por tercera o cuarta vez, llevará al poeta a un nuevo asunto. Al concluir el poema, se establecen nuevas formas que confirman el carácter errático de la composición y la cierran con una narración autobiográfica del personaje narrador –cronista ajeno a los hechos en la primera parte; cronista de lo visto y lo vivido, memorialista, en las otras dos; autor de una confesión y de un declarado arrepentimiento en la conclusión–. Esta alteración final da lugar a la visión de la historia como terreno de prueba para la salvación del alma. La confesión conduce a la epifanía final reveladora del extravío personal del caballero cristiano y le lleva a dejar el canto por el llanto: Y yo que tan sin rienda al mundo he dado el tiempo de mi vida más florido, y siempre por camino despeñado mis vanas esperanzas he seguido, visto ya el poco fruto que he sacado, y lo mucho que a Dios tengo ofendido, conociendo mi error, de aquí adelante será razón que llore y que no cante (XXXVII, 76).
Este final reordena en el plano autobiográfico el sentido del poema entero, trazando coherentemente la curva de un extravío que desemboca en el caer en la cuenta del mismo y en la conversión ascética de su conducta.
Con buen tino, las versiones resumidas y de interés nacionalista del poema se reducen a la unidad de acción mencionada. Quedan fuera de ellas y de la simpatía de la crítica en general dos agregados de signo diferente pero relacionados. Uno es la ya mencionada antropografía de los araucanos: esta se ilustra en actos de valor y fortaleza desusados, duelos descomunales y consejos, fiestas y juegos, aspectos todos que completan la imagen cultural de los araucanos. Las más importantes e inesperadas ampliaciones de dimensión cultural la constituyen los diversos episodios de idilios indígenas que se despliegan: al final de la primera parte con las escenas de Lautaro y Guacolda, en la segunda con los idilios de Tegualda y Crepino y de Glaura y Cariolán, y en la tercera con la historia de Lauca, que dará pretexto –adición de un tema puramente poético– a la historia de la defensa de Dido que hace el poeta narrador para contestar a un soldado. Todas ellas representan una dimensión del pueblo araucano, la fidelidad de las mujeres, y su presentación se alaba con amplificación extremada de lugares comunes mediante el tópico del sobrepujamiento de mujeres bíblicas y de la antigüedad clásica.
En oposición, y para mostrar el orgullo bárbaro y la vergüenza de las mujeres de guerreros invictos, aparece Fresia haciendo desprecio del hijo de Caupolicán a la hora de su derrota. Esta acción, como las anteriores, tiene el propósito de trazar la fisiognomía del pueblo araucano. Pudiera parecer dudosa si se piensa que virtualmente ninguna otra crónica importante señala que las mujeres acompañaran a los guerreros como Ercilla hace en formas diversas, tanto en el prólogo «Al lector» de la primera parte, como en los mencionados idilios. Sin embargo, así era y alguna relación independiente lo consigna, dando por lo tanto plena verosimilitud a la representación de las mujeres araucanas:
Estas mujeres digo que estuvieron
en un monte escondidas esperando
de la batalla el fin, y cuando vieron
que iba de rota el castellano bando,
hiriendo el cielo a gritos descendieron,
el mujeril temor de sí lanzando;
y de ajeno valor y esfuerzo armadas,
toman de los ya muertos las espadas.
Y a vueltas del estruendo y muchedumbre
también en la vitoria embebecidas,
de medrosas y blandas de costumbre
se vuelven temerarias homicidas;
no sienten ni les daba pesadumbre
los pechos al correr, ni la crecidas
barrigas de ocho meses ocupadas,
antes corren mejor las más preñadas.
Llamábase infelice la postrera,
y con ruegos al cielo se volvía,
porque a tal coyuntura en la carrera
mover más presto el paso no podía.
Si las mujeres van desta manera,
la bárbara canalla ¿cuál iría?
De aquí tuvo principio en esta tierra
venir también mujeres a la guerra.
Vienen acompañando a sus maridos,
y en el dudoso trance están paradas;
pero si los contrarios son vencidos,
salen a perseguirlos esforzadas;
prueban la flaca fuerza en los rendidos
y si cortan en ellos sus espadas,
haciéndolos morir de mil maneras,
que la mujer cruel eslo de veras (X, 4-7).
Otra amplificación de carácter cultural la constituye el ejercicio de la magia. La hechicería indígena sirve para introducir dos momentos diferentes, con verosimilitud que en nada agravia las creencias y criterios de la época, desde la opinión vulgar hasta las relecciones de Francisco de Victoria.
Las visiones de la magia encuentran eco en las visiones oníricas del poeta que en sus desmayos alcanza la contemplación de la batalla de San Quintín, Francia –en la cual participa Felipe–, batalla que se da el mismo día que los araucanos les daban otra en Chile. Esta visión es justificación del poeta de un sincronismo revelador que simultánea dos instancias diversas de dos extremos distantes de un mismo imperio.
Dicha visión va seguida de la Profecía de España –tópico que Ercilla toma de Juan de Mena y que heredará Cervantes en la Numancia, vinculado al de la alabanza de los monarcas– y de otras profecías de interés proléptico, es decir, de consecuencia ulterior en la narración en las que se mezcla la familia real y el destino personal del poeta.
Estas amplificaciones –conocimiento y experiencia mágicas, revelación onírica– son todas de verosimilitud aceptada y no violentan en modo alguno la unidad de estilo de la obra, más bien confirman otra vez el clima épico del poema. El sueño y la magia se convierten en espacios que admiten la amplificación más significativa del poema y que responden a las dudas más graves que este ha planteado a la crítica moderna.
La pregunta, ahora, es si la narración de las batallas de San Quintín, de la batalla Naval de Lepanto –que el mago Fitón le ofrece para dar variedad a la narración de batallas, pues el poeta no tiene sino combates terrestres– y de la final guerra de sucesión de Portugal, no vienen a ser agregados impertinentes en relación al asunto araucano.
La relación no debe verse solamente en las indicaciones dadas por el poeta para motivar con consideraciones externas o internas del relato, sino más bien en las insinuadas en el exordio:
Quiero a señor tan alto dedicarlo
porque este atrevimiento lo sostenga,
tomando esta manera de ilustrarlo,
para que quien lo viere en más lo tenga:
y si esto no bastare a no tacharlo,
a lo menos confuso se detenga
pesando que pues va a Vos dirigido
que debe de llevar algo escondido (I, 4).
En la concepción del imperio cristiano y de la monarquía, el objetivo histórico y social de esta es guardar la paz. El buen gobernante, el gobernante virtuoso, debe regirse por la justicia. No hay otra guerra tolerable conforme a las normas jurídicas y morales elaboradas desde la Edad Media y que se renuevan en los tratados del siglo XVI, que no sea justa. La teoría de las virtudes del gobernante –que se expresa en los tratados de regimiento de príncipes– presta fundamento a la comprensión de la guerra tanto en este poema como en toda la crónica hispanoamericana. Desde un comienzo, las guerras de Chile son narradas, desde el punto de vista imperial, como guerras justas; la rebelión de los indios, como violencia a la fidelidad jurada al monarca, necesitada de justo castigo. La inclusión de los espacios de San Quintín, Lepanto y Portugal se hace en representación de la guerra justa como manifestación del imperio en todos los extremos del universo. La última, específicamente, da lugar en el extenso exordio del canto XXXVII, a una elaboración de los argumentos jurídicos que fundamentan los reclamos de Felipe a la sucesión del trono de Portugal. De esta manera, las guerras de Chile son puestas en el mismo contexto de las acciones y responsabilidades imperiales en Europa y Oriente e integradas en el conjunto de una visión política y moral armónica.
En suma, mediante la integración de estos episodios políticos se construye un mosaico de espacios semejantes cuya totalidad es el imperio. A esta luz, lo que finalmente canta el poeta es la grandeza del Imperio Español de Felipe II. Los tópicos de pauca e multi –de contar solo una mínima parte de un todo inabarcable, que deja mucha materia por cantar para que otros canten, ofrecidos en la conclusión del poema– se mezclan con los tópicos de lo inefable y de la excusatio propter infirmitatem, y, especialmente, con el tópico del cansancio. En su conjunto, nos convencen del intento del poeta y han convencido a los poetas que le siguieron y animaron tópicos semejantes en alabanza de los monarcas. Todo esto es de originalidad considerable y de larga repercusión en los poetas de ambos lados del mar. La disposición descrita equivale a la territorialización del imperio, define el centro y equipara la posición periférica de Arauco y del asunto de las guerras de Chile a los otros espacios importantes del imperio, reservándole a aquél la condición de su extrañeza y su carácter admirable.
Por último, por la vía de oraciones de caciques indígenas, y de Galvarino en particular, y mediante digresiones del poeta, se despliega a lo largo de toda la obra una exposición crítica de los vicios de conquistadores y gobernantes, y particularmente, dentro del espíritu lascasiano, de su insaciable codicia y extremada crueldad. El poema de Ercilla, no extraño a la agudización europea de la «leyenda negra» antiespañola bajo el reinado de Felipe II, salva la grandeza imperial y la justicia del rey, sin callar los vicios de los conquistadores ni dejar de repudiar los excesos de sus crueldades. Guarda entonces un rasgo moderno reconocible en el humanismo renacentista, mediante el cual la sociedad y la cultura vigentes son confrontadas por los principios superiores de la concordia, la racionalidad, la comunidad y la justicia, que ilustran las producciones más altas del humanismo europeo del siglo XVI. Es decir, de una sociedad que se refleja a sí misma e intenta corregirse.
Llevado por este procedimiento de agregación constante, el poema se extiende en la tercera parte en nuevas ampliaciones conducidas por la exploración de tierras nuevas. Esta exploración entrega dos espacios desconocidos: uno perteneciente al cacique Tunconabala, que representa el tipo de salvaje acreditado en la literatura, pero modificado porque, aparte de su aspecto velludo y fornido, no aparece caracterizado por la fuerza sino por la astucia. La función de este episodio no parece sino ofrecer el tránsito de una selva selvaggia como rito de pasaje para arribar a otro mundo, es decir, al descubrimiento de la Edad de Oro, donde los mansos y generosos chilotes compensan de su fatiga a los desastrados españoles. El poeta diluye la Edad de Hierro –que ha fatigado su pluma con su violencia monótona y sangrienta y manchado el verde de los prados con el rojo de la sangre y los miembros mutilados, sembrando de horror las estrofas del poema– en la Edad dorada que se revela como otro mundo:
La sincera bondad y la caricia
de la sencilla gente destas tierras
daban bien a entender que la cudicia
aún no había penetrado aquellas sierras;
ni la maldad, el robo y la injusticia
(alimento ordinario de las guerras)
entrada en esta parte habían hallado
ni la ley natural inficionado (XXXVI, 13).
Este descubrimiento lleva a decir al poeta: «digo que la verdad hallé en el suelo, / por más que afirmen que es subida al cielo» (XXXVI, 1). Como la descripción de los araucanos, la de los chilotes se ofrece para la crítica humanista de la guerra.
El señorío que guarda el poeta en relación a su poema ha llevado a Avalle Arce a hablar del mismo como de una divinidad de segundo grado, un deus occasionatus. Esta capacidad dominadora se devuelve en su expresión más espectacular en forma de inconsecuencias o contradicciones flagrantes del poeta, que dan al poema una disposición erráticamente cambiante y, a la vez, explícitamente consciente. No se manifiesta solo en las formas de la libertad épica con que rompe la perspectiva de la adtestatio rei visae o de los criterios de evaluación de la información ajena, cuando, por ejemplo, describe circunstancias en las que no solo no está presente, sino que está en la posición remota y contraria. Se manifiesta principalmente en la forma de cambios repentinos que presentan discontinuidades flagrantes en relación a propósitos previamente declarados.