Kitabı oku: «Historia de la locura en Colombia», sayfa 9

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Y es una tragedia, claro, una señal de que en demasiadas ocasiones Colombia es un amor no correspondido, porque ha sido gracias a esos funcionarios y esos profesores y esas voces que esto no sólo no ha sido peor, sino que también ha resultado ser algo parecido a una celebración de la vida. Me gusta probarles a estos viejos, cuando me los encuentro, que nada ha sido en vano. Creo en el optimismo sobre la base del horror. Y para mí es claro que se ha requerido esa multitud de periodistas combativos, vengan de donde vengan, porque esta es una democracia en el borde del precipicio. Y quién sabe en dónde andaríamos si el periodismo de estas cinco décadas no hubiera revelado pasados ocultos, negocios turbios, tomas, sobornos, financiaciones dudosas, secuestros, masacres, crímenes, falsos positivos, cohechos, carteles.

Desde los setenta hasta hoy, según la FLIP, en toda Colombia han sido asesinados 158 periodistas por causas asociadas a su oficio. Quizás el símbolo de ese martirio, que también han vivido los jueces y los agentes de la ley, sea don Guillermo Cano Isaza. El miércoles 17 de diciembre de 1986 fue asesinado a la salida de El Espectador, el periódico de su familia que era además el periódico que dirigía en medio del asedio de los brutales carteles del narcotráfico, sin haber cedido en sus principios ni una sola vez. Todos los medios de comunicación del país, en especial los regionales, han estado funcionando en medio de la Violencia con la ilusión de que contarla la detenga. Y recordar a don Guillermo Cano, recobrarlo como un símbolo de la tarea periodística en tierra minada, es recordar por qué en este país es fundamental ponerse del lado del periodismo.

Dígame usted en qué otro lugar del planeta «los libros de secuestrados» son un género literario. Dígame en qué otro país se ha dado el humor político como se ha dado en este. Se cuenta hoy con el valor salvaje de periodistas humorísticos como Daniel Samper Ospina, Vladdo y Matador, incrustados en las salas de redacción de la revista Semana y El Tiempo como encargados de la sanidad mental del grupo, pero ellos – que, dicho sea de paso, han tenido que andar con escoltas– son los últimos eslabones de una cadena de escritores satíricos y de caricaturistas en la que han estado en los últimos cincuenta años Santiago Moure, Martín de Francisco, la gente del programa radial La Luciérnaga, Tola y Maruja, Antonio Morales, Diego León Hoyos, Jaime Garzón, Eduardo Arias, Karl Troller, Daniel Samper Pizano, Antonio Caballero, Alfredo Iriarte, Héctor Osuna, Lucas Caballero Calderón y Ricardo Rendón.

Soy escritor. No merezco el título de periodista porque sólo pongo en riesgo mi sistema nervioso. Pero sí he estado asistiendo a salas de redacción, como parte de equipos extraordinarios, en los últimos veinte años. Y sé bien que las presiones de los poderosos siguen en pie, y tengo claro que los políticos inescrupulosos detestan a los mismos medios que los incautos consideran cómplices de esta trama macabra, pero, teniendo en mente siempre ese pasado en el que el periodismo servía a unos cuantos nomás, puedo dar fe de que una gran parte de los periodistas de hoy –mal pagos y entregados a su labor como los profesores– tienden a aprovechar cada oportunidad que tienen para revelar la verdad, para evitar que esta tierra tenga unos pocos dueños, para impedir que la democracia sea apenas la mejor farsa que puede montar una sociedad.

Vivo agradecido por haber sido testigo de esos cubículos y de esos cierres y de esos ataques de risa.

Si no, andaría por ahí pensando que todo este horror se está fraguando en un cuartito sórdido y penumbroso, bajo una lámpara de billar, por una serie de calvos y de calvas que acarician gatos de angora sin siquiera bajar la mirada.

IX. AQUÍ TAMBIÉN SE DA LA BELLEZA

Fue en la noche del domingo 13 de junio de 1954 cuando llegó a Colombia, por obra y gracia de la dictadura de Rojas Pinilla, el medio de comunicación que le daría una lengua y una memoria y una cultura y una clase social en común a este archipiélago de culturas: la televisión. Fue en un principio un milagro técnico asistido por alemanes, por gringos y por cubanos. Empezó siendo una caja mágica para la educación de un poco más de mil familias: el primer día de emisión hubo recitales, documentales, adaptaciones de cuentos, ballets. Y así fue, una serie de programas serios y de improvisaciones en vivo, hasta que el Gobierno –consciente de lo difícil que era llevar a cabo producciones diarias– comenzó a arrendar los espacios televisivos.

Así llegaron las principales programadoras de producciones nacionales, en orden de aparición, en los veinte años siguientes: Punch, RTI, RCN, Caracol, Promec, Producciones JES, Jorge Barón, Coestrellas, Tevecine. Con el paso de las décadas, se fueron ampliando el número de canales nacionales y regionales. Y entonces, con el empuje de esas compañías dirigidas por personas apasionadas y por ejecutivos sensatos y por artistas cultísimos con vocación a lo popular, empezaron las comedias costumbristas, las telenovelas, los dramatizados, los programas de concurso, los noticieros, los comerciales llenos de frases célebres que –de la mano de los profesionales de la radio y el teatro y el deporte– les dieron a los pueblos colombianos las historias y los personajes que estaban necesitando para entenderse un poco mejor y para reírse tristemente de sí mismos.

Pronto ya no hubo miles, sino cientos de miles de televisores. Se vieron, en los cincuenta, las grandes producciones de teleteatro dirigidas por Bernardo Romero Lozano: de obras de Wilde a obras de Gogol. Se hicieron populares, en los sesenta, los melodramas venidos de las novelas de folletín, de los libretos de radioteatro, de los documentales sobre las regiones colombianas y de las narraciones decimonónicas que corregían las desigualdades y alcanzaban la justicia social a punta de finales felices. Luego, en los setenta y los ochenta, fue más claro que nunca que las telenovelas colombianas no sólo se diferenciaban de las telenovelas de otros países por su necesidad de contar los hondos dramas del país, sino por un sentido del humor que las convertía en lamento y celebración de la vida al mismo tiempo.

Durante treinta años gloriosos –antes de que, en 1998, los televidentes colombianos se vieran obligados a ver la televisión que tanto les gustaba en alguno de los dos canales privados–, hubo una suma de talentos irrepetibles y de relatos maravillosos que sólo se dan de tanto en tanto en las culturas del mundo. Hubo presentadores imborrables: de Fernando González Pacheco a Gloria Valencia de Castaño. Hubo autores que tendrían que estar en la lista de los grandes escritores de esta historia: Bernardo Romero Pereiro, Julio Jiménez, Pepe Sánchez, Jorge Alí Triana, Martha Bossio, Fernando Gaitán, Mauricio Navas, Mauricio Miranda, Mónica Agudelo, Juana Uribe, Dago García. Hubo estupendas adaptaciones de novelas colombianas, y de novelas escritas en otros lugares, que mostraron la trasescena de la Historia y pusieron en evidencia la riqueza de los relatos de estas tierras: de El alférez real (1974), de Manuela (1975), de La mala hora (1977), de La marquesa de Yolombó (1978), de El caballero de Rauzán (1978), de La tregua (1980), de La tía Julia y el escribidor (1981), de La dama de las camelias (1981), de El gallo de oro (1982), de El Cristo de espaldas (1987), de Los pecados de Inés de Hinojosa (1988), de Maten al león (1989), de La vorágine (1990), de Castigo divino (1990), de Cuando quiero llorar no lloro (1991), de La otra raya del tigre (1993). Hubo series literarias e históricas, como Revivamos nuestra historia (1979 a 1987), El cuento del domingo (de 1984 a 1988) y Crónicas de una generación trágica (1993), que documentaron e hicieron ver a los televidentes los cuentos del país que echaban los viejos. Hubo dramatizados geniales: La abuela (1979), Los cuervos (1984), El ángel de piedra (1986), Amar y vivir (1988), Azúcar (1989), ¿Por qué mataron a Betty si era tan buena muchacha? (1989), Escalona (1991), La alternativa del escorpión (1992) y Hombres (1996), entre tantos más, supieron recrear la vida como sólo sucede acá. Hubo telenovelas que nadie quiso que se acabaran: La pezuña del diablo (1983), Pero sigo siendo el rey (1984), Gallito Ramírez (1986), Lola calamidades (1987), San Tropel (1988), Caballo viejo (1988), ¡Quieta, Margarita! (1988), Café (1994) y Yo soy Betty, la fea (1999) hubieran podido seguir y seguir porque vivir en Colombia fue vivir en los mundos que sus realizadores consiguieron montar.

De cada título de estos podría escribirse un libro. Pero quizás lo más práctico sea destacar tres comedias geniales que consiguieron recrear las particularidades de las familias colombianas: Yo y tú (de 1956 a 1976) de Alicia del Carpio, Don Chinche (de 1982 a 1989) de Pepe Sánchez y Dejémonos de vainas (de 1984 a 1998) de Bernardo Romero Pereiro y Daniel Samper Pizano. En los peores tiempos del siglo XX, cuando el narcotráfico desató los torniquetes que se le habían puesto a la Violencia, cuando el campo colombiano volvió a ser el campo de batalla por cuenta de los cultivos de coca, cuando Colombia empezó a ser reducida a tierra de narcos y de asesinos, estas comedias sirvieron de recordatorio de que aquí sucedía el amor y la vida y la familia y la risa.

En otras palabras, aquí no había monstruos ni extraterrestres, sino seres humanos, simples y extraordinarios seres humanos, obligados a vivir y a ser felices y a levantar una historia propia –y a contarla para recobrar el espíritu, que es el alma que razona– en un país en el que torturan a tantas y matan a tantos por cualquier cosa. Aquí había un diccionario particular, una suma de arquetipos, una belleza propia.

Tanto la radio como la televisión fueron fundamentales para hacer notar y transmitir esas mismas virtudes –los pies en la tierra y el coraje y las ganas de reírse y el amor por la familia, que no tiene por qué salir mal– encarnadas en los deportistas del país. La Vuelta a Colombia empezó a darse en pleno Gobierno de Laureano Gómez, en plena guerra civil y en pleno 1951, para hacerle creer al pueblo que sí era posible recorrer este mapa movedizo, pero lo que consiguió fue convertirse en su alivio y en un poema épico –el evasivo e inasible poema nacional– protagonizado por los primeros héroes de la Historia de la nación que eran héroes indiscutibles para los dos, tres, cuatro bandos de siempre: las hazañas del Zipa Forero, Cochise Rodríguez y el Jardinerito Lucho Herrera, entre tantos otros, probaron que los colombianos podían vivir calvarios con finales felices, ni más ni menos.

También la radio y la televisión narraron las gestas de nuestros futbolistas como si la suerte de este pueblo mirado de reojo dependiera del Guajiro Iguarán o del Pibe Valderrama o del Loco Higuita. En los ochenta y en los noventa, Colombia era presentada, en las películas de Hollywood, como un infierno lleno de machos cubanos con bigotes mexicanos: «¡Agáchese: está en El Dorado!», le gritan al personaje de Harrison Ford en Peligro inminente. Y todo, desde las estadísticas hasta las malas noticias, parece indicar que esta sociedad se tomaba los pases al fondo y los goles de la selección colombiana como las pruebas reina que necesitaba el tribunal del planeta para declararla inocente. Aquí también se gana. Aquí también se da la belleza.

El sábado 28 de octubre de 1972 el boxeador palenquero Antonio Cervantes, Kid Pambelé, venció a Peppermint Frazer para probar que aquí sí se puede salir de la pobreza. El miércoles 22 y el jueves 23 de mayo de 1991 el matador bogotano César Rincón salió por la puerta grande de la plaza de Las Ventas, de Madrid, para demostrar que aquí sí hay segundas oportunidades sobre la tierra: «¡El sueño se repite!», gritaba el narrador de Radio Caracol, «¡Apoteósico!». El miércoles 20 de septiembre del 2000 la pesista vallecaucana María Isabel Urrutia se ganó la medalla de oro en los Juegos Olímpicos de Sídney, tras levantar 245 kilogramos, para dejar en claro que aquí sí se dan las hazañas y aquí sí se puede surgir.

Pobre Colombia: desde esos días empezó a reaccionar con la ira santa de los impostores atrapados con las manos en la masa, y a pedir rectificaciones y a armar líos diplomáticos y a citar su café y su paisaje, cada vez que un extranjero la reduce a tierra de traficantes o de corte de gallote.

Solamente a los hijos les está permitido renegar y despotricar de sus madres. Y solamente a los hijos acomplejados se les revuelve el estómago, «¡usted no sabe quién soy yo!», cada vez que se ríen de ellos.

Sea como fuere, Colombia halló en la radio, en la televisión y en el deporte una identidad –«una narrativa», como dicen ahora–, que nos reunió a todos más allá de aquella violencia política que poco a poco se fue volviendo violencia porque sí. Su cine, en cambio, fue sobre todo medio de denuncia.

La primera película colombiana, El drama del 15 de octubre (1915) de los hermanos italianos Di Doménico, fue un abucheado documental sobre el asesinato del general Uribe Uribe protagonizado por sus asesinos. Garras de oro, de 1926, es una sátira de la pérdida de Panamá de la que sólo quedan cincuenta minutos. En las décadas de los treinta, los cuarenta y los cincuenta se hicieron unos veinte largometrajes rudimentarios con la sensación de que jamás se alcanzaría la calidad de las producciones de Hollywood que se tomaron los teatros del país. Durante mucho tiempo este no fue un lugar apto para cineastas, sino, acaso, para cinéfilos. Y, sin embargo, después de esos largos años de documentales sobre paisajes, y de retratos de la burguesía criolla, y de adaptaciones literarias fallidas, poco a poco se fue asomando nuestro cine.

Y, quizás porque hasta la Ley del Cine de 2003 fue una proeza hacer una película y fue realmente difícil que además saliera buena, se tendió a la denuncia de la explotación y la barbarie: qué haría usted si tuviera una sola oportunidad para decirlo todo.

Fue claro, desde los años setenta, el empeño de filmar comedias criollas que al mismo tiempo se rieran y se enorgullecieran de esta idiosincrasia. El taxista millonario (1979) de Gustavo Nieto Roa, La pena máxima (2001) de Jorge Echeverri, Como el gato y el ratón (2002) y Soñar no cuesta nada (2006) de Rodrigo Triana, La gente de La Universal (1993) y El colombian dream (2006) de Felipe Aljure son retratos certeros –y más o menos compasivos– de las glorias y las miserias de la llamada «malicia indígena». Si uno lo piensa dos veces, El embajador de la India (1986) de Mario Ribero tiene algo de poema nacional porque ve un símbolo de lo que somos en la figura de aquel seminarista de Garzón que dejó creer a toda la ciudad de Neiva que era un marajá digno de honores.

Y la taquillerísima La estrategia del caracol (1993) de Sergio Cabrera, filmada y estrenada y ovacionada una década antes de que la Ley del Cine le abriera paso a la pequeña industria que se ha dado en el siglo XXI, parece sintetizar las dos principales corrientes de la cinematografía colombiana: por un lado es, como ha anotado el curador caleño Alejandro Martín, la cumbre de la comedia costumbrista que hizo de la televisión nuestra cultura en común, pero, por el otro, en su representación de un inquilinato en el que están juntos los arquetipos, los modos de ser colombianos, también resulta una denuncia de la estafa y del clasismo y del abandono estatal que han sido síntomas de nuestra enfermedad.

Sí, la verdad es que hemos hecho, sobre todo, películas que se niegan a que quede impune esta cultura de la venganza y la pobreza y la explotación y el ensimismamiento: El río de las tumbas (1964) de Julio Luzardo, Chircales (1972) de Marta Rodríguez y Jorge Silva, Canaguaro (1982) de Dunav Kuzmanich, Carne de tu carne (1983) de Carlos Mayolo, Cóndores no entierran todos los días (1984) de Francisco Norden, Tiempo de morir (1985) de Jorge Alí Triana, Técnicas de duelo (1988) de Sergio Cabrera, Confesión a Laura (1990) de Jaime Osorio, Rodrigo D. No futuro (1990), La vendedora de rosas (1998) y Sumas y restas (2005) de Víctor Gaviria, La cerca (2004) de Rubén Mendoza, La sirga (2012) de William Vega, La tierra y la sombra (2015) de César Acevedo y El abrazo de la serpiente (2015) de Ciro Guerra, dan a pensar que nuestro arte es principalmente un llamado de auxilio.

Sigue criticándosele al cine colombiano aquella vocación a narrar la miseria de su sociedad que Carlos Mayolo y Luis Ospina parodiaron cuando filmaron Agarrando pueblo (1977). Sigue pidiéndosele, con los titulares sangrientos a las espaldas y con la popularidad de la televisión como referente, que cuente algo más que el fanatismo y el salvajismo de cada quien. Sigue reclamándosele que no se acerque a las historias de esta cultura con el aturdimiento y el espanto de un extranjero. Pero la verdad es que nuestras películas, como el resto del arte aquí en Colombia, sólo dejarán de mostrar las patologías de esta sociedad –el dogmatismo, el machismo, el clasismo, el racismo, el ombliguismo– cuando mostrarlas deje de ser cuestión de vida o muerte.

Dígame usted si esto no está lleno de síntomas físicos y afectivos y cognitivos de trastornos mentales: de dolores y de insomnios, de miedos y de ansiedades, de anarquías y de olvidos. Dígame qué más podemos hacer, aparte de narrarlo y narrarlo y narrarlo otra vez, hasta que un día se nos ocurra una terapia mejor.

X. AQUÍ ESTÁ PASANDO ALGO MUY RARO

Propongo, con un poco de solemnidad, crear una Psiquiatría General de la Nación. Propongo una pequeña reforma constitucional de esas que nunca prosperan. A partir de ahora tendrán que pasar por allí, por ese diván oficial, todos los políticos colombianos que pretendan llegar a los altos cargos de su Estado. Creo que en nuestra democracia se ha venido dando, al tiempo con sus logros que pocos quieren ver, lo que el ponerólogo polaco Andrzej Łobaczewski llamó una «patocracia»: «Un sistema de Gobierno creado por una pequeña minoría patológica que toma el control de una sociedad de personas normales». De verdad pienso que, como prueban sus héroes y sus relatos, el pueblo colombiano ha sido más sano que su dirigencia. Y que se nos ha venido encima la hora de tomarnos en serio la salud mental de quienes nos lideran.

Quizás se trate, en este punto, de un círculo vicioso: nuestros líderes de hoy son hijos de la locura de la patria, de las evangelizaciones y de las regeneraciones, de las violencias y de los caudillismos, de las polarizaciones y de los dogmas, de las frustraciones y de las incertidumbres, y entonces se portan así. Nuestra violencia sin comillas ni mayúsculas, nuestra tendencia a despedazar y a someter porque se puede, no viaja por nuestra sangre, pero sí es una educación, una cultura. Y demasiados dirigentes nuestros, pues demasiados carecen del principio de realidad que suele evitarnos tantos males, han hecho muy poco para que su sociedad supere un pasado doloroso: «Los dirigentes abren a sus sociedades la posibilidad de decir lo que no puede decirse, de pensar lo que no puede pensarse, de realizar gestos de reconciliación que la gente sola no sabe imaginar», explicaba, hace unos años, el ensayista canadiense Michael Ignatieff.

Aquí sigue pasando todo lo contrario. Que hay, sí, líderes que emprenden el camino de los pactos por la convivencia, pero que en todas las regiones sigue habiendo demasiados caciques psicopáticos enquistados en las instituciones: cargan con la doble moral de la guerra, y se portan como esos villanos que no saben que lo son, porque nacieron y crecieron y se abrieron paso en un clima en el que no estar a favor siempre ha significado estar en contra y no ser un amigo ha sido sin falta ser un enemigo. Han sido un «Yo» en mayúsculas, un «Yo» mesiánico, definido por un «otro» en minúsculas. Han insistido en un «nosotros» en el que no se da la igualdad social sino el deseo exasperado e iluso de someter a un «ellos».

Se ha estado dando la patocracia, como se han dado la plutocracia y la corruptocracia, en medio de nuestra democracia. Łobaczewski advierte que la sociedad vive entre valores patológicos cuando el poder está en manos de una clase política enloquecida. Y que se encoge de hombros ante el quietismo y el entorpecimiento de lo público porque este fracaso «es lo normal». Y, no obstante, Colombia tendría que pegar un grito vagabundo porque están allí, aquí, las principales señales de una patocracia: porque con demasiada frecuencia el ventajismo prima sobre la solidaridad, porque la corrupción no es un fenómeno sino una lengua, porque se gobierna por debajo de la mesa, porque sólo se representa a los ciudadanos en tiempos de campaña, porque se administra el país con las polarizaciones artificiales de las segundas vueltas de las elecciones, porque las desigualdades crecen en medio del discurso contra las desigualdades, porque el periodismo quiere ser reducido a propaganda, porque se siguen violando día por día por día los derechos humanos más básicos.

Tengo en mente la teoría de la terapia primal, del psicólogo norteamericano Arthur Janov, cuando digo que esta sociedad tendría que pegar un grito vagabundo: pienso que nuestros traumas profundos requieren relatos rotundos, símbolos brutales al alcance de todos, versos con estatus de dichos populares.

Pienso que hemos estado cantándolo todo desde que sentimos la locura respirándonos en la nuca, «Jugué mi corazón al azar y me lo ganó la Violencia», «Juego mi vida, cambio mi vida, de todos modos la llevo perdida», «Yo quiero pegar un grito y no me dejan», «¡Gol!», «¡Colombia, Colombia, Colombia!», pero que este es el momento preciso para redoblar esfuerzos. A finales de los noventa fue común escuchar, en las facultades de Literatura, que la novela había muerto, que la posmodernidad había descubierto el realismo extremo de la fragmentación y había decretado el fin de las tramas y de los personajes con psicologías. Pero si algo nos han probado estos últimos años es que nada puede darse por sentado, que la novela, por ejemplo, sigue siendo una herramienta contra la psicopatía, y que hay que seguir diciendo y gritando lo que se ve.

Me puse en la tarea de escribir este ensayo maniacodepresivo para darles un contexto a las columnas que he hecho en los últimos años para El Tiempo, el periódico en el que mi abuelo Silva fue linotipista y mi abuelo Romero fue incómodo, pero pronto me di cuenta de que también quería dejar por escrito una plegaria para que no permitamos que, por cuenta de los populismos psicopáticos y de las patocracias, se nos vengan abajo los progresos que habíamos considerado irreversibles.

Es que son días de prueba para la democracia estos de 2019. Son días de prueba para la salud mental de los padres y los hijos de este país. Según la ONG Latinobarómetro, sólo el dieciséis por ciento de los colombianos cree que el Gobierno trabaja para todos. Según la evaluación internacional ICCS, el 73 por ciento de los adolescentes del país aprobaría una dictadura si no se metiera con ellos: ja. Según la Agencia para la Reincorporación y la Normalización (ARN) y la Universidad Externado, el 31 por ciento de los excombatientes del conflicto armado, 8370 exguerrilleros o exparamilitares, sufre de estrés postraumático: ansiedad, descontrol, psicosis. Según la Organización Mundial de la Salud, el promedio de los colombianos deprimidos, 4,7 por ciento de la población, es más alto que el promedio mundial.

Sí, en efecto, las redes sociales pueden servirles a los quince millones de usuarios de este país para convertir la solidaridad en un criterio, para insistir en los valores de la democracia, para hablar y hablar y hablar hasta librarse de la locura. Pero, en medio de una cultura en la que sigue heredándose la violencia, las redes también pueden propagar el pensamiento de manada, darle al populismo reaccionario la oportunidad para fabricar sus enemigos, permitirles a los frustrados la posibilidad de aniquilar a los demás de un brochazo, contagiarles a los arrinconados el comportamiento de alguna barra brava –como un mecanismo de supervivencia o un remedio peor que la alienación– y revivirles a los incautos, a modo de trastorno, la megalomanía de la infancia: la ceguera al otro.

Repito: ciertas conquistas mínimas, como los derechos reproductivos de las mujeres o los derechos de la comunidad LGBTI, como la libertad de expresión o la separación de poderes, como la igualdad y la vida, están en riesgo en todo el mundo de este siglo XXI. Y aquí en Colombia tiende a estar en juego, una vez más, el país diverso e incluyente que se pactó en la Constitución de 1991. Se ha vuelto a hablar de «la unidad», de «un pacto nacional», de una «paz política», como proponiendo esa nación temerosa de Dios que –a la espera de un pueblo que se sume a su causa e impaciente con una ciudadanía que ejerce su derecho a la crítica sin pedir permisos– tarde o temprano se ve forzada a justificar la violencia.

¿Vamos a insistir en ser ese archipiélago que persigue la unidad de Dios sea como fuere o seremos capaces de ser la nación a partir de la diversidad de la Constitución de 1991? ¿Podremos dejar atrás definitivamente ese populismo reaccionario, católico e ingenioso, que ha podido incumplirle al pueblo colombiano sus propuestas porque la verdadera promesa del catolicismo es el viacrucis y el cielo? ¿Seremos capaces de sobreponernos al negacionismo, al maniqueísmo, al aniquilamiento y a la agonía perpetua de esta cultura bicentenaria? ¿Seremos capaces de transformar nuestra actitud religiosa, dogmática, violenta, en la convicción de que una Iglesia es sobre todo una asamblea, una reunión, un refugio para la convivencia?

¿Seguiremos empeñados en ser lo uno a costa de lo otro?: ¿podremos encontrar en la rendición a la vida, por ejemplo, un acuerdo mínimo, un piadoso punto en común?

Colombia no es un país, sino muchos. En sus Notas de viaje tomadas hacia 1882, antes, mejor dicho, del imperio del proyecto regenerador, el diplomático argentino Miguel Cané habla de un país con una constitución «idealmente generosa», capaz de tolerar los insultos en los muros, preparado para que los combates sean de oratorias, liberado del caudillaje militar y hecho a que los dictadores «gocen comúnmente de mala salud»: «Colombia, como la Argentina, se regirá siempre por el sistema federal, porque así lo exige la naturaleza de las cosas; pero sus esfuerzos deben tender sin descanso á combatir los excesos del sistema, á habituar á sus hijos, para dar una forma concreta á mi pensamiento, á decir Colombia, en vez de Los Estados Unidos de Colombia», escribe en la página 121 de sus diarios.

El señor Cané, privilegiado, claro, porque en 1882 tiene enfrente una versión del país de tres millones y pico de habitantes, piensa con sensatez que este país no tiene alternativa a un federalismo coordinado desde una capital que se haga digna de llamarse así. Donde dice «sistema federal» podría decir «pluralismo». Pero Colombia tomó otro rumbo apenas él se fue.

Cané habla, páginas adelante, sobre una población colombiana más bien conservadora, pero ve muy lejos el regreso de los reaccionarios al poder «porque el exceso mismo de sus ideas, que envuelven la negación más absoluta del progreso, les quita esa fuerza»: «fanáticos, intransigentes en materia de religión, no ocultan en política su preferencia por la monarquía y aun creo que no son muy ardientes partidarios de aquellas que tienen por base el régimen parlamentario». Habla Cané de líderes retrógrados para los que «la palabra pública es una sentencia que no puede ni debe cambiar el tiempo: “fuera de la Iglesia no hay salvación”». Insiste, con el filósofo francés Joseph Ernest Renán, en que «se lee mal cuando se lee de rodillas». Y, sin embargo, se pregunta si en esta tierra varada en el pasado el conservatismo podrá superar su absolutismo y el liberalismo su anarquía.

Sigue siendo una buena pregunta: «Empujados por la gravitación conservadora que se hunde en el pasado, los liberales se lanzan al porvenir con una vehemencia terrible», advierte y predice el diplomático Cané. Y luego deja claro que esos mismos liberales, obsesionados con ser el polo opuesto de los reaccionarios e incapaces de percatarse de que los mueve la misma actitud religiosa degenerada en actitud fundamentalista, llegan al extremo de enseñar la idea de «que el asesinato político es, en ciertos casos, una acción legítima… ¡una vez más, no!». Ay, Dios: los curas que se fueron a la guerrilla, los unos y los otros que se tomaron el Palacio de Justicia, los ángeles vengadores que pusieron bombas en los parques de todos para probar su punto.

Deja constancia el señor Cané de un comportamiento que, 137 años después, ha ido creciendo y es un hecho político: «En el centro de ese campo donde combaten huestes tan opuestas, los independientes, antiguos liberales, se han segregado de la masa, procurando encontrar, al abrigo de la moderación en las ideas, un modus vivendi razonable para la colectividad», escribe. «De un liberalismo templado, manifiestan públicamente un serio respeto por la religión, y en materia política trabajan por introducir cierta reglamentación indispensable para hacer fecundas las libertades y derechos garantizados por la Constitución, pero por el momento el partido independiente no sólo es poco numeroso en Colombia, sino que carece de autoridad moral…».

Creo que esa independencia, que no le arrebata a nadie sus matices ni sus contextos, hoy más que nunca es señal de cordura. Creo que ha crecido. No es fácil ver el plano general en un país de primerísimos primeros planos: mientras termino este ensayo, me entero de que en el Día de la Madre que acaba de pasar hubo 464 casos de violencia intrafamiliar; The New York Times ha revelado una nueva directriz del ejército como la que terminó en los «falsos positivos», que podría poner en riesgo a la población, y el partido de Gobierno sigue haciendo lo que puede para acabar con la justicia especial para la paz. No obstante, me parece claro que, a pesar de las manadas delirantes que reúnen las redes, a pesar de ese Gobierno de las muchedumbres –de esa oclocracia– que pretenden unos cuantos, cada día hay más ciudadanos independientes de las viejas jerarquías.

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