Kitabı oku: «Historia de la locura en Colombia», sayfa 10

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Sigue y sigue la locura. Han vuelto las amenazas por debajo de la puerta, los asedios, los desplazamientos, los asesinatos de los defensores de los derechos humanos. Pero cada día hay más electores sin dueños, más proyectos políticos que se niegan a la aniquilación del otro típica de los reaccionarios, a la vehemencia terrible contra los tradicionalistas y al desprecio de lo religioso cuando la religión no es una trinchera sino apenas un refugio. Ya la Iglesia católica no pone candidatos presidenciales. Ya nadie tiene la última palabra y ya no hay hijos ilegítimos y ya no se entera uno del horror y del desangre una década después. Será esa generación de generaciones de independientes, creo, la que derrote las alteraciones de nuestra democracia: la plutocracia, la oclocracia, la patocracia.

Sigue el miedo y sigue la intimidación en las zonas de la guerra. Y, sin embargo, cada día hay más electores, más espectadores, más ciudadanos, más lectores que no se resignan a ser extras de una gesta protagonizada por los peores: son hechos verificables que la protesta social y el interés por el pasado del país han crecido en los diez años que cuentan las columnas de este libro.

Creo que el grito vagabundo de la sociedad, que a duras penas reclama el derecho a dormir en paz en la noche, todavía no ha sido oído por la mayoría. Creo que hay que seguir presentando, como novedad, toda la ficción que se ha hecho aquí para digerir la realidad. Creo que hay que seguir escribiendo y reseñando y leyendo lo que pase acá. No hay demasiadas novelas, ni demasiadas películas, ni demasiadas series de televisión, ni demasiadas canciones, ni demasiados ensayos, ni demasiados poemas, ni demasiadas obras de teatro, ni demasiados textos de Historia, ni demasiados documentales, ni demasiadas columnas en un país que sobre todo requiere terapia. No hay mal que dure doscientos años, ni cultura que no pueda volver del infierno. Basta escuchar, por fin, el grito.

Viernes 24 de mayo de 2019

«MARCHA FÚNEBRE» DIEZ AÑOS DE COLUMNAS EN EL TIEMPO
TAPABOCAS

TITULAR: GRUPO DE ACTIVISTAS AYUNA EN SOLIDARIDAD CON EL GENOCIDIO EN DARFUR

Mayo 29 de 2009

Creo que el futuro del mundo son los viejos. Y las escenas que estoy viendo en mi computador, una procesión de imágenes que obtuvo la prensa la semana pasada, han venido a probármelo. Esa anciana palestina sostiene una llave oxidada, símbolo de los horrores que su pueblo ha tenido que soportar desde mayo de 1948, para que la cámara del fotógrafo de Reuters sea testigo de su protesta. La actriz Mia Farrow, el multimillonario Richard Branson y el compositor Peter Gabriel, de 64, sesenta y 59 años, se relevan en una peligrosa huelga de hambre en nombre de los cinco millones de personas que ahora mismo mueren de inanición en Darfur. Mil quinientos viejos inconformes marchan, en Ciudad de Guatemala, dispuestos a exigirle la renuncia a un presidente sospechoso de asesinato. Y el cantante Leonard Cohen, de 75, les pide a los espectadores de su concierto en Nueva York que agradezcan ese momento como un paréntesis al infierno que estamos viviendo: «Perdón por no morirme», dice.

Y mientras tanto Colombia, que también queda en el mundo, es una suma de huelgas pendientes. Los estómagos deberían vivir revueltos por cuenta de la cacería a los que piensan diferente, el desempleo y los crímenes que cometen los ejércitos que andan sueltos por ahí. La protesta tendría que haberse vuelto parte de nuestra rutina. Pero el tiempo se nos va, como a un pueblito amedrentado, como a los cerdos mezquinos de Rebelión en la granja, en un oficio que prueba que estamos sometidos: el oficio de estar a favor o en contra de este señor que se ha empeñado en reelegirse.

No me importa que se hayan quedado mudas aquellas damas que agitaron las relucientes ollas que no usaban para condenar los hechos del proceso 8000. Me tiene sin cuidado que los políticos de oposición sean incapaces de explicar qué país es el que quieren. Ya me acostumbré a que la gente, enseñada a que se vive a pesar del Gobierno, se encoja de hombros ante los peores escándalos.

Todavía me deprime, sin embargo, que los jóvenes se queden quietos. Porque ¿qué clase de engendro es un joven gobiernista?, ¿qué tipo de monstruo es un joven conservador?, ¿qué variedad de bicho es un estudiante que defiende el derecho de los hijos del presidente a hacer negocios? Y ¿qué tiene que pasar para que un universitario se rinda antes de tiempo?, ¿que no sepa lo que nos ha costado llegar hasta acá?, ¿que no tenga claro que nos hemos desviado porque nadie le dijo nunca a dónde íbamos? Qué triste esa manada de jóvenes encorbatados, hipnotizados y digeridos por el pragmatismo. Su activismo se reduce a frases como «man: qué tal la cara de demente de este mancito en la entrevista con el argentino de la BBC»; «marica: tenaz lo de los falsos positivos»; «güevón: ¿vio a José Obdulio hablando en eltiempo.com como un Cantinflas en saco de rombos?». Su beligerancia se limita a ser hinchas de equipos que jamás han visto ganar, a armar grupos en Facebook, a escribir en los comentarios de internet las canalladas anónimas que antes se escribían en los baños públicos.

Miren ese rebaño patético: es una marcha de zombis con un tapabocas que les sirve para todo.

Y ahora díganme si no tenemos que agradecerles a los viejos que no mueran. Pues viejos son los columnistas que se han embravecido, los caricaturistas que se han agrandado, los magistrados que piden la presencia de la ONU para que el país entienda que el planeta está mirando. De pronto es lo que decía Pablo Picasso: «Se necesita mucho tiempo para volverse joven». Tal vez los famosos estudiantes del 68, que cargan la vergüenza de no haber hecho la revolución, se habían estado preparando, sin saber, para este momento. Y, como los abuelos que corrigen el rumbo de los nietos, tengan que sacar la cara por todos –ayunar, reírse a carcajadas, dar la vida– hasta que quede claro que el mundo es una empresa corrupta e ineficiente que resuelve las crisis echando a las señoras de los tintos.

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TITULAR: EL PRESIDENTE URIBE INSTALÓ LAS SESIONES ORDINARIAS DEL CONGRESO

Julio 24 de 2009

No hay sino un problema filosófico realmente serio: la educación. Y todo apunta a ello esta semana. El profesor Frank McCourt, autor de ese libro magistral titulado Las cenizas de Ángela, murió en Nueva York hace unos días: dejó dicho, ante de irse, que un buen educador es un gran narrador. El escritor Daniel Pennac, aquel instructor de secundaria que se hizo un lugar en todas las librerías gracias al ensayo Como una novela, acaba de publicar en español un estupendo texto sobre sus días como «pedagogo de zoquetes»: enseñar es, en las 255 páginas de Mal de escuela, «sacar del coma a una sarta de golondrinas estrelladas». Y mientras tanto en Colombia, en su discurso frente a los congresistas que no se han ido a la cárcel, el presidente dio una serie de buenas noticias sobre el futuro de la enseñanza en el país.

La cobertura de educación básica se aproxima al cien por ciento porque, entre otros aciertos, el programa de gratuidad educativa ha apoyado a cinco millones de niños. Cada año las escuelas graduarán 650 mil bachilleres, las facultades fabricarán un millón setecientos mil universitarios y el Sena preparará seis millones de trabajadores. Y, como a los maestros se les pagará mejor, y a los estudiantes se les evaluará con más cuidado, muy pronto tendremos instituciones educativas de gran calidad.

De verdad que son buenas noticias: la educación es el refugio, el sentido de la vida y «el alma de una sociedad que», decía Chesterton, «encarna de generación en generación».

Y un Gobierno que no lo invierta todo en educar a sus ciudadanos no pasa de ser un negocio redondo.

Son buenas noticias. Y más en estos días en los que tan pocos colegios enseñan a leer el mundo. Y más en estos años en los que tantas universidades, reducidas a la vergonzosa labor de prometerles lo imposible –un futuro laboral– a los incautos que reúnen el dinero de la matrícula, han tallado en sus puertas el eslogan «el cliente tiene siempre la razón», se han convertido en el sótano en el que se castiga la creatividad que se premia en el kínder y se han resignado ante los horrores de los últimos años porque no es rentable criticar la barbarie: que no tendría nada de malo, ni más faltaba, si tuvieran la decencia de no llamarse «universidades».

Son buenas noticias: significan que la era de la mala educación está por terminarse. Y que podemos esperar que la academia enfrente el año que comienza, el que va de aquí al siguiente 20 de julio, como es: un año definitivo en la Historia de Colombia.

Quedan 361 días, 361 días de votaciones de vida o muerte, de viajes relámpago a Estados Unidos, de amagos de guerras con los patéticos Gobiernos vecinos, para definir en qué clase de país estamos. Faltan 361 días de lecciones de Historia para que se cumplan los doscientos años de nuestra independencia. Y les corresponde a nuestros maestros transmitir la civilización por la que tantos han entregado la vida, narrar la aventura fascinante de esta cultura que empezó por su decadencia, sacar del coma a un pueblo traumatizado que se ha resignado, como Sísifo, a empujar una roca inhumana que se rueda unos segundos antes de alcanzar la cima, para probarnos que no sólo nos unen los triunfos, las telenovelas y los miedos.

Lo dijo César Augusto Londoño el día en que mataron a Jaime Garzón: «Y hasta aquí los deportes, país de mierda…». Es hora de dar el paso siguiente. Si todo sale como el presidente ha anunciado, si el sistema educativo se vuelve nuestro fuerte, pronto graduaremos personas libres e independientes que sabrán leer entre líneas, que podrán oír las «inconcebibles» opiniones ajenas sin perder la cordura, que no se sentirán ni orgullosas ni avergonzadas de ser colombianas, respetarán las reglas del juego y no se dejarán tentar por la violencia de nadie. Si todo sale como el Gobierno dice, si las estadísticas no son una triste estrategia de campaña, ningún alumno volverá a soportar a un Gobierno como este.

OBAMA

TITULAR: BARACK OBAMA GANA EL PREMIO NOBEL DE LA PAZ

Octubre 16 de 2009

El mundo giró a la derecha sin precaución hace mucho, mucho tiempo. O tal vez haya sido así, esta brutal cadena alimenticia en la que no tenemos voz ni voto, desde el principio de los tiempos. Y quizás eso que hemos querido llamar «izquierda» no sea más que el gesto de reclamar nuestros derechos. Lo digo porque en los últimos días, con la excusa de que no merecía el premio Nobel de la paz que le dieron, ¡por Dios!, el valiente Barack Obama se ha convertido en el chivo expiatorio de la humanidad: el hombre que no cambió el planeta en nueve meses. Y así ha quedado claro que los pocos dueños de las cosas no están dispuestos a ceder un ápice, que seguimos esperando el regreso de nuestro señor Jesucristo, y que hemos perdido la fe en las palabras y el hábito de interpretar los hechos.

Vivimos bajo el maniqueísmo de los pragmáticos: o se es un idiota o se es un villano. Y Obama, por tonto o por malvado, tiene la culpa de todo. Obama es soviético: sólo a un comunista recalcitrante, dice la cadena Fox, podría habérsele metido en la cabeza que todos tienen derecho a la salud. Obama es sionista: ciertos palestinos aseguran que «se ha evaporado toda esperanza» en sus gestiones para lograr la paz en el Medio Oriente. Obama es pequinés: se le critica haber dejado una cita con el Dalai Lama para después de hablar con el Gobierno chino. Obama es guerrerista: los veteranos lo acusan de prolongar el infierno en Afganistán con el envío de 16 000 soldados nuevos. Obama es débil: los republicanos no le perdonan que se empeñe en la eliminación de las armas nucleares e insista en la salida de Irak. Obama es nazi: un vándalo puso su nombre al lado de una esvástica en el hoyo dieciocho del Country Club de Lakeville, Massachusetts.

¿Y estos señores suecos, con su actitud de ONG primermundista, se atreven a premiarlo con el Nobel?, ¿querían obligarlo a ser el redentor que parecía?, ¿querían forzarlo a hacer lo que no ha hecho?

No. El presidente del panel, Thorbjørn Jagland, lo dijo el martes que pasó: «Obama ganó el premio por lo que ha hecho».

Ya tenemos la edad para saberlo: los salvadores no existen. Pero si alguien se ha jugado su pellejo por todos nosotros, si alguien ha pronunciado las frases que ofenden a los déspotas, ese es Barack Obama: el primer presidente negro del país que reinventó el racismo, que le ha dado la vuelta al mundo en nueve meses, entiende bien que las palabras son hechos: para borrar de un brochazo la era nefasta de George Doblebush, anunció que nunca más enfrentará los problemas de fondo sin contar con las demás naciones; rechazó sin ambigüedades las torturas de los tiempos de Cheney; le dijo al mundo islámico, mirándolo a los ojos en su propio territorio, que les extendía la mano que se extiende a los aliados; le pareció obvio, en voz alta, el reconocimiento del Estado palestino; y les recordó a los demás líderes que, ya que el planeta es uno solo, la prioridad de todos es enfrentar el cambio climático.

Al tiempo, como en los días de las guerras de independencia, ha dado ejemplo al mundo entero por medio de las luchas que ha librado en su propio país: ha impulsado una nueva legislación para cortar las emisiones de dióxido de carbón, ha invitado a las 564 tribus de nativos americanos a resolver los problemas en una reunión de trabajo en la Casa Blanca, ha condenado «las prácticas depredadoras de la industria financiera», ha lanzado programas de billones de dólares para arruinar la crisis, ha apostado su imagen a una arriesgada reforma del sistema de salud que persigue asegurar a 46 millones de personas que hoy no pueden enfermarse, y de pie, frente a los defensores de los derechos civiles de los homosexuales, ha sido capaz de decir «estoy con ustedes en esta pelea».

Y los poderosos de siempre lo han odiado a muerte, claro, porque su mensaje ha sido: «La era del miedo ha terminado». ¿Y cómo se gobierna a un pueblo que no teme?

NIÑITOS

TITULAR: CALLE 13 LLAMA PARAMILITAR A URIBE Y SE BURLA DE CHÁVEZ EN LOS MTV

Octubre 30 de 2009

Colombia es pasión, pero en el sentido de viacrucis. Colombia es pasión porque pasión es la «acción de padecer». Soportamos, como un destino, las peores primeras planas del planeta: un concejal cristiano de Bogotá es acusado de ordenar, bajo la mirada fija del Señor, el salvaje asesinato de su esposa; otro más jura por el Concejo y por sus hijos que no le pegó a su cuñada; un sicario le concede a un líder de la izquierda un último deseo, llevar a su hija de tres años hasta el paradero, antes de dispararle a sangre fría en una calle de Barranquilla; poco a poco los medios de comunicación descubren que se ha estado llevando a cabo una reforma agraria silenciosa que nos condena a seguir siendo un país de «siervos sin tierra»; y un Congreso fantasmal, plagado, por fin, de sillas vacías, pierde el tiempo en el esfuerzo por restablecer la muy rentable prohibición de la dosis personal.

Descomposición, intimidación, corrupción desvergonzada: dentro de muy poco todos seremos condenados a la casa por cárcel por palabra, obra u omisión.

Pero, como niñitos que cierran los ojos para que no los vean, le exigimos al mundo que niegue con nosotros nuestra crisis.

Que Carla Bruni no cante «eres más peligroso que la blanca colombiana» porque «es una afirmación muy dolorosa para el país». Que esos progresistas desinformados, que trabajan en El País de España, no escriban más artículos que nos hagan quedar como una dictadura por fuera de la ley. Y que el señor Residente, cantante del grupo puertorriqueño Calle 13, no se ponga en vivo y en directo camisetas que acusen al señor presidente de paramilitar. «Constituye un agravio para su buen nombre e investidura y un irrespeto a la dignidad de nuestros connacionales», aseguró el Canciller que tenemos. «¿Qué tal yo opinando de música?», argumentó el alcalde de Manizales, Juan Manuel Llano, tras vetar la entrada de la agrupación en su ciudad porque «se ultrajó a todos los colombianos».

Las pasiones colombianas más oscuras –el arribismo, la envidia, el patrioterismo– son manifestaciones de un complejo de inferioridad que no se vence de la noche a la mañana. Por eso, porque en el fondo nos creemos menos, tenemos esta extraña relación de amor y odio con el resto del planeta: esta incapacidad para soportar las críticas, esta indignación ante lo menos grave, esta obsesión por la buena imagen que nos pone de rodillas ante todo lo de afuera y que padecen quienes tienen mucho qué ocultar. En estos siete años todo se ha agravado. Pues en un país que ha perdido la sana costumbre de no creer en su Gobierno, en un país en el que no hay lugar para el debate porque el presidente es el jefe de la oposición («hay que devolver esa platica», «nadie debe perpetuarse en el poder»), todo aquel que critica el estado de las cosas es considerado un extranjero: un personaje que vive fuera del país real.

Yo me niego a irme del país en el que vivo. Sí, el procurador confunde la moral con la salud, los políticos inescrupulosos se portan como quinceañeros ofendidos cuando los investigan (y ninguno lo es) y los indígenas awá tiritan de miedo. Sí, es un país desbaratado. Pero no es el país de ellos, de los que intimidan. Y yo no me dejo sacar. Y me niego a callarme que no estoy de acuerdo con tantas bajezas. Me gusta una idea de «Colombia es pasión»: «La percepción sobre Colombia comienza por la actitud que adoptemos». Pero creo que esa «actitud» debe ser brutalmente crítica, que debemos reconocer que los demás países tienen derecho a cuestionarnos, que nuestro primer paso hacia la verdadera dignidad debe ser reconocer que esta patria tiene mucho de desastre. Me gusta que en la página web del Ministerio de Relaciones, cuando se hace clic en la sección «Artículos positivos sobre Colombia», aparezca la frase lapidaria «no hay elementos que mostrar».

Seguro que es un error. Que no salga de acá. Pero es, aquí entre nos, un buen comienzo.

ARIAS

TITULAR: ANDRÉS FELIPE ARIAS ASUME LA LÍNEA DURA DEL CONSERVATISMO EN SU CAMPAÑA A LA PRESIDENCIA

Noviembre 13 de 2009

Se llama Andrés Felipe Arias. Hasta hoy, da más mal genio que miedo. Nació en Medellín el 4 de mayo de 1973. Sus profesores del colegio lo recuerdan como un alumno ambicioso que hablaba de tomarse el mundo. Sus compañeros de estudios superiores le reconocen una extraordinaria capacidad de trabajo. Fue investigador del Banco de la República, obtuvo el título de Doctor en Economía en la Universidad de California en el 2002, hizo una breve pasantía en el Fondo Monetario Internacional. Y de regreso al país, con semejante hoja de vida, se convirtió en el funcionario estrella de este Gobierno de nunca acabar. Ahora mismo lo veo, en las páginas de la revista Semana, en el centro de una foto inquietante que le han tomado con el equipo de su campaña a la presidencia. A su derecha, Enrique Gómez Hurtado. A su izquierda, Fernando Londoño Hoyos.

¿Qué tuvo que pasar para que un tipo de mi generación llegara a posar, sonriente, junto a alguien que se niega a aceptar la Constitución de 1991? ¿Cómo se pasa de ser un rozagante joven ochentero a ser el muñeco de ventrílocuo de la derecha? ¿Qué clase de niño era este Arias?: ¿iba por Gargamel cuando veía Los pitufos?

Arias ha ido armando, en los últimos años, un álbum de imágenes delirantes. Acá está, cuando era ministro de Agricultura, haciendo esa innecesaria campaña contra un despeje que ni siquiera era una opción. Acá se ve defendiéndose con el Método Uribe de Control Mental («eludir», «culpar», «prender alarmas») de los senadores que lo acusan de entregarles a los latifundistas las diecisiete mil hectáreas de la hacienda Carimagua que se les habían prometido a las familias desplazadas. Mírenlo ahora, en plan de precandidato, enviando mensajitos cínicos desde su Blackberry en el vergonzoso debate sobre el referendo. Y ahora obsérvenlo haciéndose el perseguido, por Dios, como si no tuviera todo el poder de su lado: vocifera, setenta por ciento culebrero, treinta por ciento yuppie, porque han vuelto a acusarlo de repartir el campo colombiano entre los terratenientes de siempre.

¿Qué tuvo que suceder para que aquel estudioso hombre de veintinueve años se prestara para ser este candidato pendenciero y retardatario de 36 que agita los regionalismos, enloda cada vez que puede a una competidora de su propio partido que podría ser su madre y les grita «cobardes» a todos los que no piensan como él? ¿Fue así desde siempre?: ¿de niño pensaba, mientras veía La guerra de las galaxias, que Darth Vader tenía toda la razón?

Por lo pronto, sabemos que, a pesar de los escándalos, no va a renunciar a su candidatura. Primero, porque aquí nadie renuncia a nada. Segundo, porque si algo le queda, de estos siete años de mal ejemplo, es que la clave para reinar es dividir y hacer cara de frentero. Tercero, porque su nueva cruzada es sólo una pose, una pantomima de telonero mientras aparece el verdadero candidato, una campaña más en un país que suele quedarse en las campañas. Sí, la suya, como tantas, es una candidatura «por si acaso». ¿Alguien aquí ha leído su plan de Gobierno? Si la respuesta es sí, ¿podrían explicarme qué clase de propuesta es «liquidación de toda entidad corrupta»?, ¿significa que va a acabar con todo?

Acaba de empezar, como una forma de decir «no todos estamos dormidos», «este país es de todos», una Alianza Ciudadana por la Democracia que busca defender, de los inescrupulosos de turno, la democracia, las reglas del juego, la arquitectura, el pluralismo y los derechos que protege la Constitución de 1991. Es una buena señal. Pero a Arias, metido hasta el cuello en el negocio opuesto, todo eso le tiene sin cuidado. Sabe, por los libros de historia, lo que otros países han tardado en recuperarse de los meses que ahora se nos vienen a nosotros, que una vez pase el referendo no va a ser fácil reparar esa Constitución que tanto nos costó, pero se ha extraviado, como tantos, en la lógica retorcida del poder. Y más temprano que tarde tendremos que encararlo.

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