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El verdadero difusor de la ópera: el disco
Sin embargo, justo es reconocer que en muchos casos ha sido otro camino el que ha convertido la ópera del siglo XX en un panorama mucho menos yermo de lo que habría sido. A ello ha contribuido el perfeccionamiento gradual del mundo del disco. La gran fecha de la historia de la ópera en el siglo XX no es la de los estrenos de Wozzeck, Peter Grimes o The Rake’s Progress, a pesar de sus indudables virtudes, sino el día en que la industria discográfica inglesa presentó en público el disco de vinilo, el llamado LP, en 1948. Por primera vez era posible juntar en dos o tres placas flexibles y no excesivamente frágiles, de casi dos o tres horas de música, haciendo posible para el operófilo doméstico y poco compatible con los gastos o los desplazamientos requeridos por los teatros, el goce de una ópera completa, muchas veces más «completa» que en la mayoría de los teatros de entonces. Pronto les fue posible a tales operófilos discográficos el agenciarse títulos que no era fácil presenciar en directo, y procurarse una discoteca creciente, con todo lo que era posible obtener en este terreno. No se ha valorado suficientemente, sin embargo, la enorme influencia que el nacimiento del disco LP tuvo sobre la difusión de la música entre el público europeo medianamente culto, hasta el punto de que empezó a ocurrir a la inversa: eran los discos los que animaban la creciente variedad en la programación de los teatros, y los artistas y sus proezas vocales en repertorios obsoletos hacían necesaria la adaptación de las temporadas líricas a los crecientes deseos operísticos del público.
Por supuesto que esta labor de difusión del disco de vinilo se vio incrementada poderosamente por la aparición del disco compacto, CD, en 1984, que ha hecho posible una difusión aún más grande no sólo de los títulos en circulación, sino de otros muchos que van apareciendo de la mano de compositores que parecían destinados al olvido más completo y también a la de otros que han confiado al CD sus nuevas creaciones. En este sentido también la música contemporánea se ha beneficiado de este soporte auditivo que permite la valoración de nuevas creaciones incluso cuando los teatros renuncian a los crecientes gastos de sus puestas en escena.
A estos medios de difusión musical hay que añadir también la destacada labor —aunque menos crucial— de los medios de difusión audiovisual: el ya casi desaparecido láser-disc, el vídeo y el DVD, surgidos a lo largo del último tercio del siglo XX.
Es muy curioso observar que estos medios de difusión han contribuido a crear una masa anónima que consume estos productos, e incluso los atesora, a pesar de que rara vez pisa un teatro. Las cifras de venta de las casas discográficas —normalmente poco fiables— no permiten hacerse una idea de la magnitud de este fenómeno que incluye también a un importante sector que no se interesa por la música propiamente dicha, sino por las proezas vocales —actuales o históricas— de las grandes estrellas del canto.
Problemas, y sin embargo, un buen futuro
El mundo de la ópera sigue desarrollándose en todos los sentidos: programación, repertorio, medios de difusión, etc. A pesar de lo que creen quienes no la viven de cerca, sigue habiendo una producción viva y activa de óperas incluso en estos primeros años del siglo XXI. Sin embargo, hay que reconocer que la vida operística choca con la curiosa e inesperada frivolización cultural que se hace sentir en estos años de transición del siglo XX al XXI. Se banalizan los componentes del género, se vacían de contenidos los estudios, se minimiza la seriedad de la crítica musical, se jalean avances aparentes que no tienen solidez alguna, se pierde la profundidad y el valor de la información que se difunde, cada vez más mayoritariamente, a través de los mass media. Cualquier espectáculo llamativo es saludado como un nuevo capítulo de la historia del género, como si cuatrocientos años de historia fueran a modificarse por un hecho puntual y transitorio.
Otro factor preocupante es el nuevo enfoque teatral de algunos realizadores astutos, que minimiza la presencia de la música: algunos actúan de un modo que hace pensar que la música es «aburrida»: se llevan a cabo escenificaciones de las oberturas, se falsean los contenidos argumentales para demostrar la agudeza teatral o política del realizador, se llenan de personajes adventicios las escenas más importantes de un drama musical que merecería más atención del público y que no se le distrajera de lo esencial. Algunos de estos realizadores se jactan incluso de desconocer la obra cuya puesta en escena están llevando a cabo (!); otros utilizan la tecnología audiovisual propia de otros campos para «renovar» las óperas del pasado.
No todo es negativo en este nuevo camino emprendido por la parte visual de la ópera, pues genera polémicas y despierta el interés por el género incluso en personas que no se habrían aproximado al mismo. Pero no hay que confundir lo esencial con lo transitorio, y mucho menos considerar que cualquier idea teatral va a renovar la ópera.
Tarea inútil, porque la ópera se ha ido renovando sola. No hay más que observar una fotografía de una representación de Aida en 1910 y otra de 1980 para observar como por sí solo, el concepto operístico, escenográfico, de vestuario y de actuación ha variado por sí mismo, sin necesitar de esos empujones tal vez bienintencionados, de los renovadores a ultranza.
Algunos artistas se apuntan rápidamente a este clima de superficialización de contenidos: interesa más ser famoso que artista verdaderamente sólido.
No hay que arredrarse: si la ópera ha resistido cuatro siglos de cambios y alteraciones, también resistirá a los que se apuntan a ella como medio para sus especulaciones personales. No es un fenómeno puramente circunstancial, sino un problema de estos años, que es de esperar que se disipará convenientemente con la entrada en una nueva fase —¡una más!— del largo camino de estos más de 400 años de existencia.
I. LOS PRIMEROS PASOS DE LA ÓPERA
I. EL TEATRO MUSICAL DEL RENACIMIENTO
Aunque el proceso sería muy largo, de hecho la ópera, como espectáculo profano de la nobleza, se fue gestando a lo largo del Renacimiento, y su aparición, en el fondo, no fue sino consecuencia del nuevo enfoque que se daba a la música de entretenimiento cortesano, apartado de toda pleitesía del mundo de la religión que había estado obsesivamente presente en los siglos medievales.
El hombre nuevo del Renacimiento gustaba de los juegos y entretenimientos totalmente profanos. Éstos, al principio, tenían formas musicales procedentes del mundo de la música eclesiástica: la polifonía, la costumbre, tan fuertemente arraigada, de cantar a varias voces, para obtener un efecto armónico de conjunto en el que la melodía tenía todavía una presencia más bien escasa y ocasional. Lo que se valoraba en la música de estos tiempos era el efecto auditivo creado por la superposición de las distintas melodías integradas en el conjunto, y aunque en el siglo XVI ya empiezan a percibirse corrientes de valoración especial del efecto melódico, tardaría todavía mucho tiempo en lograrse su independización y la eliminación de la música de carácter polifónico.
En las cortes italianas del Renacimiento, era frecuente celebrar fiestas que incluían la danza y el canto, y con éste se pretendía narrar alguna historia de tema mitológico o pastoril, siempre con un contenido amoroso que le diera una mayor consistencia. En los primeros tiempos de esa nueva civilización renacentista italiana, los espectáculos más apreciados eran los trionfi, es decir, las fiestas que se organizaban en torno a un personaje importante de la milicia o de la nobleza cuando realizaba su entrada en alguna ciudad. Estas fiestas, que tenían un destacado componente escenográfico (arquitectura efímera, sólo destinada a la fiesta) dieron paso más tarde a las celebraciones cortesanas de aniversarios, onomásticas y otras ocasiones festivas, en las que con frecuencia se intercalaban representaciones de obras sacadas de la literatura clásica grecolatina, siempre con música, y calificadas a veces de intermedii. El carácter mixto de esas representaciones, especialmente numerosas en las pequeñas cortes italianas de este período, las mantiene alejadas todavía de lo que después sería el espectáculo de la ópera.
Uno de los personajes más importantes de la commedia dell’arte es Pantalone. En la mayoría de las obras la acción empieza con su entrada en el escenario.
En el siglo XVI, por otra parte, la forma musical cortesana por excelencia era el madrigal, pieza poética cantada —usualmente a cuatro o cinco voces— por los propios cortesanos, que unían sus voces de modo colectivo para causar un bello efecto de conjunto. No era el menor de sus atractivos el ser una recitación de un texto poético de valor literario reconocido.
El carácter crecientemente descriptivo del madrigal fue sugiriendo a los distintos compositores que lo trataron la posibilidad de teatralizar los sentimientos y las ideas de esos textos, con frecuencia concebidos en la forma de un diálogo amoroso o satírico, y esto contribuyó a reforzar la tendencia que se hizo notar, hacia fines del siglo XVI, de componer piezas narrativas madrigalescas que acabaron adquiriendo una forma teatral cada vez más clara. Aparecieron así, en los últimos decenios del mencionado siglo, una serie de obras denominadas «comedias armónicas» en las que una serie de madrigales y episodios narrativos a varias voces explicaban una acción teatral que podía desarrollarse a la vista de unos espectadores, apoyándose sobre todo en la tradicional forma teatral de la antigua commedia dell’arte, muy viva en la Italia renacentista.
Si hoy escuchamos una de estas «comedias armónicas» percibiremos que cada personaje se expresaba a través de dos o más voces que cantaban conjuntamente. Esto, que para nuestras generaciones, habituadas a la individualidad de cada actor, resulta casi incomprensible, era la consecuencia de una larguísima tradición musical polifónica, en la que lo que no se concebía todavía era la presencia de voces individuales en un plano prominente, individualizado. Todavía hoy, cuando en mis cursos universitarios hago que los asistentes escuchen algunas de estas escenas teatrales, tengo que insistir especialmente en el concepto «colectivo» de la música vocal de esta época, totalmente ajeno a cualquier interpretación melódica individual, aunque ya empiece a percibirse en algunos momentos de la obra una tendencia hacia esta solución teatral que pronto tendría plena vigencia.
De estas «comedias armónicas» han quedado algunos ejemplos de compositores como Orazio Vecchi (1550-1605), autor de la titulada L’Amfiparnaso (1600), o las de Adriano Banchieri (1567-1634), autor de varias obras conservadas, entre las cuales merece ser citada la titulada La pazzia senile (1594), modelo en su género.
Pero era evidente que la polifonía no era un tipo de música adecuado para el teatro, aun a pesar de que se cantasen madrigales de aspecto narrativo o amoroso en escena. La misma estructura de este tipo de música, en la que cada parte es independiente pero a la vez totalmente sujeta a las evoluciones de las demás, no permitía una verdadera acción dramática (a pesar de que probablemente se intercalaban las usuales parrafadas habladas, totalmente improvisadas por los comediantes). El movimiento escénico era incompatible con la fina textura de la polifonía y ésta era, por lo tanto, un obstáculo al verdadero desarrollo de un teatro musical. Cuando se descubrió, como veremos más adelante, que la polifonía nunca había sido conocida en el mundo clásico grecolatino, todo intento de mantenerla en los teatros del tardo-Renacimiento quedaría definitivamente arrinconado.
II. LA CAMERATA FIORENTINA
En Florencia, a fines del siglo XVI —parece que a partir de 1581— se reunía habitualmente un grupo de músicos, poetas, cantantes, intelectuales y nobles de mentalidad tardo renacentista, formando un cenáculo que, a imitación de las clásicas academias griegas, discutían acerca de distintas formas y cuestiones relacionadas con la literatura y el arte. El grupo adoptó el nombre de Camerata fiorentina y estaba presidido por un noble, el conde Jacopo Bardi, que en algunos momentos tuvo a su cargo la organización de las fiestas y diversiones de la corte de los Medici florentinos. Éstos, aunque habían perdido algo del brillo de sus antecesores del siglo XV, seguían siendo sumamente importantes y llevaban actividades culturales notables en su corte. Esto motivaba que en la Camerata fiorentina hubiese poetas, como Ottavio Rinuccini, compositores, como Jacopo Peri (1561-1633) y Giulio Caccini (ca. 1545-1618), intelectuales, como Vincenzo Galilei (padre del futuro astrónomo Galileo Galilei), cantantes (como Francesca Caccini, que se incorporaría años más tarde al grupo), etc. Parece que muy pronto fue tema principal de los debates de la Camerata una cuestión entonces «candente»: ¿cómo eran las representaciones teatrales de la antigua Grecia? ¿En qué medida se cantaban o declamaban las grandes obras de los dramaturgos griegos?
Vincenzo Galilei, que como humanista tenía relaciones con grupos de estudiosos de la antigüedad clásica en Roma y otras ciudades, entró en contacto con ellos y la conclusión a la que llegó tras varias consultas era que el teatro de la antigua Grecia era totalmente cantado, pero que la música que se cantaba en escena no era polifónica, sino monódica (es decir, a una sola voz), puesto que la polifonía había sido un invento de la Europa eclesiástica medieval.
Seguramente, el resultado de sus investigaciones sorprendió mucho a los miembros de la Camerata. El caso es que la música, por falta de ejemplos conservados del mundo clásico, había quedado siempre muy al margen de la recreación renacentista. De hecho, el Renacimiento había vivido casi todo su ciclo creador sin hacer mucho caso de la música, que seguía utilizando, en el fondo, las formas heredadas del mundo medieval, goticizante, que aunque muy evolucionadas, no habían abandonado su base teórica inicial.
Pero ahora resultaba que si se quería, de alguna forma, recrear o reproducir el teatro tal como se hacía en la Grecia antigua, era preciso prescindir de las fórmulas polifónicas en uso. Como por otra parte la ínfima cantidad de música griega «auténtica» conservada era prácticamente nula, no era posible tratar de reconstruir ninguna de las representaciones teatrales de la época clásica. Ni siquiera podían tener una idea precisa de cómo se desarrollaba la música teatral griega; se tuvo que partir de conjeturas en las que una de las pocas cuestiones más o menos claras es que la música iba unida al texto griego siguiendo la variable longitud o «cantidad» de las sílabas del idioma. Ni siquiera esto servía de mucho, pues el sistema de sílabas largas y breves, conservado en el latín clásico, se había ido borrando con la medievalización del latín y había desaparecido del todo en las lenguas latinas.
Lo que sí causó una gran impresión fue la noción bien clara de que el canto era individual y no colectivo, y sin duda fue esta circunstancia la que animó a aquellos estudiosos a realizar un experimento interesante: poner en escena una obra de características lo más semejantes posible a lo que ellos imaginaban que podía haber sido el teatro clásico. Hay que resaltar que el espíritu de esos renacentistas tardíos no era el de realizar una reconstrucción arqueológica del teatro griego, sino una nueva creación, y por esto no tomaron como base una obra teatral griega existente, sino un texto nuevo, de inspiración clásica, al que había que adaptar una música nueva. Esto es lo que da un relieve y un valor especiales a su ingenuo intento de reproducción del teatro griego antiguo: poner en música una obra teatral, una opera in musica, género al que nosotros, más comodones, hemos dado en llamar simplemente ópera.
La primera ópera, pues, fue el fruto de este propósito, ejecutable gracias a las circunstancias que ponían a la Camerata en condiciones de ofrecer su nuevo espectáculo en la corte de los Medici. Se desconoce exactamente en qué fecha fue llevado a cabo el experimento: mientras unas fuentes se inclinan por el año 1594, otras, más numerosas, nos indican el año 1597. Esta última fecha parece más lógica a la vista de la repetición del experimento, en 1600.
En efecto, la opera in musica puesta en escena por los miembros de la Camerata fiorentina, con música de Jacopo Peri y poema de Ottavio Rinuccini, titulada Dafne, no se ha conservado —lo que parece testimoniar una acogida tibia en el momento de su estreno—. Pero tampoco debió de ser un fracaso completo, ya que pocos años después —en 1600, como se ha indicado más arriba— los miembros de la Camerata fueron posiblemente requeridos para que repitieran su labor creativa ofreciendo otra opera in musica para la corte de los Medici, donde un acontecimiento de especial relieve hacía necesaria un espectáculo de categoría. En efecto, los Medici casaban a su hija, Maria, nada menos que con el rey Enrique IV de Francia, y aunque la boda oficial tendría lugar en París, los Medici habían organizado una boda por poderes en Florencia, pues no era cuestión de dejar pasar una ocasión tan importante de «aplastar» a los nobles de las ciudades vecinas con el esplendor de una boda de tan alto rango. En esta ocasión, pues, y posiblemente con un presupuesto mayor que la vez anterior, los responsables de la Camerata fiorentina prepararon un nuevo título: Euridice, con texto del poeta Rinuccini. La música fue escrita por un lado por Jacopo Peri, con algunos añadidos de Giulio Caccini, quien preparó por su parte otra versión sobre los mismos versos de Rinuccini. Una cierta rivalidad entre ambos motivó que al final los Medici (que tenían con toda probabilidad preferencias por Peri, que había sido cantor en su corte) estrenaran la versión de Peri (1600), quedando la de Caccini para otra ocasión (1602).
Dibujo que muestra las aptitudes de Jacopo Peri como cantante y compositor, en el papel protagónico de Arión durante el estreno de su obra Euridice, en 1600.
En todo caso, esta segunda opera in musica no se perdió, y los Medici hicieron imprimir la partitura, a partir de la cual se ha podido realizar alguna grabación discográfica de esa primera ópera de la historia, y poner de manifiesto la comprensible inmadurez de ese primer planteamiento de teatro musical.
La idea que tenían los miembros de la Camerata fiorentina que pusieron en escena estas opere in musica era que la música tenía que proporcionar un relieve especial a las cualidades y a los sentimientos expresados en el texto literario, como imaginaban que acontecía en el teatro griego antiguo. Por esto la música de Peri y de Caccini tiene una importancia relativa en sus respectivas versiones de sus Euridice. Fue esta preocupación por la supremacía del texto literario la que sería motivo de continuas tensiones en la historia posterior del género, como tendremos ocasión de descubrir en los próximos capítulos, y en cierto modo todavía hoy en día es una cuestión que está lejos de haber quedado resuelta.
A pesar de que hoy nos llama la atención su endeblez, el espectáculo de Peri y Rinuccini llamó poderosamente la atención cuando se representó ante la corte florentina, y los nobles y personajes notables invitados a estas fiestas nupciales mediceas quedaron debidamente impresionados. No tardó en difundirse su existencia por otras cortes nobiliarias de la Italia del Norte, y se solicitó a los Medici en más de una ocasión la posibilidad de representarla en otras ciudades.
De este modo la nueva fórmula de la opera in musica y del canto monódico, al que Giulio Caccini dio especial difusión en su colección de piezas Le nuove musiche (1602), se extendió rápidamente por el Norte de Italia y preparó el rápido y trascendental cambio de la música italiana que tanta importancia tendría no sólo en el campo de la música vocal, sino también en el de la instrumental, con la aparición de las primeras sonate monódicas (hacia 1610).
Curiosamente, estas ideas renacentistas empezaron a extenderse justo en el momento en el que nacían las ideas del barroco, que encontrarían precisamente en la ópera un camino para manifestarse y darles un contenido muy visible e importante. Así, pues, pronto las cortes italianas tendrían a su disposición un medio ingenioso para coronar las fiestas y celebraciones de sus respectivas familias reinantes con un espectáculo de moda y de gran brillantez. Era una forma de hacerse ver en el panorama cultural del momento y de dar el más espectacular reflejo de la importancia de sus propios linajes.
Retrato de Claudio Monteverdi (1567-1643), el verdadero creador del género operístico con su obra La favola d’Orfeo (1607).